Historia Constitucional Argentina
4. Federalización de la ciudad de Buenos Aires
 
 

Sumario: Federalización de la ciudad de Buenos Aires. Debate sobre las consecuencias para el régimen federal.






¿En qué consistió el pacto de caballeros a que arribaron Avellaneda y Moreno? Por empezar, para satisfacer el orgullo del pueblo de Buenos Aires, se admitió que el desarme de sus «rifleros» no fuera efectuado por jefes del ejército nacional, sino por el comandante de las fuerzas tejedoristas, Mitre, evitándose todo tipo de ostentaciones, como desfiles de las tropas nacionales por las calles de la ciudad rebelada. Tejedor se alejaría de la gobernación pero renunciando «voluntariamente» a su cargo; asumiría Moreno y la Legislatura porteña quedaría intacta. No habría procesos contra los revolucionarios, fuesen civiles o militares, y se echaría un manto de olvido sobre lo sucedido. Roca asumiría el 12 de octubre como presidente, y presumiblemente continuaría gobernando la Nación, como «huésped» de la provincia de Buenos Aires, en su ciudad capital.


De aquí en más se asiste a una serie de maniobras de Roca que disiente con esta solución. Quiere ser presidente con todo el poder efectivo, y no está dispuesto a ser «huésped» de Moreno. Comienza a moverse: los diputados nacionales roquistas en Belgrano dejan cesantes a todos los colegas que se han quedado en Buenos Aires, alegando que éstos han abandonado sus puestos; se incorporan a la Cámara los diputados elegidos el 1° de febrero, dispuestos a secundar las miras del tucumano. Así, la Cámara de Diputados logra quorum propio de roquistas, que hasta ese momento no había tenido, claro que por el camino tortuoso comentado.


Mientras tanto, se va planteando la cuestión del futuro asentamiento de las autoridades nacionales. Roca, que durante toda esta crisis estuvo en Rosario, va evaluando la posibilidad de hacer de esta ciudad la capital de la República, pues no quiere gobernar desde una Buenos Aires, controlada por otros; en una palabra, no quiere que le suceda lo de Avellaneda. Su «alter ego», Manuel Pizarro, presenta en el Senado de la Nación una minuta concebida en los siguientes términos: «De acuerdo al artículo 3° de la Constitución el presidente gestionará del gobierno de la provincia de Buenos Aires la cesión de la ciudad del mismo nombre para capital permanente de la República. Si dentro de 15 días el gobierno de la provincia no se ha explicado, se entiende su rechazo. Mientras tanto las autoridades nacionales continuarían residiendo en Belgrano sin perjuicio de su traslado a cualquier punto de la república». Cualquier punto de la república podía ser Rosario, sabedor Pizarro que la Legislatura se opondría a la cesión de Buenos Aires. También se piensa que con esta minuta se querrá desatar la pugna latente, a fin de tener motivo para disolver la Legislatura díscola.


El ministro de guerra, que como todo buen porteño no quería que la capital saliera de Buenos Aires, propuso que se federalizaran algunas manzanas alrededor de la plaza de Mayo: esa sería la capital de la República. El resto de la ciudad se constituiría en capital de la provincia. El proyecto se completaría dejando sin efecto la cesantía de los diputados nacionales tejedoristas. Pero ni Roca ni sus allegados, los diputados que le son fieles, aceptan el proyecto de Pellegrini. Por el contrario, las dos cámaras reunidas en Belgrano dispusieron la disolución de la Legislatura porteña, evidente obstáculo para zanjar el problema de la capital de la República si se resolvía que Buenos Aires fuera federalizada. Esto ocurría el día 11 de agosto; esa misma noche Avellaneda presentaba su renuncia a la presidencia, descolocado como había quedado por la violación del pacto celebrado con Moreno como consecuencia de la disolución de la Legislatura de Buenos Aires que él había prometido respetar.


El Congreso rechaza su renuncia y entonces Avellaneda decidió retirarla, y pretendió darle a Moreno, como única satisfacción a la amistad que los unía, el veto de la sanción del Congreso disolviendo la Legislatura. Como aquél insistiera con dos tercios de votos, el veto presidencial quedó neutralizado y la Legislatura definitivamente disuelta. Despechado y con razón, Moreno abandonó la gobernación de la Provincia, y pidió a Félix Frías, «por consenso unánime la expresión moral más alta del país», según Rosa 624, que dictaminara sobre el caso de honor planteado. Frías condenó a Avellaneda, acusándolo de haberse lavado las manos como Pilatos y de haber mancillado su honra faltando a su palabra 625.


Según D’Amico, fue Juan José Romero quien convenció a Roca que llevar a Rosario la capital lo transformaría en un cuasi-presidente 626. Roca sopesó el problema: si la provincia de Buenos Aires continuaba reteniendo su ciudad capital, el gobernador de ella tendría más poder que un presidente gobernando a la República desde una modesta ciudad provinciana de 30.000 habitantes. Rocha, que iba a ser gobernador de Buenos Aires, a pesar de las pretensiones de PeIlegrini, le era aparentemente fiel: ¿lo seguiría siendo más adelante? Premonitoriamente se adelantó a los acontecimientos, pues Rocha terminaría siendo su enemigo pocos años después.


Avellaneda envió al Congreso un proyecto federalizando el municipio de Buenos Aires. La Nación se hacía cargo de la deuda de la Provincia, y las autoridades de ésta permanecerían en la ciudad de Buenos Aires, claro que sin jurisdicción sobre ella, hasta tanto se decidiera cuál habría de ser la nueva capital de la Provincia. Los jueces y tribunales provinciales continuarían dispensando justicia, hasta que una ley nacional creara los juzgados y tribunales nacionales correspondientes. De los edificios públicos existentes en la ciudad, salvo el de los bancos Provincial e Hipotecario y el del Montepío, los demás pasarían a la Nación. El F.C. Oeste y el telégrafo continuarían provinciales.


El Congreso aprobó la federalización en septiembre, y por iniciativa de Pizarro otras dos leyes más. La primera convocando a una convención constituyente que reformaría la Constitución, designando la capital, se supone que en Buenos Aires, si la Legislatura no cediese la ciudad antes del 30 de noviembre. La segunda disponiendo el regreso de las autoridades nacionales de Belgrano a Buenos Aires, hasta que se resolviese la cuestión.


No fue necesaria la enmienda constitucional. El 26 de septiembre hubo elecciones de miembros de la Legislatura porteña, a la que sólo se presentaron candidatos roquistas, y entonces fue sencillo el trámite de la cesión de la ciudad de Buenos Aires para que fuera capital de la República, por la Legislatura reconstituida.



Debate sobre las consecuencias para el régimen federal


En el senado provincial no hubo oposición. En la cámara de diputados de la provincia, Leandro N. Alem, que había querido ser elegido diputado provincial, precisamente para oponerse a la cesión de Buenos Aires, pronunció un histórico discurso. Puntualizó la contradicción de su propio partido autonomista, que habiendo nacido a la vida pública por negarse a la federalización de Buenos Aires, ahora era el que impulsaba la medida. Agregamos nosotros que el nacionalismo de Mitre, que en 1862 se jugó por la federalización, ahora se oponía, con lo que ya puede irse barruntando cual era el principismo de esas fuerzas que, tratándose de algo fundacional para su ideario, votaban de una manera cuando estaban en el llano y de otra radicalmente distinta cuando detentaban el poder.


Alem señala que esa Legislatura no tenía autoridad moral para dar un paso tan trascendente, por haber sido elegidos sus miembros bajo estado de sitio e intervención federal. Deja sentado que para el régimen centralista y unitario, la capital en Buenos Aires era necesaria, pero que en cambio para el principio democrático y el régimen federal, entrañaba «gravísimos peligros». Acude a la historia nacional para fundamentar este aserto. Augura la dictadura como consecuencia de la federalización.


Por Alem nos enteramos de uno de los argumentos que pesaban en el ánimo de los políticos para decidir la grave cuestión debatida, y que no aparece sostenido ostensiblemente: «Si la capital de la República se va al Rosario o a Zarate, o al Paraná, nos dicen, ninguna persona de mediana posición, ningún hombre distinguido se ha de trasladar allí, y la Autoridad Nacional, sólo tendrá los segundones en su torno»627.


Alem asienta, además, la idea de que la capital en Buenos Aires concluiría con el federalismo: «Yo reconozco que ha sido la capital de la monarquía y del círculo unitario, cuyo jefe era el señor Rivadavia. Tampoco son un misterio las ideas monarquistas de estos señores... tal vez comprendían que en un gobierno monárquico o aristocrático, ellos harían la clase privilegiada y siempre directa de los negocios públicos. Pero no obstante sus altas condiciones, sus ideas y sus tendencias fueron vencidas siempre por esas masas populares, que procediendo al impulso del sentimiento íntimo de la libertad que se despertaba en su naturaleza vigorosa, salvaron el principio democrático y la revolución emancipadora, negándose a recibir un nuevo dueño»628. Lo más valioso de aquella profética exposición del futuro líder radical, está en estas palabras: «...aquí vendrá todo lo que valga, se centralizará la civilización y, ¿saben los señores diputados lo que esto significa? El brillo, el lujo, la ilustración, la luz en un solo lugar, y la pobreza, la ignorancia, la oscuridad en todas partes. Y ya vendrán también aquellas odiosas e irritantes distinciones, con sus funestas consecuencias sociales...». Y en una segunda intervención agrega: «No lo dudo; aquí vendrán todos los que valgan y todos los que aspiren, privando a sus respectivas localidades de su eficaz cooperación, y aquí vendrán muchos de ellos a vivir del favor oficial y a corromperse, porque la vida en las grandes capitales es muy costosa, y no todos los espíritus tienen un alto temple. Aquí estará todo el brillo, toda la riqueza, todo el talento...»629.


A la postura opositora de Alem habría de salirle al cruce José Hernández. Un José Hernández aparentemente divorciado de aquél que tan bien sintiera y expresara el drama de la raza perseguida por los dueños de Buenos Aires. Este José Hernández estima que en la cuestión discutida «debe tomarse en consideración también la opinión del comercio extranjero»; expone «que el partido federal era favorable a esta capitalización y que el unitario no lo era»; que la federalización de Buenos Aires era «la confirmación y afianzamiento de las instituciones federales»630: que Buenos Aires tenía «derechos ineludibles, imprescriptibles a ser el asiento de las autoridades nacionales». Un José Hernández demasiado preocupado por las pérdidas experimentadas por los inversionistas extranjeros, debido a la última revolución, y que dice: «¿Y habrá alguno de mis honorables colegas que no vea los peligros, los perjuicios, los males que traería al comercio y al progreso de la República la capital fuera de Buenos Aires?... ¿No sería imprudente, señor, dar lugar a que se levantara en la República un centro en donde residieran los poderes públicos de la Nación y cuya legislación pudiera venir a considerar como rival de su progreso al pueblo y comercio de Buenos Aires?»631. Este Hernández para quien «Buenos Aires debe estar siempre al frente de los pueblos de la ínclita Unión», «en política, en literatura, en comercio, en ciencias, en todos los ramos de la vida social y civil y en todas las manifestaciones del saber humano»632, ¿dice estas cosas llevado por el amor al terruño natal que le obnubila, o impulsado por circunstanciales intereses políticos que no puede soslayar? Sea lo que fuere, no se reconoce al autor del Martín Fierro en esa larga intervención.


La exposición de Alem fue inútil. También la cámara de diputados de la Provincia accedió a la cesión del municipio de la ciudad de Buenos Aires para que fuera capital de la República.