Historia Constitucional Argentina
3. La revolución de 1930
 
 

Sumario:Las causas. El nacionalismo. El ejército. Sucesos revolucionarios. Tendencias internas de la revolución. La doctrina del gobierno de facto. La administración de Uriburu.





Las causas


El 2 de marzo de 1930 hay elecciones de renovación de la mitad de los escaños de la Cámara de Diputados. El yrigoyenismo obtiene en todo el país 655.000 votos, contra 695.000 de los demás partidos juntos, cuando dos años atrás las cifras habían sido, respectivamente, 838.000 votos contra 479.000. Este descenso electoral significativo, complicó las cosas para el oficialismo, que fue perdiendo opinión pública en la prensa, en el mundo sindical, en el ámbito militar, en los medios económicos.


Para mayor complicación, estaban las situaciones de Mendoza y San Juan, provincias intervenidas en la época de Alvear, la primera reducto del lencinismo, de José Néstor Lencinas y su hijo Carlos Washington Lencinas, distanciados de Yrigoyen y acercados al antipersonalismo. En San Juan, el bloquismo de los Cantoni también apunta contra Yrigoyen, luego de que Federico Cantoni lograra de Alvear su ascenso a la gobernación. Lencinistas y bloquistas son mayoría en sus respectivas provincias, ambas, fuerzas de origen radical, luego distanciadas del personalismo.


Sendos interventores provinciales designados por Yrigoyen, son resistidos por aquellos detractores en los respectivos distritos. Entonces sucede algo insólito: los interventores acuden a las respectivas policías provinciales, que presionan sin miramientos, y a los favores políticos, para ganar las elecciones, actitudes inesperadas provenientes nada menos que de radicales yrigoyenistas. Y para peor, el 10 de noviembre de 1929, Carlos Washington Lencinas es baleado y muerto en Mendoza por sus enemigos, presumiblemente radicales, mientras hablaba en un acto. Por supuesto que la responsabilidad no es de Yrigoyen, que está a tanta distancia de los acontecimientos y con escasos reflejos para controlar las cosas, pero la oposición, ladinamente, lo declara culpable. En la Capital Federal se producen choques entre la virulenta oposición conformada por conservadores, nacionalistas, socialistas independientes y antipersonalistas, por un lado, y los yrigoyenistas por el otro. A éstos se los acusa de haber constituido un «Klan» con elementos de acción para actuar usando la violencia contra la oposición 881.


Pese a su vejez y aislamiento, rodeado por lo más mediocre del radicalismo, que ha subido a la superficie, lo sustantivo de Yrigoyen sigue en pie. En 1930, con motivo de la primera conversación radiotelefónica entre Argentina y los Estados Unidos, le da lecciones de ética y humanidad al presidente de la poderosa nación del norte, Herbert Hoover. Dice Gálvez, que «frente al representante del país del dólar va a hablar del Espíritu. Frente al opresor de nuestra América española, ‘que aun ama a Jesucristo y aun reza en español’, según los versos de Rubén Darío, va a decir una maravillosa impertinencia»882. Yrigoyen lee estas palabras: «La uniformidad y el sentir humanos no han de afirmarse tanto en los adelantos de las ciencias exactas y positivas, sino en los conceptos que, como inspiraciones celestiales, deben constituir la realidad de la vida». Pide, después de la primera guerra mundial, «el renacimiento de una vida más espiritual y sensitiva». Y después: «Por lo que sintetizo, señor Presidente, esta grata conversación, reafirmando mis evangélicos credos de que los hombres deben ser sagrados para los hombres y los pueblos para los pueblos, y, en común concierto, reconstruir la labor de los siglos sobre la base de una cultura y de una civilización más ideal, de más sólida confraternidad y más en armonía con los mandatos de la Divina Providencia»883. Era la voz de Hispanoamérica al líder de la potencia que basaba su imponencia y liderazgo en la pujanza material y la sensualidad opulenta.


No obstante, frente a los graves problemas generados por el estallido de la crisis económica, la pasividad y hasta la indolencia del gobierno, contrastaba vivamente, quizás demasiado preocupado por su reciente suerte electoral. En esto jugaba la senilidad de Yrigoyen, pues rodeado de interesados en adularlo que le deformaban la realidad, había perdido, en buena medida, su capacidad de reacción.


El desequilibrio de la balanza comercial y de pagos, los problemas del grueso déficit del presupuesto, no encontraban respuesta por parte del equipo gobernante. Se iba creando un vacío de poder que facilitaba la existencia de un clima de desorden aprovechado por los interesados en medrar con la situación: el periodismo, con «Crítica» a la cabeza, que estaba empeñado en una labor demoledora de todo lo que oliera a radicalismo; los partidos políticos enconados; los sectores sindicales, en especial los movidos por pasiones ideológicas; los universitarios arrastrados por la corriente antagonista.


Las acusaciones de corrupción y venalidad respecto de funcionarios, nunca probadas, y el asesinato de Carlos W. Lencinas, contribuían con su leña a que la hoguera adquiriera proporciones. A todo esto se agregaba la aparición de un núcleo de selectos intelectuales, que agregaron su lucidez cáustica en la campaña contra el viejo líder.



El nacionalismo


Hemos mencionado, dentro de la oposición a Yrigoyen, al nacionalismo. Pocos, como Ernesto Palacio, retrataron al movimiento nacionalista: «Desde mediados de la presidencia de Alvear había empezado a sentirse en el país la presencia de una nueva actitud política, que era, en esencia, una reacción contra el desorden reinante en los espíritus (y reflejado en los hechos) y se presentaba como crítica de la incapacidad de las instituciones vigentes para cumplir adecuadamente los objetivos nacionales. Aunque fuertemente influida por el ejemplo del fascismo, entonces triunfante en Italia y en ascenso en Alemania, y por los doctrinarios de la ‘Acción Francesa’, dicha tendencia, que empezó a llamarse ‘nacionalismo’, invocaba la vuelta a la tradición nacional para encontrar los remedios que el país urgentemente reclamaba. Su persistente ataque a la democracia se dirigía, sobre todo, contra el prurito de convertirla en religión, con olvido de su carácter instrumental: religión expresada en la creencia de que el simple funcionamiento del sistema constituía una panacea para todos los males. El gobierno de Yrigoyen era, justamente, la prueba experimental de lo contrario. Demostraba que el hecho de gozar del auspicio de la mayoría electoral, no aseguraba la infalibilidad, ni siquiera la eficacia»884.


El periódico «La Nueva República» fue el vocero, en simpatía con los redactores católicos de la revista «Criterio». Es que hubo nacionalistas afectos a los nacionalismos europeos, que como es normal entre nosotros entre los intelectuales, importaban doctrinas y procedimientos foráneos; también nacionalistas católicos, inspirados en las doctrinas de los documentos pontificios y en la tradición hispano-criolla, y que por ende no pueden ser acusados de totalitarios porque su fuente iluminadora fue el tomismo suareciano, fundador de nuestras inclinaciones republicanas; y hasta nacionalistas respetuosos de nuestras instituciones democráticas constitucionales, del tipo de Manuel Gálvez, Carlos Ibarguren o Bonifacio del Carril. Es que el nacionalismo no fue un partido político, fue una ancha corriente del pensamiento político argentino con matizadas expresiones individuales y de grupo 885.


Quienes acusan al nacionalismo, en bloque, como fascista, deben profundizar el tema. Además, quienes lo acusan de extranjerizante, deberían recordar que esta anomalía es común a la mayoría de los movimientos intelectuales de Argentina, si no a todos: que entre 1810 y 1815 fueron republicanos jacobinos por imperio de la moda francesa emergente del enciclopedismo de su Revolución; entre 1816 y 1820 fueron monarquistas, más o menos constitucionales, cuando soplaron los vientos del Congreso de Viena y la Santa Alianza; de caudillos del tipo de Artigas o Dorrego, propensos a imitar las instituciones norteamericanas; de románticos con la generación del ‘37, llevada de la mano por Echeverría que llegaba de una Europa que reaccionaba contra el racionalismo individualista; de liberales a la inglesa con Alberdi, admirador de las costumbres parlamentarias británicas, a las que contempló en vivo y en directo; de un Sarmiento que pasó de la admiración a los Estados Unidos a la germanofilia, ni bien Alemania se impuso a Francia en la guerra franco-prusiana de 1870; de la comtiana, spenceriana y darwiniana generación del ‘80 que hizo del positivismo su credo liberador. Después de la primera guerra mundial muchos descubrieron las bondades de la democracia yanqui wilsoniana, pero antes, entre fines del siglo pasado y principios del nuestro, las mejores inteligencias, como Leopoldo Lugones, José Ingenieros o Ricardo Rojas, se inclinaron por el socialismo revolucionario con connotaciones anárquicas, porque eso era lo que estaba de moda en el viejo continente. ¿A qué sorprenderse de que hubiese simpatía por los nacionalismos europeos en grupos de intelectuales hacia 1930? Generalmente lo hacen los que, reverenciando los «socialismos contemporáneos», fueron prosélitos de la IV Internacional de París de 1968.


Escribía Castañeda en 1820: «Eche Ud. una ojeada rápida sobre la conducta de nuestros políticos en la década anterior, y verá que en vez de fomentarlo todo lo han destruido, todo no más que porque no está como en Francia, en Norteamérica o en Flandes... ¿Cómo hemos de tener espíritu nacional si en lo que menos pensamos es en ser lo que somos?»886.


El nacionalismo, como dice Palacio, entendía que la superación no podía venir de los políticos, bastante desacreditados ya por aquella época, dada su demagogia impenitente, sino de un movimiento promovido por el Ejército. Era el pensamiento del que quizás haya sido nuestro más grande poeta, Leopoldo Lugones, que proclamó la llegada de la hora de la espada. «Con este llamado a la intervención del ejército en la política, quería significar la necesidad de una restauración de los valores morales que la política utilitaria tenía de sobra olvidados, y de los que esa institución aparecía como el tradicional custodio: el honor y el patriotismo»887.



El ejército


La apelación del nacionalismo al ejército, hace menester que analicemos somera-mente la evolución de nuestras fuerzas armadas en las últimas décadas.


El ejército durante la presidencia de Alvear era bastante distinto del que hizo la guerra con el Paraguay (1865-1870), del que luchó contra el malón indio, o del que actuó en las revoluciones de 1880, 1890 o 1893. Desde la fundación del Colegio Militar en época de Sarmiento, 1870, se fue formando una oficialidad culta y educada en el manejo de las armas y la estrategia.


En 1900, con la fundación de la Escuela Superior de Guerra, se posibilitó que los oficiales realizaran cursos de perfeccionamiento.


Los soldados fueron hasta 1901 enganchados voluntarios o involuntarios; otras veces, delincuentes comunes. En aquel año, durante la segunda presidencia de Roca, con motivo de la posibilidad de guerra con Chile, se dictó la ley de servicio militar obligatorio. De acuerdo a ella, todo ciudadano mayor de veinte años estaba obligado a la prestación del servicio militar.


Luego, entre 1908 y 1916, se le dio forma a la Escuela de Suboficiales para instruir a estos estamentos militares intermedios.


También es importante aclarar que, a partir de la década del ‘90, Argentina había empezado a abastecerse de armas, municiones y equipos de origen alemán. No fue raro entonces que desde 1899 en adelante comenzaran a venir instructores y profesores germanos para incorporarse a nuestra Academia de Guerra. Algunos de nuestros oficiales, por otra parte, iban a Alemania para especializarse en diversas materias y técnicas de guerra; entre ellos, el más encumbrado fue el general José Félix Uriburu, que pudo ser ministro de Guerra de Alvear, pero que éste finalmente desechó, para evitar eventuales roces con las potencias aliadas vencedoras en la primera guerra mundial. A pesar de lo cual, Uriburu fue designado en 1923 inspector general, la más alta jerarquía del ejército.


Durante los gobiernos radicales, el ejército creció en número de efectivos, en profesionalidad de sus oficiales y en la dotación de sus medios técnicos de guerra, y por ende, aumentaron las erogaciones de guerra que cubrieron alrededor del 20% de los presupuestos de la época.


Frente a Yrigoyen, los sectores castrenses estaban divididos: unos, que habían colaborado con Yrigoyen en la revolución de 1905, lo apoyaban. Otros, con criterio estrictamente profesional, lo enfrentaron porque estaban convencidos que el ejército debía ser prescindente en materia política –Yrigoyen había designado a un civil, Elpidio González, como ministro de Guerra en 1916– y porque los oficiales que lo habían acompañado al líder radical en las revoluciones de 1890, 1893 y 1905, fueron premiados con la reincorporación a las filas del ejército y hasta con ascensos. Es que Yrigoyen consideraba que había deberes con la Patria, superiores a los reglamentos militares. Así, estaba creando, además de una fuente de indisciplina, las condiciones para que los que se levantaron contra él en 1930, se sintieran justificados.


En 1921 se creó la Logia General San Martín, que nucleara desde los disconformes con la política de Yrigoyen descripta, hasta los que se encontraban preocupados por el izquierdismo de ciertos soldados y suboficiales durante la Semana Trágica. Su propósito fundamental era eliminar la política partidista en las filas castrenses. El candidato de la Logia para ocupar el cargo de ministro de Guerra de Alvear, fue el general Agustín P. Justo, director del Colegio Militar durante los últimos siete años, en lugar del general Uriburu, en quien pensó primitivamente Alvear.


Según Potash, la inclinación pro-alemana de Uriburu, hizo que los amigos franceses del presidente lo presionaran en su contra, y con la colaboración de Tomás Le Bretón obtuvieron la designación de Justo 888. éste gozaba de especial favor en los círculos aristocráticos de Buenos Aires; su padre, que había sido gobernador de Corrientes, fue mitrista, íntimo de Mitre. Precisamente por ello, Justo, como Director del Colegio Militar, ordenó honras al prócer liberal al cumplirse el centenario de su nacimiento en 1921, ante la tesitura de Yrigoyen, de dejar pasar el aniversario sin recordación oficial alguna.


Durante el gobierno de Alvear, el enfrentamiento entre los oficiales adictos a Justo y los que se habían beneficiado con Yrigoyen, se hizo ostensible. Aquéllos acusaban a estos de faccionalismo político. Justo y Dellepiane llegaron, incluso, a batirse a duelo.


Mientras tanto, los amigos de Justo lograron modernizar el ejército. El ministro de Guerra, se ha visto, fue acusado de intentar obstruir el camino de Yrigoyen al poder en 1928. Lo cierto es que Justo vio con suma antipatía el ascenso del caudillo radical a su segunda presidencia, acompañado en esto por Lugones y el nacionalismo.


El inspector del ejército, José F. Uriburu, coincidía con Justo en los fines, pero no en los medios, y se había acercado a los sectores nacionalistas. Justo, en cambio, era hombre con simpatías en los cenáculos liberales: conservadores, antipersonalistas y socialistas independientes. He aquí el origen de las dos tendencias internas de la Revolución de 1930. Una, la de Uriburu, afín a la postura nacionalista, que pensaba en un cambio institucional y de estructuras políticas, que llegaban incluso a la reforma constitucional. Otra, la de Justo, que llamaremos liberal, apoyada en lo que luego se llamó Concordancia, y en sectores socialistas y demoprogresistas, estos últimos no partidarios, quizás, de apelar a la revolución, pero adversos visceralmente al nacionalismo y al personalismo y dispuestos a sacar partido de la caída de Yrigoyen.


La elección de ministro de Guerra que hizo Yrigoyen en 1928, designando al general Luis Dellepiane, fue factor que acentuó la prevención de Justo.


Entre 1928 y 1930 Yrigoyen aumentó sueldos y pensiones de los militares y les otorgó otras mejoras, acrecentando el contingente de soldados y oficiales, pero negó progresos presupuestarios para equipamiento, armamentos y construcciones militares. Hizo gala de favoritismos hacia ciertos oficiales en detrimento de los adictos a Justo, que en buena medida fueron separados de sus posiciones o declarados en disponibilidad 889. El coronel Luis García, uno de los separados, publicó, entre 1929 y 1930, 137 artículos contra la conducción militar del gobierno.


Al retirarse del servicio activo en 1929, Uriburu, acompañado del coronel Manuel Rodríguez, amigo de Justo, acentuó su postura opositora al radicalismo.


A partir de mediados de 1929, la tensión de la calle golpeó las puertas de los cuarteles. Reapareció la «Liga Patriótica» de Manuel Carlés para agitar y derrocar a Yrigoyen. Los redactores de «La Nueva República» forman la «Liga Republicana», a cuyo frente se coloca Roberto de Laferrere, y más tarde Uriburu prohíja la «Legión de Mayo», todas organizaciones que dirigen sus dardos contra el gobierno.



Sucesos revolucionarios


Desde mayo de 1930 se vive el clima revolucionario: prácticamente no sesiona el Congreso. Al cerrarse la Caja de Conversión baja el valor del peso y disminuye el comercio exterior, se deteriora el salario, hay quiebras de firmas exportadoras con aumento del desempleo. Los actos públicos de los opositores se multiplican rodeados de violencia verbal y hasta física. En un acto demoprogresista, Francisco Correa lanza el «¡Votos sí, armas no!», pero la concurrencia se muestra partidaria de la revolución. Este anhelo se escucha en los actos de los partidos, que luego de la revolución formarían la Federación Nacional Democrática y que apoyarían la candidatura de Justo: conservadores, antipersonalistas y socialistas independientes Los legisladores militantes en estas corrientes lanzan en agosto manifiestos «para imponer la vuelta al sistema de la constitución y las leyes, difundir en el pueblo la resistencia de los abusos y dar un gobierno constitucional y democrático».


En las facultades de Medicina y de Derecho, los estudiantes se pliegan al activismo contra Yrigoyen. El reformista Carlos Sánchez Viamonte predica «la desaparición del último caudillo», y el decano de la facultad de Derecho, Alfredo L. Palacios, pide la renuncia de Yrigoyen.


El ministro Dellepiane acuartela las tropas en Campo de Mayo y son detenidos presuntos conspiradores, pero Yrigoyen se opone a estas medidas; y entonces Dellepiane, el único que puede hacer abortar la revolución, renuncia.


El 31 de agosto Yrigoyen debe inaugurar la exposición de la Rural, como está indispuesto, lo sustituye el ministro de Agricultura, Juan B. Fleitas, quien es silbado estrepitosamente, dando mueras a Yrigoyen.


Cuando el intendente Cantilo visita a este en su casa de la calle Brasil donde está enfermo de gripe, el presidente manifiesta que el pueblo y el ejercito están con él, que no cree en la conspiración: «Usted sólo me trae el barro de la calle», dice.


El 4 de septiembre, una manifestación donde van en ferviente comunión estudiantes reformistas y nacionalistas, al acercarse a la Casa Rosada, donde creen está Yrigoyen, es baleada por la guardia y cae muerto el joven Juvencio Aguilar. El derramamiento de su sangre excita a dirigentes políticos que desde el diario «Critica» llaman a las armas. El 5 de septiembre, enfermo y decaído, convencido por Elpidio González, delega el mando en el vicepresidente Enrique Martínez y éste establece el estado de sitio en la Capital. La policía procede contra las manifestaciones que recorren la ciudad y los diarios son censurados. Esa noche del día 5 se vive un clima verdaderamente revolucionario. Algunos allegados piensan que debe sacrificarse a Yrigoyen y debe asumir definitivamente el vicepresidente Martínez, lo que no cuenta con el respaldo de Elpidio González 890.


El día siguiente, 6 de septiembre, estalla la Revolución, que ha sido de difícil organización, pues en general el ejército y la marina son fieles al gobierno. Sólo se han plegado el Colegio Militar y la base aérea de El Palomar. Uriburu y Justo, cabezas visibles del movimiento, no se ponen de acuerdo sobre lo que vendrá después de la Revolución. Pero igualmente, el primero sale al frente del Colegio Militar, aunque Campo de Mayo, con el coronel Avelino álvarez como comandante, permanece fiel a Yrigoyen, mientras revolucionarios civiles en nutridos grupos lo instan a sumarse a la revolución. La base aérea del Palomar se pronuncia, y los aviones salen para arrojar volantes sediciosos sobre la ciudad. Uriburu parece será copado por tropas leales, pero los aviones sublevados amenazan bombardearlas, y entonces se abstienen de intentar detener la marcha triunfal de Uriburu y Justo hacia la Casa Rosada. Hay un tiroteo en plaza Congreso con algunos muertos y heridos. Uriburu accede finalmente a aquella y exige la renuncia de Martínez, que debe ceder. Yrigoyen es trasladado a La Plata y allí se le impone la renuncia a él también, terminando confinado en Martín García 891.





Tendencias internas de la Revolución


Carlos Ibarguren, que acompañó a Uriburu en la revolución, define así a las dos tendencias internas del movimiento: «...el general Uriburu planteó a sus camaradas desde el primer momento de la conspiración, como requisito esencial, el que debía excluirse a los políticos; que el levantamiento no iba tanto contra los hombres que usufructuaban las funciones directivas, sino principalmente contra el régimen institucional y las leyes electorales vigentes; que habían sido los medios que nos trajeron la situación que sufría el país; que proponía a ese efecto la modificación de la Constitución y de esas leyes... desde los primeros trabajos del complot se produjo la profunda divergencia entre los objetivos fundamentales que el general Uriburu anhelaba alcanzar y las exigencias de los que no concebían el movimiento excluyendo a los políticos, y se limitaban a bregar por el cumplimiento de la Constitución y de las leyes electorales que elevarían de nuevo a los partidos a dirigir y usufructuar el Estado. Entre los que así opinaban se contaba el general Justo, quien declinó tomar parte directiva en la revolución y sólo aceptó figurar «como soldado» de ella»892.


Unos, los nacionalistas con Uriburu a la cabeza, pretendían un cambio profundo, con reforma constitucional; otros, los sectores liberales liderados por Justo, aspiraban solamente a retrotraer la República a 1916, cuando, antes del acceso del radicalismo al poder, gobernaba el régimen, para lo cual el objetivo único de la revolución debía ser deponer a Yrigoyen y llamar a elecciones. Para lograr la adhesión de este sector, Uriburu aceptó -lo cual fue un grave error para su postura- incluir estos párrafos en la proclama revolucionaria redactada por Leopoldo Lugones: «El gobierno provisional, inspirado en el bien público y evidenciando los patrióticos sentimientos que lo animan, proclama su respeto a la Constitución y a las leyes fundamentales vigentes y su anhelo de volver cuanto antes a la normalidad, ofreciendo a la opinión pública las garantías absolutas, a fin de que, a la brevedad posible, pueda la Nación, en comicios libres elegir sus nuevos y legítimos representantes. Los miembros del gobierno provisional contraen el compromiso de honor de no presentar ni aceptar el auspicio de sus candidaturas a la presidencia de la República»893. Es sintomático que luego de esta proclama Justo no quiso aceptar ninguna función de gobierno en la administración de Uriburu.



La doctrina del gobierno de facto


Luego de asumir, por una acordada de la Suprema Corte de Justicia, se reconoció al gobierno que encabezaba como de facto, esto es, de hecho. Palacio entiende que esto constituyó «el brete que los intereses del régimen crearon al general Uriburu para tenerlo a su merced. Desde ese momento hubo siempre a su lado vigilantes exegetas para indicarle, con la autoridad que confiere la toga abogadil, qué era lo que podía hacerse y qué lo que no se podía»894.


Digamos una palabra sobre la doctrina del gobierno de facto. Una conducción política es de jure, de derecho, cuando llega al poder por los medios que la ley común o la ley constitucional fijan. Por el contrario, es de facto, de hecho, cuando su llegada al poder se efectúa no por esos medios legales, posee entonces un título irregular, el cual puede transformarse en aceptable cuando media una causa de necesidad, como por ejemplo la imperiosidad de que exista autoridad que asegure el orden; otras veces porque ese poder de facto recibe la obediencia de la comunidad, dispuesta a consentir que él la gobierne, o porque alguna otra autoridad de jure lo reconoce.


Mitre fue gobernante de facto en 1862, después de Pavón. En un fallo de 1865, la Corte Suprema de Justicia lo reconoció como gobernante de facto de aquel entonces, esto es, antes de ser presidente constitucional a partir del 12 de octubre de 1862.


Por una acordada del 10 de septiembre de 1930, al tomar conocimiento oficial de la constitución del gobierno provisional encabezado por Uriburu, la Corte Suprema de Justicia consideró que «ese gobierno se encuentra en posesión de las fuerzas militares y policiales necesarias para asegurar la paz y el orden de la Nación y, por consiguiente, para proteger la libertad, la vida y la propiedad de las personas, y ha declarado, además, en actos públicos, que mantendrá la supremacía de la constitución y de las leyes del país, en el ejercicio del poder». La Corte caracteriza a dicho gobierno como de facto en cuanto a su constitución, fundamentando su posición en la doctrina nacional e internacional que da validez a sus actos «cualquiera que pueda ser el vicio o deficiencia de su nombramiento o de su elección, fundándose en razones de policía y de necesidad», en cuanto «su título no puede ser judicialmente discutido con éxito por las personas» porque posee y ejercita «la función administrativa y política derivada de su posesión de la fuerza como resorte de orden y seguridad social». Hace la salvedad de que, cuando los funcionarios del gobierno de facto «desconocieran las garantías individuales o las de la propiedad u otras de las aseguradas por la constitución, la administración de justicia encargada de hacer cumplir estas las restablecería en las mismas condiciones y con el mismo alcance que lo habría hecho con el poder ejecutivo de derecho» 895.




La administración de Uriburu


Del gobierno de Uriburu se esperaba una reafirmación de la autoridad para asegurar el orden, una tarea en lo económico-social que nos permitiera sortear con éxito la crisis, quizás, una puesta a tono con la época que se vivía del ya vetusto texto constitucional, completar la moralización de la vida pública argentina, lanzar a la República a una nueva etapa de logros y de grandeza. Si el poder de Uriburu era de facto, se esperaba de su gestión la concreción de una labor liberadora y justiciera que reivindicara la revolución. En sí, lo diremos en el próximo capítulo, la interrupción del orden constitucional nos parece un error. Ese error se hubiera salvado, al menos parcialmente, si Uriburu hubiese completado la obra iniciada por lo mejor del conservadorismo liberal, con lo rescatable que había logrado el radicalismo en el poder, que no era poco: lo que proponían como tarea insoslayable las nuevas corrientes nacionales, que querían fidelidad a los valores de nuestra cultura, restablecimiento del principio de autoridad, afirmación de la conducta moral de servicio del gobernante, desarrollar nuestra economía, defender la dignidad nacional. El vicio de origen se hubiese purgado, si, como coronamiento de todo esto, a cumplirse en un plazo moderado –reformada o no la Constitución– se hubiese restablecido el libre juego de las instituciones apelando a la pureza comicial.


Formó un ministerio y eligió interventores en las provincias a hombres casi exclusivamente provenientes de las filas conservadoras, de edad provecta, que llegaban nuevamente al poder dispuestos a no dejar rastros de lo que el radicalismo había hecho, fuera positivo o negativo, retrotrayendo la República a la etapa previa a la primera guerra mundial. Como acota Palacio, «era natural que los hombres de consejo de la camarilla se empeñaran, no en hacer la revolución, sino en impedirla, y que limitaran los objetivos revolucionarios a una operación electoral que devolviera el gobierno, más o menos legalmente, a los grupos y partidos que lo habían usufructuado antes de la Ley Sáenz Peña»896. Así se decidió primero llamar a elecciones provinciales para normalizar esos gobiernos, luego las legislaturas de éstos elegirían los senadores y se llamaría a elección de diputados nacionales para regularizar el Congreso, posteriormente, éste dispondría la convocatoria a elecciones de convencionales constituyentes si estaba de acuerdo con la reforma de la Constitución. Finalmente, el gobierno de facto convocaría a elegir las autoridades ejecutivas que hubiese establecido la Constitución reformada, con lo que se cerraría el ciclo.


Al respecto se ha dicho que las ideas del presidente provisional eran establecer el sufragio calificado y un congreso de tipo corporativo. Veamos lo que dijo Uriburu en su discurso del 1° de octubre de 1930: «Creemos que es necesario que la Constitución sea reformada, de manera que haga posible la armonización del régimen tributario de la Nación y de las provincias, la autonomía efectiva de los estados federales, el funcionamiento automático del Congreso, la independencia del Poder Judicial y el perfeccionamiento del régimen electoral, de suerte que se puedan contemplar las necesidades sociales, las fuerzas vivas de la Nación. Consideramos que cuando esos intereses puedan gravitar de manera efectiva, no será posible la reproducción de los males que ha extirpado la revolución. Cuando los representantes del pueblo dejen de ser meramente los representantes de los comités políticos y ocupen las bancas del Congreso obreros, ganaderos, agricultores, profesionales, industriales, etc., la democracia habrá llegado a ser entre nosotros algo más que una bella palabra. Pero será el Congreso elegido por la ley Saenz Peña quien declarará la necesidad y extensión de las reformas, de acuerdo con lo preceptuado en el artículo 30 de la Constitución Nacional»897.


En tren de normalizar primero las provincias, se pensó en comenzar con Buenos Aires, Corrientes y Santa Fe. Para aquélla se fijó la convocatoria a elecciones de gobernador y vicegobernador para el día 5 de abril de 1931, aprovechando que muchos de los dirigentes radicales se hallaban detenidos o habían huido, y que el partido aparentemente estaba descalabrado. Pero la sorpresa fue mayúscula: el candidato radical, Honorio Pueyrredón, se impuso al postulado por el conservadorismo, Antonio Santa-marina, por 218.000 votos contra 187.000, respectivamente. Los más sensatos aconsejaban aceptar los resultados y seguir adelante; los exaltados, que no faltan nunca, eran de la tesitura de establecer una férrea dictadura militar, en cuanto que el pueblo aparecía como incorregible.


Renunció el ministerio, y fue reemplazado por otro cuya única misión parecía consistir en buscarle una salida rápida al proceso revolucionario, quebrado de esta manera. Más adelante, el gobierno anularía aquellas elecciones, suspendiendo las que debían realizarse en las otras dos provincias. Había inquietud en las calles, en las columnas periodísticas, en las aulas universitarias, en los cuadros de las fuerzas armadas: inquietud de la que no era ajeno el tejemaneje del general Justo, que después de haber figurado en primera fila entre los incitadores a la rebelión, se recordará no había querido aceptar cargo alguno en el gobierno de Uriburu, para evitar que le cayera el anatema de la proclama revolucionaria que proscribía para participar en las primeras elecciones a que se convocara, a los que hubiesen ejercido funciones en la administración inaugurada el 6 de septiembre.


Justo, por el contrario, se había alejado para comandar los sectores políticos que se preparaban para ser únicos y universales herederos de la revolución septembrina. Uriburu, recto, sin lugar a dudas, lo veía con malos ojos; sus esperanzas estaban puestas en un viejo compañero de la revolución del ‘90, Lisandro de la Torre, pero éste rechazaba la posibilidad de ser candidato oficial, a pesar de los beneficios que Uriburu prodigó a los demócratas progresistas de Santa Fe.


En mayo de 1931 llegaba desde Europa Marcelo T. de Alvear, quien desde París, al enterarse del estallido revolucionario del 6 de septiembre, en declaraciones al diario «La Razón», había aprobado la revolución o poco más o menos: «Tenía que ser así. Irigoyen, con una ignorancia absoluta de toda práctica de gobierno democrático, parece que se hubiera complacido en menoscabar las instituciones. Gobernar no es payar. Para él no existían ni la opinión pública, ni los cargos, ni los hombres. Humilló a sus ministros y desvalorizó las más altas investiduras. Quien siembra vientos, recoge tempestades... Era de prever lo ocurrido. Ya en mis mensajes al Congreso hablé del peligro de los hombres providenciales… Mi impresión que transmito al pueblo argentino, es de que el ejército que ha jurado defender la constitución debe merecer nuestra confianza, y que no será una guardia pretoriana, ni que está dispuesto a tolerar la obra nefasta de ningún dictador»898. Ahora llegaba dispuesto a reorganizar su partido, aprovechando la prisión de Yrigoyen y la senilidad de éste.


En el puerto lo recibieron el edecán de Uriburu, por una parte, y su ex-ministro de Guerra, Agustín P. Justo. En una entrevista con Uriburu, parece que éste le solicitó repeliera públicamente al gobierno yrigoyenista, para que hubiera un entendimiento que lo hiciera a Alvear simpático jefe de un radicalismo purificado de su pasado; el expresidente, inteligentemente, se negó: no tenían autoridad moral para pedir esto los que perseguían con saña al radicalismo, y estaban dispuestos a todo para no permitir que este partido volviera a ser gobierno.


Mientras tanto, Alvear, que no ha intentado siquiera cartearse con Yrigoyen que está en Martín García, o visitarlo, recibe a radicales personalistas y antipersonalistas, indistintamente, en el City Hotel, donde pernocta; otros radicales antipersonalistas, reacios absolutamente a encontrarse con los llamados «peludistas» o yrigoyenistas, hacen tertulia en el Hotel Castelar. Dice José María Rosa: «Habrá, pues, dos radicalismos: el del Castelar donde se habla mal de Yrigoyen, y el del City, donde no se habla de Yrigoyen. Antipersonalistas decididos aquellos, y antipersonalistas discretos estos... Los del Castelar traen su combativo antiyrigoyenismo, los del City pueden aportar el factor «pueblo». Con ambos, moviéndose del Castelar al City, está Justo. No actúa directamente, nunca lo hace, sino por amigos fieles que susurran su nombre como la grande y única solución presidencial»899.


En mayo el gobierno revolucionario convocó a elecciones pero sólo para elegir gobernadores de provincia, legislaturas provinciales y diputados nacionales. Se harían el 8 de noviembre. Luego, constituido el Congreso Nacional, se intentaría la reforma constitucional que ahora sólo serían retoques en la parte orgánica del texto: funcionamiento autónomo del Congreso, independencia del poder judicial, creación de un tribunal de casación, acentuación del federalismo; ya no se hablaba de calificar el voto o de un parlamento corporativo 899 bis.


Mientras tanto, el radicalismo del City, con Alvear ahora como cabeza, se reorganiza. Después del fracaso del 5 de abril, la oposición se hizo fuerte. El gobierno estaba desprestigiado: los fusilamientos de anarquistas y la aplicación de torturas a detenidos políticos había acentuado ese deterioro. Un grupo de tenientes coroneles de filiación radical, entró a conspirar para deponer a Uriburu y llamar a elecciones generales. Algunos expresan que Justo tenía conexiones con este movimiento, para obligar a Uriburu a convocar a inmediatos comicios, y con el fin de granjearse la simpatía radical. Esta contrarrevolución estalló en Corrientes, encabezada por el teniente coronel Gregorio Pomar, pero fracasó pues la mayoría de las fuerzas castrenses no se plegó al conato.


En vísperas del 9 de julio, en la cena de camaradería de las fuerzas armadas, mientras Uriburu era recibido con poco entusiasmo, Justo -cuya candidatura presidencial ya se perfilaba- era ovacionado, y el coronel Manuel Rodríguez, presidente del Círculo Militar y amigo de Justo,, hablaba de la estricta profesionalidad de los militares y su decisión de no inmiscuirse en la política, agregando que las fuerzas armadas no consentirían el establecimiento de una dictadura ni nada que se hiciera contrariando la voluntad de la ciudadanía, en obvia referencia a los originales planes de Uriburu y sus allegados.


Uriburu comenzó a manifestar síntomas de la enfermedad que padecía, lo que según algunas opiniones precipitó los acontecimientos. Justo ya poseía el apoyo para su candidatura presidencial, de conservadores, socialistas independientes y radicales del Hotel Castelar, en su mayoría. No era suficiente, pues el pueblo estaba con el Hotel City, habida cuenta del extrañamiento y silencio de Yrigoyen en Martín García. Pero Alvear se sentía ya jefe de un radicalismo unido, y entró a aspirar él también a la futura presidencia.


Volviendo a las consecuencias de la derrota de la revolución de Pomar, ellas fueron graves para los radicales: un decreto del 24 de julio proscribía en las futuras elecciones a las «personas que actuaron en el gobierno y las representaciones políticas adictas al régimen depuesto el 6 de septiembre», y además, a los participantes en la asonada de Pomar.


El 25 de julio, Alvear, Honorio Pueyrredón, Carlos Noel y José Tamborini, fueron informados por el gobierno que debían abandonar el país; Adolfo Güemes escapa. El radicalismo del City queda descabezado. Permanece Vicente Gallo, siempre aspirante a la presidencia.


En agosto, Uriburu, probablemente jaqueado por su enfermedad, por las circunstancias adversas, por el propio entorno militar que busca una salida legal a una revolución frustrada, amplía la convocatoria a elecciones del 8 de noviembre: ahora también se elegirían presidente y vicepresidente de la Nación. A pesar de las invectivas de de la Torre a los socialistas, a quienes llamó «socialistas teóricos, hormiguitas prácticas», haciendo alusión a su calidad de pequeños burgueses, y a su jefe Juan B. Justo, a quien tildó como «Lenín de la tarifa de avalúos», por su postura librecambista contraria a la del líder santafesino que simpatizaba con el proteccionismo, Don Lisandro hace la «Alianza Civil» con dicho socialismo, proclamando la fórmula De la Torre-Repetto.


La proscripción de la plana mayor del radicalismo abrió muchos apetitos, los de Vicente Gallo también, como hemos visto, quien pensaba quedarse con la herencia del exiliado Alvear y su gente del City. Los antipersonalistas del Castelar proclamaron la fórmula Justo-José Nicolás Matienzo, el segundo ex-ministro de Alvear. El conservadorismo lo hizo con Justo-Roca, el doctor Julio Argentino Roca. Por su parte, los socialistas independientes, plegados a la candidatura Justo, para no quedar mal con nadie, no presentaron candidatos a electores presidenciales, sus prosélitos quedarían en libertad para votar por Justo-Matienzo o Justo-Roca, a voluntad.


El problema eran los radicales del City. Hicieron su convención en septiembre, y después de aprobar la plataforma electoral, con muchos cabildeos, proclamaron la fórmula Alvear-Güemes. Por el ministerio del interior, el gobierno anunció que esta fórmula era vetada: Alvear porque no podía ser electo sin dejar pasar un período presidencial, seis años, desde 1928 en que dejó el poder (artículo 77 de la Constitución Nacional); Güemes porque le comprendía el decreto proscriptivo del 24 de julio. Ante este hecho, la convención radical se dividió: algunos, que fueron los más, entendieron que el radicalismo debía abstenerse; los que rodeaban a Vicente Gallo y a Fernando Saguier, que en esa lotería pensaron podían sacarse la grande de la presidencia y de la vicepresidencia, eran concurrencistas.


El 27 de octubre, la convención radical, luego de intentar que la Alianza Civil los acompañara en la abstención, declaró que no participaría en las elecciones, no sin antes «denunciar ante la opinión pública la actitud de los partidos de esencia democrática que no se solidarizaban con el derecho vejado». ¿De esencia democrática? La abstención radical era una tentación muy grande para quienes pensaban que el radicalismo no estaría presente en las elecciones del 8 de noviembre, pero que los ciudadanos radicales sí votarían. Antes, como ahora, una cosa es perorar, y otra distinta tener conducta.


En las elecciones del 8 de noviembre de 1931 hubo irregularidades en Mendoza y Buenos Aires. La Alianza Civil triunfó en la Capital Federal y en Santa Fe; en esta última provincia, tradicionalmente radical en aquel entonces, se impuso la fórmula Luciano Molinas-Isidro Carreras, demoprogresista. José María Rosa apunta que los interventores Guillermo Rothe y Alberto Arancibia Rodríguez, facilitaron el triunfo a las huestes de Lisandro de la Torre 900, ya se sabe que Uriburu tenía debilidad por su amigo compañero de la revolución del Parque, a punto que deseaba fuese su sucesor, aunque los acontecimientos los terminaron distanciando. Salvo Santa Fe, las demás provincias fueron ganadas por fuerzas nucleadas en la Concordancia, conservadoras o antipersonalistas.


En cuanto a la elección presidencial, quedó consagrada la fórmula Justo-Roca, que había obtenido 606.000 sufragios, contra los 487.000 recibidos por De la Torre-Repetto. Matienzo fue premiado con una senaduría por Tucumán.


Todo fue un retroceso a 1910, cuando el radicalismo se encontraba en una postura de abstención revolucionaria 901.