La escuadra Anglo-francesa en el Paraná
24. De vuelta a Europa
 
 
Sumario: El viaje a Europa. — El desorden de Montevideo. — Suceso trágico. — Indiferencia general. — La opinión del marinero. — Retrasos en la partida del buque. — Crecida del río. — Corrientes encontradas. — Ventarrones. — Oleadas enormes. — La llegada a Río de Janeiro. — Derechos de aduana en los productos brasileños. — Bautismo real. — El emperador del Brasil y la emperatriz. — Reanudamos el viaje. — Calor húmedo. — Los bulbos y semillas del río Paraná. — El mar de sargazo. — Abundancia de vida animal. — La llegada a Falmouth.


Por este tiempo empezó a resentirse mi salud, y como el servicio activo en el río de la Plata, evidentemente, tocaba a su término, creyeron prudente aconsejarme que saliera en busca de un clima mejor. Y como el buque donde se me había reservado pasaje no estaba todavía listo para hacerse a la vela con destino a Río de Janeiro, senté mis reales en el puerto y estuve así en condición de recoger algunos datos sobre el estado social en Montevideo.

Octubre 1846. Lunes. A las ocho me hallaba sentado en el local de la Aduana de Montevideo fumando un cigarro con el oficial de guardia, cuando ocurrió un incidente que voy a relatar para exhibir en su verdadera luz las maneras y el temperamento de las clases bajas de la población montevideana. El caso fue que se había producido un altercado entre un viejo español v un nativo; los términos se hacían cada vez más violentos y los protagonistas, dejando la pulpería en que había surgido el conflicto, avanzaban hacia la oficina de guardia. Hallándose a unas cien yardas de ella, se detuvieron y se recriminaban mutuamente con ademanes violentos. En pocos minutos se había congregado alrededor de los contendientes buen número de personas y dos o tres serenos o policías que contemplaban el espectáculo, no para poner paz y apaciguar la querella, sino más bien como espectadores que gozaran con aquel escándalo. De pronto el nativo saltó bajo la espada desnuda de uno de los serenos, y rápido como el pensamiento, dio una puñalada en el vientre al español. Uno de los mirones, italiano, que había advertido la intención homicida del asesino, se adelantó para detener el golpe fatal, pero fue dejado muerto allí mismo con un tiro de pistola por uno de los serenos.

Esta tragedia terminó como podría esperarse. El viejo español entró a la guardia tambaleándose y poco después murió. Los serenos gritaban una y otra vez: ¡Caramba! ¡Caramba!... y terminaron por encender sus cigarros. Entretanto, el asesino huyó y, naturalmente, nadie lo encontró después.

Quien no haya conocido personalmente el estado de estas ciudades de Sudamérica, difícilmente podrá creer que estos hechos atroces ni se cometan siquiera y mucho menos creería que la justicia ni tiene noticia de ellos. La única reflexión que escuché sobre el tal suceso fue la de un marinero que, con otro, hacía rodar unas barricas desde los depósitos de provisiones hasta el embarcadero, para cargarlas al día siguiente. Mientras empujaban esas barricas entre las manchas de sangre dejadas por el hombre muerto, se produjo el diálogo siguiente:

—Oye: ¿esto es sangre de chancho o es sangre de hombre?

—No seas bobo— le replicó su compañero—; la sangre de chancho es mucho más cara y no se malgasta de ese modo en una plaza sitiada como ésta...

El marinerito hablaba con verdad y tenía conciencia de que había dado exactamente en la tecla.

Así que llegó el correo de Buenos Aires, me preparé para embarcar en el bergantín inglés Dolphin, un verdadero chef-d'oeuvre de Sir William Symonds y que bastaría para inmortalizarlo aunque nunca hubiera construido otro buque. La salida del paquete había sido postergada tres veces por el ministro. Al fin los comerciantes empezaron a murmurar un poco alto a propósito de la constante retardación y se anunció la partida por carteles para el martes por la noche. Muy confiados en esta notificación formal, el capitán Montgomery y yo nos embarcamos por la noche. Al siguiente día la partida fue otra vez diferida y esto continuó un día tras otro hasta el viernes por la noche en que el correo estuvo listo; pero ¡ay!, el viento fuerte que había estado soplando sin cesar, amainó ahora como indignado por los siete u ocho aplazos que se habían burlado de la ayuda ofrecida por él.

Mientras estuvimos allí, al ancla, pude observar una circunstancia muy singular que puede explicar algunas de las extrañas crecidas del río. Los primeros tres días de viento sudeste produjeron una corriente en las aguas contraria a la natural del estuario. Esto ceso gradualmente por treinta o cuarenta horas. Y cuando el estuario, como consecuencia, estuvo repleto, ocurrió precisamente lo' contrario, y se produjo entonces una fuerte corriente hacia el este, opuesta a la fuerza del viento.

No había duda de que el viento forzaba a una porción del agua del mar hacia la infundibuliforme 1 desembocadura de estos dos grandes ríos. Era lo bastante poderoso como para contener por algún tiempo al monstruoso caudal que de continuo crece en magnitud desde que se derrama de las selvas tropicales del Brasil y de los desconocidos glaciares y precipicios de la cordillera. Por último, la crecida llegaba a tal altura, que el agua, obediente a las leyes de la naturaleza, sobreponíase al viento, empeñábase en contenerlo, y, ayudada por el propio raudal, se arrojaba violenta hacia el mar abierto, dando lugar a otras corrientes muy singulares, una en dirección noroeste sobre la costa sur del río y otra en dirección este, sobre la costa norte. La vuelta, o movimiento circular, se daba pocas millas arriba de una línea que hubiera ido desde Punta del Indio hasta Montevideo. Y mientras soplaban los vientos del sur hacia el este, y una vez colmado de agua el estuario, dos corrientes (a veces de gran fuerza) corrían en direcciones totalmente contrarias.

Tal situación la estábamos experimentando ya en el pequeño Dolphin: por un lado teníamos en contra el ventarrón y por el otro el raudal de agua dulce: el resultado era que el pobre buque se iba sobre un lado, agitándose con violencia como irritado y rabioso por aquellas importunas dilaciones.

Apenas habíamos rodeado el cabo de Santa María, cuando el viento dejó de soplar, pero poco después se produjo un ventarrón del norte que detuvo al bergantín por algunos días, como castigo —diríase— por el anterior menosprecio con que miró al viento favorable, una semana estuvimos luchando contra el fuerte viento norte sin que pudiéramos avanzar más de doscientas millas.

Noviembre 9. Lunes. El viento contrario ceso de pronto; hubo calma chicha por unos cinco minutos y entonces sopló un fuerte y favorable viento de popa. En seguida se pusieron las vergas en cruz y el pequeño Dolphin, a velocidad de diez nudos, entró en un mar muy movido que nos había dejado el ventarrón al extinguirse. Era en verdad un hermoso espectáculo contemplar el rápido avance del Dolphin. Después de detenerse unos instantes en la concavidad de una enorme ola, se precipitó por aquella especie de acantilado líquido para levantarse nuevamente como un ser animado, preparándose para acometer y hender la colina espumosa de las aguas que se aproximaba. Soportaba esta prueba severa sin el menor esfuerzo. Sentados a popa, nos complacíamos en admirar el bergantín y a menudo veíamos llegar el agua hasta la verga del trinquete. En pocas horas más el oleaje cambió y se puso muy favorable.

El sábado 14 de noviembre llegamos a Río de Janeiro. Yo tomé sin tardanza mi pasaje para seguir a mi país en uno de los buques ingleses. El clima de Río estaba en aquellos días delicioso como consecuencia de los vientos del sur que habían soplado últimamente. Ya era entonces ley en Inglaterra la modificación de los derechos de aduana para los productos brasileños y era de ver la exagerada opinión que sobre el particular mantenían los comerciantes nativos, especialmente en lo relativo al azúcar y a la madera. Esta última sobre todo había aumentado tanto en precio, que resultaba más barata en las fábricas de muebles de Londres que en los almacenes al por mayor de Río de Janeiro.

Por suerte, los cuatro días que permanecimos en la ciudad fueron destinados a celebrar el bautismo de la hija segunda del emperador. La ceremonia se llevó a cabo con gran magnificencia; las iluminaciones nocturnas revistieron una esplendidez superior a cuantas yo había visto en diversas partes del mundo. El enorme gasto de estas fiestas me causó no poca sorpresa y no estaba muy de acuerdo con el conocido estado del erario público del Brasil. Se me informó de buena fuente que sólo el gasto de las iluminaciones equivalía a tres mil libras esterlinas. Tuve también la suerte de lograr asiento en el palco de un amigo en la ópera frente mismo al del emperador y de la emperatriz. El aspecto del emperador era el de un joven alto y buen mozo, de diez y ocho años de edad, más rubio de lo que pudiera esperarse en un clima cálido como el de este país. La emperatriz parecía algo mayor y como debilitada por su residencia en un clima tropical. Me sorprendió encontrar el ambiente mucho más fresco y puro que en el teatro de Su Majestad en Londres, detalle que, habida cuenta de la latitud, era muy de notar.

Se me ocurre que el viaje de vuelta a mi país ha de tener muy escaso interés para el lector común. Cuando el tiempo encalmó en las proximidades del Ecuador, la desgana producida por el calor húmedo nos afligió bastante. Hubo un momento en que cayó una lluvia tan violenta que hasta temíamos que pudiese hundir las claraboyas, y poco después los fieros rayos de un sol casi vertical producían en el buque (después de haberlo saturado con humedad) un vapor tal, que todo parecía estar en ebullición. Este calor húmedo fue tan penetrante, que varios bulbos de valor, cuidadosamente guardados en cajas y dispuestos en la bodega, germinaron y florecieron. También algunas orquídeas del Paraguay y del Alto Perú que estaban suspendidas en el cuadro de popa, mustias y casi secas, no solamente revivieron sino que florecieron del modo más hermoso 2. Difícil sería decir todo el interés que se demostró por estas flores nuevas y raras que animaban entonces al triste e intransitable océano.

Mientras nos alejábamos de los rayos verticales del sol, el clima, para alivio nuestro, se puso más suave y agradable. El lindo barco parecía deslizarse entre una nube transparente dejando tras de sí pequeñas ondas plateadas; tan claro estuvo el mar por espacio de algunos días.

Por fin, entramos en el mar de sargazo y parecía que avanzábamos por inmensos campos de hierba, los mismos que le dan nombre. Era curioso observar cómo aun allí abundaba sobremanera la vida animal. Al sacar cierta cantidad de hierbas de uno de los lados del barco, con los garfios de un bote, extraíamos de aquella masa cantidad de pequeños cangrejos y también algunos camarones muy diminutos. Cuando los pusimos a todos encerrados en un cubo, los cangrejos llevaron un ataque a los camarones y en corto tiempo los devoraron a todos.

El buen barco no tardó en alejarse de este sitio interesante, pero en extremo solitario, y al acercarse a las islas occidentales, experimenté el goce anticipado del clima norteño hacia el cual se acercaba. El día 6 de enero de 1847 llegamos a Falmouth, satisfechos todos por la terminación de este largo y monótono viaje.