La escuadra Anglo-francesa en el Paraná
Introducción
A William Alexander Mackinonn Miembro del Parlamento; de la “Royal Society” y de la “Society of Antiquaries” de Londres. Dedica este libro su devoto hijo cuyo buen éxito en la vida se debe principalmente a que siguió siempre los buenos consejos de un buen padre. L. B. M. Enero 1848 El maravilloso poder del vapor ha sido plenamente demostrado, no solamente en las operaciones de guerra, sino en la rapidez de las comunicaciones durante las últimas acciones cumplidas en el río de la Plata. Con ese motivo, el autor de este libro ha sido exhortado a exponer al público el fruto de sus experiencias recogidas en los varios viajes que hizo por el interior de los dos grandes afluentes del dicho río de la Plata, a saber, el Paraná hasta la altura de Corrientes, y el Uruguay hasta Paysandú. Tales viajes, realizados en la corbeta de guerra a vapor Alecto, de la armada de Su Majestad, dieron oportunidad al autor para hacer observaciones en abundancia, aunque de manera un tanto apresurada, sobre aquellas hermosas, fértiles y saludables regiones. La operación de remontar los ríos fue acompañada de muchas y grandes dificultades, debidas a los obstáculos naturales y a las hostilidades de los argentinos. Para poner al lector en aptitud de comprender claramente el propósito que tuvo la demostración de fuerza llevada a cabo por Inglaterra y Francia, y la parte que en ella desempeñó la corbeta de guerra Alecto, será menester bosquejar la situación política de las provincias del Plata al momento en que da comienzo el presente Diario. Desde la declaración de independencia, firmada en julio de 1816, todas y cada una de las provincias de esta parte de América del Sur, habían vivido casi constantemente en estado de anarquía. El jefe que se hallaba en condiciones de comandar unos cien soldados, poníase a la cabeza de una revolución, y en pocas semanas, días u horas, según el caso, derrocaba al gobierno existente y se instalaba por un tiempo en la silla del gobierno supremo, de la que, a su vez, era expulsado por otros cuando le llegaba su hora. Al cabo de algunos años, esa guerra civil se hizo cada vez más sangrienta y brutal, y apenas si ofrecía cortos intervalos de reposo, tan cortos, que era imposible sacar provecho de los abundantes recursos de este feracísimo país. Por último, surgió un hombre que se puso por encima de los demás, dotado sin duda por la naturaleza con el carácter necesario para dominar y para gobernar al pueblo semisalvaje entre el cual había nacido, hombre que había demostrado, en el transcurso de su vida, genio extraordinario para salir bien en cualquier contingencia, ya fuera militar o política, y que, como Bonaparte, tenía la condición de asegurarse la fidelidad y devoción de quienes le seguían. Juan Manuel de Rosas apareció en el escenario de Sudamérica y rápidamente se abrió paso hacia el poder, no el poder supremo en el sentido en que pudiera entenderse en Inglaterra, sino el mando en el sentido más despótico. Su sola palabra era ley. Ha de resultar claro para cualquier persona un poco reflexiva que, elevarse así, entre una población bárbara como la que a Rosas rodeaba, supone medios extraordinarios, pero no por cierto aquellos medios de que puede echar mano un estadista en una vieja nación del mundo. Para tal fin, Rosas había empezado, desde sus mocedades, por mostrar una máscara hipócrita de integridad inflexible, y como daba pruebas de gran capacidad militar, ganó pronto la consideración de los propietarios de tierras, o estancieros, en cuyas estancias se reclutaban principalmente las tropas del ejército. Después que fue presidente de la República 1, y por mucho tiempo, su gobierno se exhibe como un gobierno sabio y paternal. Su energía y decisión se pusieron de manifiesto al arrojar y exterminar a las bandas de indios que, como las de los árabes del desierto, “amenazaban a todos y ponían a todos contra ellas”. Con éxitos diversos, unas veces dueño de la capital, otras arrojado de ella, de la que se adueñaba nuevamente con un ejército de gauchos, continuó así hasta que pudo persuadir a la Cámara de Representantes de que debía investirlo con poderes ilimitados. Para un hombre de orden común, en aquellos tiempos, ese solo hecho hubiera bastado a señalar el comienzo de su derrumbe; pero Rosas conocía bien a sus compatriotas y se decidió a gobernarlos con vara de hierro. Llevar a cabo tal cosa con la maquinaria de gobierno en uso, aun respaldado por el ejército, hubiera sido una tarea en extremo dificultosa, si no imposible. Su inteligencia práctica, le sugirió sin embargo la idea de que, en caso de poder fundar una sociedad secreta, dirigida por él y compuesta por hombres elegidos por él (y su propia astucia lo habilitaba especialmente para hacer la elección), estaría en condiciones de arrastrar las voluntades de los hombres más activos y enérgicos del país para hacer obedecer sus órdenes, fuera para el bien o para el mal. Así surgió el célebre club de la Mazorca, tan mentado, que ha sido y es nada más que una poderosa máquina política acomodada a los tiempos y al pueblo aquel. Rosas conocía demasiado bien su posición, para dar lugar a que maduraran conspiraciones contra él. Los socios secretos de esta sociedad le llevaban las más circunstanciadas noticias. Estando así, mediante este sistema de espionaje, al cabo de las menores confabulaciones, la carrera de tal hombre no era de sorprender. Muy lejos nos hallamos de defender sus horribles crueldades y sus homicidios, pero lo cierto es que se hallaba en una peligrosa alternativa y se decía: —Si permito una conspiración cualquiera, el resultado será una revuelta y la víctima he de ser yo seguramente. Toda conspiración es contraria a la ley: Ergo... los conspiradores deben morir. Y morían 2. Al mismo tiempo se sucedían horribles matanzas; pero, en cuanto al autor le ha sido dado averiguar, siempre se creyó que las víctimas estaban complicadas directa o indirectamente en la tentativa para echar abajo al gobierno. Una de estas tentativas, encabezada por el general Lavalle, estuvo a punto de terminar con la dictadura de Rosas y fracasó no más que por una notable ruse del sanguinario gobernante. Entre los actos impolíticos de Rosas, cuenta un decreto dado en los primeros meses de 1846 contra las escuadras combinadas (la inglesa y la francesa) cuando forzaron el paso del río Paraná. Por este decreto, cualquier habitante de la República Argentina estaba autorizado a matar alevosamente o torturar a los prisioneros ingleses o franceses o a disponer arbitrariamente de ellos. Rosas creyó quizás que, según la ley de las naciones, la expedición de que trata este Diario era pirática y no autorizada por los gobiernos de Inglaterra y Francia. Con todo, y aunque quieran alegarse en su favor y como atenuantes las particulares circunstancias en que estaba colocado Rosas, el decreto fue impolítico, irritante, y cuadraba más a un bárbaro que a un gobernante tan sagaz como él; sobre todo que los oficiales y soldados de las escuadras combinadas operaban bajo las órdenes de una autoridad legítima. El resultado de este decreto feroz, fue el cruel asesinato de un joven oficial inglés, gallardo y emprendedor, que causó, como se imaginará, indignación y gran disgusto entre las fuerzas inglesas y francesas combinadas. Cuando Rosas hubo consolidado su poder en Buenos Aires, y como era el personaje más fuerte, volvió naturalmente sus miras a la sujeción de la provincia llamada Banda Oriental, cuya capital, Montevideo, se hallaba desgarrada por las disensiones civiles. Estaban sus habitantes divididos entre dos caudillos muy populares, don Fructuoso Rivera y el general Oribe. Este último, vencido y obligado a huir, había buscado refugio en el ejército de Rosas que, con el propósito de hacer ingresar a Montevideo en la Confederación Argentina (aunque en realidad para colocarla bajo su despótico poder personal, y así consolidaba ese poder en ambas márgenes del Plata), suministró a Oribe hombres y dinero, y aquél invadió la Banda Oriental y tomó posesión de toda la campaña, menos Montevideo, ciudad a la que, sin embargo, puso sitio. En su propósito de imitar a Rosas, sembrando el terror entre los habitantes de la ciudad para apresurar su caída. Oribe fracasó miserablemente. Su conducta atroz, que fomentaba el asesinato a sangre fría de quienes urgidos por el hambre se aventuraban a salir cerca de las líneas sitiadoras en procura de hierbas para prolongar una mísera subsistencia, terminó por crear un horror indecible entre los comerciantes y entre la población europea que, en un principio, se había mostrado indiferente a propósito del predominio de un partido sobre otro. En medio de las discusiones originadas por esos actos sanguinarios. Oribe mostró tal insensatez, que lanzó una proclama, según la cual, ni vidas ni propiedades serían respetadas tratándose de tomar la ciudad. De no haberse dado ese decreto, Montevideo hubiera caído en poco tiempo, pero ya los ánimos estaban exaltados y esa situación se agravó con la proclama, a tal punto que tres mil residentes extranjeros se armaron en seguida y los comandantes navales de Inglaterra y Francia creyeron que era justo desembarcar fuerzas. Ayudado en esta forma, Montevideo se mantuvo todavía firme y Rosas vio frustrado su deseo de apoderarse de ambas márgenes del río de la Plata y de controlar la ruta que conduce a las regiones que pueden proveer como ninguna otra de materia prima al Viejo Mundo, y consumir a su vez enorme cantidad de artículos manufacturados. Por un viejo tratado, el gobierno inglés y el gobierno francés habían garantizado la integridad de la Banda Oriental, y Rosas fue formalmente intimado por estos gobiernos para retirar sus tropas del territorio. Como no aceptó hacer esto último inmediatamente, su escuadra, que estaba bloqueando a Montevideo para apoyar el sitio, fue capturada por algunos pocos barcos, y franceses e ingleses declararon rigurosamente bloqueadas ambas márgenes del río de la Plata. El bloqueo dio comienzo a mediados de 1845 y quizás continúe todavía, por lo menos en el nombre, porque ha de decirse que, en realidad, nunca fue mucho más que eso. Como consecuencia del contrabando, el azúcar, el té, el vino y otros productos extranjeros, estaban tanto o más baratos en Buenos Aires, en pleno bloqueo, que en Montevideo; y el mismo Rosas ha enviado diversos cargamentos de productos del país a Inglaterra por la aduana de Montevideo, y también a otros países. Por este tiempo, el gobernador de Entre Ríos era el general Urquiza, soldado de fortuna, hechura de Rosas. El gobernador de la provincia rebelde de Corrientes era el general Madariaga, que había hecho liga con la provincia independiente del Paraguay contra el poder de Rosas. Estas dos provincias habían reunido un ejército considerable, puesto bajo el mando del general Paz, reciente rival del dictador de Buenos Aires. La razón ostensible para la reunión de tal ejército era la de obligar a Rosas a abrir la navegación del Paraná, que él impedía. Difícil es determinar la verdadera causa de esto último, pero, cualquiera fuese ella, la consecuencia estaba en clausurar la única salida que tenían los abundantes productos de esta celebrada y fértil comarca. De tal manera, el anchuroso y bello río Paraná, destinado por la naturaleza a llevar consigo las riquezas de estas ilimitadas y fértiles regiones del norte, Corrientes, Paraguay, Bolivia, Alto Perú, etc., se hallaba literalmente desierto. Sin embargo, la decisión de las autoridades 3, de forzar cualquier paso río arriba para llegar a Corrientes, estaba destinada a revelar las bellezas y posibilidades de estos argénteos ríos, y muy pronto la fuerza del vapor, hasta entonces nunca conocida en aquellas aguas, apareció para burlarse de los preparativos de Rosas y de los poderosos obstáculos de la naturaleza, formados por la constante y arrolladora corriente de las aguas y del viento norte predominante allí. Merced al concurso de hábiles y enérgicos oficiales, esta especie de mar interior, casi ignorado, se halla ahora tan bien reconocido como cualquier otro río extranjero del mundo, de la misma extensión. La expedición de las fuerzas combinadas, con la intención de destruir el poder de Rosas, dio la oportunidad a cuantos buques deseaban obtener ventaja de la protección militar, para sacar libremente los productos que estaban pudriéndose inútilmente en los depósitos de dichas provincias, y la oportunidad de introducir al mismo tiempo una gran cantidad de artículos manufacturados. No era de la incumbencia de los oficiales el cuestionar la legalidad de la expedición y les bastaba con que estuviera de acuerdo con la ley de las naciones. Llegar a países desconocidos, remontando un río famoso y extraño, seguros de figurar en servicio activo, y ganar posiblemente un ascenso, excitaba la emulación y el espíritu de empresa. Acaso ninguna expedición dio comienzo y fue realizada luego con mayor placer y completa satisfacción. El gran secreto del éxito que coronó casi todos los esfuerzos, con una sola desdichada excepción, se debió, primeramente, a las medidas que, mediante el poder del vapor, se tomaron con tanta rapidez como acierto. En segundo lugar, a la notable condición de la artillería y el hábil servicio de sus diferentes secciones. Cuando el jefe es hombre de grandes condiciones y goza de la confianza de sus subordinados, reunidos así el elemento personal y material, como lo estaban con Sir Charles Hotham, no es extraño que acompañe el buen éxito. También es raro que un oficial inglés posea el talento para los idiomas, como lo tenía Sir Charles Hotham, en grado eminente, y agréguese todavía la perseverancia y la pericia recientemente demostrada en el extraordinario rescate de nuestro navío Gorgan y las posteriores operaciones en el río Paraná. Desgraciadamente, y por alguna razón difícil de conjeturar, la infantería de marina nos fue retirada con destino a Montevideo, precisamente cuando estos bravos y eficientes soldados hubieran sido de la mayor ayuda en el Paraná, en el momento de navegar aguas abajo con un convoy valiosamente cargado. A su llegada a Montevideo, los de la infantería fueron desembarcados en la ciudad donde estaban ya dos regimientos británicos. Esto debilitó tanto la escuadra del Paraná, que no se consideró prudente intentar la proyectada captura de los cañones de San Lorenzo, que, de otra manera, se hubiera hecho con toda seguridad. Tal era el estado de las cosas hacia fines de 1845; y cuando se tuvo conocimiento de ello en Inglaterra, fueron al punto equipados tres buques de vapor: Alecto, Harpy y Lizard, con la extraordinaria rapidez que solamente puede alcanzarse en un arsenal inglés, y que solamente el Almirantazgo inglés con su poder puede realizar. En el intervalo, el convoy 4 se había congregado en Montevideo con sus fuerzas protectoras, bajo el comando de Sir Charles Hotham y del almirante Tréhouart. Fue tomada y ocupada la isla de Martín García y se hicieron todos los preparativos para dar un golpe al poder de Rosas y poner de manifiesto a las provincias interiores, no solamente la ventaja de un intercambio continuo con los países de Europa, sino darles también una ligera noción de la riqueza, la inteligencia y el poder de estos países. El general Oribe estaba todavía sitiando a Montevideo con una tropa de gauchos andrajosos y semisalvajes, y tenía encerrada en la ciudad, casi en estado de inanición, a una fuerza suficiente para derrotar a todo el ejército sitiador con la mayor facilidad. Las más repugnantes crueldades eran ejercidas por los dos partidos nacionales y se perpetraban de ordinario torturas horribles y asesinatos premeditados de prisioneros. Para despertar la simpatía de las autoridades y fortalecer el odio contra el enemigo (esto lo contó una persona en cuya veracidad puede depositarse la mayor confianza) era frecuente que, cuando resultaba muerto algún hombre de las avanzadas de la ciudad en una de las diarias guerrillas que se producían, sus propios compañeros mutilaran a cuchilladas el cadáver de la víctima, de manera repugnante. Hasta lo destripaban, y dejaban el cuerpo tal como un carnicero prepara el cuerpo de una oveja. Entonces lo llevaban a la ciudad y lo exhibían bajo el ojo de las autoridades, asegurando, con mentira, que el soldado había sido hecho prisionero y tratado así por el enemigo. Menciono este episodio como espécimen del sistema de fraude utilizado por un partido en Montevideo para engañar a las autoridades. Muchas otras villanías de esta naturaleza eran perpetradas y desgraciadamente con mucho éxito. También uno de estos partidos proclamaba a gritos —y era generalmente creído— que el ganado de la Banda Oriental había sido casi exterminado por el enemigo y que con otro año más, desaparecería de todo el país esa fuente de riqueza. Cualquier persona de sentido común, por poco que razonara, advertiría que en tierra como ésta, tan apropiada por su clima y su suelo para la cría de ganado, la invasión temporal de un ejército tendría un efecto contrario, si se exceptúa la ruta que siguiera el ejército en su marcha y los lugares en que tomara posiciones. Como el enemigo ahuyenta a toda la población, que acaso le sobrepase cien veces en número, es absurdo pensar que, por inclinado que fuera el tal ejército a la destrucción, pudiera destruir tantos y tantos animales, si tenemos en cuenta que la población misma, por propia conveniencia, ha de poner en ejercicio sus energías para asegurar los ganados. Puede asegurarse que, tomada la provincia en conjunto, la cantidad de ganado ha crecido enormemente desde que la guerra empezó. Todo el clamor levantado por los intereses de un partido es, por lo tanto, pura invención. Ya al terminar el autor su permanencia en estos países, tuvo oportunidad de formar opinión propia sobre el estado de las dos principales ciudades. Buenos Aires y Montevideo. El contraste era sorprendente. En Montevideo, con toda la civilización que en el orden civil y militar los jefes de los dos grandes poderes europeos podrían haber llevado, como es de suponerse, la ciudad estaba sucia hasta el extremo, la policía era pésima, porque los asesinatos se cometían en pleno día, haciendo víctimas a los mismos habitantes de la ciudad o a los marineros y soldados europeos. En Buenos Aires, por el contrario, reinaba la mayor seguridad en cuanto a la vida y la propiedad de las personas. Una policía activa y eficiente imponía en las calles de la ciudad la misma seguridad que podía encontrarse en Londres, y quizás mayor. Un gobierno riguroso hacía respetar las leyes, y los oficiales ingleses sentíanse, no solamente más seguros en sus personas, aun tratándose de una ciudad enemiga, sino tratados con mayor cortesía que en Montevideo. Cualesquiera fueran las faltas de Rosas, este último hubiera podido decir, ciertamente, que, mientras su ciudad se hallaba en perfecto orden y seguridad, Montevideo, bajo otras influencias, era teatro de la anarquía. Después de la toma y ocupación de la Colonia y de la isla de Martín García (llave de los ríos Paraná y Uruguay) el convoy prosiguió aguas arriba, y, contra lo que esperaba Rosas, pudo pasar a salvo los peligrosos bancos de esta parte del río de la Plata en la desembocadura del Paraná. En alguna distancia, el canal del río corre siempre entre islas, pero no encontraron los buques tropiezo alguno,si se exceptúa el que resulta de la rápida corriente y de los vientos reinantes. Por fin, toda la escuadra y el convoy fueron detenidos al ver aparecer fuertes construcciones y baterías en Obligado. Lo que dio lugar a un combate de la mayor acometividad. Difícilmente —según se cree— ha de reconocerse a los vencedores la fama que merecieron. Nunca una fuerza relativamente escasa, de tres buques de vapor y algunos bergantines pequeños, se impuso a baterías tan formidables y derrotó completamente a un ejército que se supone de tres mil hombres. Después del buen éxito alcanzado en esta batalla, el convoy siguió aguas arriba, todavía acompañado y protegido por buques de guerra, abriéndose camino con rapidez hasta Corrientes. Pero ésta fue tarea difícil y peligrosa, porque el ejército de Rosas, derrotado, se rehizo y se esforzó cuanto pudo, bajo el mando de Mansilla, cuñado del dictador, para hostilizar a nuestros buques en todas aquellas partes del río en que éste se estrecha lo bastante como para que produzcan su efecto los tiros de la artillería. Había dos lugares indicados para ese propósito: El Tonelero y las barrancas de San Lorenzo. El convoy, sin embargo, logró pasar por esos lugares sin pérdidas. Más adelante, el canal del río, dejando la costa de Santa Fe 5, se recuesta sobre la banda de Entre Ríos. Por alguna razón inexplicable, el gobernador de esta provincia, general Urquiza, aunque subordinado de Rosas, nada hizo para detener el convoy, y los buques, después de pasar las barrancas de San Lorenzo, no encontraron más obstáculos que los opuestos por la naturaleza. Por este tiempo, el 26 de enero de 1846, llegó a Montevideo el primero de los tres buques de vapor, denominado Alecto, cuyos viajes por los ríos Paraná y Uruguay serán el tema de las siguientes páginas. Queremos llamar la atención del lector sobre las muy grandes posibilidades del país para los capitalistas, sean grandes o pequeños, y los extraordinarios beneficios que pueden derivarse de un exiguo desembolso de dinero, como se demuestra plenamente en este Diario. Pero al mismo tiempo debe tenerse presente que la vida y la propiedad no están seguras en ningún momento, como no sea en las vecindades inmediatas a la ciudad, y que, aun cuando el poblador extranjero se encuentre en las mejores condiciones imaginables, puede una revolución, en un momento cualquiera, dejarlo sin casa ni hogar y desamparado. |
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