La escuadra Anglo-francesa en el Paraná
4. La costa de Entre Ríos
Sumario: Punta Gorda. — Posición admirable para un ataque. — Precauciones. — Juego del escondite. — Una mujer fumadora. — Las cotorras. — Buques de guerra a la vista. — Anclamos frente a la ciudad de Paraná. — Noticias del ejército. — Un piloto notable. — El calor excesivo. — Canales intrincados. — Caza inesperada en una playa de arena. — La tortura de los mosquitos. — Al venir el día. — Vegetación tropical. — Clima saludable. — No hay que tentar a los tigres. Febrero 12. Jueves. El cauce principal del río se aproximaba a la costa de Entre Ríos, y a las siete llegamos al comienzo de la barranca de Punta Gorda, que se levanta perpendicularmente, con altura variable desde quince a cincuenta pies de altura. La caja de la rueda se hallaba sin duda a unas diez yardas de la costa; por alguna distancia fue enteramente imposible poner en dirección hacia arriba ninguno de los cañones y es de imaginar la situación de peligro en que estaba toda la cubierta. Un grupo de jinetes ocultos entre las matas no tardó en dejarse ver a poca distancia: toda la tripulación se levantó entonces en el barco, armada de fusiles, y los hombres se distribuyeron detrás de las cajas de las ruedas, detrás de los mástiles, de la chimenea, de las bitas, y de cuanto lugar proporcionaba la más pequeña defensa. Aprestáronse los caños para los cohetes y apuntaron hacia la barranca como para despejarla en su parte alta. Al mismo tiempo habían hecho una barricada con hamacas y sacos para proteger al timonel. El sondador que iba en la caja de la rueda de estribor y el otro del moco del bauprés, fueron retirados. El de la rueda de estribor bajó por un lado y se colocó en un sitio más apropiado para él, quedando por completo a salvo de la fusilería. Al ponernos muy cerca del grupo a que me he referido, echamos de ver que estaban armados con mosquetes, pero no en actitud hostil; más que irritados, parecían asombrados al vernos y avanzaron, exponiéndose a ser blanco de nuestras armas, con entera confianza. Nuestros hombres, al ver con curiosidad la traza de aquellos montoneros, como los llaman, se mostraron muy joviales. —Bueno, Juanito —dijo uno de los marineros—, lindo juego al escondite estamos haciendo. No creo que se nos dé otra vez este jueguito. Dos mujeres se adelantaron a caballo, montadas a horcajadas, y estuvieron por algunos momentos contemplándonos atentamente. Algunos de los oficiales las saludaron con los sombreros, y ellas respondieron a la cortesía. Al proseguir la marcha el buque, echaron más leña a la hornalla, lo que produjo un humo negro y espeso que fue a dar sobre el grupo de observadores y los tuvo medio ahogados. Parecieron con esto muy divertidos y se restregaban los ojos con viveza. Hacia el final de esta barranca, el canal del río pasa a la otra costa, y la popa del barco, por toda una milla, se vio expuesta a un ataque desde la barranca que constituye posición admirable para el emplazamiento de cañones. Una batería bien preparada y bien provista de soldados aptos, en este punto, podría detener e interrumpir por completo el comercio del río; los buques en ascenso o en descenso estarían muy expuestos en alguna distancia, precisamente por la parte más vulnerable. A cosa de una hora más, el vapor nos llevó a otra barranca casi tan formidable como Punta Gorda, excepción hecha del cambio de canal a que me he referido. Era esta barranca más alta que la otra y tendría unos sesenta o setenta pies. En un sitio el canal corre tan pegado a ella, que alguien colocado en lo alto hubiera podido arrojar fácilmente una piedra por la chimenea del vapor. Allí aparecieron de súbito dos personas a caballo, que bajaron sin miedo alguno parte de esa barranca muy a pique y se pusieron a observarnos. Una de ellas resultó ser una mujer, aunque llevaba un sombrero de hombre. Se arrojó del caballo y con ademanes ostensibles pidió fuego a su compañero, que le encendió un cigarro y se lo brindó como obediente esposo. Entonces ella se puso a fumar con mucha calma y sonrió con gracia cuando un oficial que iba sobre la caja de la rueda, la saludó quitándose el sombrero. Los árboles que cubrían la orilla de la barranca estaban llenos de cotorras, parecidas a los estorninos de Inglaterra, y animaban la escena con la belleza de su plumaje, su garrullería y su continuo chillar. A las once advertimos a popa un gran buque que, al acercarse más, resultó ser la corbeta francesa Coquette, a la qué entregamos un paquete de cartas. Poco después fueron vistos dos buques más, a la distancia; se hicieron en seguida las señales y quedó averiguado que eran los buques Philomel y Dolphin. De pronto la Alecto dio contra algo violentamente, tanto, que la chimenea y los mástiles se sacudieron más de una vez. Había en el momento del choque siete brazas de agua a proa y tres bajo cada rueda. Varias conjeturas se hicieron sobre la naturaleza del obstáculo, pero ninguna digna de ser registrada. El misterio no ha sido puesto en claro y no habrá de ponerse hasta que el buque sea llevado a un astillero. Las últimas doce millas fueron dificultosas en extremo, a causa de lo intrincado de las costas y de los bancos de arena, pero, por gran suerte, teníamos un notable piloto, cuyo ánimo, buena conducta y habilidad se habían impuesto al respeto y buena voluntad de toda la gente del buque. A las doce y media, echamos el ancla muy cerca del Philomel y del Dolphin, frente a la ciudad de Paraná, capital de la provincia de Entre Ríos. A la parte del oeste, y a unas tres o cuatro leguas, remontando un brazo del Paraná, fuera de nuestra vista, estaba la ciudad de Santa Fe, capital de la provincia del mismo nombre. El contento y la agitación en los dos buques ingleses fueron extremos, porque entregamos cartas y dimos cantidad de noticias a quienes estaban sin nuevas de Inglaterra desde tres meses atrás. Nosotros tuvimos a la vez la desagradable noticia de que el general Paz iba retirándose ante el avance del general Urquiza, gobernador de Entre Ríos, muy empeñado este último en su invasión a Corrientes. De manera que la suerte del general Paz había cambiado y en el caso de que el general Urquiza, tomando posesión de la? barrancas de la provincia de Corrientes, hiciera uso de los cañones que quedarían a su disposición, podría ser asunto muy serio para la pobre Alecto, dado que las barrancas, por su posición, se describían como más peligrosas para nosotros que todas las que habíamos visto antes. Oímos decir también que Sir Charles Hotham, nuestro jefe, había seguido río arriba, hasta donde fuera posible llegar, y que iba en una goleta apresada en Obligado, que llevaba ese mismo nombre 1. Como las comunicaciones eran importantes, decidimos no perder tiempo y ponernos en camino lo antes posible. A las cuatro levamos anclas otra vez. Pasamos frente a varias barrancas de aspecto desagradable, antes de que se entrara el sol, y después, contrariando la costumbre, seguimos navegando. Al detenernos la última vez, el piloto había renunciado a sus funciones, exponiendo con toda corrección al capitán que su conocimiento del río no iba más al norte de la ciudad de Paraná. Si continuamos la marcha, fue gracias al conocimiento y la pericia del capitán Sulivan, del buque Philomel, que había hecho una inspección previa del río poco tiempo antes y que, a pesar de la oscuridad de la noche y de lo intrincado del canal, logró, a las diez p. m., poner el buque salvo y seguro en el ancladero donde estaban nuestros buques Gorgon y Fanny. Por cierto, el hecho de que nosotros en un simple vapor, ligeramente armado, con un puñado de hombres, hubiéramos andado cien millas aguas arriba por un río que nos era hostil, haciendo en paz y seguridad un recorrido que los mismos nativos no sabían hacer, fue algo que provocó sentimientos de admiración y entusiasmo. Aquí arrojamos el ancla por una noche y la gente de la Gorgon y del Fanny experimentó gran contento con las cartas y valijas que fueron entregadas inmediatamente. Como era de suma importancia en el presente estado de cosas averiguar la suerte del general Paz, se resolvió que la Alecto aligerara su carga en todo lo posible, pasando a la Gorgon sus provisiones y depósitos para seguir hasta Corrientes, si se podía, remolcando el bergantín Fanny, que por ventura, tenía cincuenta toneladas de carbón. Al observar la carta de navegar, podía percibirse fácilmente que la Alecto, desde que salió del río de la Plata, había estado navegando casi derechamente hacia el norte, lo cual, en el hemisferio sur disminuye mucho la distancia al Ecuador, y, por lo tanto, no es de sorprender que el calor hubiera ido en aumento. Esta noche la pasamos muy incómodos por lo sofocante de la atmósfera y la gran molestia de los mosquitos, que aparecieron en mayor cantidad y más violentos que de ordinario. La perseverancia, la astucia, la vivacidad de estos insectos es increíble; parece que nada los detiene y ningún tejido, por espeso que sea, es defensa bastante contra sus trompetillas venenosas. La única precaución eficaz consiste en dormir cuarenta pies sobre el nivel del río. Los marineros del Philomel y de la Gorgon habían aprovechado bien ese dato: las cofas, las vergas, los estayes se veían llenos de hamacas, porque los hombres consideraban muy preferible el riesgo de romperse el cuello desde esa altura, que exponerse a las terribles picaduras de los mosquitos. 13 de febrero. Viernes. Al ponernos en marcha esta mañana, según lo teníamos acordado, el Fanny fue amarrado a la popa y seguimos a una velocidad reducida. El capitán Sulivan continuó haciendo de piloto. Empezó el campo a adquirir rápidamente un aspecto más tropical y el calor aumentó. La vegetación era más oscura en su aspecto y más exuberante. A la una, pasamos cerca de un lindo ciervo que se bañaba en el río. Por desgracia, los rifles (que se suponen siempre listos) no lo estaban en esta ocasión y por eso pudo escapar. Pronto tuvimos a la vista un banco de arena que sobresalía tres o cuatro pies sobre el nivel del agua. El piloto, a bordo todavía, aunque sin funciones, dijo seriamente que tres años atrás, viniendo del Paraguay aguas abajo, había navegado justamente sobre el lugar donde ahora estaba el banco de arena. Ya casi anochecido pasamos frente a una barranca en algo semejante a los acantilados yesosos de Kent. Aquí pudo observarse algo curioso y que forma excepción entre las márgenes del río: el canal, en lugar de seguir a lo largo de las barrancas, elige la orilla opuesta, o sea la costa baja y pantanosa, lo que constituye una anomalía en el Paraná; de pronto, más o menos al terminar la costa alta, vuelve hacia ella según la tendencia habitual. Se pone entonces el canal por demás enredado v angosto, de modo que apenas se puede a veces dar vuelta con alguna velocidad en los ángulos que forma, y otras veces las vueltas son tan cerradas que hay que disminuir de golpe en diez puntos la dirección. Ya al entrarse el sol dejamos el bergantín Fanny 2 y anclamos cerca del río Hondo y de una alta y abrupta barranca. Una corriente muy fuerte, de casi cuatro millas marinas iba en sentido contrario a nosotros. Aquí completamos el duodécimo día de navegación a vapor, a la mayor velocidad posible, usando el primer grado de expansión para economizar combustible. Febrero 14. Sábado. Casi en seguida, después de salir esta mañana, entramos en un laberinto de islas que impedía por completo ver una u otra de las costas del río. Como éste era un caso extraño a tanta distancia de la desembocadura, me di la molestia de examinar los contornos desde el mástil, y para gran sorpresa mía no pude estar seguro, con un anteojo de larga vista, de si era o no la tierra firme la que veía en alguna de aquellas costas. Pero antes de entrar en este laberinto, descubrimos una tropa de caballería bastante grande, pero como estábamos próximos al límite entre las dos provincias. Entre Ríos y Corrientes, no podíamos discernir si eran amigos o enemigos. Una circunstancia muy sugestiva nos hizo sospechar que se hubiera producido poco antes algún combate o escaramuza, y fue la cantidad de caranchos (especie de buitre) que revoloteaban y daban vueltas en el mismo lugar. Pero ésta es una simple conjetura y nada más, porque son muchas las causas que pueden congregar a estos pájaros. Algunas de las pequeñas abras o ensenadas naturales del río son de apariencia muy agradable, y vistas en un río europeo se atribuirían al capricho de algún millonario de buen gusto. Las islas de estos alrededores están a una altura sobre el agua superior a las del sur, y a medida que el viajero avanza hacia las fuentes del río, dan la impresión de que el suelo aluvial adquiere mayor elevación. Varias de las plantas y árboles que podían observarse aquí, sólo se encuentran generalmente en las márgenes de los ríos del trópico. El calor iba en aumento y se hacía opresivo. Una circunstancia muy curiosa probaría que, o bien el clima de esta parte del mundo ha cambiado materialmente, o que era malo el tratamiento médico de los heridos en la desastrosa expedición del general Whitelocke, y es que todos los soldados nuestros que fueron heridos en la batalla de Obligado no presentaron síntomas malignos y muy pronto convalecieron. Porque hemos oído decir que en las anteriores expediciones 3 pocos o ninguno de los heridos escapaban. Sobrevenía casi siempre el tétano y terminaba con la vida de todo el que padecía la más pequeña lastimadura de la piel por herida de sable o de bala. A las dos de la tarde tuvimos que luchar en un pasaje muy estrecho con una corriente muy violenta. Luego de pasado este lugar nos hallamos en una laguna espléndida de cuatro o cinco millas de una parte a otra. Ahora la gran dificultad consistía en encontrar el canal, porque abundaban los bancos y bordes de arena. Dos o tres veces fue necesario anclar y echar la sonda por la proa, pero después de varias horas de trabajo para sobrepasar estos obstáculos, los salvamos sin otra dificultad mayor. Como después el canal se estrechaba nuevamente, inferimos por experiencia que hallaríamos mayor profundidad, pero nos equivocamos: el agua disminuía en profundidad, de doce brazas a trece pies. Por supuesto, las órdenes eran: —¡Alto! ¡Máquina atrás! ¡Anclar! Y las órdenes fueron obedecidas al punto. Como al sondear pudo verificarse que el pasaje era muy tortuoso, resolvimos pasar allí la noche. Se utilizaron solamente dos botes para sondar con unos pocos hombres y entonces se dispuso también colocar la red y ensayar la suerte sobre un banco de arena con unas dieciocho pulgadas de agua en un arroyo que se prestaba para ello. El grupo de hombres se dispuso a hacerlo con entusiasmo, prometiéndose perseverar en la tarea, pero ¡ay!, casi en seguida de haber tomado tierra, fue desviada la atención de todos por la aparición de gran número de pájaros jóvenes que cubrían la orilla, y, olvidando las anteriores promesas, los hombres se desparramaron muy animados y se dedicaron a agarrar aquellos pájaros, a centenares. Eran éstos semejantes en su apariencia a la gaviota común de Inglaterra; por eso les llamábamos “gaviotas de agua dulce” y en verdad debían de ser de agua dulce, porque estaban a más de quinientas millas del mar. La carne era muy buena y de buen sabor entre los pájaros de agua dulce 4. Para recobrar su crédito, la misma partida arrastró después la red dos o tres veces y cogió algunos pocos y buenos pescados; pero sin duda lo hicieron con escasa habilidad, porque el Paraná es abundantísimo en peces. Ya de noche, los mosquitos cayeron sobre el barco en miríadas. No hubo persona que no sufriera sus ataques. Por cansada y exhausta de fuerzas que una persona se encontrara, no era posible conciliar el sueño y la molestia extrema era como para volverse loco. Algunos de los oficiales que teníamos las camas protegidas con muselina o cortinas para mosquitos, veíamos a los insectos adheridos a la gasa de modo que la ponían negra. Aun así, una vez en la cama, el zumbido que hacían era tan fuerte, que resultaba imposible dormir con alguna comodidad. Para hombres blancos y rubios eran diez veces más irritantes, pero también para los de piel atezada y curtida, como las gentes del trópico, eran por demás insoportables. Febrero 15. Domingo. Unos quince minutos antes de .salir el sol, la Alecto estaba otra vez marchando a vapor, aguas arriba. Las dificultades y peligros crecían con el avance y para sobreponerse a ellos nada bastaba, como no fuera la experiencia de un viaje anterior, o la vigilancia que observaba el capitán Sulivan. La navegación se hacía bien mientras seguíamos la Costa Brava con una barranca tan empinada que, con frecuencia, las ramas de los árboles nos sacaban los sombreros al barrer con bastante fuerza la superficie de la caja de la rueda. Entretanto, luchábamos para remontar la corriente. Pero como la Costa Brava está formada generalmente, o bien por un gran estrechamiento del canal o por vueltas del río flanqueadas por una barranca, la navegación se hace difícil cuando el río crece mucho, porque sale de madre y, necesariamente el canal se ensancha y pierde profundidad al dar paso a este enorme volumen de agua. Entonces se forman corrientes diagonales o cruzadas, como les llaman los baquianos, tan repentinas y quebradas en sus vueltas, que sólo pueden compararse con el riachuelo de Lymington cuando está muy crecido, pero la tortuosidad es diez veces mayor. Cualquiera podrá advertir que éste es trabajo muy arduo para una nave de ochocientas veinte toneladas y los oficiales tienen allí la oportunidad de demostrar su experiencia y presteza manteniendo en buena disposición sus sondas, sus máquinas, botes, timones, etcétera. Ese día tuvimos con frecuencia siete brazas bajo una de las ruedas y doce pies bajo la otra, y también siete brazas en el lugar donde echaban la sonda del Dolphin y doce pies y pocas pulgadas bajo cada rueda. La extraordinaria variación observada en los sondeos, hizo necesario graduar las cuerdas de las sondas, en pies, hasta tres brazas, lo que siempre se anunciaba con gran énfasis por el sondador, que se hizo muy experto y mantenía siempre alerta al oficial de guardia. Como a menudo el río era de una milla de ancho, fácil será para cualquier marino estimar la dificultad que había en acertar con estos engañosos y tortuosos canales. Muy seguido, la “negra gruñona”, como los marineros gustaban llamar a la corbeta, tropezaba una y otra vez, y ya no poníamos atención sino cuando seguía la exclamación: —¡ Bueno! ¡Dios nos valga! ¡Otra vez varados!... Este día fue muy notable el cambio advertido en la fauna y la flora de una y otra orilla. Las plantas tropicales iban reemplazando a las de clima más templado. Diariamente, según nos acercábamos al Ecuador, advertíamos el cambio material, y en el último día este cambio fue más notable. El autor hubo de reír cuando oyó decir por casualidad, y precisamente después de escribir estas observaciones, ¡que no se advertía la menor diferencia desde la entrada del río hasta este lugar del Paraná!... Abundaban ahora las majestuosas palmeras alternadas con otras coníferas curiosas y tropicales que balanceaban sus graciosas copas sobre la oscura y exuberante vegetación. Sorprende en verdad, y mucho, que este río, corriendo tantos cientos de millas casi enteramente por una húmeda llanura aluvial, con todos los caracteres de los ríos africanos y centroamericanos, no tenga el mismo clima insalubre, sino que, por el contrario, haya sido bendecido con un aire extraordinariamente saludable, más saludable aún que el de la mayoría de los ríos europeos. Pero dondequiera efectuábamos un desembarco, el suelo se presentaba cubierto por huellas de tigres, algunas de gran tamaño y en verdad tan anchas que dos manos abiertas extendidas, apenas cubrían aquellos rastros. Esas huellas tan grandes eran más bien raras, pero había buena prueba del número de los tigres. Los baquianos aseguraron que quien quedara en la costa después de entrado el sol, encontraría la muerte, a menos que lo defendiera una buena partida de gente bien armada, y aun así correría un gran riesgo. |
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