Lecciones de Historia Rioplatense
El Río de la Plata
 
 
A América pasó también aquel espíritu apostólico de los Austrias, y nuestros fundadores levantaron aquí la bandera de la Contrarreforma a la manera de auténticos cruzados en el nuevo continente.

No hay más que leer lo que recomienda Carlos V a Pedro de Mendoza en la capitulación del año 1534, para llegar a semejante conclusión. Carlos le manda al Adelantado que lleve con los militares y funcionarios a religiosos, los cuales tendrán que ser consultados en los casos dudosos; y si el Adelantado no cumpliera o no obedeciese sus consejos — le recalca—, no tendrá derecho legalmente a ocupar territorios de avanzada en las regiones que conquiste. Esa subordinación de la política a lo sobrenatural está patente en todas las empresas de la España fernandina y austríaca, no obstante los abusos cometidos en su nombre.

Pedro de Mendoza llegó a nuestras playas con la cruz en alto, y siguiendo aquellas normas se levantó el fuerte de Buenos Aires. La breve vida de la primer fundación se cumplió, precisamente, bajo este signo religioso-militar logrado en la Contrarreforma.

Fue la conquista del Río de la Plata, como se sabe, una empresa verdaderamente épica. Basta recorrer algunos relatos de viejos cronistas contemporáneos para darse una idea de ello.

La mayor parte de los tripulantes y funcionarios que acompañaron a Don Pedro —muchos de ellos nobles, como lo expresa Groussac en su libro “Mendoza y Garay”— venían sugestionados por la leyenda del Rey Blanco o aquella de la Ciudad de los Césares que Uds. conocen. Más al pisar territorio platense y desengañarse de tales fantasías, tuvieron que hacer frente a dos enemigos terribles por lo inesperados: el indígena bravío que merodeaba por nuestros desiertos, y el hambre. Se las arreglaron, por otra parte, como pudieron.

Hay que leer las páginas de Ulrico Schmidel, a pesar de las exageraciones que contienen —por lo demás, tan pintorescas—, para ver lo que sufrieron por su rey y por su Dios aquellos héroes legendarios de carne y hueso. No obstante, pudieron ellos lograr un punto de avanzada que serviría para comunicar más tarde el Atlántico con Asunción. Tal fue el fin concreto de Buenos Aires, no bien desvanecidas las fantásticas leyendas del metal y del oro. “Que abriéramos puertas a la tierra y no estuviéramos encerrados”, según la muy gráfica y política expresión de Juan de Garay, su repoblador definitivo desde Santa Fe.

La flamante ciudad del Santo de Tours fue una avanzada, una cabecera de puente militar. Desolado cuartel, carecía entonces de todo interés comercial. Solamente quedó, después de la segunda fundación, como punta de lanza en aquellas fronteras seculares —reforzada por Montevideo, en 1726— donde se plantearían, a partir de 1640 (fecha de la definitiva segregación portuguesa), los grandes conflictos por la posesión de territorios que más tarde correspondieron al Virreinato del Río de la Plata. Y es que: “la ciudad americana nació de la espada, fue un fortín, un recurso militar —ha escrito Juan B. Terán 8 —. La creó el decreto de un capitán, no la urdió lentamente el afán prolijo, ni nació de la pareja humana, ni la germinó el campo cultivado... Pudiera quizá compararse la ciudad americana con la que fundaron los cruzados en el Oriente en el siglo XI, fruto también de una empresa bélica”.

Una anécdota muy sugestiva la tomamos de una correspondencia, reproducida por Groussac, 9 de Santa Teresa de Avila: dos de cuyos hermanos vinieron a América y murieron aquí. Uno de ellos, Lorenzo, le había mandado unas cajas de dulce vernáculo a la Santa, quien respondió agradecida enviándole nada menos que un cilicio. Indudablemente, Teresa estaba en lo cierto. Era como decirle al varón, como recordarle al soldado, que la conquista no se hacía con dulces sino con cilicio.

Buenos Aires siempre fue un cuartel. Y tiene esa importancia que se revelará plenamente en la historia de la emancipación argentina, que no negaron los acontecimientos posteriores a 1810. Lo que le permitió encabezar la guerra por la independencia del continente, nada menos. No hubiera podido hacerlo, de no responder al llamado de sus fundadores: Pedro de Mendoza y Juan de Garay; a la acción de su primer caudillo: Domingo Martínez de Irala; y a la obra del insigne criollo: Hernando Arias de Saavedra, nacido en el Río de la Plata que le tocó gobernar durante tres períodos alternativos, desde 1597 hasta el año 1621.

Por lo demás, en los virreinatos del Norte, más ricos, España pudo implantar con mucha mayor facilidad que aquí su civilización casi intacta y trasladar a las ciudades opulentas sus familias, usos y costumbres europeas. Cosa que resultó imposible en nuestros desiertos hostiles que quedaron como frontera.

Así se inició, entre nosotros, el proceso doble y original de la conquista militar y de la penetración religiosa.