Lecciones de Historia Rioplatense
Austrias y Borbones
 
 
Carlos V y Felipe II, con una visión medioeval de la política, habían realizado la vocación de su pueblo unido. Su programa de gobierno no fue otro que el evangélico de la reina Isabel, su antepasada en el trono. él puede resumirse en esta frase de Solórzano y Pereira estampada en su “Política Indiana”, al comenzar el capítulo sobre las cosas eclesiásticas y Patronato Real de las Indias: “La conservación y el aumento de la fe es el fundamento de la Monarquía”.

La ambición política de España en el siglo XVI, sus guerras, sus inmensas conquistas, territoriales no llevan —como hemos visto— la marca pagana de cesarismo que va implícita en todos los imperios que ha dado la historia antigua. En sus dominios, los teólogos gobernaban con dogmática prudencia como lo quería la Bula “Unam Santam” de Bonifacio VIII: “in manum militis, verum ad nutum sacerdotisi”. Y si frente a la matanza de los anabaptistas, a las hogueras de Calvino, de Enrique VIII y de Isabel, se alzó el fanatismo religioso oficializado, —se pregunta Menéndez y Pelayo—; ¿qué de extremo era que la Fe nacional levantara sus “purgatorios” como único remedio contra la disolución y la barbarie extranjeras?

Por lo demás, en el siglo XVI toda España era creyente; así los reyes, los prelados y los soldados —al decir de Maeztu— parecían misioneros trabajando por la misma causa nacional, y a la vez universal del Catolicismo que había hecho la substancia del pueblo.

Hasta el reinado de los dos primeros austríacos, esta integración política y espiritual de España en el catolicismo fue un hecho. El Estado y la Iglesia unidos por indisoluble vínculo sacramental, pudieron defender juntos, en “batallas de Dios”, la integridad nacional contra herejes y musulmanes; y mas tarde, contra luteranos y regalistas. Menéndez y Pelayo 5 ha podido escribir sobre aquellos tiempos esta página llena de belleza, y a la vez, no exenta de histórica verdad. “Joya fue la virtud, pura y ardiente, puede decirse de aquella época como de ninguna, mal que pese a los que rebuscan, para infamarla, los lodazales de la historia y las heces de la literatura picaresca. Aún los que flaqueaban en punto a costumbres eran firmísimos en materia de fe; ni los mismos apetitos carnales bastaban para entibiar el fervor; eran frecuentes y ruidosas las conversiones y no cruzaba por las conciencias la más leve sombra de duda. Una sólida y severa instrucción dogmática nos preservaba del contagio del espíritu aventurero, y España podía llamarse con todo rigor un pueblo de teólogos”.

Tal estado de florecimiento sufrió un descenso con los tres últimos reyes de la casa de Austria. La virtud y el entusiasmo se aflojaron. Y España fue perdiendo, poco a poco, su inmenso imperio por culpa de esa ley histórica que hace hasta necesarias las decadencias. Carlos V había hecho, el 14 de Septiembre de 1519, este solemne juramento que sintetiza con claridad la política de los de su casa: “Empeñamos nuestra real palabra, por nosotros mismos y los reyes nuestros sucesores, de que sus ciudades y establecimientos jamás serán enajenados ni separados, en todo ni en parte, bajo pretexto alguno, y en favor de quien quiera que sea. Y en el caso de que nosotros y nuestros sucesores, hiciésemos algunos dones o enajenaciones en estos lugares, esas disposiciones serán consideradas como nulas y no celebradas”. Los Borbones, con Felipe V, harán literalmente lo contrario. Ellos desgarraron a España con entregas y cesiones territoriales, imponiendo el “despotismo ilustrado” en las leyes y costumbres, conforme a la consabida frase de Luis XIV: “el Estado soy yo”.

El hombre-rey sustituye al monarca-símbolo de la antigua tradición castellana, transformándose la religión en un asunto de Estado, con tendencia a hacerse independiente de las directivas de Roma.

“El rey, para los españoles clásicos, era la fuente del honor y de la autoridad como encarnación del Estado; pero el primer servidor de la república, el primer esclavo del deber, como ministro de Dios —ha podido escribir Salvador Madariaga—. 6 De aquí el matiz que distingue a la monarquía española, en la cual limitan la libertad real toda suerte de escrúpulos, de la monarquía francesa cuyo último criterio es “Car tel est nostre bon plaisir”. Cuando llega a España la dinastía de Borbón, el absolutismo religioso de la monarquía absorbe una fuerte dosis de despotismo francés. Carlos III, con todas sus excelentes intenciones, gobernó más despóticamente que Carlos V ó Felipe II. Hay en los reyes borbónicos más de amo personal, menos de institución simbólica que en los Austria. Síguese de aquí que el absolutismo de los Borbones estaba en el fondo menos en armonía que el régimen de los Austria con las tendencias innatas del pueblo español”. Y en el mismo sentido anota Louis Bertrand: 7 “Bajo la influencia extranjera, y en particular francesa, perdió el alma española su unidad moral y aún su unidad intelectual, que en el reino del arte y en el del pensamiento habían creado obras sin par. Ideas exóticas la combaten, ideas que serán el fermento de las próximas revoluciones que conmovieron durante todo el siglo XIX y los tiempos actuales a la Península Ibérica.”