La escuadra Anglo-francesa en el Paraná
17. A la señal
Sumario: Supersticiones. — Una coincidencia. — El hechizo disipado. — A la vista del enemigo. — Falsa alarma. — Visita amistosa. — Una provisión bien venida. — La batería bajo tierra. — Seria expectativa. — El cañonazo de aviso. — Colocando los cohetes. — Dirigimos la puntería. — La escuadra se aproxima. — Probamos el alcance de los proyectiles. — El efecto causado. — El fuego enemigo. — Batería incendiada. — El Firebrand. — Tiros inofensivos. — Escapada casual. — Retirada. — Nómina de la tripulación de las baterías. A las dos, todos estaban levantados, el bote bien limpio y las armas examinadas. Como tuvimos algunos momentos libres, los empleamos en hablar sobre las posibilidades de triunfo y en recordar a los amigos que estaban en Inglaterra. Me hallaba yo conversando con uno de la partida, el hombre más valiente que pueda imaginarse, pero que, como la mayoría de los hombres formados en el mar, creía en agüeros y presagios, en vaticinios y otras supersticiones. Encontrábase el hombre en aquel momento bajo la influencia de algo que consideraba como un trance fatal de tiempo y lugar, y después de haber tratado de asuntos del servicio, se dirigió a mí de esta manera: —¿Cree usted, señor, que el convoy se pondrá hoy mismo en camino? —Así lo espero —contesté—, ¿por qué me lo pregunta ?... Me miró el compañero con expresión muy grave y contestó, dejándome confundido: —Sí, señor, hoy es tres de junio... —Ya lo sé... ¿y eso qué significa?... Mostró cierto disgusto para contestar a mi pregunta, y por último dijo: —Yo espero que el combate no ha de producirse hasta mañana. —¿Por qué?... —le pregunté, algo sorprendido. —Porque si se produce hoy me van a matar... —¿Qué le hace pensar semejante cosa?... —¡Ah!... —respondió—, es el cumpleaños de mi pequeño... —¡Vaya una coincidencia extraordinaria!... —observé—. Yo estaba pensando que también hoy es el aniversario de mi chico y me felicitaba de tal cosa, tanto más que vamos a hacer grandes fuegos para celebrarlo... —Todo puede ser... —replico—, pero si entramos en combate hoy, me van a matar... No lo dudo. Sonriendo ante la debilidad supersticiosa de aquel valiente compañero, me permití hacerle una broma, y le dije: —Bien; si nada le convence a usted, yo le prometo formalmente que se hará con su cadáver lo que usted tenga a bien disponer... —¿Que quiere usted decir?... —Que usted puede escoger: el fuego, la tierra, el agua... —No lo comprendo... —me respondió. —Que no me comprende... Entonces, para hablar más claramente: ¡usted será quemado, o echado al río, o enterrado, según lo disponga y bajo mi palabra de honor!... Pero el asunto le parecía demasiado serio para echarlo a broma y en tono despreciativo me pidió que no hablara de tal modo. A tanto llegan los efectos de la superstición. Sin embargo, como el combate no habría de producirse hasta el día siguiente, quedó roto el ensalmo... Fui en seguida a acompañar al teniente Barnard, al otro extremo de la isla. Cruzar la isla a la luz del día, ofrecía tanto riesgo de ser visto por el enemigo, que sólo se dejaba pasar a los oficiales: los centinelas quedaban muy atrás bien escondidos entre matas espesas. Asimismo, tras algunos minutos de avance cauteloso, llegué hasta donde estaba el teniente Barnard, escondido en la zanja. Desde ese lugar, durante toda la tarde, pude ver las operaciones del enemigo y aproveché para adquirir práctica en dirigir bien los cohetes al día siguiente, con gran beneficio para mí. Mucho nos divertimos al observar al jefe enemigo, general Mansilla, cuñado de Rosas, inspeccionando la línea completa de baterías, cañón por cañón. Comenzó por el extremo inferior de la línea y continuó subiendo, en una carroza de cuatro caballos con su estado mayor y acompañado por algunos jinetes. Todos ellos estuvieron por largo tiempo al alcance de nuestros cohetes, pero conocíamos demasiado bien el gran efecto que producían y los reservábamos para el momento oportuno, sin necesidad de ensayarlos en movimiento alguno prematuro. Nos bastó con observar de cerca y con los anteojos de larga vista cada movimiento del enemigo durante la inspección que efectuó. Apenas llegaron las sombras de la noche, hicimos salir a toda la partida. Cada sección tomó el aparato a su cargo, y en el espacio de una hora quedó bien afirmado en tierra todo lo correspondiente a los cohetes y utensilios en la posición acordada durante las horas del día. Después, todos volvieron al bote, muy contentos de poderse meter bajo el encerado que los cubría, porque hacía mucho frío, tanto, que el encerado mismo estaba cubierto de escarcha. A eso de las nueve, el centinela del punto más alto vino arrastrándose para informar que había oído chapoteo de remos y muy pronto el sordo ruido de los remos bien forrados se dejó sentir para todos. Estábamos bien convencidos de que no podía ser otra cosa que un mensaje de la misma escuadra para saber algo de nosotros, pero como podría tratarse también de algún visitante indeseable, se aprestaron con cuidado las armas para la acción, aunque todos, menos los oficiales, quedaron escondidos bajo el encerado. Apenas efectuados estos preparativos, un bote de cuatro remos se deslizó cautelosamente ahí cerca y pudimos ver a Mr. Barker, de pie, a popa, mirando ansioso hacia la playa de arena; pero nada podía percibir en torno, aunque el remo de la proa de estribor del bote me salpicó la cara con agua. En el momento en que el bote pasaba, silbé y dije: ¡Gorgon!, al oír lo cual mister Barker dirigió el bote hacia nosotros en seguida. Durante todo este tiempo había estado yo con un pie sobre la borda de la lancha y el otro en tierra porque la borda estaba al mismo nivel, de manera que mi posición era la de un hombre en pie, entre unas matas; y esto decepcionó tanto a Mr. Barker, que me dijo: “Pero, ¿dónde han puesto ustedes la lancha...?” A esta pregunta respondieron algunas risas sofocadas, de los hombres que estaban escondidos y que revelaban ahora su situación. Los hombres se mostraron muy complacidos con el mensaje cordial de la escuadra, que no se reducía a meros votos y buenos deseos: se agregaba un suplemento de provisiones de cocina y aguardiente, que no vino mal después del trabajo y de la exposición al aire libre. Un gran lienzo de vela vino a agregarse a todo aquello sirvió para dar mayor comodidad a los marineros porque el intenso frío impedía dormir al descubierto. Mr. Dillon, encargado de abastecimientos de la Alecto, inspirado por su buen corazón, había hecho preparar una gran porción de estofado irlandés bien caliente, y la enviaba a sus comensales en la isla, habiendo olvidado, sí, que se enfriaría en el viaje... Mandó también una gran lata de salmón en conserva, ya abierta, que fue atacada en seguida, hasta darle vorazmente fin. El bote nos dejó pronto porque Mr. Barker estaba deseoso de calmar la inquietud de Sir Charles Hotham, de los capitanes Hope y Austen y oficiales de la escuadra, preocupados por nuestra suerte. El viento fue gradualmente poniéndose del norte y la partida comenzó entonces a mirar como muy posible que el convoy pasara frente a las baterías en la mañana próxima; y como hasta aquí sus esfuerzos habían sido afortunados y se habían vencido la mayor parte de las dificultades, todos abrigaban gran confianza en el buen éxito de la acción y se mostraban impacientes por la aparición del nuevo día. Al amanecer del día siguiente, el oficial de mañana tuvo el placer de encontrar todo intacto, sin que nadie hubiera advertido la presencia de las baterías encubiertas. No se encontró huella alguna en sus cercanías, a no ser por las huellas de los tigres, de los que había muchos, hasta unas veinte yardas de la posición: pero ellos, al parecer, más vigilantes y más despiertos que el enemigo, habían olido la pólvora y se mantuvieron alejados. El desayuno se tomó muy temprano y todo estuvo listo para las ocho a. m. Muy luego, el teniente Barnard bajó con dos hombres para relevar al primer artillero, Mr. Hamm y a los centinelas a fin de que tomaran el desayuno. En todo este tiempo, el bote seguía atado con la cadena ya descripta; los remos escondidos, y se observó toda precaución para poner en condiciones a los tres hombres, los únicos de que se había podido disponer para defensa de la lancha, y a fin de hacer, en caso necesario, una resistencia desesperada. A las ocho y media, el viento favorable se aquietó y parecía que iba a extinguirse; pero se avivó en pocos minutos más. Desde esta hora, hasta las nueve, toda la partida se mantuvo sentada y quieta, pero observándome ansiosa mientras yo, con el reloj en la mano, esperaba la señal convenida e indicadora de que el convoy estaba para levar anclas. Esta ansiedad se mostraba más, por el vivo deseo que todos tenían de dar un golpe al enemigo. Se anuncio que eran las nueve; cada uno estaba con todas sus facultades puestas en el reloj, como si aquello pudiera dar la deseada noticia. Los minutos parecían horas. Por último, algo después de las nueve, un fuerte estampido rodó por el aire. “¡Es uno de los cañones grandes del Gorgon!” se oyó decir por una docena de voces. Estas fueron acalladas en seguida por un gesto de los oficiales que imponía silencio. Unos cincuenta y cinco segundos después, otro profundo y solemne estampido vino por el río. ésta era la señal. En pocos minutos toda la partida estuvo formada en línea con los tubos que, para mayor seguridad habían quedado hasta ese momento en el bote. Mr. Hamm manteníase a retaguardia. Esto era trabajo fácil y marchamos adelante, alegremente, hasta la parte alta de la isla. Allí había pasto alto y arbustos en distancia de algunas yardas, pero la línea que formaban los hombres quedaba en algunas partes siempre al descubierto para el enemigo, lo que requería gran precaución, dado que, si alguna vislumbre tenían de nosotros, era natural esperar una descarga de metralla. Por una buena distancia, toda la línea de hombres fue arrastrándose sobre las manos y las rodillas hasta que el jefe llegó al borde de la zanja ya descripta; aquí la línea hizo alto por corto tiempo para respirar; luego fue bajando con lentitud, deslizándose de barriga como una serpiente y ganando distancia hasta meterse del todo en la zanja. Fue trabajo que demandó tiempo, pero por fin entró hasta el último hombre sano y salvo; la larga serpiente se fragmentó y hubiérase dicho que las partes separadas, fueron metamorfoseadas en un grupo de sepultureros, porque en tiempo increíble los cohetes y demás aparatos estuvieron desenterrados. La presteza de los hombres en preparar cuanto se les había ordenado fue muy grande como para suministrar al enemigo una buena zurra. Los cohetes estaban dispuestos bajo la barricada natural por espacio de trescientas yardas, con intervalos, según 1a altura del terreno, pero colocados de tal modo, que resultaba imposible para el enemigo dar con ellos salvo por alguna casualidad; los tubos o cañones apenas mostraban la punta sobre la arena pero aun así quedaban ocultos de las barrancas por una franja de pastos. Una vez todo preparado, las varas de hierro atornilladas y los fósforos de fuego lento encendidos, se ordenó cortar el pasto que había detrás de los canos y esto se hizo en seguida con sables y machetes afilados como navajas para cualquier eventualidad. Aunque en apariencia todo había sido cortado a ras de tierra para evitar cualquier incendio por el fuego de retroceso que se produce, se pudo verificar después que el repetido y rápido efecto del mismo retroceso extendíase mucho más lejos de lo que se había pensado. En muy poco tiempo, cada cano se puso en la dirección que se creyó conveniente y cada marinero se apostó en el sitio que le correspondía. Hubo entonces una pausa de varios minutos, interrumpida apenas por la risa sofocada de algunos o el estampido de los cañones que daban las señales, porque varias divisiones del convoy habían recibido órdenes de levar anclas. Por otra media hora todo se mantuvo oculto hasta que un movimiento inusitado en las baterías enemigas anunció que algo iba a producirse allí. En ese preciso momento me moví a unas cincuenta yardas de donde estaba, hasta la parte alta de la batería encubierta, o de barlovento, y el teniente Barnard hizo lo propio en igual distancia, hasta la parte baja de sotavento, con la insignia del bote atada al extremo de una larga vara liviana pero todavía enteramente escondida. Al mismo tiempo los hombres de la artillería enemiga, inconscientes del peligro, se habían congregado y amontonado en una especie de peñón tras el edificio de las baterías pesadas de cinco cañones que los defendía en cierta manera de los buques de arriba, y por entonces empezaron a subir densas columnas de humo anunciando que se acercaba la escuadra de vapores combinada. Muchos de los artilleros enemigos se adelantaron para mirar este nuevo y hermoso espectáculo y al hacerlo quedaban expuestos a los diablos de la caverna que tenían enfrente. El humo se hizo más denso y espeso y por último vimos el botalón y el bauprés del Gorgon apareciendo por entero a la vista. Le siguieron el Fulton, la Alecto, el Firebrand y el Gassendi. Era en verdad un magnífico espectáculo ver estos hermosos vapores bajando hasta ponerse en las fauces del enemigo a una velocidad y media y apuntando con sus grandes y pesados cañones de metralla como si estuvieran en ejercicio. Lenta y firmemente fueron acercándose hasta que las baterías estuvieron casi al alcance de sus pesados cañones y ese alcance pudo obtenerse algunos segundos antes de que el enemigo contestara el fuego. Los soldados que estaban en las barrancas, exultaban confiados en lo inexpugnable de su posición, especulando, sin duda, en el fuego destructor que se disponían a disparar sobre nuestros buques. Los de la batería de cohetes, justamente frente a ellos y algo más abajo, observaban regocijados los ademanes insultantes de los artilleros enemigos y esperaban con impaciencia el momento en que podrían hacerles fuego, lo mismo que a la caballería, de la que se podían ver las cabezas de los soldados, sentados en sus caballos a retaguardia. Aquel largo y ansioso momento terminó por fin. A una señal previamente convenida, un hombre salió sin apresurarse de la zanja, clavó con firmeza la insignia de Inglaterra en la arena, por así decir bajo las narices de los que estaban en la barranca, y sacándose la gorra, hizo al enemigo una profunda reverencia. Era el teniente Barnard. La cortesía, sin embargo, quedó malograda porque todas las miradas del enemigo estaban fijas en los buques de vapor que iban llegando. Con todo, la atención fue al punto atraída por los estruendos de los cohetes que corrían de izquierda a derecha y mientras uno salía del caño, los otros se encendían en seguida, sin cesar. Un cohete pasó a cosa de veinte pies sobre las cabezas de los inconscientes artilleros apostados sobre la barranca, dando así una prueba convincente de su largo alcance; otro pasó rasando las cabezas; dos cayeron cerca y los dos siguientes dieron la impresión de que araban entre los grupos de hombres allí formados, y también de haber rebotado sobre la caballería de retaguardia. Resulta imposible describir el pánico y la confusión que esto causó entre el enemigo, porque era el comienzo del ataque que se les hacía desde la isla. Excusaría decir que todos se retiraron del sitio aquel, en un momento. Por añadidura, las balas grandes del Gorgon empezaron también a caerles encima. En seguida, tres oficiales del enemigo se adelantaron valientemente hasta el borde de la barranca con anteojos de larga vista para verificar de dónde venía el fuego inesperado, pero nada pudieron descubrir porque una gran nube de humo flotaba sobre el río. Siguiéronla con sus anteojos mientras pasaba sobre la batería hasta que la pequeña asta bandera de la isla les llamó la atención. La observaron curiosamente por unos instantes y luego se alejaron con rapidez. Todas estas cosas pasaron en menos tiempo del que empleo en describirlas pero en el ínterin, los buques seguían avanzando. Los artilleros enemigos estaban apuntando río arriba con sus cañones para abrir el fuego sobre el primer buque que llegara, con los portafuegos prontos muy cerca de las cazoletas. El Gorgon seguía avanzando en su línea de fuego. El momento había llegado: la artillería de la costa, desde lo alto empezó a funcionar, pero en poco tiempo el ruido de los cañones enemigos fue ahogado por el fragor de todos los cohetes que se dispararon a la vez. Entre una densa nube de humo que cubrió en seguida toda una parte de la isla, estas fieras vomitaban con inconcebible furia y rapidez, y los disparos dejaban tras de si una línea de humo que al combinarse, aparecía como un hermoso arco que hacía brillar los vertellos 1 del Gorgon cuando éste pasó. En aquella oportunidad, uno de los cohetes dio sobre un carro de municiones que en seguida estalló y provocó la confusión entre el enemigo. En el ínterin, la partida de la isla no se mantenía tampoco sin inconvenientes. El fuego de retroceso de los caños se había extendido con más intensidad y tamaño que lo esperado y ardía todo el pasto en derredor. De ahí que, apenas pudo pasar el Gorgon, se dio orden de cesar el fuego y apagar las llamas, lo que se hizo al punto, convirtiéndonos todos en salamandras porque nos arrojábamos entre las llamas con gritos y risas de alegría. Casi inmediatamente después pasaron el Fulton y la corbeta Alecto para colocarse en la posición en que debían y lo hicieron protegidos también por la batería encubierta y de tal modo que ninguno de los buques fue alcanzado por un solo tiro. Al pasar los últimos buques, se oyeron tres vítores que salieron de la Negra Tiznada (sobrenombre con que designábamos a la corbeta Alecto) y los cohetes cesaron el fuego. Como ya no le quedaban enemigos flotantes al frente, el enemigo comenzó a dirigir con empeño su artillería sobre la isla; pero, confundida por el asta bandera, acribilló ese lugar y aró el suelo con los tiros en todo su contorno. Durante este tiempo, los vapores tiraban a las baterías de la barranca con balas y metralla y las direcciones de estas últimas como los Mancos que hacían, eran comentados por los de la isla. últimamente una granada grande del Firebrand dio contra la barranca, a pocos pies bajo la batería pesada; penetró a buena profundidad y estallo con mucha violencia, derribando masas de escombros que cayeron al río con gran fracaso. Esto divirtió tanto a los encargados de los cohetes que, de común acuerdo, salieron todos fuera del talud y dieron tres burras quedando al descubierto por completo. Entonces los cañones enemigos trasladaron su puntería desde el asta bandera a la posición misma de la batería. Ante este cambio de dirección en el fuego, nuestros hombres se mostraron muy indiferentes, porque los tiros, o daban sobre el albardón, o pasaban sobre las cabezas como pelotas de cricket, lo que sirvió de motivo para muchas bromas. De vez en cuando, para mantener despierto al enemigo, el teniente Barnard le enviaba algunos simples cohetes muy bien dirigidos que daban entre las troneras y provocaban inmediatamente la contestación. El pequeño Dolphin descendió el río valientemente, encabezando el convoy. En esas circunstancias, la persona cuyas reflexiones he referido anteriormente, se olvidó de las supersticiones. La coincidencia aquella había pasado y con ella toda aprensión. Peleó, no sólo con la mayor bravura y sangre fría, sino exponiéndose tan innecesariamente, que hubo de reprochárselo. Al aproximarse el Dolphin a nuestra línea de fuego, se puso de pie en la parte más alta del talud, dando vivas al buque. Advirtiendo yo que se exponía sin necesidad al peligro, le ordené que bajara y avancé para repetir la orden porque, en apariencia, no la oía. Me acerqué al lugar en que se hallaba y él saltó abajo con rapidez, pero apenas se hubo puesto a cubierto, un tiro del enemigo dio en el mismo sitio que había dejado, con tanta fuerza, que recibimos gran cantidad de arena sobre nosotros. Llegaba el Dolphin a la posición que le tocaba y se dio la orden de defenderlo: otra descarga y fuego corrido fueron lanzados, y también fuertes y repetidos vítores para el audaz buquecito que, al parecer, pudo pasar con muy escasos daños. El fuego enemigo estuvo ahora muy desorganizado por el número de las embarcaciones que avanzaban juntas, y además los de las baterías de la barranca se hallaban continuamente hostilizados por los cohetes. Pero ahora la munición empezó a faltarnos; por eso dos caños fueron desmantelados y enviados al bote, y esto se continuó hasta que dejamos un solo caño, el cual, previa salva de despedida que hizo al enemigo, fue también desarmado y se lo retiró. Con un último saludo, la bandera del asta se hizo flamear en las caras de los enemigos, lo que parece que les ofendió mucho porque se vino en seguida un fuego muy pesado contra la partida que se retiraba. Pero los soldados, guardando el orden abierto, pasaron todos y ningún tiro los alcanzó. Al hacer la última etapa para tomar el bote, encontramos que todo estaba listo para irnos en seguida. Es decir que sólo nos quedaba abrir el escondrijo de ramas de sauce y botar la lancha con los alegres marineros en la rápida corriente del río. Al mando del teniente Mackinnon. R. N. Primera sección, teniente Barnard R. M. A; 3 baterías de cohetes a la Congrève de 24 libras. Nº 1. — 1. Bombardero Elliott 2. John Davis 3. Peter Murray 4. Stephen Howe 5. James Cunningham Nº 2. — 1. Bombardero Freeman 2. George March 3. George Smith 4. William Martin Nº 3. — 1. William Davis 2. Samuel Roche 3. James Costello 4. David Jones 5. William Humphreys Segunda división, Mr. Hamm, primer artillero, tres canos de cohetes a la Congrève de 12 libras. Nº 1. — 1. William Rowe 2. William Sharpe Nº 2. — 1. David Thomas 2. Charles Feast Nº 3. — 1. John Walker 2. Thomas Bacon |
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