La escuadra Anglo-francesa en el Paraná
9. A velocidad temeraria
Sumario: El equipaje de los enviados paraguayos. — El herrero correntino. — Los preparativos para poner la goleta Obligado junto a la corbeta. — La Obligado al garete. — Al costado de la Alecto. — Noticias de un diario, viejo de veinte años. — La Alecto repleta de público elegante. — Costo de las provisiones. — La leona. — El ave de rapiña. — La Alecto parte aguas abajo. — Contento de la multitud. — Velocidad temeraria. — El Paraná, mejor conocido en Londres que en Buenos Aires. — Protección contra la humedad de la noche. — Variaciones del clima. — Duro trabajo para los marineros. — Enfermedades. — Un beso a un tigre. — Fácil y cómodo manejo de la Alecto. Sábado. Esta mañana temprano empezamos a embarcar el equipaje de los enviados paraguayos, que formaba un curioso conjunto. Muchos de los objetos eran de fabricación nacional y reflejaban crédito sobre un país tan cerrado y alejado del mundo. Por la tarde tuvimos otra reunión de correntinos porque estos últimos no se cansaban de examinar el buque de vapor. Entre todos, el herrero mayor, o herrero del gobierno, quedó pasmado al ver las máquinas; pero después dijo que él se creía capaz de hacer una máquina igual. Como se mostrara tan confiado en su propia pericia, se le propuso que hiciera la soldadura a martillo de parte de un cabrestante que resultó roto por una bala en El Tonelero. Emprendió el hombre la tarea con gran confianza y empeño; pero fracasó en ella. Ninguno de los herreros que proporcionó el gobierno pudo reparar el deterioro, y devolvieron el cabrestante, después de algunos días, muy estropeado. Como habíamos determinado partir de vuelta, lo antes posible, recibimos órdenes de llevar la goleta Obligado (tomada como presa) con nosotros, a un costado. Era tarea difícil, porque reinaba profunda calma y el navío estaba a quinientas yardas abajo, en el río, y en aguas profundas. Además, no tenía cabrestante. Me vi precisado entonces a unir tres grandes cables y a tenderlos desde el buque. Los botes nuestros eran muy pequeños y las sogas muy pesadas, por lo que todo esto se hizo con gran dificultad. Al último, habiendo asegurado los cables, comencé a levantar el ancla, pero bahía estado tanto tiempo estacionada v en aguas tan profundas (veinte brazas), que sin la fuerza de un cabrestante, aun pequeño, era en verdad un duro trabajo. Con todo, no tardamos en arreglar un aparejo de cubierta con dos poleas y empezamos a trabajar. Después de una hora de fuerte labor, levamos el ancla y ya habíamos logrado tenerla a la vista, cuando el cable, que no era tan resistente como para soportar la fuerza de una embarcación de noventa toneladas y el fortísimo arrastre de la corriente, se cortó, a unas cien brazas de la Alecto. La goleta quedó entonces al garete. Para colmo de males, el ancla, la única que teníamos, estaba enredada, y era por cierto una singular posición la nuestra, sin gobierno en medio de la corriente, sin poder echar el ancla, sin viento, arrastrando a popa más de doscientas brazas de cable. Cortar estos últimos hubiera sido imperdonable, porque andaban muy escasos y no era posible reemplazarlos. Por fortuna, teníamos cuarenta hombres a bordo y en seguida tratamos de recoger los cables, pero al mismo tiempo nos íbamos al garete, y a tal punto, que, siempre aguas abajo, perdimos de vista la corbeta. Se hacía imposible gobernar la goleta y a pesar de todos nuestros esfuerzos, en una curva del río, aquélla se fue sobre la orilla, lo que por cierto nos mortificó mucho. La situación en que quedamos era difícil y enfadosa. Pero, como otros infortunios, solamente aparentes, resultó un medio de salvación y el único que se ofrecía para salir del atolladero. Las rocas contra las cuales dio la goleta, eran a pique, y se fue sobre un lado, quedando por un momento inmóvil; luego empezó a balancearse por el empuje de la corriente entre las vueltas que hacían los cables sobre el agua. En ese instante, tuve la idea de amarrarla a una piedra. La proa había virado algo y con poco más hubiéramos estado otra vez al garete. Unos doce marineros muy activos saltaron a tierra desde popa y rápidamente ataron una soga fuerte a un saliente de la roca. La corriente, como una represa, la cogió de proa y la hacía girar de modo increíble. “Fuerza, soguita, fuerza; no ceder o nos vamos otra vez sin gobierno”... pensábamos todos mientras la fuerza de la embarcación y la tensión del cable llegaban a los extremos. Para gran satisfacción nuestra, el cable resistió y en pocos minutos más la goleta quedó firmemente amarrada a las dichosas o malhadadas rocas. En seguida descubrimos dónde estaba el ancla y se preparó todo para sacarla. Entonces todo el esfuerzo se concentró en el cable traidor, culpable de nuestro infortunio. A despecho del esfuerzo de tanta gente joven y vigorosa, no fue posible sacarla a mano, y hubo que aplicar otra vez el aparejo. Con este aparato tuvimos éxito, y en cosa de una hora recogimos todo el cable. Felizmente sopló entonces una brisa, y habiendo dado vela en seguida, empezamos a remontar la corriente para volver a encontrar la corbeta. El viento aumentó y llegamos pronto a ponernos al costado de la Alecto, donde, en lugar de darnos condolencias por lo sucedido, nos hicieron bromas despiadadas y rieron de nuestra desventura. Durante la tarde cargamos algunos novillos en el bergantín Fanny, y buena cantidad de provisiones en la cubierta de la Alecto. Mi amigo don Tomás cenó hoy con nosotros en la sala de oficiales y se mostró asombrado de aquella esplendidez. —Nunca he visto nada parecido —dijo—. ¡Prodigioso! ¿Qué pensará de todo esto la gente de aquí?... Para retribuir la buena acogida, nos trajo don Tomás una canoa cargada con patos y otras provisiones y varias canastas de naranjas. Después de cenar, mientras bebía a sorbos su clarete, habló así: —Tengo que pedirles otro favor, caballeros, y espero que no consideren esto excesivo. —Bien... ¿de qué se trata?... —¿Podrían ustedes cederme un ejemplar de un diario inglés?... —Claro que podemos. —Yo no quisiera privarlos de un diario de data reciente. Si es de veinte años atrás, será nuevo para mí. La alegría del viejo fue inconcebible cuando le dimos The Times del 10 de noviembre de 1845. —Realmente, caballeros, difícil me hubiera sido creer en una buena suerte semejante o en una generosidad como la de ustedes —dijo, mientras doblaba el diario cuidadosamente—. ¡Cuánto placer se encierra aquí! Lo voy a leer una y otra vez, y lo conservaré todo el resto de mi vida. Hoy, como era día de fiesta, toda la gente de Corrientes cayó al barco con el fresco del atardecer, y con sus mejores atavíos. Entre los concurrentes estaba el gobernador de la provincia, Madariaga 1, sus ministros, y la esposa, la madre y los niños del general Paz, general en jefe del ejército paraguayo y del correntino. El buque estaba literalmente repleto. El departamento de máquinas, los camarotes, las cajas de las ruedas, en resumen, todo sitio donde pudiera caber un ser humano. No dudo de que esta visita a la Alecto resultará políticamente ventajosa para nosotros, por cuanto ha dado a los correntinos una ligera idea de la riqueza y del poder de Inglaterra, de la admirable adaptación del buque de vapor, no sólo a la guerra, sino también al confort, y habrá mostrado el orden y la organización observados en un buque ingles. Entre tanta gente de rango y bien vestida, tuve oportunidad de observar los trajes. Las comunicaciones tan limitadas entre esta parte de Sudamérica y otros países, sobre todo en los últimos años, han llegado hasta un aislamiento casi absoluto. De consiguiente, no sería razonable esperar que los habitantes puedan procurarse una indumentaria tan elegante como los de otros países más afortunados. Pero debe decirse que los vestidos, casi todos de fabricación regional, aunque comparativamente toscos, estaban hechos a mano muy acabadamente y, por lo tanto, eran mucho más caros que las ropas femeninas europeas de la misma calidad. Por ejemplo, una toalla pequeña, de tejido rústico, bordada a mano en todos sus bordes, costaba un doblón, o sea una onza de oro, equivalente, poco más o menos, a cuatro libras esterlinas. Los productos naturales del país, como el ganado vacuno, caballos y ovejas, son, naturalmente, por causa del número inmenso en que se dan, relativamente baratos. El precio común de un caballo, cerca de la capital, y en tiempo de paz, es de tres chelines y seis peniques; hasta quince chelines pueden darse según la calidad del animal, y el ganado vacuno se paga, término medio, unos diez chelines por cabeza. Estos precios varían según el lugar, en la misma provincia. En muchos sitios, tienen solamente un valor nominal; las ovejas y los cerdos, vendidos en gran cantidad, se pagan, de medio chelín a un chelín cada uno. Al presente, sin embargo, y por causa de la guerra, los precios han aumentado en forma muy notable en estas inmediaciones. Hay mucha demanda de caballos y el precio varía desde doce hasta treinta chelines, y así otras mercancías en proporción, exceptuando ovejas y cerdos, que son tenidos en menos y descuidados siempre y en todas partes. Más adelante he de formular algunos cálculos hechos en otros lugares de la provincia, los que pueden diferir de estos últimos, por lo que conviene advertir que, en tiempo de guerra, basta una distancia de cincuenta millas para determinar grandes variaciones en los precios. Por la noche llegó la última parte del equipaje de los enviados en el que estaba incluido una leona y un curioso buitre [sic]. La leona, en seguida, vino a ser animal favorito de los marineros y la dejábamos caminar sobre cubierta como un gato gigante. El buitre era una especie rara, y como en vano he buscado en libro alguno descripción de él, me aventuro a tener aquí esa descripción: Tenía unas veinte pulgadas de alto, estando de pie; el lomo y el pecho eran de color crema, y la mitad de las alas, por la parte de abajo, negras; las plumas en torno al cuello formaban una especie de golilla o boa semejante a la mejor marta cebellina. Y sobre la cabeza, una variedad tan grande de colores y tan hermosamente combinados, que, si bien podían observarse quince tintes diversos, el conjunto era muy armonioso. Contrariamente a lo que es general en las aves de rapiña, este pájaro es en extremo elegante y aseado, y aun arrogante en su apariencia. El paraguayo principal me dijo que le llamaban el rey de las aves de rapiña y que era muy bravo y arrojado, y andaba vigilando siempre en busca de presas, y por eso era muy temido 2. Domingo. A las ocho a. m. el vapor estaba listo y todo preparado para levar ancla. El bergantín Fanny fue amarrado a un costado, y la goleta Obligado, atada a popa por un cable. Fue causa de un notable retardo la ceremoniosa despedida entre los ministros paraguayos y los correntinos. Toda la ciudad se había dado cita para ver la partida; las señoras, vestidas a la moda, agitando sus pañuelos, agregábanse a la regocijada y pintoresca multitud. En los sitios más elevados, grupos de jinetes, corrían de un lado a otro con sus ponchos ondeantes a la espalda y otros, desnudos como nacieron, apuraban sus caballos, en pelo, de un lado a otro. Por fin, la tediosa ceremonia terminó y los ministros se fueron. En el momento en que abandonaban el buque, el ruido estridente de los enormes cabestrantes atrajo la atención de la multitud. Y en el momento en que ésta se familiarizaba ya con el barco, todo el vapor acumulado, elevándose para entrar en acción, empezó a salir del tubo de desagüe cada vez más violento hasta que su fuerza pareció a los concurrentes mayor de lo que el barco podía resistir y se sintieron poseídos de espanto: sobrevino así un silencio de muerte. Por fin, el ancla enorme fue subiendo poco a poco a las serviolas y las ruedas se pusieron en movimiento, con lo que el buque, llevando como diestro piloto al capitán Sulivan, se movió despaciosamente aguas arriba. Rodeando una punta de la costa, desapareció a la vista de la multitud. La maniobra de remontar el río se hizo para que el barco pudiera dar vuelta en un canal más ancho, algunas yardas más arriba. Esto efectuado, se puso a toda máquina, y con el bergantín Fanny al costado y la goleta Obligado a remolque, cortábamos la fortísima corriente en torno a la punta mencionada, casi con la velocidad de un cohete, a la vista de todos nuestros amigos, por última vez. Tan súbita e inesperada reaparición de la corbeta, los tomó a todos de sorpresa. Unánimes dieron un grito de alegría, que continuó mientras pasábamos frente a ellos, por espacio de unos dos minutos, hasta que otra punta de la costa nos ocultó y quedamos en perfecta soledad. Ya han sido expuestas las dificultades que tuvimos para remontar el río, por lo que podrá imaginar fácilmente el lector que los peligros se multiplicaron navegando aguas abajo con una corriente tan fuerte. Un hombre de mar, con la práctica constante, puede adquirir nervios de acero, pero es algo tremendo, en verdad, tener que dirigir varios barcos así unidos como iban aquéllos, impelidos por la fuerza del vapor y todavía por una corriente rápida, sobre un río como aquél y casi a la velocidad de un ferrocarril. Yo no me alejaba de cubierta porque me sentía fascinado por la velocidad con que pasábamos los estrechos y tortuosos canales. A veces, cuando el pasaje se hacía muy próximo a una isla, el ruido del follaje, al pasar los barcos con tanta rapidez y tocar las ramas sobre la caja de la rueda, me confundía y turbaba. “Si tocáramos apenas el fondo en este paso, pensaba yo, ¡qué sería de la corbeta!... No creo que los lores comisarios del Almirantazgo dieran fianza ninguna en estos momentos, si la vieran a vuelo de pájaro”... Todo este tiempo, la rutina habitual del barco se había mantenido como si nada ocurriera fuera de lo común. Naturalmente, para descender el río a esta velocidad y con la seguridad que se hacía, era menester un piloto de primera clase. Y solamente —se pensará— una persona de Sudamérica podría tener el dominio, el conocimiento y la habilidad requeridos para ello. Ha de suponerse que esta persona era un nativo de aquellos lugares, formado en el río, que había pasado parte de su vida en adquirir esos conocimientos. Pero debo decir con orgullo que no era así: el piloto era un oficial colega mío, el capitán B. J. Sulivan, que se mantenía al parecer indiferente robre la caja de las ruedas y dirigía el vapor mediante un movimiento de la mano destinado al timonel. Todo el río hasta Corrientes ha sido reconocido y examinado por este oficial, y gracias a los medios de que dispone, el Paraná es mejor conocido en Londres que en Buenos Aires, la capital de Rosas. Por espacio de varias millas, a medida que descendíamos la corriente, pudimos observar un gran cambio en los árboles de las orillas. Días antes, cuando navegábamos hacia el norte, habían ostentado un color verde oscuro de apariencia tropical. Ahora sus copas estaban cubiertas por flores doradas en gran cantidad, muy semejantes en el color a los botones de nuestros cítisos. Esta decoración floral de aquellos árboles gigantes, recreaba la vista con una nueva sensación de placer. Poco antes de ponerse el sol, hubimos de anclar junio a una isla, porque estábamos en una vuelta del río muy cerrada y peligrosa. Los enviados se adaptaron muy bien, con alegría y buen humor, a las restricciones de un buque de guerra. Y siéndoles imposible dormir abajo, sus hamacas colgaban en diferentes partes de la cubierta alta; la única defensa que tenían contra el rocío, era una manta tendida entre dos estacas, sobre la cortina que los defendía de los mosquitos, la que se doblaba bajo el colchón, dando por resultado un lecho fresco y cómodo. Al amanecer del día siguiente nos divirtió el singular aspecto que presentaba nuestro navío con las hamacas, la leona, el ave de rapiña, las ovejas y demás objetos amontonados aquí y allá. Por cierto que no parecía un buque de guerra. El rocío había sido tan intenso durante la noche, que las sábanas sobre las hamacas estaban llenas de gotas de agua, pero no había propiamente humedad: casi tres cuartos de litro de agua cayó de esta manera sobre cada uno de los que dormían, pero no significó ningún inconveniente; por el contrario, pudimos descansar muy bien, de suerte que varios oficiales sentíanse más recobrados que si hubieran dormido abajo en sus camarotes. Martes. Esta mañana proseguimos la marcha con el bergantín Fanny a cuestas todavía y la goleta a remolque. Tuvimos que entrar por otro estrecho y tortuoso pasaje del río y el camino se hizo más difícil porque la corriente, muy fuerte, se obstinaba en sacar a los tres barcos del canal, hacia la orilla opuesta. Además, en un sitio había cuatro pulgadas menos de lo que calábamos; esto ocurría en un recodo peligroso, porque justamente allí había que dar una vuelta y detener de pronto la marcha del barco. En este momento crítico, la goleta Obligado vino a colocarse de tal manera, por una falla en la dirección, que frenó la marcha de la Alecto, haciéndola girar en falso. Se dieron órdenes que quizás pocos oficiales de marina o ninguno hayan oído jamás y que excitaron extrañamente nuestra imaginación: “¡Eh la goleta! ¡A babor el timón! Correrse a la orilla. ¿Oyen ustedes?... ¡A la orilla en seguida! ¡échense a los juncos!”... El botalón del bauprés de la Obligado desapareció en seguida entre las espesas hierbas, y luego el bauprés, y luego el mascarón de proa. Quedó allí la goleta hasta que la corbeta y el bergantín Fanny salieron del mal paso con seguridad. Anclada la corbeta, el capitán Sulivan volvió en un bote a sacar la goleta y a traerla. Lo cual fue cumplido pronto y sin mucha dificultad, después de arrancar las drizas del bauprés de entre las matas. Dos veces más durante ese mismo día hubimos de anclar por la popa con el propósito de explorar los pasos antes de aventurarnos en ellos, porque el río estaba bajando, sin duda. En la tarde, nos detuvimos a la altura de unas barrancas cerca de Goya y amarramos para pasar allí la noche. Miércoles. éste era el último lugar en que esperábamos poder desembarcar con seguridad y fue decidido que cada cual se arreglara para procurarse cuanta caza le fuera posible. Cincuenta millas más abajo, hubiéramos estado en tierra enemiga 3. De ahí que salieran en excursión cada mañana muchos grupos y las cacerías fueran prodigiosas. En la salida que hicimos a pie, el sol quemaba excesivamente. Un viento ligero del nordeste, no sólo hizo opresivo el calor, sino que trajo nubes de moscas bravas 4. Viernes. Volvimos a reanudar la marcha, dejando atrás a la provincia amiga. El río durante varios días había seguido bajando, y con ello aumentaron las dificultades para la navegación, a despecho de nuestra experiencia anterior. Muchas y repetidas veces hubo que anclar por la popa y examinar minuciosamente el paso antes de avanzar. A mediodía el viento del nordeste cesó de pronto, dándonos alivio: la atmósfera se puso menos opresiva. El barómetro bajó en seguida, anunciándonos que el viento del sur, siempre fresco y bien venido, no tardaría en llegar. Una especie de bruma espesa cubría el río, de modo que nos obligó a anclar para pasar la noche, deseando que soplara el pampero que habría de aliviarnos. Sábado. Apenas salió el sol, el airecillo del sur, que había soplado toda la noche, cesó, y volvió el nordeste, trayendo calor muy sofocante. La bruma siguió cubriéndolo todo, tan opresiva que nada pudimos hacer. Pocos podían sobreponerse a la extenuación. A la puesta del sol, la brisa giró otra vez hacia el sudoeste, nos sentimos revivir cuando el fresco delicioso animó a los organismos agobiados y exhaustos. Domingo. Levamos anclas al amanecer y proseguimos la marcha. El río a esta altura ofrece menos peligros y es mejor conocido, por lo que nos sentimos más confiados. A las diez a. m. vemos un bergantín a la parte de proa, el cual según se acerca y exhibe, revela ser el navío Philomel, de nuestra armada. Cuando lo pasamos en el viaje aguas arriba, casi un mes atrás, se le habían dejado órdenes para seguir remontando el río tan pronto como le fuera posible, pero, a la altura en que ahora lo encontramos, estaba apenas a unas sesenta millas arriba de la situación anterior. La mejor prueba de la dificultad que encuentran los barcos de vela para remontar este río, particularmente si se tiene en cuenta que es uno de los veleros pequeños más rápidos de nuestra armada. Le pedimos que siguiera tras de nosotros, lo que era para provocar su enojo, porque acababa de ponerse en el viento del sudeste, vale decir en la brisa mejor para remontar el río. Apenas lo habíamos pasado, se dejó ver sobre la barranca una partida de caballería que nos observó atentamente. La Alecto siguió adelante y en una media hora, el pobre Philomel se perdió de vista, oculto por alguna de las muchas vueltas del río. Otro barco se vio poco después a la proa; advertimos en seguida que era un vapor, y poco más tarde descubrimos que se trataba del Gorgon. A las dos p. m. viramos para ponernos a la popa del buque y echamos anclas. La tripulación, limitada en el mejor de los casos, ahora se veía muy disminuida por las heridas y las dolencias; estas últimas, producidas generalmente por las picaduras ulceradas de los mosquitos. Agregúese que siempre nos veíamos obligados a tener tres sondadores en servicio, cuya severa labor hacía necesario tres relevos. Los demás tripulantes eran pocos y el trabajo de levantar el ancla varias veces por día era tan pesado, que a menudo había que agregar algún hombre en la lista de enfermos. Esto se comprenderá sabiendo que todos los marineros estaban ocupados sobre cubierta desde el amanecer hasta la noche y que la excesiva tarea se cumplía bajo un sol muy fuerte. íbamos a dejar atrás al bergantín Fanny y a la goleta Obligado, y a eso se debió que recibiéramos para reemplazarlos, en caso de dificultad, un gran bote abierto prestado por el gobierno de Corrientes 5, porque los nuestros eran inadecuados para colocar el ancla de auxilio. También se nos agregó un tigre, ya grande, que había vivido algún tiempo a bordo del Gorgon y llegado a términos de una perfecta familiaridad con los marineros. Observábamos a menudo sus divertidas cabriolas y a un muchacho marinero cuando, con gran contento, ponía el tigre sobre los hombros, o bien le besaba la cara torva de hirsutos bigotes. Aquí recibimos una parte de los marineros del Gorgon para llevarlos a la ciudad sitiada de Montevideo. Lo que nos resultó grandemente útil, porque los servicios de estos excelentes camaradas aliviaron mucho a la tripulación, sobrecargada de trabajo. |
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