Viaje al Plata en 1861
Por el Plata y el Paraná
 
 

Sumario: Otra vez hacia el Sur. Una tempestad. Las mariposas. Un farol arrancado por el viento. El buque de guerra inglés Ardent. La caída del Presidente Derqui. Temporal en el río. Trombas de agua. El coraje de los primeros exploradores. Los ceibos. Obligado. Aves del río. Noches en el río Paraná. San Nicolás. Rosario. El ejército de Buenos Aires. El general Mitre. Abastecimiento de la tropa. El coronel. Proyectos de ferrocarriles en territorio argentino. Probable incremento del comercio. Las dos escuadras. Un almirante sudamericano. Defendemos la ley federal jurada. El cambio en el aspecto del paisaje. Llegada a Paraná.



En la mañana del ocho de noviembre, después del almuerzo, salimos de la bahía [de Río de Janeiro] en el vapor y atravesamos la entrada con mar gruesa. En el siguiente día hubo viento fuerte de popa con el mar consiguiente; el tiempo estaba bueno pero se veían brillar algunos relámpagos muy lejos hacia el sur, lo que anunciaba cambio próximo. Una turbonada fuerte empezó a golpear el barco a eso de las dos de la mañana con incesantes truenos, relámpagos y lluvia torrencial. La noche fue odiosa y se hizo imposible conciliar el sueño. A la hora de almorzar todo estaba quieto otra vez pero la tormenta había dejado curiosas consecuencias. Aunque estábamos a unas ciento cuarenta millas de la costa, miles de alevillas y mariposas habían volado sobre el mar y podía uno cogerlas en todos los lugares del buque. Las más grandes que vi median seis pulgadas, de una punta a otra de las alas y tenían lindas manchas amarillas y azules. Todos mostrábanse sorprendidos por este fenómeno, ya que se hace difícil imaginar cómo este delicado insecto pueda soportar un viaje semejante, entre la lluvia y la tempestad.


A eso de mediodía el buque fue detenido por un corto espacio a objeto de asegurar una de las ruedas exteriores, algo desvencijada. Estábamos en aguas profundas y se me ofreció la mejor oportunidad para observar el color del mar. Era de un color lapizlázuli muy profundo que daba casi en morado.


Todo se hizo rápidamente y en el tiempo necesario. El viento, de pronto, se puso del suroeste, y como a las tres, un furioso pampero parecía desgarrar en trizas el mar y levantaba con su carrera una especie de niebla. Arreciaba en violencia cada media hora. Al caer la noche, apenas si era posible mantenerse de pie sobre el puente. El Mercy sin embargo, era buque bien acomodado para embestir una mar gruesa, de proa, y yo sentía curiosidad de ver cómo se desempeñaba en un trance como aquél: los demás pasajeros hacía ya rato que estaban recogidos, tratando en vano de dormir. Me puse un impermeable y subí al puente, me acerqué al oficial de guardia y quedamos junto a la lumbrera, observando los efectos del mar contra el barco. A eso de media noche hicimos esfuerzos para ver algo entre la oscuridad y las aguas que rociaban el puente, cuando una oleada tremenda dio contra la caja que cubre la rueda del vapor y quedamos casi cegados por una sábana de espuma; pero entre el bramido del mar llegó un grito agudo del lado del vigía, y el oficial, abalanzándose, halló que la lámpara de babor había sido arrancada y rota en añicos. La sólida armazón de bronce y el gruesísimo vidrio cilíndrico completamente destrozados y como machacados por un pesado martillo. De no haberlo visto como tuve ocasión de verlo, no hubiera creído que el mar pudiera producir efecto semejante sobre tales objetos, tan pequeños. y de tanta consistencia.


Poco después de esto, dos hombres que estaban en. la rueda del timón, no tuvieron fuerza suficiente para dominarlo: fueron arrastrados por la rueda en su giro, y arrojados a un lado; uno de ellos resultó herido de consideración, apretado entre la rueda y el puente; el otro, por ser más delgado de cuerpo se salvó. Cuatro hombres se encargaron en seguida de la operación y no hubo más accidentes. Entre tanto, consideré que tenía bastante con. todo eso, y como el impermeable no me defendía de las olas porque el agua se colaba por el cuello y me iba corriendo por la espina dorsal, me retiré al camarote. Al día siguiente el viento cambió al sureste y como consecuencia el barco empezó a rolar con fuerza. En días sucesivos ocurrió lo que me parece regla general en esas costas tormentosas: el viento dio vuelta al este, luego se puso norte, después oeste, para volver a ponerse del suroeste, aunque este pampero fue menos intenso que el que hubimos de pelear tiempo después. Ha de ser esta costa sumamente molesta para los barcos a vela. Como es común, en este viaje el viento hizo el circuito redondo en una semana, soplando más o menos violentamente de cada parte.


En las primeras horas de la mañana del catorce anclamos una vez más en Montevideo. Para muy grata sorpresa mía encontré allí al buque de S. M. B. Ardent, comandado por mi primo el capitán Parish. Yo lo suponía mucho más adelante, río arriba, pero era el caso que, uno de los resultados de la guerra, en Argentina, había sido la fuga del Presidente Derqui, el gran enemigo de los hombres de Buenos Aires 1. Persuadido de que había perdido la partida, y temiendo las consecuencias de caer en manos de quienes podían muy bien no atemperar la justicia con la clemencia, solicitó la protección de un buque de guerra inglés para trasladarse con su familia a Montevideo. Las autoridades de Buenos Aires en Martín García, cuando el buque pasó aguas abajo frente a la isla, pidieron que les fuera entregado el Dr. Derqui, pero recibieron del capitán la condigna respuesta, es decir que los buques de guerra ingleses no acostumbran entregar a los refugiados políticos que se acogen a ellos. El ex Presidente y su familia habían bajado en Montevideo la víspera de :nuestra llegada. Como el Ardent se hallaba listo para volver otra vez a la ciudad de Paraná, acepté muy gustoso la invitación que me hizo mi primo para acompañarlo hasta ese punto. Así fue que me mandó su bote y pronto me trasladé con mis valijas al puente de su barco; a las once partimos río arriba y al día siguiente de madrugada estábamos en la rada exterior de Buenos Aires.


Después del almuerzo fuimos a tierra y pudimos comprobar que la tormenta soportada en el mar y procedente de Buenos Aires, había causado enormes daños en el río. Algunos barcos habían sido arrancados de sus anclas por el viento, y otros accidentes estaban allí a la vista: el principal era que el muy grande vapor norteamericano Mississippi había quedado en seco sobre la costa.


En la guerra no se habían producido combates de consecuencia, pero no podía, tampoco, decirse que reinaba la paz. La lucha habíase alejado de las vecindades de la ciudad, pero el horizonte se presentaba muy turbio. El ejército de Buenos Aires, bajo el comando de Mitre, estaba todavía acampado en Rosario, listo para oponerse a cualquier posible reacción de Urquiza o para marchar hacia el oeste, a imponer la obediencia a las provincias refractarias. Las llamadas escuadras, estaban vigilándose, una a la otra, cerca de un punto del río situado más arriba y denominado Diamante. Permanecían en esa situación desde algún tiempo atrás, sin que ninguna osara atacar a la otra. Entre tanto, la depreciación del papel moneda iba de continuo en aumento y con ello el comercio en todo sentido experimentaba serios embarazos. El progreso de la naturaleza, sin embargo, había sido más rápido y más satisfactorio que el de la política. Los jardines estaban ya con toda la belleza estival, aunque apenas promediaba noviembre. Veíanse rosas y geranios en gran profusión: los duraznos maduraban a prisa y los higos también, entre macizos de exquisitas violetas que crecían al pie de los árboles. Las parduscas urracas del país, provistas de largas colas, cazaban insectos en las copas de los ombúes, cubiertos ahora de espeso follaje y de ramos de botones parecidos a los de nuestros sicomoros. Los horneros no habían construido sus nidos en vano y los deliciosos colibríes resplandecían entre las rosas alegremente. Ahora no pasábamos la velada nocturna dentro de la casa, y sin dejar de acercarnos al fuego alguna que otra vez, la moda era sentarnos después de la cena en fríos sillones de mimbre bajo una larga galería y dejar que la fragancia del habano se mezclara con las dulces brisas del río de la Plata. Esperaba yo que remontando el río podría obtener alguna mejor información sobre el estado actual de las cosas en el país, y sobre la posibilidad de cruzar a Mendoza y Chile, puesto que el paso de los Andes seguía siendo mi proyecto preferido.


En la mañana del día siguiente, a las cuatro, estábamos en movimiento y anduvimos con marcha firme hasta que fue menester colocar boyas al llegar al canal de Martín García, porque las boyas antiguas —como se dijo— se habían perdido con la última tormenta. La operación fue lenta, porque el canal es difícil de determinar y muy peligroso el no dar con él: el buque calaba 131/2 pies de agua y en un momento faltaron solamente seis pulgadas para tocar fondo. Pesadas nubes descargaban truenos y relámpagos en torno nuestro y vimos varias trombas de agua, una de ellas muy grande. Esta última reventó como a dos millas de nosotros y hubiera podido ser muy peligrosa, de producirse bajo el casco del buque. Antes de que la tripulación de los botes hubiera terminado de poner boyas en el canal, y de sacarlas, los hombres se vieron empapados por un chubasco, acompañado de truenos tal como yo no había visto jamás. Después de esto el tiempo no tardó en serenarse. Las nubes se disiparon y rara vez volví a ver el .cielo aborrascado en el transcurso de todo un mes.


Pasamos así por la isla de Martín García y entramos en el Paraná Guazú, porque el Paraná de las Palmas no tenía profundidad suficiente ni siquiera para barcos menores. La navegación de estos ríos es tan difícil, tan grande la cantidad de canales y ramificaciones, así como la aparición casi constante de nuevas islas, que causa maravilla ver cómo los pilotos pueden estar enterados de todo ello y de qué manera lo están. Es más explicable que los antiguos españoles, a despecho de peligros y dificultades, hayan tenido buen éxito en explorar este enredo del río de la Plata y de sus poderosos afluentes, dado que soportaban todos los trabajos incitados por el aliciente del oro. El aun sacra ¡ames todo lo vence, y no hubo sufrimiento que abatiera las energías de aquellos hombres convencidos como estaban de que el Paraná era el camino principal para El Dorado 2.


Una vez que dejamos a la derecha el río Uruguay para entrar directamente en el Paraná, nos encontramos, al fin, en un río asaz estrecho como que podían verse las dos orillas a la vez. La tierra en ambos lados era baja, pantanosa y en su mayor parte cubierta de bosques con gran variedad de árboles, guarida de jaguares, capivaras y serpientes. El más visible y abundante de los árboles es el ceibo, que yo veía por primera vez en flor, cubriendo las orillas con sus mantos carmesíes. Algunos ceibos eran muy grandes, pero la madera es fofa y tan inservible como la del ombú; la flor es papilionácea, casi dos veces más grande que el guisante de jardín, y pocas cosas en el mundo vegetal hay más espléndidas que sus racimos carmesíes, colgando entre el follaje de un intenso verde. Por espacio de muchas leguas fueron ellos el adorno de ambas márgenes en el río.


El trabajo de poner boyas en el canal nos había retardado algún tiempo y cuando al atardecer el buque ancló para pasar así durante la noche, no habíamos llegado al punto a que esperábamos llegar. Hubiera significado, sin embargo, un riesgo muy grande navegar con ese buque, ya anochecido, por un río lleno de bancos de arena y peligroso aun para barcos muy pequeños. Esto aparte, era preciso también considerar al piloto que nunca dejaba el timón cuando estábamos en movimiento, y la resistencia del organismo tiene sus límites, aun tratándose de los hombres más fuertes.


En la mañana siguiente, a las cuatro, el Ardent levó anclas otra vez. Pasamos a su tiempo por San Pedro, donde apareció la tierra firme de la provincia de Buenos Aires en la margen derecha del río, empinada en barrancas de unos cien pies de altura, al parecer. Por el lado de Entre Ríos, la orilla derecha era baja y levantábase apenas sobre el nivel del agua, dando abrigo a miríadas de aves acuáticas. En Obligado, once millas arriba de San Pedro, el río se estrecha por algún espacio hasta menos de media milla de ancho. Allí fue donde Rosas, con intento de cerrar la navegación del Paraná, en 1845, construyó una batería e hizo tender una cadena que cruzaba el río. Las fuerzas combinadas de Francia e Inglaterra con un convoy de barcos mercantes, decidieron forzar el paso, y después de un intrépido combate en que hubo pérdidas considerables, pudieron cortar la cadena y reducir a silencio a las baterías para proseguir luego remontando el río con sus convoyes.


Durante todo el día el sol fue abrasador pero el mismo movimiento del barco producía una brisa ligera que nos alivió bastante. La gallarda tripulación con su uniforme de verano (chaqueta azul, pantalones y gorras blancas) parecía más lucida que nunca. El río enorme resplandeció todo el día como una sábana de cristal bajo el implacable sol, y los muchos pájaros que nadaban parecían tan perezosos que no volvían siquiera la cabeza para mirarnos. Hubo que preparar los aparejos de defensa contra los mosquitos y se pusieron cortinas en los camarotes porque los mosquitos del Paraná son tenidos como los más feroces, y me decían que yo estaba destinado a proporcionarles un festín en mi calidad de recién llegado. Con todo, había tenido hasta entonces la buena fortuna de que no hicieran mucha cuenta de mí y en distintas experiencias salí mejor parado que mis compañeros. Meses antes, en la noche del primer desembarco en Buenos Aires, los mosquitos me adornaron el rostro con una buena docena de pequeñas inflamaciones rojas; quizás dieron después informe desfavorable de mí, porque durante el resto de mi estada en Sudamérica, me picaron rara vez. íbamos así, legua tras legua, y pasaban ante nosotros monótonas barrancas, islas y más islas, resaltantes con el rojo sangriento de las flores arracimadas de miles de ceibos; masas verdes de sauces entre los cuales grandes cigüeñas y garzas descansaban tranquilas en la sombra; canales maravillosamente complicados; y cuando así andábamos, antes de que el sol se hundiera por entero en el confín de Jas pampas, el buque ancló pocas millas al sur de San Nicolás. Bajó el piloto medio escoriado por el timón. “Oh, descansad vosotros, hermanos marinos”...


Aquellas noches del Paraná eran para no olvidarlas nunca. La luna brillaba sobre nosotros y el Ardent anclado se mantenía muy quieto e iluminado por la luna como si fuera de día; ni un rizo perturbaba la superficie cristalina del río, ni un ruido rompía el silencio de la escena circundante. Nos agrupamos en torno a un cañón de 32, para gozar de aquella tranquilidad. Entonces vinieron las Musas... A una palabra del cabo de brigada se reunió la banda del buque y por espacio de una hora pudimos escuchar muchos aires bien conocidos para nosotros: los famosos cantos de la vieja Inglaterra ejecutados con todo el entusiasmo que pone en ello el marinero británico. Siguió Terpsícore: los neptunianos de calzas blancas salieron saltando desde el puente de proa para ejecutar sus movimientos y bailaron ahí como en presencia de sus novias de carne y hueso, hasta que la banda se fue y sólo quedaron los acostumbrados violines dirigiendo las espléndidas danzas conjuntas de marineros. ¡Oh! ¡cuánto compadecí a mis amigos de Londres imaginándolos entre las nieblas de noviembre! Con cuánta sinceridad deseé poder transportar algunos de ellos a través del piélago profundo a respirar el aire puro de aquel clima delicioso.


A las cinco de la mañana del día 20 subí al puente para ver la ciudad de San Nicolás, frente a la cual estábamos pasando. Queda a unas doscientas millas de Buenos Aires y me pareció un lugarejo provisto de cómodo puerto donde había número considerable de barcos rústicos. Poco después vimos la desembocadura del Arroyo del Medio, entre las provincias de Buenos Aires y Santa Fe. Algo más tarde la del arroyo Pavón, escenario de la última batalla del mes de septiembre. Como a la una, echamos el ancla en Rosario: hay allí quince brazas de agua casi en la orilla del río. Teníamos que desembarcar en esa ciudad y, si era posible, hacer una visita al ejército de Buenos Aires, acampado, como sabíamos, en las inmediaciones. Fuimos a tierra con el capitán y con Mr. Boyd a casa de un comerciante norteamericano, agente consular de Estados Unidos. Lo encontramos en su casa y después de una conversación que tuvo con su hijo, lo arregló todo bondadosamente para que fuéramos al campamento. Engancharon dos caballos a uno de los más raros vehículos que yo había visto, aunque debo decir que era liviano y bien acomodado para andar por una región sin caminos regulares, tal como entendemos nosotros esta expresión. Era abierto por los lados pero tenía un techo plano colocado sobre puntales, de manera que íbamos defendidos del sol y al mismo tiempo gozábamos de una brisa fresca.


En poco tiempo estuvimos en marcha; el joven quiso llevarnos durante casi todo el trayecto a la carrera y a veces animaba a los caballos gritando: Vamos, vamos, firme viejo! ¡no aflojar!... Las afueras de Rosario son agradables y la proximidad del campamento comunicaba cierta animación y actividad a todo el contorno. Soldados y paisanos iban y venían a caballo en todas direcciones; hileras de pesadas carretas de bueyes obstruían a veces el camino. Este último se hallaba cubierto de una espesa capa de polvo, salvo en algunas zanjas no del todo secas y en el vado pantanoso de algún arroyo que ningún hijo auténtico de la tierra hubiera pensado en salvar con un puente. Algunos fuertes barquinazos dimos en esos lugares y en una ocasión creímos seguir el destino de una carreta de bueyes, hundida de golpe en el barro, que un grupo de paisanos trataba de poner en seco. Nuestro auriga se mostró especialmente apto en aquellas circunstancias y acometió todos los obstáculos con habilidad y gallardía dignas de aplauso.


Después de andar unas seis millas estuvimos en el campamento y llegamos al centro del mismo sin que nadie diera el “quién vive” ni se nos hiciera pregunta alguna. Era aquél un extraño espectáculo. Los héroes de Pavón estaban acampados en un hermoso paraje: una llanura alta y herbosa desde donde se dominaba un amplio panorama de Rosario; más abajo el río de largas barrancas que se extendían como si formaran un cabo hacia un grupo de islas casi frente a la ciudad. El campamento, como tal, nada tenía de atrayente, a excepción del lugar. Las carpas, si es que merecían ese nombre, enclavadas irregularmente, eran de toda clase y tamaño; en su mayor parte estaban formadas por pedazos de lona sostenidos con estacas, bajas de techo y abiertas en la parte inferior, de manera que combinaban el mínimo de protección con el máximo de incomodidad. Asomaban bajo la mayoría de las carpas, en el suelo, hileras de cabezas morenas y agitanadas, mirándonos con expresión tonta, apoyadas en el mentón, mientras los cuerpos respectivos yacían tendidos bajo las lonas. Muchos soldados fumaban los inevitables cigarros de papel; otros estaban conversando en tono bajo. Es ésta una gente muy indiferente, salvo cuando se encuentra bajo la influencia de alguna excitación muy grande y ahora el ejército descansaba. Según me fue dado observar, aquí los centinelas se consideran innecesarios y por eso encontramos la mayor dificultad para dar con un coronel, jefe de un regimiento y conocido por nuestro amigo el norteamericano. Al fin descubrimos al coronel y nos apeamos del coche junto a su tienda de campaña donde nos recibió con mucha cortesía. Un oficial de idéntica graduación en Europa hubiera sentido gran sorpresa al verse invitado a entran bajo una pequeña carpa de lona, apenas suficiente para cubrir un lecho de escasas dimensiones y un baúl con la silla de montar encima. El coronel, sin embargo, tomaba toda esta incomodidad con el mejor ánimo y se desempeñaba caballerescamente. Sonreía excusándose mientras nos invitaba a tomar asiento en el borde de la cama y ordenó que cebaran mate, el consuelo preferido y general de los habitantes de Buenos Aires. Todos tuvimos que gustar el brebaje, uno tras otro, y la conversación se prolongó durante una media hora, durante la cual fuimos observados de arriba abajo por un gaucho de piel oscura, encargado del hermoso caballo chileno del coronel.


Dejamos allí el carruaje y fuimos caminando hasta el centro del campamento donde dijeron que podíamos buscar la carpa del general Mitre. Nos hicimos camino entre un caos de carpas miserables llenas de hombres recostados e inmóviles: eran hileras de rostros oscuros que miraban silenciosos con expresiones desagradables. No llegó a nosotros una palabra ni de interrogación ni de bienvenida. Por último vinimos a encontrarnos ante la tienda del general en jefe. Indecisos, no sabíamos si avanzar o no, por cuanto aquello podría considerarse una intrusión en el retiro del gran hombre, y en eso acertó a pasar por allí uno que parecía oficial a quien preguntamos si el general Mitre se encontraba en su carpa. Ni preguntó lo que deseábamos, ni se ofreció para introducirnos: siguió su camino y sólo dijo con gesto indiferente: “Sí, señor”. Como nadie aparecía tampoco para cerrarnos el paso, avanzamos atrevidamente y franqueamos la entrada; hallamos al general en traje de civil, fumando y en conversación con el ministro de guerra general Gelly y Obes. El general ya conocía al capitán Parish, de manera que nos recibió muy cortésmente en su espaciosa tienda donde lucía un juego de muebles de muy buena apariencia y en contraste con todo lo que yo había visto en el campamento. El general Mitre es un lindo hombre, con una acentuada expresión meditativa en la frente algo desfigurada por la cicatriz de una vieja herida. Yo le había visto la última vez en un suntuoso salón de baile, en Buenos Aires, donde todos comentaban sus maneras tranquilas y elegantes en alto grado, y ahora no pude dejar de pensar cuánto habría sufrido durante los últimos seis meses, condenado a mandar un ejército indisciplinado y a vivir confinado en un campamento en la pampa. A pesar de su victoria de septiembre, notábase en el general Mitre cierto aire preocupado y triste. El ejército estaba para marchar esa noche o en la mañana siguiente y quizá el general sentía el peso de la responsabilidad que importaba para él sus futuras acciones.


Después de una corta conversación nos despedimos para volver por el mismo camino al regimiento de nuestro amigo el coronel. Pude observar mucha falta de aseo en el campamento; veíanse con frecuencia por tierra huesos y despojos de reses muertas, bajo el sol tórrido. La sequedad del clima impide que estas cosas sean tan nocivas como lo serian en Europa. A un corto tiempo de corrupción siguiese un proceso de secamiento; los caballos y vacas muertos que se descubren en buen número por esas llanuras, cuereados por el primero que quiere hacerlo, después de presentar aspecto cadavérico (entre azul y rojo) pronto resultan inofensivos bajo el tueste del sol, a lo que ayuda la voracidad de las aves de rapiña. El número de hombres en el campamento era, según dijeron, de ocho a diez mil, apenas una mitad de la fuerza primitiva del ejército de Pavón: probablemente la mayor parte de los que tomaron las de Villadiego en aquella ocasión, no se han sentido movidos a volver y otros en mayor número habrán muerto a causa de las heridas y enfermedades. El avituallamiento de la tropa era muy sencillo porque el único alimento consiste en carne y en mate. Grandes tropas de ganado son traídas al campamento y allí se sacrifican los animales a la manera del país. Cada res sirve para alimentar unos cuarenta hombres diariamente, de manera que poco más de doscientas caían a diario para dar de comer al ejército que así se ve libre de cocinas o aparatos molestos, porque al hombre de campo ss le acostumbra desde niño a prepararse la carne como mejor le place. El pan, las legumbres y muchas otras cosas indispensables para nosotros, son desconocidas por completo para el común de las gentes y con esto se ahorra muchas dificultades el comisariado de guerra. La seria cuestión del transporte se reduce al mínimo cuando el articulo principal de consumo, el ganado, se pone en marcha sobre sus propios pies hacia el sitio en que ha de ser sacrificado. Yo vi muy poco pescado extraído del río, como caso excepcional.


El aspecto del campamento, tan irregular, con sus carpas raídas desparramadas por el llano, la artillería, las carretas de bueyes, los carros de municiones atrás, repechando en algún terreno más alto, y los rostros salvajes de los agitanados gauchos sin disciplina, daban un aspecto muy pintoresco al conjunto de la escena y me sentí harto satisfecho de haber tenido la oportunidad de ver acampado un ejército sudamericano. El tiempo estaba muy hermoso; el sol brilló todo el día sin una nube y una dulce brisa del oeste impregnada con la fragancia de tantas millas de pampa, soplaba sobre la tierra cálida. En las vecindades de los caminos abiertos para el servicio del ejército, el polvo era, en verdad, muy molesto y en varias oportunidades pude ver unos remolinos cargados de tierra, corriendo por el campo en grandes columnas oscuras de cincuenta a doscientos pies de alto y por su tamaño capaces de apabullar .a cualquiera que se encontrara en el camino 3.


Para terminar, dijimos adiós al coronel deseándole buen éxito en las tareas de levantar el campamento y llevar sus hombres hacia Córdoba. Después fuimos llevados en el coche otra vez hasta Rosario, tan ligero como los briosos .corceles, animados por el activo látigo del cochero, podían llevarnos. Apenas habíamos dejado el campo, vinimos a dar con mi viejo amigo el experto coronel garibaldino. Este hombre, inducido por su instinto guerrero, se había incorporado al ejército de Buenos Aires y era distinguido componente de la brigada italiana que capturó la artillería de Urquiza en la batalla de Pavón. Había estado enfermo desde aquella oportunidad, y tenía expresión de sufrimiento, aunque su mirada aguileña y su gallarda figura dábanle la apariencia del más cumplido soldado, mientras avanzaba al paso de su caballo por el campamento 4.


El rasgo más novedoso que pude observar entre las flores silvestres, fue la abundancia de una verbena de color lila y no de la especie escarlata que constituía el principal adorno en las llanuras de más al sur. Hicimos el camino a Rosario por ruta diferente y tuve mejor ocasión de ver la ciudad. Es una de las más prósperas, florecientes y progresistas de la Confederación Argentina y el lugar adonde son transportados los productos de las provincias de arriba con destino a Montevideo, Buenos Aires y otras partes del mundo. La población ha ido en continuo aumento hasta sumar ahora unos 16.000 habitantes, cuya mitad son extranjeros. Los nuevos edificios que se ven en todas direcciones dan testimonio de muchas nuevas empresas. Lo más importante para Rosario será el (proyectado) ferrocarril a Córdoba y al interior, por el cual los recursos y riquezas de las provincias habrán de aumentarse y desarrollarse enormemente. Rosario ha de ser así el punto terminal para el transporte de los productos y nada podrá impedir que estos productos acrezcan en número ilimitado tan pronto como se construya una buena vía de comunicación. Hasta el presente, todos los artículos de comercio de Córdoba, Mendoza, San Juan, Santiago, Salta, Tucumán, etc., son traídos por cientos de millas en carretas de bueyes, construidas de madera y colocadas sobre altas ruedas, semejantes a los carros de los bañeros en las playas. Estas ruedas son muy altas para facilitar en lo posible el paso de pantanos y ríos, y se construyen tan pesadas solamente para darles la resistencia necesaria, puesto que su paso es tan lento que se reduce al avance mínimo compatible con el movimiento. Un viaje de ochocientas millas con un tren semejante, debe de poner a prueba la paciencia de los conductores pero, por fortuna, la paciencia es una de las virtudes de este país, donde diríase que nadie tiene prisa.


En la provincia de Mendoza, en las cercanías de los Andes y también en la provincia de La Rioja se hacen vinos excelentes; pero, con medios de transporte como las carretas de bueyes para caminar más de setecientas millas hasta Rosario, ¿quién puede sorprenderse de que los vinos sean desconocidos? Podrán hacerse con el tiempo en grandes cantidades y ahora mismo se exporta vino desde Mendoza a Chile, aunque se le conduce a lomo de mula pasando por una altura de 13.000 pies sobre el nivel del mar.


El algodón podría también producirse en gran escala en las provincias de ambas orillas del Paraná y hasta he oído decir que el primer stock de algodón plantado en América del Norte, llegó de las cercanías de la ciudad argentina de Córdoba. Es de esperar que éste sea un importante articulo de comercio en el río de la Plata y si bien ya se cultiva en buena cantidad requiere mayor trabajo y mejores vías de comunicación. El territorio de la Confederación se extiende en 18 grados de latitud y hay en consecuencia gran variedad de clima en las distintas partes del territorio; como hay también grandes diferencias de altura entre el nivel de las pampas y las faldas de los Andes, se producen dentro de sus límites casi todas las cosas necesarias para la vida. Lo primero que se echa de menos son los ferrocarriles, y el gobierno está ahora muy bien encaminado para suplir esa necesidad.


Este país es quizás el que ofrece mayores facilidades en el mundo entero para llevar a término una empresa de esa naturaleza. Por cientos de millas sólo hay que colocar los rieles sobre el terreno llano. Dos pequeñas líneas han sido inauguradas ya en Buenos Aires, una en dirección norte y otra oeste, y está en construcción, según entiendo, una tercera hacia el sur, desde Buenos Aires a Chascomús. Pero la principal será la línea de Rosario a Córdoba, de la que se ha hablado mucho, y ahora, según parece, ha de llevarse a término. Como es natural, la misma se extenderá a todas las ciudades importantes del interior y hasta existe el proyecto de llevarla sobre los Andes para empalmar con los ferrocarriles de Chile.


Cuando los minerales de la Cordillera, las frutas, los vinos, el algodón, el tabaco, los cueros y las lanas puedan tener seguro y fácil acceso al río Paraná, el mundo podrá ver cuan importante es este país, que ha permanecido hasta hoy en relativa oscuridad. Serán múltiples los beneficios: uno de los mayores consistirá probablemente en que muchos de los hombres más inteligentes, encontrarán nuevos y provechosos campos de acción para emplear sus energías. Y hay razones para creer que harán a un lado esa mala costumbre de perjudicar a su propio país con mezquinas intrigas y fraudes políticos, y con charlatanerías sobre su sagrada misión de establecer la universal libertad cuando están malbaratando la propia sustancia de la libertad. La verdadera libertad no se establece nunca con meras teorías: es el premio que se obtiene como consecuencia de un trabajo honrado y perseverante.


Antes de alejarnos de Rosario, el amigo americano me hizo conocer su almacén5. Consistía en un gran patio, cuadrado por galpones en los que se encontraban apilados montones de cueros, bolsas de pasas, duraznos secos de Mendoza, tercios de yerba y bolsas de semilla de alfalfa. Las carretas de bueyes entraban y salían a paso lento y grupos de peones perezosos holgazaneaban cerca de las puertas, cubiertos con ponchos de colores vivos, mirándonos con esa expresión característica de completa indiferencia por todo lo humano y lo divino. Algunos tenían cara de endiablados bribones, y mi amigo me dijo que, por lo general era dura tarea la de lidiar con ellos; pero la verdad es que no debiera esperarse mucho —acaso— de hombres que pasan su existencia aguijoneando a los bueyes a través de las ilimitadas llanuras y a razón de dos millas por hora.


Los buenos habitantes de Rosario habían pasado un buen pánico dos meses antes de nuestra visita. Cuando Urquiza huyó con premura exagerada de la batalla de Pavón y llegó a Rosario, los habitantes temieron (y no sin razón) que los restos del ejército derrotado pudieran retroceder hasta Rosario y caer sobre la ciudad en tal estado de ánimo, que se sintieran inducidos al pillaje, despechados como estaban por no haber podido saquear a Buenos Aires, único aliciente que habían tenido para servir de buena gana en aquella guerra 6. Muchas señoras y muchos niños fueron acogidos por el capitán Paget, a bordo del buque de S. M. B. Oberon y pudo observarse en general gran nerviosidad. Afortunadamente no hubo daño que lamentar y el ejército victorioso de Buenos Aires avanzó hasta Rosario tan pronto como fue posible.


Tuvimos, ya a bordo, otra noche deliciosa. Poco después de las cuatro de la mañana partimos otra vez, río arriba. Dos o tres horas más tarde estábamos frente a San Lorenzo, notable por su antigua y hermosa iglesia y convento; pasamos el tiempo tirando con bala a una foca de agua dulce [¿carpincho?] cuando aparecía en la superficie. Por la tarde nos dimos con la escuadra de Buenos Aires, cuya inactividad constante había sido objeto de envidiosos reparos por el partido Federal de Buenos Aires. Esta flota consistía en seis barcos a vapor y en un bergantín a vela; los vapores habían sido de pasajeros y estaban armados con todos los cañones que se habían podido reunir. En tamaño, eran término medio el de un barco Márgate y el conjunto hubiera podido ser destruido en menos de medía hora por un fuego moderado de una pequeña batería de costa, de haber habido alguna batería. Detuvimos la marcha por algunos momentos para que enviaran un bote a buscar ciertas cartas y papeles que habíamos traído para ellos. Vino el bote al costado de nuestro buque y fueron entregadas las cartas al oficial, que se mostró muy agradecido. No dejó de sorprendernos la gallarda apariencia de dos o tres tripulantes [del bote] con traza de ingleses, y la sospecha fue confirmada. El oficial dio una orden en español y uno de ellos en seguida se dirigió al hombre próximo a él y le dijo: Shore off, Bill. All right. Sin duda habían sido víctimas de algún reclutador de Buenos Aires que encontraría muy bien sonsacar a los marineros ingleses y norteamericanos de los barcos en que servían; y si eran inclinados a la holganza, por cierto que se hallarían satisfechos porque no habían levado anclas desde muchas semanas atrás. Ahora que, si habían contado ganar con el cambio de servicio una mejor camaradería, en cuanto a sus compañeros de rancho, debían de encontrarse bien decepcionados. Los buques estaban anclados en línea, y apenas pasamos junto al que se hallaba a la cabeza de los demás, el río, que allí se ensancha, nos permitió ver la escuadra enemiga, la de los federales, contra la costa baja de un ángulo próximo, a muy poco más de una legua. Este magnifico equipo se componía de nueve vapores y uno o dos por lo menos no eran más grandes que los remolcadores del Támesis. Para las personas acostumbradas a ver las poderosas flotas europeas, había algo de ridículo en estas dos escuadras, agrandadas, infladas, por sus respectivos partidarios y con pretensiones de fuerzas navales; aunque, dígase cuanto se quiera, todas las cosas son grandes o pequeñas por comparación, y esos dos conjuntos de barquillas tenían lo necesario para imponerse miedo mutuamente y habían permanecido allí durante semanas, uno frente a otro, sin aventurarse ninguno a iniciar un ataque.


Como éramos de todo punto neutrales, paramos, también, algunos momentos cerca de esta escuadra de Urquiza, y al observar la tripulación, no pudimos menos de pensar que, de trabarse ambas en lucha, la de Buenos Aires llevaría la mejor parte. Los puentes de la nave capitana estaban ocupados principalmente por pelotones de esa caballería gaucha cuyos ponchos y chiripas rojos inspiran terror a los soldados del sur, pero que, con todo ello, hubieran sido los más inútiles a bordo de un buque. Vino hacia nosotros un bote, pero luego se volvió cuando anunciamos que pensábamos anclar por la noche, muy cerca, aguas arriba, y esperábamos recibir una visita del almirante. Poco después de las cuatro de la tarde, el Ardent ancló unas dos millas más arriba de la armada federal. Una brisa fuerte estaba soplando del norte y pronto vimos que un bote venía remando recio contra el viento y la corriente, en dirección a nosotros. Era curioso observar los rostros de nuestros nobles blue-jackets (chaquetas azules) en posición de “firme” y listos para recibir al almirante tan pronto como la agitanada y mestiza tripulación [que le traía] pusiera su bote al costado del Ardent. Por último, el “Almirante” subió a nuestro puente. Un almirante como aquél no se habrá visto jamás... El pobre viejo era italiano y un bravo soldado que había peleado en Montevideo junto a Garibaldi cuando el héroe de la camisa roja era menos de lo que es hoy. Había perdido un brazo a la altura del hombro en uno de los combates de aquel tiempo y tenía la figura torcida y contrahecha. Sus largos cabellos grises (de aspecto salvaje y grasiento) cubiertos por una gorra sucia, le caían sobre los hombros y su traje estaba raído en extremo. Eso no obstante, se desempeñó caballerescamente y respondió con cortesía a las atenciones de que fue objeto por parte de los oficiales ingleses 7. Venía acompañado por el comandante de uno de los buques menores, hijo de un oficial de la flota de Estados Unidos, que algunos años antes había prestado buenos servicios con sus exploraciones por los ríos Paraná y Paraguay 8. En torno a la gorra del comandante corría una cinta que había sido roja y en la que estaba impreso con letras blancas y sucias el lema urquicista: Defendemos la ley federal jurada, son traidores los que la combaten. Si consideramos las hazañas que se han cumplido en Sudamérica con este estribillo, uno se siente penosamente tentado a compararlas con la conducta de los brigantes mejicanos que, antes de la ocupación francesa, asumieron el papel de “defensores de la Iglesia” y bajo ese supuesto robaban la diligencia de Veracruz allí donde la encontraban 9.


El jefe de máquinas de la escuadra —como de costumbre un inteligente y sensato escocés— vino también a bordo del Ardent y por el testimonio de estos oficiales supimos que los defensores de la Ley Federal llevaban vida más miserable que la misma Ley. Ni un hombre ni un oficial, desde el pobre viejo almirante para abajo habían recibido un solo céntimo desde seis meses atrás, con la única excepción de los maquinistas, quienes, inspirados por su hábil jefe,. dejaron bien asegurado el pago de sus emolumentos, exponiendo claramente al capitán general de las fuerzas que, si sus sueldos no eran pagados con puntualidad, la flota no podría moverse y no se movería, bajo ninguna circunstancia.


Una comida reconfortante y una conversación juiciosa a bordo de un buque de guerra inglés pareció hacerles mucho bien [a los visitantes] y la partida volvió a su buque muy satisfecha, a lo que parecía. El jefe de máquinas, sin embargo, permaneció a bordo porque se convino en que se le daría permiso para ir hasta Paraná, habida cuenta que ahora estábamos a pocas leguas de ese lugar. No sabemos con seguridad qué sentimientos pudieron influir sobre el almirante, pero oímos decir después que había abandonado su cargo, retirándose fríamente a tierra, probablemente disgustado con todo el complejo de aquel negociado 11.


Me queda por contar la conclusión de esta querella naval. Algunas semanas después de nuestra visita, el partido urquicista pareció percatarse de que toda probabilidad de triunfo había terminado, y su escuadra se fue aguas arriba a la ciudad de Paraná, para ser desarmada. La escuadra de Buenos Aires, que nunca se aventuró a ofrecerle batalla, esperó su oportunidad, y cuando los buques de Urquiza estuvieron casi desarmados y parcialmente privados de sus tripulaciones, representaron la farsa de capturar los barcos. Este hecho fue magnificado por el comandante de la escuadra de Buenos Aires como una gran victoria naval y dio pie para un comunicado grandilocuente. Tal cual las he mostrado estaban en 1861 las escuadras de los dos partidos contendientes en una guerra civil de Sudamérica.


Estábamos en las inmediaciones de Diamante, antiguamente llamada Punta Gorda, en cuyas cercanías cambia grandemente el aspecto de la campaña. La tierra alta y las empinadas barrancas que se extienden por la parte del oeste a todo lo largo del camino desde Buenos Aires, o sea en la orilla derecha del río, cesan a esta altura; y sin ninguna desviación importante de la corriente del río, las tierras altas aparecen ahora en la banda opuesta. En Diamante se levanta un lindo promontorio y desde allí hasta Paraná, la costa de Entre Ríos parecía tener de ciento cincuenta a doscientos pies de alto y se presenta en barrancas cortadas a pique hasta el borde del agua. Los buques federales estaban en posición ventajosa, cerca de la costa entrerriana, al abrigo del alto promontorio y de las boscosas orillas del Paraná, precisamente en el punto que fue elegido por Urquiza para cruzar el río con sus tropas, A eso de las cinco de la mañana, nos pusimos en marcha, y tres horas después hubo que poner gran cuidado y atención para hacer pasar el Ardent por un dificultoso y tortuoso canal donde apenas había agua para mantener el buque a flote. Todas las dificultades se salvaron y antes de que pudiéramos ver en lo alto los blancos y brillantes edificios de Paraná, anclamos a las diez de la mañana frente al apeadero de La Bajada.