Historia Constitucional Argentina
CAPITULO 8 | 1. La generación del 80
 
 

Sumario: La generación del 80. Su filosofía. La educación. La familia. Conflictos con la Iglesia. La integración nacional - Extensión de las fronteras. Problemas limítrofes. Con Bolivia. Con Brasil. Con Chile. Con Uruguay. Organización de los territorios nacionales. Consolidación del gobierno nacional.




La República está cumpliendo el centenario de una época en que sus destinos fueron conducidos por un grupo de dirigentes que integran lo que comúnmente denominamos como «la generación del 80». Corresponde que señalemos, en primer término, cuáles fueron los más encumbrados e influyentes conductores de aquella Argentina que hacia fines de 1880 terminaba de resolver tres grandes aspectos de su problemática circunstancial: el problema del indio, aunque no plenamente, el de la fijación definitiva de su capital y el de la sucesión presidencial del Dr. Nicolás Avellaneda, motivo de encarnizada lucha entre tejedoristas y roquistas.


Roca será justamente la figura líder del grupo, acompañado por su concuñado el Dr. Miguel Juárez Celman, coetáneamente gobernador de la provincia de Córdoba y su sucesor en la presidencia de la Nación. Ambos fueron los máximos responsables políticos, pero señalaremos algunos otros hombres claves. El Dr. Eduardo Wilde, ministro de justicia e instrucción pública con Roca, y del interior de Juarez Celman, cuyo pensamiento y cuya acción tanta gravitación tuvieron en esa década. El Dr. Carlos Pellegrini, ministro de guerra y marina de Roca, y que acompañara como vicepresidente a Juárez Celman. Norberto Quirno Costa, Antonio del Viso, Wenceslao Pacheco, Dardo Rocha, Victorino de la Plaza, Onésimo Leguizamón, Marcos Juárez, Ramón J. Cárcano. Máximo Paz, son otras figuras de peso.


Hombres como Leandro N. Alem, Aristóbulo del Valle, José Manuel Estrada, Pedro Goyena, Miguel Navarro Viola y otros, no menos destacados, debieran ser considerados integrantes de esta generación. Pero, ya sea por su discrepancia con aspectos esenciales de la filosofía que sustentaran los mencionados primeramente, que le dio tono y estilo a la época, ya sea porque en la mayoría de los casos no detentaron el poder en la medida que permita señalarlos como responsables del acontecer político-institucional y económico-social en que estuvieron inmersos, sus nombres no resultaron tan representativos de la época mencionada. Por el contrario, en aspectos esenciales aparecen como opositores de principios y conductas, apotegmas y actitudes que normalmente se atribuyen a su generación, que enjuiciaron severamente.





Su filosofía


Sarmiento, cuyos escritos tanto pesaran en los exponentes humanos del ‘80, refiriéndose a Herbert Spencer, le afirmaba en carta a Francisco P. Moreno, de abril de 1883: «Bien rastrea usted las ideas evolucionistas de Spencer que he proclamado abiertamente en materia social... Con Spencer me entiendo, porque andamos el mismo camino»639.


Eduardo Wilde, por su parte expresaba: «Las ideas spencerianas hicieron su aparición en el gobierno de Roca, en la memoria del ministro de Instrucción Pública, Justicia y Culto y más que por su novedad, por su justicia, fueron favorablemente recibidas e hicieron camino... Herbert Spencer, ahora, la potencia intelectual más grande en el mundo y el cerebro más erudito de la tierra!»640.


Spencer (1820-1904), ejerció decisivo imperio en la mente de los hombres del ’80. El positivismo básico de su esquema filosófico lo adquirió de su predecesor, el francés Augusto Comte (1798-1857)641, otra de las luminarias de esos políticos argentinos 642.


Comte afirma esencialmente que el único objeto de la ciencia es lo positivo, esto es, lo real y útil, cierto y preciso, relativo y orgánico; en una palabra, exclusivamente lo que cae bajo la percepción de nuestros sentidos 643. Desecha por lo tanto la edad teológica o religiosa, y consiguientemente la revelación como fuente del conocimiento. Rechaza asimismo la edad metafísica negando que el hombre pueda explicarse los fenómenos cósmicos a través de entidades abstractas: almas, causas, potencias, etc., con lo que impugna la propia posibilidad de una metafísica. La edad positiva es la única científica; en ella el hombre alcanza el conocimiento a través de la experiencia, consignando con precisión matemática las relaciones entre unos hechos sensibles y otros hechos sensibles, llamando a dichas relaciones leyes naturales. No hay Dios, no hay alma, no hay trascendencia, no hay teología ni metafísica válida. Hay solamente ciencias experimentales, y entre las mismas la sociología es la que aspira a mejorar la vida comunitaria. Ella estudia las condiciones generales de la vida del hombre en convivencia con los demás: la estática social; y las leyes de la evolución o progreso de la sociedad humana: la dinámica social.


Es precisamente este elemento de la filosofía comtiana, la evolución, el progreso, el que impresiona vivamente a Spencer. Confirmando el cerrado positivismo de Comte, concibe el origen del cosmos como la condensación de la nebulosa primitiva, constituyéndose así el sistema solar. En éste, la combinación mecánica de los átomos simples origina moléculas compuestas, y la concentración y complicación de éstas forman las primeras células. Y así, en un proceso de creciente complejidad y perfeccionamiento, aparecen las neuronas, la sensación, la materia mental, y luego la percepción, la imagen, el concepto, el juicio, el raciocinio 644. Surgen subsiguientemente formas de vida cada vez más complejas: planta, animal, hombre, en lucha contra el medio ambiente para adaptarse a él, y en lucha entre sí para poder subsistir: la lucha por la existencia. El hecho de que el más fuerte prevalezca sobre el más débil, aparece como conveniente, porque en ello le va al cosmos su mejoramiento.


Esta concepción spenceriana relativa a la evolución de la sociedad posee los siguientes caracteres: 1°) La evolución o progreso es un factor necesario; 2°) Es meramente biológico, temporal y natural, y en consecuencia, sólo provoca mero dominio del hombre sobre la naturaleza; y 3°) la concepción en sí es optimista. El progreso es necesario, en cuanto no lo determina la voluntad libre del hombre, sino que está impulsado por leyes de cumplimiento ciego e inexorable que estimulan la constante transformación social. Es meramente biológico natural y temporal, dado que no existiendo finalidad trascendente y espiritual, todo se reduce en el hombre a una ascendente perfección somática que se da solamente en el tiempo sin ninguna aspiración sobrenatural; no hay planos verticales sino chata horizontalidad.


El progreso ineludible de las ciencias exactas, permite, por otra parte, un creciente dominio de la naturaleza, fruto de la técnica. Unido este fenómeno al permanente y automático desarrollo biológico cada vez más perfecto del ser humano, se avizora una edad de oro para los habitantes de este mundo. De allí el optimismo exultante, que fue una de las características sobresalientes de Occidente en la última etapa del siglo pasado y primera del presente.


Spencer no explicará cómo lo más perfecto puede ser causado por lo menos perfecto, cómo el proceso puede moverse sin que nadie lo impulse, cómo pueden existir leyes portentosas sin legislador inteligente. Pero su filosofía se adaptaba al liberalismo exigido por las fuerzas del mercado, para superar resabios de conciencia que no querían admitir que los endebles pudieran quedar a merced de los poderosos.


Su esquema mental se ajustaba al espectáculo de la física, la química, la mecánica, la patología, la etiología, todo el ámbito de la ciencia, modificando las condiciones de la vida humana y la propia faz del planeta, creando una atmósfera de ingenuo y soberbio convencimiento de que el dolor humano producto de la guerra, la pobreza, la enfermedad e incluso la muerte, serían a breve plazo sólo un triste recuerdo.


Los apotegmas spencerianos se acomodaban a la tendencia a liquidar valores tradicionales, que aparecían corno criminales tijeras que pretendían cortar las alas del hombre en su vuelo hacia un futuro, donde campearían soberanos la lucidez, el placer, la seguridad. Se conciliaban con la euforia ambiente, convencida de que el hombre-dios acabaría con el mismo Dios, enredado y exánime en las redes de ese progreso matemático indefinido, irrefrenable. Con esta ideología como herramienta de trabajo, se comprende el por qué del quehacer de nuestra dirigencia política del ‘80.





La educación


En el pensamiento comtiano, las edades teológica y metafísica estaban superadas, y según Spencer, las inflexibles leyes del progreso no tenían una finalidad trascendente, cuyo motor pudiera ser el amor practicado por el hombre libre en tránsito hacia su destino superior, como es básico para nuestra cultura de signo cristiano. Para estos positivistas, el progreso persigue un objetivo inmanente al propio sistema que sirve: un mero perfeccionamiento biológico y mental del hombre en un plano terráqueo, cosa que se logra mediante la lucha por la existencia, idea que en Carlos Darwin (1809-1882), otro de los paradigmas de la generación del ‘80, adquiere primordial significación 645.


Dentro de esta composición de lugar, si Argentina había sido introducida al mundo greco-romano-cristiano por la Iglesia Católica, alma y nervio de la cultura española y por ende de la hispano-criolla, resultaba presupuesto elemental para que actuaran libremente esas leyes inexorables del progreso sin límites, hacia un hombre más racional y una sociedad más civilizada, eliminar el obstáculo que representaba la identificación existente de la sociedad vernácula con el dogma y las normas de vida del catolicismo.


Los hombres de la generación del 80 bebieron en las aguas del pensamiento de Echeverría, para quien, como vimos, el papado era el Anticristo, y en los países católicos la conciencia era esclava 646; y en las de Sarmiento, que acompañó decididamente a esa progenie en sus proyectos y realizaciones en materia cultural y de instrucción pública, y que tanto pesó intelectualmente en ella. Sus escritos contienen pasajes de extrema dureza respecto de la institución que pusiera en funcionamiento en nuestras tierras valores y entes que aun hoy nos son vertebrales. El sanjuanino consideraba a Córdoba «la provincia más atrasada, más ignorante, como resultado de tres siglos de educación jesuítica, franciscana, conventual», porque consideraba que «la educación clerical, monacal, de monjas y frailes mata la inteligencia y la estorba desenvolver su capacidad»647, y elucubraba protestantinizar a la Argentina, para hacerla salir del catolicismo: «Para que los pueblos salgan de la vieja Iglesia Romana no hay como hacerlos entrar en las viejas ideas de la Reforma», porque había observado en Europa, que «las sectas protestantes son las mil puertas para salir del cristianismo»648.


Con este mentor no es raro, que Roca, tan prudente en sus expresiones, en cartas a Enrique B. Moreno, de junio de 1884, dejara estampados estos conceptos: «Los jacobinos de sotana pretenden gobernar a los pueblos con el hisopo y la hoguera en plena luz del siglo XIX. ¡Bárbaros!»649. Su mano derecha en el campo de la instrucción pública, Eduardo Wilde, usaría conceptos aún más contundentes y directos: «¿Que es la religión? Un cúmulo de necedades con olor a incienso»650.


Juárez Celman también tiene frases que descubren su transitar por los mismos caminos. Así, en pleno Senado de la Nación –con motivo de las medidas tomadas en 1884 contra el Vicario Clara– explicaba que «el Poder Ejecutivo ha procedido dentro de sus propias y exclusivas facultades defendiendo la civilización contra el fanatismo, la libertad de conciencia contra el exclusivismo de las sectas, la soberanía nacional en fin, contra las invasiones de un poder extraño, que no por carecer de cañones es menos peligroso»651.


Podrían multiplicarse las citas que demuestran la posición mental de los responsables políticos en la década del ‘80 respecto de una temática tan crucial. Pero conviene ahora que hagamos referencia al haz de medidas que aquellos responsables, toman en materia tan delicada como la de reorientar las pautas culturales de la República.


La más importante de todas, la que más honda huella dejó en el ser nacional, fue sin lugar a dudas la implantación del laicismo en la enseñanza, con la sanción de la ley nacional no 1.420 en el curso del año 1884. No haciéndose eco del llamado que imperaba de las entrañas espirituales de la tierra, de fidelidad a las líneas maestras de sus esencias históricas, a la cultura propia, sino respondiendo a las exigencias del cosmopolitismo que nos invadía, se plagió una ley extranjera dictada en Francia en 1880.


Fue obra del ministro de Instrucción Pública, Julio Ferry, bajo el acicate de las logias secretas francesas cuyo Gran Oriente, en 1877, había decidido suprimir toda mención del Gran Arquitecto en sus documentos 652. La ley nº 1.420 desterró la enseñanza del dogma y la moral católicos en las escuelas del Estado nacional dentro del horario de clases. Dejaba dicha enseñanza de ser asignatura de promoción, pretendiéndose paliar la crudeza de la determinación, con el permiso para que ella se dictara antes o después de las horas de clase por ministros autorizados de los distintos cultos.


La ilustración en los principios cristianos dada en los colegios, que tanto encarecieron Belgrano, San Martín y demás próceres fundadores de la nacionalidad, ahora sólo podría brindarse fuera del horario escolar sabiéndose de antemano de la impracticabilidad de la permisión, además de que no existían ministros en cantidad suficiente para impartirla.


Lo sustancial para la formación humana de nuestros niños se soslayaba. Ellos conocerían el mundo de los números, de las letras, de los animales, de las plantas, de los astros. Harían incursiones en el pasado de las sociedades humanas, se internarían fugazmente en los vericuetos de la química; la anatomía o la higiene. Se asomarían a la comprensión de las lenguas extranjeras y aprenderían a manejar las cartas geográficas. Pero se los sentenciaba a ignorar su propia identidad humana, el significado de su existencia: origen del hombre, sentido del peregrinar en esta vida, finalidad trascendente, normas que regulan ese peregrinar y que permiten la obtención de una convivencia justa y pacífica, todos presupuestos indispensables para la obtención de la felicidad.


Se condenaba a nuestros párvulos y adolescentes al desconocimiento de los elementos fundamentales que hicieron la cultura hispano-criolla, hija de la gran cultura greco-romana-cristiana. ¿Cómo habrían de inteligir e interpretar los fundamentos de dicha cultura, que era la propia, si se les escamoteaba el conocimiento de la trayectoria histórica, misión y enseñanzas de la iglesia Católica, verdadera protagonista del proceso que la fundara? ¿Cómo habrían de explicarse el pasado nacional los hijos de esta tierra, sin nociones sobre los principios fundadores –enseñados desde 1536, con la primera fundación de Buenos Aires, hasta 1884, en todos los institutos educativos de todos los niveles– que fueron piedra basal de la convivencia humana civilizada en el Río de la Plata?


Cuando los más conspicuos representantes de la generación directiva del ‘80 dentro del Congreso de la Nación, Eduardo Wilde, Onésimo Leguizamón, Luis Lagos García, Delfín Gallo, Emilio Civit, y fuera del parlamento, Domingo F. Sarmiento y Bartolomé Mitre, éste a través de su diario «La Nación», se convertían en abanderados del laicismo escolar, estaban preparando sin sospecharlo la época en que multitudes formadas en la escuela sin Dios y sin enseñanza moral, habrían de preceder sus manifestaciones por la bandera roja en sustitución de la bandera de Belgrano, y habrían de entonar en sus concentraciones la «Internacional» en lugar del Himno Patrio. Estaban dándole posibilidad impensadamente al cuadro que Estanislao S. Zeballos, uno de los diputados que en 1884 votara la enseñanza laica, presenciaba en 1919 con motivo de la «semana trágica»: «Uno de los espectáculos más graves y dolorosos de estos sucesos ha sido la presencia de grandes masas de niños entre 12 y 14 años, y algunos de mayor edad, que formaban los elementos más numerosos y activos del desorden y del delito, dirigidos por grupos de huelguistas adultos. Estos niños iniciaban el asalto a los automóviles, a los tranvías, a los conventos, a las armerías, a los vehículos y a las mismas autoridades armadas... El fenómeno no ha sido aislado, se ha producido en todos los barrios de la ciudad, de modo que es desconsolador saber que esos millares de niños serán los ciudadanos del futuro... La mayor parte de estos niños han concurrido o concurren a las escuelas del Estado y el hecho comprueba una vez más el fracaso de nuestro sistema de educación»653. ¿Qué no hubiese escrito Zeballos en nuestros días, con el auge que está tomando la violencia, la drogadicción, las violaciones y el delito entre nuestros menores?


Paradójicamente, la génesis del dictado de la ley nº 1.420 comenzó con la designación, por el presidente Roca, de Manuel D. Pizarro, católico ejemplar, como ministro de justicia, culto e instrucción pública. La labor educativa de Pizarro fue eficiente: abogó por la instauración de la enseñanza técnica, propició la creación del Consejo Nacional de Educación.


Fue también de su iniciativa la reunión de una asamblea de profesores, maestros y peritos en educación, llamado Congreso Pedagógico, que habría de estudiar el estado de la educación en la República y de la legislación respectiva en vigencia. Desde las primeras sesiones se tuvo la certeza de que se asistía a un enfrentamiento entre dos tendencias opuestas en lo educativo: la liberal y la católica. Unos, los primeros, apoyando el laicismo en la educación, esto es, excluyendo de ella la enseñanza religiosa, y los segundos propiciando no se innovara en lo que era la tradición más enraizada y lejana, esto es, la enseñanza del dogma y la moral del catolicismo en las escuelas públicas. Para evitar el fracaso del Congreso, se aprobó eliminar de los debates la cuestión de la enseñanza laica y de la enseñanza religiosa. Al no ser respetada esta decisión por el sector laicista, numerosos congresales católicos se retiraron del Congreso.


Un esos días, el ministro Pizarro fue sustituido por Eduardo Wilde, notorio anticlerical, incrédulo, y por ende, laicista.


En las sesiones del año 1883, la Cámara de Diputados debió abordar la sanción de una ley sobre educación común que rigiera en Buenos Aires, ciudad que ahora era capital de la República y sobre la que ejercía jurisdicción el Congreso. Esta Cámara tenía en carpeta el texto de un proyecto aprobado en el Senado, que había presentado Pizarro, en el que la religión se hallaba entre las asignaturas de curso obligatorio, menos para los niños cuyos padres así lo decidieran. Pero la comisión respectiva de la Cámara propició una enmienda al proyecto de Pizarro, que eliminaba la enseñanza de la religión durante las horas de clase y como materia de promoción. Ardorosamente debatida, fue aprobada.


El Senado consiguió rechazar la reforma. Al año siguiente, el proyecto volvió a la Cámara de Diputados quien insistió con la enmienda. Como el Senado no logró obtener los votos necesarios para oponerse nuevamente, el 8 de julio de 1884 quedó sancionada la ley de educación común no 1.420.


Los periódicos católicos «La Unión» y «La Voz de la Iglesia», encabezaron la protesta ante este atentado cultural. Los católicos se movilizaron en todo el país, antes y con posterioridad al dictado de la ley, para hacer oír sus puntos de vista defensores de la enseñanza tradicional, que ahora se avasallaba, conjuntamente con el precepto constitucional que asegura a los argentinos la libertad de enseñanza. Estrada, líder de la resistencia católica, fue destituido de sus cátedras en el Colegio Nacional y de su cargo de rector en el mismo establecimiento.


En el debate de la ley, el argumento principal de los partidarios de su implantación, fue la necesidad de no crearle problemas a la inmigración disidente, flojo argumento de Onésimo Leguizamón, en tanto podría haberse establecido el carácter optativo de la enseñanza religiosa, como lo había hecho la ley de la provincia de Buenos Aires de 1875. También se fundó en que no se le podía exigir a los maestros enseñaran una religión con la que no comulgaran. Otra objeción fácilmente rebatible, en cuanto en esos casos podía apelarse a los servicios de un maestro especial de religión, para dictar esta materia solamente.


Los argumentos de los católicos se apoyaron en los postulados de la Constitución Nacional: sostenimiento del culto católico, libertad de enseñanza del artículo 14, etc. En relación con el problema de los inmigrantes no católicos, E. de Alvear dijo, que si bien el país ofrecía sus tierras a los inmigrantes para que las trabajaran, esto no autorizaba una colonización o extranjerización de nuestra cultura, en vez de bregar porque el extranjero se asimilara a ésta. En tanto, seguir el criterio liberal, llevaría a suprimir, además de la enseñanza religiosa, todos los rasgos característicos de la nacionalidad: instituciones, lengua, estilo peculiar de vida y de pensamiento. La actitud de los inmigrantes era distinta: abrir sus escuelas y sus templos, y conservar su historia, mientras «nosotros hijos pródigos, tiramos a pedazos todo lo que forma en todos los países del mundo, lo que se llama nacionalidad y patriotismo»654. Si éramos democráticos, cosa que debíamos a nuestros antecesores católicos, era preciso respetar la mayoría religiosa argentina y su tradición católica, según dijera el diputado Tristán Achával Rodríguez; que lo que el país quería ser, debía buscarse en lo que el país había sido, y en lo que en ese momento era. No se podía educar silenciando categorías trascendentes y fundamentales para la República, ni aceptar la intolerancia de desconocer la conciencia del educando y el derecho de los padres 655.


Veamos otros aspectos de la ley. El ámbito de aplicación de la ley nº 1.420 fue la Capital Federal y los territorios nacionales. El objetivo de la enseñanza primaria era «favorecer y dirigir simultáneamente el desarrollo moral, intelectual y físico de todo niño de 6 a 14 años de edad» (artículo 1°). En el artículo 4° se especifican los caracteres de la enseñanza, que sería obligatoria, gratuita y gradual. La obligatoriedad admitía que la enseñanza elemental se pudiera dar en tres ámbitos: las escuelas públicas, las escuelas particulares y el hogar de los niños. La gratuidad no sería absoluta: se fijó un derecho de matrícula que no se cobraría a los indigentes. Con relación a las escuelas particulares, la ley impone una serie de requisitos que ellas deben llenar: indicar el lugar y condiciones del edificio y tipo de enseñanza a brindar, aceptar las inspecciones sobre higiene y moralidad, dar el mínimo de enseñanza obligatoria establecido oficialmente, etc.


La ley organizaba el gobierno escolar con el Consejo Nacional de Educación y con los Consejos Escolares de Distrito. El poder ejecutivo nacional nombraba directamente los vocales del primero, requiriendo el acuerdo del Senado para designar al presidente del organismo. Entre las funciones del Consejo, estaba dirigir la instrucción dada en todas las escuelas primarias de su jurisdicción, proponer el nombramiento de su personal, expedir los títulos de los maestros; etc. En cada distrito escolar funcionaría un Consejo Escolar de Distrito, integrado por cinco padres de familia designados por el Consejo Nacional de Educación; eran sus atribuciones el cuidado de la higiene y moralidad en las escuelas, proponer el nombramiento de directores, subdirectores y ayudantes, el manejo de los derechos de matrícula, recaudación de rentas, etc. La ley creaba un fondo permanente para sostener el presupuesto escolar, que así era desvinculado de cualquier eventualidad económica o política. Integraban ese fondo distintas fuentes de ingresos que la ley determinaba taxativamente. Se exigía que los integrantes del personal docente poseyeran diplomas expedidos por las autoridades competentes.


Otros aspectos denotaban el afán de precipitar la ruptura cultural a la que nos hemos referido. Durante el ministerio de Wilde, en la primera presidencia de Roca, se suprimió la enseñanza del latín y del griego en las escuelas de nivel secundario. Al eliminar el último, se impuso el estudio del alemán. Wilde explicaría: «Es el idioma de la ciencia, de las verdades vivas del laboratorio. El griego es para nosotros pesado e inútil, como un lujo asiático. Nuestro primer deber es civilizarnos»656. Mientras tanto se iba imponiendo el aprendizaje de una historia europea, especialmente la medieval, americana y argentina, distorsionada. A ello se refirió Ernesto Palacio al escribir: «Sin historia, sin catecismo y sin enseñanza clásica, la ruptura con la tradición resultaba así completa»657.





La familia


No fue solamente la educación la que sufriera el ataque de los ilustrados miembros de la generación del ‘80, imbuidos hasta la médula de positivismo progresista. La familia fue el segundo gran frente abierto en la lucha contra las instituciones básicas.


El preludio fue la sustracción a la iglesia de su secular misión de inscripción de los actos fundamentales de la vida humana, que iba acompañada con la administración de la vida de la gracia a través de sacramentos específicos en cada caso. Por ley no 1.565, dictada durante el año 1884, se creaba el Registro Civil de la Capital Federal y territorios nacionales, medida que se extendió sucesivamente a las provincias por decisión subsiguiente de sus respectivos gobiernos.


En 1888, por iniciativa del ministro del interior Eduardo Wilde, se sancionó la ley 2.393, que únicamente aceptaba como matrimonio válido el contraído ante un funcionario público. El Estado nacional, que de acuerdo a la Constitución de la República debe sostener el culto católico, controlar que el presidente de la Nación pertenezca a esta confesión y promover la conversión de los indios a ese credo, con esta ley niega legitimidad al matrimonio celebrado por los católicos ante un ministro de su culto. Esa desacralización oficial del acto fundador de la célula de la sociedad argentina, que de sacramento se convierte en un ordinario acto burocrático, implicó colocar bajo jurisdicción civil cuestiones como el divorcio y la nulidad del acto matrimonial. Sin embargo, esa ley respetaba todavía dos caracteres fundamentales de la institución familiar: la monogamia y la indisolubilidad del vínculo.


El ataque a fondo contra esta última calidad fundamental, se llevaría a cabo durante la segunda presidencia del general Roca. El diputado nacional Carlos Olivera 658, prominente figura de la generación del ‘80, miembro conspicuo del círculo áulico de Roca y Juárez Celman, fue quien presentó el proyecto de divorcio ad-vinculum, contemplando en su texto vastas causales que habrían de permitir con amplitud y comodidad la disolución de la familia argentina.


Al defender su proyecto, la pieza que produjo se diluyó en un mero exordio anticlerical, sin que fundamentara la conveniencia de la adopción de la novedad que propugnaba. Después de las exposiciones de Barroetaveña, que llegó a decir que dicho proyecto terminaría «de una vez por todas con los cánones del Concilio de Trento y dado un paso más hacia la civilización»659, y de otros oradores, que se pronunciaron en pro o en contra del mismo, le cupo al joven diputado tucumano Ernesto E. Padilla convencer a la mayoría de los integrantes de su Cámara, de los graves inconvenientes que el divorcio vincular provoca. Apeló a la fibra patriótica de sus pares expresando: «Queremos una nación, algo que sea propio, algo que sea argentino como es el territorio, algo que tenga significado en nuestra tradición, su traducción en nuestra historia... Por eso debemos cuidar la familia, como el crisol donde se funden las ideas y se unifican las tendencias, manteniendo en ella la fuerza de las propias tradiciones, de las propias ideas, que se imponen y que triunfan, imprimiendo color y forma a la masa. Es allí donde se forja el carácter nacional, es allí donde, si puedo decirlo, late la esperanza de la patria»660.


El rechazo de la iniciativa por apenas cincuenta votos contra cuarenta y ocho, permitió que en ese aspecto de la familia, se viera entorpecida la corriente que llevaba a la ruptura del cordón umbilical que nos mantenía aun unidos a la vida de la cultura que acunó nuestra infancia comunitaria.





Conflictos con la Iglesia


La implantación del laicismo fue uno de los motivos de grave enfrentamiento con la Iglesia durante el primer gobierno del general Roca. Pero hubo otros. En 1880 llegó al gobierno de la provincia de Córdoba Miguel Juárez Celman. Creó el registro civil y entró en conflicto con el vicario, Mons. Castellano. La prensa liberal insultó a este, y entonces, Castellano prohibió su lectura. El nuevo obispo, fray Mamerto Esquiú, logró que el entredicho no se agravara.


Roca elevó las aulas de teología del Seminario de Córdoba al rango de facultad dentro de la Universidad de la misma ciudad. Como los profesores que Esquiú propuso fueron rechazados por el Consejo de la Universidad, negándole al obispo facultades al efecto, éste dispuso que el Seminario se separara de la Universidad.


Al morir Esquiú en 1883, el Cabildo Eclesiástico nombró vicario al deán Jerónimo Clara, quien en una pastoral especificó que ningún padre católico podía enviar sus hijos a la Escuela Normal, dado que en ella enseñaban docentes protestantes. Además condenó la tesis doctoral de Ramón J. Cárcano, que proponía igualar los derechos civiles de los hijos naturales, adulterinos, incestuosos y sacrílegos, y finalmente prohibió la lectura de periódicos que atacaban a la Iglesia. El gobierno declaró a Clara suspenso en el gobierno del obispado, y destituyo a tres profesores católicos que se solidarizaron con él. El obispo de Salta, Mons. Risso Patrón, también fue suspendido por adherir a Clara y prohibir a los católicos enviar sus hijos a escuelas cuyos maestros fuesen protestantes.


Estando el Delegado Apostólico de la Santa Sede, Mons. Luis Matera, en Córdoba, un grupo de señoras católicas acompañadas por la directora de la Escuela Normal, Francisca de Armstrong, lo entrevistaron rogándole levantara el anatema que pesaba sobre dicha Escuela. El prelado indicó que se dirigieran al gobierno tratando de obtener: 1°) una declaración de que las escuelas no se fundaban para hacer proselitismo protestante; 2°) una ratificación de declaraciones de Roca, en el sentido de que no había ningún inconveniente para que se enseñase religión en dicha Escuela; 3°) que se permitiese al Obispo visitar a ésta para convencerse de que se cumplía lo establecido en el punto anterior. Al dirigirse la señora de Armstrong al gobierno, el ministro reaccionó contra la directora por haberse excedido en sus atribuciones. El ministro de relaciones exteriores pidió explicaciones a Matera. Este envió una carta a Roca explicando que su conversación con las señoras de Córdoba había sido meramente privada. Dos días después, Matera recibía del presidente los pasaportes y la notificación de que debía abandonar el país en veinticuatro horas. Fue así como las relaciones diplomáticas quedaron interrumpidas con el Vaticano hasta reanudarse durante la segunda presidencia de Roca 661.





La integración nacional - Extensión de las fronteras


La conquista del desierto no terminó en 1879. Continuó por largos años, por el sur y por el norte. Desértica no era solamente la Patagonia, sino toda la región del Chaco que nos había correspondido, desde el norte santafesino hasta el río Pilcomayo.


En una larga etapa, que duró décadas, Argentina fue incorporando algo así como cerca de la mitad de su actual territorio, en una gesta en la que participaron militares, civiles y religiosos que merecen el reconocimiento de la Patria.


En el sur, a mediados de 1879, se había llegado al río Negro y al río Neuquén. En 1881, durante la primera presidencia de Roca, el teniente coronel Clodomiro Villar, aventó los últimos malones en la zona de La Pampa central. El coronel Conrado Villegas, ese año, fue mandado a ocupar el territorio comprendido entre los ríos Limay y Neuquén, y la cordillera –espacio hoy perteneciente a la provincia de Neuquén– además del sudoeste de Río Negro y noroeste de Chubut. Namuncurá, que había sido derrotado, se rindió al ejército argentino y Roca le permitió establecerse con sus indios en Aluminé.


Hacia 1883 se había completado la ocupación de Neuquén y la zona del lago Nahuel Huapi 662. Enviado por el gobernador del territorio nacional de la Patagonia, coronel Lorenzo Winter, el teniente coronel Lino de Roa se impuso a tehuelches y araucanos, ocupando ese territorio hasta los ríos Deseado y Santa Cruz.


Entre 1884 y 1888, el capitán Jorge Fontana, a pedido de los colonos galeses de Chubut, recorrió y reconoció lo que es hoy la provincia, fundando la colonia 16 de Octubre.


En 1890 el capitán C. Moyano reconoció la cordillera en la zona patagónica, determinando la línea de las más altas cumbres que Argentina sostenía, debía ser nuestro límite con Chile.


De Santa Cruz sólo se conocía el litoral atlántico. En 1883 el mismo Moyano había recorrido zonas de este territorio descubriendo, entre otras cosas, las minas de carbón de Río Turbio, explorando también el Lago Argentino.


Entre 1881 y 1885 el comandante Santiago Bove y el comodoro Augusto Lasserre reconocieron las costas de Tierra del Fuego 663. El interior lo fue por Ramón Lista, en 1886. Junto a las fuerzas armadas realizó gran labor asistencial, educativa, científica y cultural en la Patagonia la congregación salesiana 664. Los salesianos acompañaron a Roca en la conquista del desierto, oportunidad en que desarrollaron su actividad apostólica con los indios. En 1880 se establecieron en Carmen de Patagones presididos por el padre José Fagnano, fundando colegios, iglesia, observatorio meteorológico, sociedad de socorros mutuos con hospital; y recorrieron el río Negro hasta Nahuel Huapi. El padre Domingo Milanesio, entre otros, se destacó por su gran labor misionera, logrando, inclusive, que el cacique Namuncurá se sometiera al ejército nacional. Los salesianos fueron educadores del hijo de Namuncurá, Ceferino, el «santito de la toldería» (1888-1905), cuyos restos están sepultados en Fortín Mercedes.


La acción apostólica de estos esforzados varones se extendió hasta las zonas más sureñas: Santa Cruz, Tierra del Fuego y Malvinas. Hubo trece casas de religiosos, ocho de hermanas de María Auxiliadora, oratorios festivos, capillas, colegios primarios y secundarios, escuelas agrícolas, de artes y oficios, etc. Estrada, desde la Cámara de Diputados, acompañaba esta acción oponiéndose a la cesión de ocho leguas al Rvdo. Tomás Bridge, pastor protestante, para que desarrollase su acción proselitista entre los indios onas, argumentando que era expreso mandato constitucional la conversión de los indios al catolicismo, y poniendo en guardia al gobierno ante la posibilidad de la penetración inglesa en el lejano sur.


La presencia argentina en la Antártida e islas del Atlántico Sur, se inició en 1902 con la fundación de un observatorio meteorológico en la Isla Año Nuevo, próxima a la isla de los Estados. En 1903, la corbeta argentina Uruguay realizó el salvataje de la expedición científica sueca presidida por el profesor Nordenskjold en la Antártida. Argentina tuvo observatorio meteorológico en las Islas Oreadas del Sur a partir de 1904. De aquí en más, nuestra Nación detentó una presencia constante en la zona 665.


En el ámbito chaqueño existía una línea de fortines a la altura de Malabrigo y Sunchales, en Santa Fe, destinada a contener las invasiones de los bravos abipones y tobas. Hacia 1870, se fundó la colonia San Jerónimo, al norte de Malabrigo, que no resistió el ataque aborigen. En cambio, la establecida frente a Corrientes, entre 1875 y 1876, pudo hacerlo, y por ello se llamó Resistencia. En 1872 el gobernador santafesino, Simón de Iriondo, estableció la colonia Reconquista, y poco después, en 1879, el capitán Luis Fontana fundaba Villa Formosa, entre los ríos Bermejo y Pilcomayo, en la margen derecha del río Paraguay.


Durante la gestión de Roca, el ministro de guerra Benjamín Victorica condujo una expedición, durante 1884, con el objeto de ocupar la actual provincia de Formosa, pero sólo con éxito parcial, pues aunque se establecieron algunos fortines, la indiada no pudo ser reducida, facilitados sus movimientos por la naturaleza selvática del área, se refugiaron al norte del río Bermejo. En este río se estableció una «línea militar», desde su desembocadura en el río Paraguay hacia el este, con una longitud de cerca de 400 km., que comprendía 13 fortines.


En 1888 esa línea llegaba a la provincia de Salta. Lorenzo Winter, gobernador del Chaco, en 1899, realizó una expedición contra los indios tobas y mocovíes quienes, refugiados en Formosa, asolaban el territorio de su mando. La expedición fue un éxito, pero no completo.


Entre 1907 y 1908, al coronel Teófilo O’Donell se le encomendó una nueva campaña contra esos indios, con instrucciones de actuar primero pacíficamente, con el objeto de atraerlos al amparo del gobierno nacional y facilitarles el mejoramiento de su situación, debiendo usar de las armas en caso contrario. Los resultados de la misión de este coronel permitieron el retroceso de los aborígenes hasta el río Pilcomayo.


Entre 1911 y 1912 el coronel Rostagno continuó la tarea de toma de posesión de Formosa: ocupó 3.200 leguas cuadradas, redujo pacíficamente 8.000 indios y construyó caminos, precarios puentes, telégrafos y fortines. En 1917 el ejército había concluido prácticamente su labor en el Chaco y Formosa. Sin embargo, la resistencia aborigen, aunque ya muy débil, se prolongaría con incursiones de los pilagás, entre 1930 y 1933 666. Los franciscanos continuaron desarrollando su tarea misional en estas regiones, que habían iniciado en la etapa hispánica 667.





Problemas limítrofes


En el período correspondiente a este capítulo, 1880-1916, la República resolvió casi todos sus problemas limítrofes: con Bolivia, con Brasil, con Chile y con Uruguay, en general mostrando displicencia por defender los derechos de la Nación, como dignos herederos, los integrantes de la generación del ‘80, de quienes habían escrito que «la patria no es el suelo»668, o que «el mal que aqueja a la República es la extensión»669.





Con Bolivia


El arreglo de límites con Bolivia, efectuado por un tratado firmado por nuestro canciller Quirno Costa en 1889, le significó a la República la pérdida de extensos territorios. Resuelta por los círculos rivadavianos la aceptación de la independencia de esa Nación, y por ende la pérdida de un millón de kilómetros cuadrados. No obstante, de lo que no quedaban dudas era que la región de Tarija, que en 1810 dependía de la gobernación intendencia de Salta, era de nuestra pertenencia, a tal punto que Bolívar así lo comprendió 670. No respetaron esta tesitura los bolivianos que la tenían ocupada, y también en 1889, Quirno Costa aceptó cederla definitivamente al país hermano a cambio del distrito de Atacama, que según Moreno Quintana, nos pertenecía en virtud del principio del uti possidetis juris de 1810 671. Pero esta área estaba ocupada por Chile, como uno de los hechos producidos debido a la guerra del Pacífico entre este país y la coalición peruano-boliviana, por tanto tuvimos que discutir con la nación trasandina derechos sobre una zona, debiendo, incluso, sostener la pertenencia argentina antes que Bolivia la «cediera».


Por un tratado del 2 de noviembre de 1898, ya en la segunda presidencia de Roca, deferimos al arbitraje la solución del litigio, y al año siguiente el ministro de los Estados Unidos en Buenos Aires, William I. Buchanan, dividió salomónicamente la extensa región, de 73.000 km2, en dos zonas de similar superficie, y adjudicó una a cada uno de los países en conflicto. A cambio de una zona que nos pertenecía, rica e importante como Tarija, «obtuvimos» la mitad del páramo que era Atacama, que también nos pertenecía, debido a la división que hubimos de soportar con intervención de un tercero.





Con Brasil


Con Brasil arrastrábamos una vieja cuestión limítrofe, la última de todas. Como las anteriores se habían perdido, computando las existentes otrora, entre España y Portugal, era de esperar esta vez una mejor suerte. El territorio en cuestión es un hermoso cuadrilátero que linda al norte con el río Iguazú, al sur con el río Uruguay, al este con los ríos San Antonio y Pepirí Guazú, que los brasileños mañosamente denominaban Chopin y Chapecó respectivamente, y al oeste con los ríos que hoy son denominados como San Antonio y Pepirí Guazú. Una zona de superficie aproximada a la provincia de Tucumán en la que, en 1980, si nos atenemos a las noticias periodísticas, se descubrieron napas petrolíferas.


Por el tratado de San Ildefonso, firmado por España y Portugal en 1777, los ríos San Antonio y Pepirí Guazú eran en esa región los que por el este nos separaban de los lusitanos. Pero puestas las comisiones demarcadoras a la tarea de precisar cuáles eran esas corrientes fluviales, en una zona muy abundante en ellas, no hubo acuerdo, pretendiendo los portugueses ubicarlas más hacia el occidente de donde efectivamente se hallaban, con el evidente propósito de ganar la superficie cuadrilátera que hemos deslindado 672. Así quedaron las cosas hasta la presidencia de Nicolás Avellaneda, en que Brasil estableció colonias militares en la zona litigiosa.


En 1882 nuestro gobierno creó el territorio nacional de Misiones comprendiéndola, y tras gestiones de arreglo diplomático de la cuestión suscitada, que incluyó el reconocimiento del terreno por una comisión mixta, cuya sede fue la ciudad de Montevideo, nuestro canciller, Quirno Costa, firmó un tratado en septiembre de 1889. Por sus cláusulas, Argentina y Brasil se comprometían a intentar llegar a un acuerdo definitivo respecto del litigio, en un plazo perentorio de noventa días. Pasado dicho plazo, si no había avenimiento, arbitraría en el litigio el presidente de los Estados Unidos, nación que en esos momentos «era en verdad un aliado directo del Brasil, al tiempo que competidor económico y adversario de la Argentina»673.


Como consecuencia de lo pactado, el 30 de enero de 1890, ambas partes firmaban otro tratado, llamado de Montevideo, por haber sido signado en esta ciudad, por el cual Argentina y Brasil se repartían en partes, más o menos iguales, el territorio en disputa. Pero hete aquí que en Brasil se alzó virulentamente la opinión pública contra esta solución, a pesar que ella entregaba a ese país un área que pertenecía a la Argentina. Finalmente, el Congreso en Río de Janeiro rechazó lo acordado, con lo que, habiéndose vencido el plazo de noventa días estipulado, automáticamente se abrió la instancia arbitral.


Mal defendida Argentina ante el arbitro, como lo ha demostrado Scenna, suficientemente 674, el presidente de los Estados Unidos, Grover Cleveland, falló, en 1895, concediendo a nuestro adversario en la emergencia, toda el área litigiosa. Años después, el historiador Emilio Ravignani se sorprendió al encontrar en el archivo de nuestra cancillería, un gran acopio documental, que demostraba fehacientemente los derechos intergiversables de Argentina sobre ese territorio precioso definitivamente perdido. Ravignani narró que sus ojos se llenaron de lágrimas al advertir que ese legajo no había sido ni siquiera leído, y por ende mucho menos utilizado, por los encargados de defender los derechos sagrados de la Nación 675. Es que quizás otros perjuicios podrán ser reparados, pero ante éste, a la posteridad sólo le queda el recurso plañidero.





Con Chile


La solución fue mucho más trabajosa y larga, y aun hoy, zanjado perdidosamente el problema del Beagle, subsisten algunas diferencias.


Si como expresa Ernesto Quesada: «El principio del utí possidetis juris ha sido aplicado en las controversias de límites entre todas las naciones americanas de origen español: fue adoptado como regla del derecho positivo desde el primer tratado, reconocido e incorporado al derecho internacional por los congresos de plenipotenciarios americanos»676, Chile debió haber quedado reducido a ser lo que era la Capitanía General de Chile: el río Salado al norte, el río Bío Bío al sur, la cordillera de los Andes al este y el océano Pacífico al oeste 677. Esto es, menos de la mitad del área territorial que posee actualmente. Especialmente en el sur, Chile creció a expensas de Argentina.


El tratado de 1881 significó precisamente la concreción de un gran sacrificio territorial argentino, con la pérdida de los derechos a discutir el territorio al sur del Bío Bío, más el estrecho de Magallanes que nos pertenecía, la mitad de Tierra del Fuego e islas adyacentes en el Pacífico, y al sur del canal de Beagle, que también nos pertenecían. Es que durante la etapa del Virreinato, toda la zona aledaña al Estrecho fue gobernada desde Buenos Aires.


El propio ministro de relaciones exteriores de Roca, Bernardo de Irigoyen, protagonista de la solución arbitrada, reconoció: «Las concesiones que hicimos fueron deliberadamente acordadas en favor de la paz y de los intereses comerciales de esta parte del mundo. En la región sobre la que admitieron el debate los gobiernos anteriores al que tuve el honor de representar, fue que se estipuló la transacción de 1881, conservando esta República una parte, y reconociendo la otra a Chile»678. El diario «El Nacional» opinó: «el tratado consagra un triunfo pleno y completo de la diplomacia de Chile», haciendo lo propio «La Nación»: «en realidad, Chile gana su pleito, aun más allá de lo que pretendió en su origen». Vicente G. Quesada manifestó: «la verdad es desconsoladora: de todas las desmembraciones territoriales que ha experimentado el distrito que fuera el antiguo Virreinato del Río de la Plata, ninguna se ha hecho en condiciones más tranquilas, ni con mayor estoicismo... La República compra la paz al caro precio de sus fronteras arcifinias y de la pérdida del Estrecho».


Irigoyen reconoció que, incluso, actuó sin conocimientos precisos sobre la zona objeto del conflicto; en carta de 1876 confesaba al presidente Avellaneda, del que era a la sazón ministro de relaciones exteriores: «Le declaro que me encuentro en una posición difícil, por no decir desairada, cuando tengo que tratar las cuestiones internacionales... Hoy tenemos las dificultades con Chile y estamos sin más datos que los de la época colonial: no tenemos un informe científico, un viaje, un reconocimiento siquiera al que podamos dar pleno crédito». Y en 1892, el ministro de relaciones exteriores admitía: «lo que guardan las montañas argentinas y la gran cordillera que debe separarnos de Chile, es en mucha parte menos conocida de nosotros que las montañas lunares que el telescopio nos revela»679.


Es debido a esta falta de nociones e información, que el artículo 1° del tratado de 1881 entre Argentina y Chile especificaba: «El límite entre Chile y la República Argentina es de Norte a Sur hasta el paralelo cincuenta y dos de latitud, la cordillera de los Andes. La línea fronteriza correrá en esa extensión por las cumbres más elevadas de dichas cordilleras, que dividen las aguas, y pasará por entre las vertientes que se desprenden a un lado y a otro. Las dificultades que pudieran suscitarse por la existencia de ciertos valles, formados por bifurcaciones de la cordillera y en que no sea clara la línea divisoria de las aguas, serán resueltas amistosamente por dos peritos nombrados uno por cada parte».


Se estableció que el Estrecho de Magallanes sería chileno, salvo el extremo oriental, pero quedaría neutralizado, no pudiendo Chile artillarlo, mientras que la costa atlántica de la Patagonia sería argentina. La isla de Tierra del Fuego se la dividiría en dos partes por el meridiano de 68° 34' al oeste de Greenwich hasta tocar el canal de Beagle: la parte oriental sería argentina, y la occidental chilena. La isla de los Estados y demás islas bañadas por el Atlántico pertenecerían a Argentina, mientras que las islas al sur del canal de Beagle serían chilenas hasta el cabo de Hornos, como las que estuvieran al oeste de éstas.


El trazado concreto de los límites en la cordillera, originó serios problemas. Hasta Tierra del Fuego el límite eran las altas cumbres que dividían las aguas, pero resulta que a partir del paralelo de 40°, no siempre las altas cumbres dividían las aguas. Cuando en 1888 se nombraron las comisiones demarcadoras, Argentina insistió en que el límite tradicional eran las altas cumbres, y Chile el «divortium acquarum». Las diferencias involucraban la posesión de un extenso territorio de 94.000 km2.


En marzo de 1893 se firmó un protocolo adicional al tratado de 1881, por el cual se declaró que Chile no podía pretender punto alguno sobre el océano Atlántico ni Argentina sobre el Pacífico. Pero en la parte cordillerana subsistieron serias diferencias entre el perito argentino Francisco P. Moreno y el chileno Diego Barros Arana, el primero aferrado a las altas cumbres, que había sido la divisoria tradicional, y el segundo a la división de las aguas.


En 1896 se acordó entre ambos países deferir al arbitraje de la reina de Inglaterra el litigio, si los peritos persistían en no entenderse 680. No obstante el acuerdo, en previsión de un posible conflicto armado con Chile, que estaba en condiciones técnicas superiores para afrontar tal evento, pues poseía una escuadra con siete acorazados y un ejército fogueado en la guerra del Pacífico, el presidente José E. Uriburu ordenó la compra de nuestros primeros acorazados, la construcción de un puerto militar en las inmediaciones de Bahía Blanca y el trazado de un ferrocarril que llegara a Neuquén. Además fueron convocados 1.800 oficiales y 20.000 conscriptos para realizar entrenamientos bélicos en Curamalal. Todo esto entre 1895 y 1898.


Los belicistas chilenos incitaban a una pronta guerra para evitar que Argentina lograra su rearme; pero el presidente Federico Errázuriz, todo un prudente patriota, no escuchó esas voces. Al terminar su presidencia en 1898, Uriburu, había logrado cierta paridad en materia de armamentos y escuadra de guerra. Su sucesor, el general Roca, elegido entre otras cosas por su pericia militar, ante la eventualidad de un conflicto con Chile, decidió reunirse con su similar chileno, Errázuriz, encuentro que se produjo en Punta Arenas en 1899. Ambos presidentes produjeron el hecho conocido como «abrazo del Estrecho».


Pero había otra cuestión. La guerra del Pacífico había terminado con la firma del Tratado de Ancón, entre Chile y Perú, y el de Tregua, entre Chile y Bolivia. Chile, vencedor en la guerra, por esos tratados, se había quedado por diez años con el litoral boliviano sobre el Pacífico, lo que enclaustró a dicho país, y con los distritos peruanos de Tacna y Arica. Se comprometió a los diez años a realizar plebiscitos en ambas zonas, para resolver en definitiva la suerte de esas áreas. El plazo había vencido en 1893, y Chile no había cumplido con su compromiso. A partir de allí, especialmente entre 1900 y 1901, la opinión pública argentina acompañaba con calor a los dos países hermanos en su demanda frente al expansionismo chileno. La prensa trasandina y la argentina se pusieron belicosas. Los chilenos acusaron a Argentina de supuestas actividades en la zona disputada del lago Lacar. Hubo actos de adhesión y homenajes a Perú y Bolivia en Buenos Aires.


En 1901 se reunió en Méjico la II Conferencia Panamericana, y se intentó forzar a Chile a aceptar el arbitraje obligatorio respecto de las zonas disputadas con Bolivia y Perú. Pero hábilmente, la diplomacia chilena evitó que se la llevara a tal solución. Lo que aceptaba en el problema de límites con Argentina, no lo admitía en relación con las cuestiones similares con Perú y Bolivia.


Hacia mediados de 1901, fuerzas militares chilenas construían caminos en la zona disputada con Argentina. Nuestro ministro de relaciones exteriores, Amancio Alcorta, protestó airadamente, y el peligro de la guerra se hizo de aquí en más, inminente. Ambos contendientes intensificaron su compra de armamentos. Argentina convocó sus reservas, y el 10 de diciembre se sancionó la ley de servicio militar obligatorio. La Unión Cívica Radical suspendió patrióticamente sus actividades partidarias. La excepción es el partido Socialista, constituido en 1896, que el 15 de diciembre hace un mitin pacifista.


La opinión pública, mayoritariamente, sigue la opinión de Zeballos, quien afirma en una conferencia: «La República de Chile ha inaugurado en Sur-América desde 1843 la guerra de conquista como su única y grande industria salvadora y se apodera por todos los medios de los territorios de sus vecinos y transforma los recursos que ellos producen en cañones y fusiles, para humillar a los vencidos, con temeridad de provocar a los fuertes. En este momento, como lo veréis más tarde, Chile se mueve de nuevo sobre el Perú y Bolivia pretendiendo la absorción de aquellos dos pueblos hermanos y si se adueña de las riquezas de ambas nacionalidades, aumentará su osadía, hasta decidir medirse con la República Argentina». «Hay que hacer una política internacional franca y categórica. Hay que hacerle saber a la República de Chile que la República Argentina está decidida a impedir que se engrandezca más, porque es un peligro para la paz sudamericana»681. Lo acompañaban Vicente Fidel López, Roque Sáenz Peña, Indalecio Gómez, Carlos Rodríguez Larreta, Victorino de la Plaza, etc.


En ese diciembre de 1901, la guerra parecía inevitable. El 24 de ese mes, nuestro representante en Chile, Epifanio Portela, abandonó la legación argentina en Santiago, y el 25 el ministro de guerra Pablo Ricchieri hizo firmar al presidente Roca el decreto de movilización general.


Según Indalecio Gómez y Victorino de la Plaza, la presión de la diplomacia inglesa, acompañada por la actitud del mitrismo, ahora bajo la conducción de Emilio Mitre, desde las páginas de «La Nación», logró que Roca tomara el camino de la negociación. Precisamente un mitrista, José Antonio Ferry, fue enviado a Santiago en sustitución de Portela. Como muriera Amancio Alcorta, se lo sustituyó por el maleable Joaquín V. González. Argentina se desentendió del problema peruano-boliviano.


En los famosos «Pactos de Mayo», que firmara con Chile en mayo de 1902, Argentina se comprometió a «respetar en su latitud la soberanía de las demás naciones sin inmiscuirse en sus asuntos internos ni en sus cuestiones externas». Con lo que aceptábamos tácitamente la expansión chilena en relación con sus avances territoriales sobre Bolivia y Perú. En contraposición, Chile prometía no expandirse territorialmente, salvo «el cumplimiento de los tratados vigentes», haciendo alusión a los de Ancón y Tregua. Además, ambas naciones convinieron aceptar el arbitraje británico en la controversia limítrofe, y a limitar sus armamentos, renunciando por cinco años a comprar o construir buques de guerra, que para peor, nos descolocaba frente a Brasil.


El juicio de Palacio es lapidario: «Si bien los ‘pactos de mayo’ tuvieron la virtud de impedir una guerra para la que no había a la sazón motivo suficiente, no hay duda que la extensión de los compromisos que por ellos adquirimos significaron una disminución de nuestra personalidad internacional, de acuerdo con la más genuina tradición del régimen»682. Personalidades notables condenaron los Pactos: a las ya mencionadas favorables a apoyar a Bolivia y Perú, agregaremos las de Mariano Demaría, José Nicolás Matienzo, Vicente Gallo, Matías Sánchez Sorondo, Lisandro de la Torre, Lucio V. López. Pero el Congreso los aprobó.


En noviembre de ese año 1902, se conoció el arbitraje británico: de los94.000 Km, 40.000, serían para Argentina y el resto para Chile. Sin embargo, algunos problemas subsistieron, como la posesión de las islas Nueva, Picton y Lennox, que para Chile estaban al sur del canal de Beagle y para nosotros no. En realidad, lo que buscaba Chile era proyectarse sobre el Atlántico con la posesión de dichas islas 683.





Con Uruguay


El problema fue la soberanía sobre el río de la Plata. Hacia 1907, este país aspiraba que fuese la línea media del río la demarcatoria de ambas soberanías. Argentina sostenía la tesis de que el límite debía pasar por el tallweg, la parte más profunda del río, pues de lo contrario nuestro país quedaría sin salida al océano. El tallweg o canal de acceso se aproxima en el último tramo a la costa uruguaya.


En 1907 hubo incidentes. Zeballos, a la sazón nuestro canciller, veía la mano de Brasil detrás de Uruguay. La misión de Roque Sáenz Peña a Montevideo en 1910, logró la firma de un protocolo que dejaba librado al futuro el arreglo de la cuestión.





Organización de los territorios nacionales


En 1862, por ley no 28, se estableció que el Congreso fijaría los límites de cada provincia; se determinó que las tierras fuera de ellas serían nacionales.


En 1869 el senador Oroño proyectó la creación de cinco territorios nacionales: La Pampa, Misiones, Chaco, Andes (la puna de Atacama) y Los Llanos (en La Rioja).


En 1878, ante el reclamo de algunas provincias que habían avanzado ocupando con habitantes el «despoblado» respectivo, se decidió prolongar la provincia de Buenos Aires en 2.000 leguas, Mendoza en 1.600, Córdoba en 1.600, San Luis en 400 y Santa Fe en 300. En ese mismo año se creó el territorio nacional de la Patagonia y en 1881 el de Misiones.


En 1884, durante la primera presidencia de Roca, por ley n° 1.532 se dividieron los «despoblados» en nueve gobernaciones: La Pampa, Neuquén, Río Negro, Chubut, Santa Cruz, Tierra del Fuego. Chaco, Formosa, Misiones. Salvo Chubut, con la colonia galesa, y Misiones, que tenía como capital a Posadas, los demás territorios nacionales continuaban prácticamente deshabitados.


Aquella ley también organizaba los territorios nacionales. Al frente de cada uno de ellos se colocó a un gobernador, nombrado por el poder ejecutivo nacional con acuerdo del Senado, que duraba 3 años, pudiendo ser reelecto. No tenía independencia administrativa y menos política: era un funcionario que dependía del ministerio del interior, que dictaba reglamentos y ordenanzas para el fomento y seguridad del territorio, bajo la supervisión de ese ministerio, haciendo cumplir las leyes nacionales. Era jefe de la policía y su sede sería la capital del territorio. Cuando éstos llegaran a los 30.000 habitantes, podían tener legislatura, con limitadas atribuciones. En la práctica, al llegar a esa población, los territorios nunca instrumentaron ese organismo. En pueblos con más de 1.000 habitantes, habría consejos municipales elegidos por el pueblo, que recaudarían los impuestos. En cada capital existiría un juzgado letrado, y en los distritos con más de 1.000 habitantes, un juzgado de paz.


Así se irían preparando los territorios para cuando les llegara la oportunidad de convertirse en provincias, cosa que ocurriría al llega a los 60.000 habitantes, previa decisión del Congreso de la Nación (artículo 13 de la Constitución Nacional).





Consolidación del gobierno nacional


A partir de 1880 cesa la larga lucha civil que asoló a nuestra República prácticamente desde sus albores. El proceso de consolidación de las instituciones mucho tuvo que ver con la figura del general Roca, militar y político consumado, que inauguró su período de gobierno bajo el lema «paz y administración».


La ciudadanía, en la década de 1880 a 1890, vivió entregada en parte al trabajo fecundo, y en parte a la especulación más desenfrenada, en paz efectivamente, alejada del trajinar político partidista y de las reivindicaciones por la vía de la violencia. El gobierno nacional, especialmente por la acción del poder ejecutivo, afirmó su autoridad y no tuvo necesidad de apelar al estado de sitio ni a la intervención a las provincias, salvo la de Santiago del Estero en 1883, durante la gestión de Roca. Con excepción del enfrentamiento entre católicos y liberales, una calma octaviana llenó esa presidencia y la correspondiente a Juárez Celman, hasta 1889.


El clima de progreso material que se vivió en la época, en ciertos aspectos ficticio, como se verá, contribuyó a que la autoridad nacional se afirmara. Pesaron también otros factores: la llegada del aluvión inmigratorio de italianos y españoles, que venían a trabajar duro sin importarles la brega cívica; la extensión de las vías ferroviarias, que fue conectando a las fuerzas de seguridad con rapidez hasta los lugares más alejados de la Capital Federal; la proliferación del telégrafo, medio que permitía la comunicación inmediata con el área donde pudiese surgir un foco sedicioso; la adopción de la unidad monetaria, que dio seguridad a las transacciones; el perfeccionamiento del armamento de las fuerzas de seguridad. Pero creemos que no hubo elementos más gravitantes en el afianzamiento de las instituciones, que la superioridad que alcanzaron las fuerzas armadas nacionales en relación con las milicias provinciales, hasta 1880, cuando comenzó la desaparición de éstas.


En el próximo capítulo haremos un rápido recuento del avance del ejército en cuanto a organización, capacidad operativa y alta técnica a partir de la fundación del Colegio Militar en 1870, lo que posibilitó que se convirtiera en agente que, como ninguno, contribuyó a mantener una disciplina social avanzada, con el consiguiente fortalecimiento del poder político.