Historia Constitucional Argentina 2. Proceso de Reorganización Nacional 1976-1981
Sumario: Aspectos institucionales. Jorge Rafael Videla en el poder. Violencia política: subversión y represión. Situación de la Universidad en el lapso 1973-1983. Los partidos políticos entre 1973 y 1980. En el campo económico-social (1976-1983). Política internacional. La cuestión del Beagle.
Aspectos institucionales
Hemos hecho ya una sucinta síntesis del estado caótico de la República entre fines de 1975 y principios de 1976. Todos contribuyeron, de alguna manera, a que se desembocara en la toma del gobierno por los militares. éstos, porque no pudieron resistir la tentación de darle soluciones cuarteleras al nudo gordiano. La clase política, en el gobierno o en el llano 1130, no supo coordinar lúcidamente una salida constitucional poniéndole la cara a su responsabilidad; además, producido el golpe, pareciera que ningún conspicuo líder, salvo contadísimas excepciones, condenó al mismo. La ciudadanía en su mayoría, en aquellos momentos álgidos, nos encogimos de hombros y hasta sentimos alivio cuando la Junta de Comandantes se hacía cargo del poder el 24 de marzo de 1976 1131. Los medios de comunicación no levantaron la voz. El secretario general de la CGT, Casildo Herreras, estando en Montevideo, preguntada su opinión por los periodistas, respondió: «No sé nada, estoy desconectado de todo, me borré»1132.
Varios documentos dieron a conocer los comandantes generales del Ejército, de la Armada y de la Fuerza Aérea, integrantes de la que se llamó Junta Militar. El primero, una Proclama que era una exposición de motivos del movimiento, entre los que señalamos: el agotamiento de «todas las instancias del mecanismo constitucional», algo que ahora se ve con otra óptica como ya expresamos; el «tremendo vacío de poder»; la ineptitud de los poderes constitucionales; un aparato productivo extenuado; la especulación y la corrupción; el «flagelo subversivo» y la demagogia.
El segundo documento fue el Acta con los propósitos y objetivos del Proceso que se iniciaba: moralidad, idoneidad y eficiencia para reconstruir el contenido y la imagen de la Nación, erradicar la subversión, promover el desarrollo económico «a fin de asegurar la posterior instauración de una democracia republicana, representativa y federal», ubicar el interés nacional sobre cualquier sectarismo, vigencia de los valores de la moral cristiana y de la tradición nacional, vigencia plena del orden jurídico y social, relación armónica entre el Estado, el capital y el trabajo, ubicación internacional en el mundo occidental y cristiano.
En un tercer documento, denominado Acta para el Proceso de Reorganización Nacional, los tres comandantes, que resuelven asumir el gobierno de la República, manifiestan constituir una Junta Militar y declaran como caducos los mandatos de la presidente de la Nación, gobernadores y vicegobernadores. Disuelven el Congreso de la Nación, legislaturas provinciales y concejos deliberantes de los municipios. También remueven a los miembros de la Corte Suprema de Justicia, tribunales superiores de justicia de las provincias y a otros relevantes funcionarios. Suspenden la actividad de los partidos políticos en todo el territorio nacional, así como el quehacer gremial de trabajadores, empresarios y profesionales.
Por último se dicta un Estatuto, esto es, «las normas fundamentales a que se ajustará el gobierno de la Nación en cuanto a la estructura de los poderes del Estado», que así sintetizamos: a) El poder supremo lo detentaría la Junta Militar, la que designaría al presidente de la República, pudiendo removerlo designando su reemplazante. No había pues jefatura personal, sino colegiada, de las tres Fuerzas Armadas. También, inicialmente designaría a los miembros de la Corte Suprema de Justicia. Las facultades propiamente ejecutivas del presidente de la Nación las ejercería de acuerdo al artículo no 86 de la Constitución, salvo las proscriptas en los incisos 15, 17, 18 y 19 de ese artículo que quedaban reservadas al accionar de la Junta Militar (facultades militares, de declaración de guerra y relativas al establecimiento del estado de sitio); b) las facultades legislativas del Congreso serían detentadas por el presidente, salvo las previstas en los artículos 45, 51 y 52, y en los incisos 19 y 21 a 26 del artículo no 67 de la Constitución (atinentes al juicio político, aprobación o no de tratados con naciones extranjeras, consentimiento para declarar la guerra o decidir la paz, relativas a la defensa militar y al establecimiento del estado de sitio); c) en caso de acefalía presidencial, si fuera provisoria asumiría el ministro del Interior; si fuera definitiva la Junta establecería el reemplazante; d) se creaba una Comisión de Asesoramiento Legislativo, integrada por nueve oficiales superiores designados tres por cada una de las Fuerzas Armadas, y un reglamento ulterior dispuso que este organismo asesoraría al presidente en materia de formación de las leyes, para lo cual éste debía girar a la Comisión los proyectos de ley, que si ésta considerara de «significativa trascendencia», debía emitir un dictamen que, si era compartido por el presidente, permitía sancionar la ley correspondiente, en caso contrario, la Junta Militar resolvería definitivamente, si en cambio, el proyecto no era considerado de «significativa trascendencia», el Poder Ejecutivo le daría sanción inmediata; e) los gobernadores provinciales serian designados por el presidente, pero en su labor habrían de ajustarse a instrucciones de la Junta Militar; f) se establecía que el orden de prelación de las normas fundamentales de la República, sería: en primer lugar, los objetivos básicos del Proceso de Reorganización Nacional establecidos por la Junta Militar, en segundo orden, el Estatuto del Proceso que estamos sintetizando, y solo en tercer término, la Constitución Nacional y las constituciones provinciales, según correspondiese. Hubo otros aspectos llamativos: las disposiciones normativas se llamarían directamente leyes, el presidente no sería provisional sino presidente a secas, con lo que daba la impresión que el Proceso duraría todo lo necesario hasta cumplir sus finalidades.
Jorge Rafael Videla en el poder El comandante general del Ejército e integrante por ello de la Junta Militar, fue designado por ésta titular del Poder Ejecutivo. Jorge Rafael Videla era un profesional prestigioso, de conducta personal intachable, ideológicamente equilibrado; se había desempeñado en la dirección del Colegio Militar. Tuvo un poder relativo. Además de ser controlado por la Junta Militar, las tres Fuerzas Armadas se repartieron las áreas de influencia en tercios, partes que se trató que fueran lo más exactas posibles. Así, el gobierno de cada una de las provincias fue adjudicado en esa proporción a oficiales pertenecientes a las tres armas, que contemplase inclusive el factor de importancia de los distintos Estados provinciales en las asignaciones respectivas. Lo mismo ocurrió con ministerios, dirección de empresas de Estado, organismos autárquicos, gremios y otras diversas reparticiones puestas bajo la tutela de miembros conspicuos de las tres Fuerzas. Roces y recíprocos controles crearon dificultades y lentitud en la resolución de problemas acuciantes. Además, era lógico que no estando en general los oficiales designados preparados para ejercer funciones político-administrativas, se resintieran las respectivas conducciones a pesar de todos los asesoramientos técnicos que se arbitraron. Por último los designados eran hombres, y como tales sujetos a tentaciones; trascendieron, en casos puntuales, manejos espurios que salpicaron a las instituciones castrenses en su totalidad, con el desprestigio consiguiente de ellas. Contribuían a la formación de esta atmósfera los resultados no tan gratos en ciertas áreas, según veremos.
Violencia política: subversión y represión Mientras tanto, y hasta fines de 1978, se continuó desarrollando intensamente el drama de la lucha contra el terrorismo guerrillero que se venia dando en la República desde hacia años. Los grupos subversivos habían aparecido esporádicamente en Salta, durante la presidencia de Illia, y en Tucumán en tiempos de Onganía. Pero «cordobazo» mediante, mayo de 1969, la insurgencia generalizó su macabro accionar. El secuestro del ex-presidente Aramburu, junto al mencionado episodio en la provincia mediterránea, se constituyeron en la puntada inicial de una verdadera guerra civil que segó miles de vidas. La República había asistido durante el siglo XIX, a otra guerra civil de casi siete décadas de duración, pues se prolongó desde la aparición del liderazgo de Artigas, casi al comienzo de la gesta de Mayo, hasta 1880, dado que la revolución de este año algo tuvo que ver con ese odioso desencuentro nacional. Rivadavia, los directores supremos, Lavalle, en general hombres de la ilustración, ideología importada, desataron una ola cruel de pretendidos escarmientos, que los lideres federales contestaron con parecida virulencia, generando las condiciones caóticas que llevaron al encumbramiento de Rosas. Después de su caída, Urquiza, Mitre, Sarmiento y Roca utilizaron la violencia como metodología, los tres últimos para talar de raíz el federalismo con tanta o mayor saña que la utilizada por Rosas en su intento de destruir a los unitarios, instaurando un orden, que salvo revoluciones o golpes aislados, se prolongó hasta fines de la década del sesenta del siglo XX. El precio que se pagó por esa lucha que pareció interminable, fue costosísimo: pérdida de casi la mitad del territorio virreinal heredado, subdesarrollo económico, penurias y endeudamiento financiero con el exterior, mortandad sin cuento. Antes de referimos a la llamada «guerra sucia» durante el Proceso, respecto de los años anteriores ya hemos dado alguna noticia, es conveniente hagamos algunas acotaciones. En primer lugar, los dos grandes grupos subversivos, ERP y Montoneros, respondieron a una causalidad distinta. El primero obedeció a la estrategia de copamiento marxista mundial que en nuestro continente desató la Cuba de Castro. Ello explica que gobernando Cámpora, Lastiri y Perón, aquel continuó con sus nefandas actividades sin cesar en ellas para nada. Montoneros, en cambio, que terminó adoptando la misma filosofía, era de procedencia peronista o nacionalista de extrema, y aun algunos de sus elementos se reclutaron en cierta militancia católica, incluso sacerdotes descaminados cuya postura de compañeros de ruta la Santa Sede nunca aprobó. El caldo de cultivo lejano del terrorismo montonero, fueron las actitudes persecutorias, revanchistas, de la llamada Revolución Libertadora, cuyos personeros creyeron acallar la voz y acción del peronismo administrando a diestra y siniestra cárcel, proscripciones, investigaciones patrimoniales, prohibiciones de toda laya, incluso del uso de los símbolos tradicionales del justicialismo, exilios forzados y aun fusilamientos. Como buenos descendientes ideológicos de Salvador María del Carril quien –vicepresidente luego con Urquiza– aconsejara en 1828, destruir al federalismo cortando «la primera cabeza de la hidra»1133, en obvia alusión al fusilamiento del gobernador Dorrego, los devotos de la llamada línea «Mayo-Caseros», repudiando el «Ni vencedores ni vencidos» del humano y patriota, pero también perspicaz, general Lonardi, propugnaron el uso de una dureza ejemplar, que dio frutos amargos, especialmente en el alma de parte de la militancia peronista, particularmente en sectores de la juventud, algunos de cuyos integrantes, por su calidad intelectual y decisión, fueron una esperanza abortada, al tomar el camino de la insurgencia armada, y no el de la espera paciente, la resistencia pacífica y el esclarecimiento inteligente. No estamos justificando, de ninguna manera, el uso de la violencia, estamos explicando las fuentes del nacimiento de un odio que merece ser repudiado, como lo hicieron Lonardi y su entorno, y como en otra época lo había hecho Dorrego, que dejó su ejemplo, fiel a la cultura cristiana a la que pertenecía, cuando en instantes previos a su fusilamiento, manifestaba a su esposa y a Estanislao López, perdonar a todos sus enemigos y recomendando que su muerte no fuera causa de más derramamiento de sangre 1134. De otra forma, el «paredón» no hace sino multiplicar los «paredones». Otro naipe debemos poner sobre la mesa para ser absolutamente fíeles a la verdad histórica: desde el exilio, Perón aprobó el accionar montonero anterior a su venida, es decir, consintió el activismo guerrillero de las llamadas «formaciones especiales». En febrero de 1972, declaraba en Roma: «Si las elecciones no tienen efecto, estamos preparados para algo más. Estamos preparados para otras cosas además de para votar»1135. El que fuera ministro de Defensa de Perón, ángel Federico Robledo, refiriéndose al problema que suscitara el retomo de Perón en 1972, en un reportaje televisivo que también fue publicado por los diarios, manifestó: «quedó superado (se refiere a los obstáculos para el retomo de Perón), pero trayendo las consecuentes dificultades, una de las cuales fue la admisión dentro del peronismo de las fuerzas juveniles, que con el nombre de formaciones especiales, indudablemente llegaban desde la vertiente de un enfoque ideológico marxista-leninista y respondiendo a aspiraciones y a políticas internacionales. Y en definitiva el peronismo aceptó su aporte. Eso me lo confesó un día conversando el General Perón sencillamente porque eran «los enemigos de sus enemigos». Vale decir, los tuvo que aceptar como aliados inevitables. Y esos aliados inevitables terminaron resultando, a la postre, aliados carísimos»1136. ¿Aliados inevitables? No aceptamos este maquiavelismo. Impresionaron palabras como las del activista Dardo Cabo: «ahora somos infiltrados... Ayer éramos «los muchachos» y éramos saludados por el Jefe del Movimiento con emoción por nuestra lucha, se honraban nuestros muertos, y ahora por ser como Perón dijo que tenían que ser los peronistas... nos señalan que hay otros partidos «socialistas» donde podemos ir si queremos. ¿Por qué no nos dijeron antes, cuando peleábamos, que nos pasáramos a otro partido?»1137. Cuando se inicia el Proceso, «La Prensa» en su edición del 22 de marzo de 1976 computaba el asesinato de 1.358 personas por parte del terrorismo, mientras que 445 subversivos habían sido abatidos. Muchos más connacionales, de ambos sectores, serían sacrificados en los dos años y medio siguientes. Pero refiriéndonos al número de víctimas, a uno le viene a la memoria los 4.728 hombres muertos en una sola secuencia de la primera guerra civil en el siglo pasado, esto es, los seis años de la presidencia de Mitre, según la denuncia de Nicasio Oroño en el Senado de la Nación 1138. De tal manera que durante los meses posteriores a la asunción de Videla, no ocurrió otra cosa que la continuación del horror que ya le había precedido. Lo que sigue, es bastante conjetural y aproximativo, por que una investigación histórica científica, objetiva y desapasionada, está por hacerse. Vivos muchos de los actores de la tragedia, parece que no es tiempo todavía para que el buceo tenga la frialdad necesaria. Es evidente que la prioridad del Proceso fue el aniquilamiento de la actividad subversiva, tarea en la que ya estaban las Fuerzas Armadas, como vimos, desde febrero de 1975, por imperio del gobierno constitucional de María Estela Martínez de Perón con el beneplácito de casi toda la oposición. También está claro que la subversión vio cumplidos uno de sus objetivos cuando estalla el golpe que desplazaba a ese gobierno constitucional; podía ahora justificar mejor la ola de terror que intensificaría. Al respecto, como muestra, señalemos algunos de los innumerables episodios aberrantes provocados por la subversión con posterioridad a la iniciación del Proceso y ocurridos durante 1976. El 18 de junio, el general Cesario A. Cardozo, un oficial del Ejército de la larga lista, moría víctima de un explosivo de 700 gramos de trotyl, puesto debajo del colchón de su cama por la militante montonera Ana María González, de 18 años, íntima amiga de una hija de Cardozo con la que estudiaba, y que por ello tenía libertad de acceso al domicilio de su compañera escolar, lo que le permitió preparar con prolijidad el atentado. El 2 de julio, explotó una poderosísima bomba compuesta por 9 kilos de trotyl y 5 kilos de bolas de acero en el comedor del personal de la Superintendencia de Seguridad Federal de la Policía Federal Argentina mientras se desarrollaba el almuerzo, matando a 18 personas e hiriendo a otras 66, de las cuales 11 resultaron mutiladas 1139. El 12 de septiembre, en nuestra ciudad de Rosario, regresaban en un ómnibus procedente del estadio del Club Rosario Central, un grupo de policías que habían custodiado el orden en un espectáculo futbolístico. Al llegar a la intersección de las calles Junín y Rawson, explotó un artefacto colocado en un automóvil y accionado por control remoto, por el que murieron nueve agentes policiales y dos civiles 1140. El 15 de diciembre, en el local de la Secretaría de Planeamiento del Ministerio de Defensa, sito en la Capital Federal, se dictaba una conferencia con asistencia de civiles, diplomáticos y militares. Un militante montonero, José Luis Dios, asesor de la Secretaría desde hacía diez años, depositó una bomba con explosivo y metralla y salió del recinto, seguidamente se produjo el estallido matando a 9 personas e hiriendo a otras 19. Entre éstas se encontraba el brillante, probo y recordado profesor de nuestra Universidad Nacional de Rosario en su Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales, doctor Raúl Luis Cardón, una notabilidad, a quien hubo de amputársele una pierna, le quedó seriamente comprometida la restante, su vista quedó deteriorada y su sistema nervioso seriamente afectado 1141. En ese período numerosos empresarios fueron secuestrados y/o asesinados 1142. En el mes de julio resultó muerta la primera figura del ERP, Roberto Santucho, y su segundo en jerarquía, Benito Urteaga. Cercados, abrieron fuego contra una partida del Ejército operante al mando del capitán Juan Carlos Leonetti, quien también resultó muerto. En diciembre también era ultimada una de las fundadoras de Montoneros, Norma Arrostito 1143. Hemos ejemplificado con algunos crímenes pavorosos cometidos por los que se proponían suplantar una comunidad que según ellos estaba regida por injusticias, por una «sociedad nueva», humana y equitativa, mediante la sujeción del hombre viejo por el «hombre nuevo». De los actos incalificables cometidos 1144 han quedado numerosas evidencias, muy palpables. Cayeron cantidades de inocentes, desde modestos agentes de policía, hasta amas de casa como la madre de aquel diputado nacional justicialista, que al abrir la puerta de calle ante un llamado del exterior, recibió el impacto de la explosión de una bomba que terminó con la vida de la infortunada mujer, artefacto que estaba destinado a su hijo 1145. También en nuestra ciudad se recuerda la muerte, en abril de 1972, de la dueña de un puesto de venta de diarios y revistas como consecuencia de los disparos que asesinaron al teniente general Juan Carlos Sánchez. Quedó muy claro que fue la subversión la que desencadenó la ola de atrocidades que se cometieron 1146. De tal manera, la represión fue una consecuencia de esa causa. Pero cuando entramos a evaluar las formas adoptadas por el Proceso para erradicar la subversión, aquí las cosas se complican pues el tema no está suficientemente investigado y valorado sine ira et cum studio. Que hubo abusos, los hubo en buena cantidad. Así lo reconoció el teniente general Videla en Washington en septiembre de 1977, ante el requerimiento periodístico: «Esta guerra que libramos contra los delincuentes subversivos ha producido suciedades... Debemos aceptar como una realidad que en la Argentina hay personas desaparecidas. El problema no está en asegurar o negar esta realidad sino en saber las razones por las cuales esas personas han desaparecido... Hay varias razones esenciales: han desaparecido para pasar a la clandestinidad y sumarse a la subversión. Han desaparecido porque la subversión las eliminó por considerarlas traidoras a su causa; han desaparecido porque en un enfrentamiento donde ha habido incendios y explosiones, el cadáver fue mutilado hasta ser irreconocible; y acepto que puede haber desaparecidos por excesos cometidos en la represión. Esta es nuestra responsabilidad... el gobierno ha puesto su mayor empeño para evitar que estos casos puedan repetirse»1147. Tres meses después, Videla lo reiteró 1148. También lo admite un hombre del Proceso como el general Díaz Bessone: «Hubo hechos, crímenes abyectos, totalmente ajenos a la guerra, antes y después del 24 de marzo de 1976. Aparte, hubo delitos que ocurrieron y ocurrirán en todas las guerras del mundo, que debieron ser sancionados, que fueron sancionados, y que en la medida que se prueben deben ser sancionados... Una sola bomba, Hiroshima o Nagasaki, produjo más víctimas que nuestra guerra revolucionaria, con el agravante de que todas esas víctimas eran inocentes, desde ancianos hasta recién nacidos. Y se lo justifica como precio para lograr un bien mayor...»1149. Un testigo confiable como el Episcopado, cuando aún no se habían cumplido ni dos meses de la iniciación del Proceso, produjo un documento en el que se leen estas palabras: «...condenamos sin matices, sea quien fuere su autor: ...asesinar, con secuestro previo o sin él, y cualquiera sea el bando del asesinado... Pero hay que recordar que sería fácil errar... si se pretendiera: ...que los organismos de seguridad actuaran con pureza química de tiempo de paz, mientras corre sangre cada día... que se arreglaran desórdenes, cuya profundidad todos conocemos, sin aceptar los cortes drásticos que la solución exige... o no aceptar el sacrificio, en aras del bien común, de aquella cuota de libertad que la coyuntura pide... Además, se podría errar: si en el afán por obtener esa seguridad que deseamos vivamente, se produjeran detenciones indiscriminadas, incomprensiblemente largas, ignorancia sobre el destino de los detenidos, incomunicaciones de rara duración, negación de auxilios religiosos; si con el mismo fin, se suprimiera alguna garantía constitucional, se limitara o postergara el derecho de defensa; si, buscando una necesaria seguridad, se confundieran con la subversión política, con el marxismo o la guerrilla, los esfuerzos generosos, de raíz frecuentemente cristiana, para defender la justicia, a los más pobres o a los que no tienen voz» (15 de mayo de 1976). El 7 de mayo de 1977, nuevamente manifiestan los obispos: «Comprendemos la difícil empresa que en la práctica significa custodiar el bien común, herido por una guerrilla terrorista que ha violado constantemente la más elemental convivencia humana». Pero expresan sus inquietudes respecto de: «Las numerosas desapariciones y secuestros, que son frecuentemente denunciados, sin que ninguna autoridad pueda responder a los reclamos que se formulan... La situación de numerosos habitantes de nuestro país, a quienes la solicitud de familiares y amigos presentan como desaparecidos o secuestrados por grupos autoidentificados como miembros de las Fuerzas Armadas o policiales, sin lograr, en la mayoría de los casos, ni los familiares, ni los obispos que tantas veces han intercedido, información alguna sobre ellos. El hecho de que muchos presos, según sus declaraciones o las de sus familiares, habrían sido sometidos a torturas que, por cierto, son inaceptables en conciencia para todo cristiano... Finalmente, algo que es muy difícil de justificar: las largas detenciones sin que el detenido pueda defenderse o saber, al menos, la causa de su prisión...». En carta a Videla del 14 de marzo de 1978, el Episcopado le dice: «...nos vemos precisados a reiterar, con las variaciones antes apuntadas, que sentimos la necesidad, para la tranquilidad del pueblo, de que sea aclarada, lo antes posible, la situación de tantas personas de las que no se tienen noticias.»1150. Con estos testimonios no puede negarse que las anomalías existieron. El propio Proceso, en su última etapa, en un documento de la Junta Militar del 28 de abril de 1983, así lo dejó sentado: «Las acciones así desarrolladas fueron la consecuencia de apreciaciones que debieron efectuarse en plena lucha, con la cuota de pasión que el combate y la defensa de la propia vida genera, en un ambiente teñido diariamente de sangre inocente, de destrucción y ante una sociedad en la que el pánico reinaba. En este marco, casi apocalíptico, se cometieron errores que, como sucede en todo conflicto bélico pudieron traspasar, a veces, los límites del respeto a los derechos humanos fundamentales»1151. Pero lo escabroso es computar la cantidad y medida de esos crímenes, y si ellos fueron responsabilidad de ejecutores u obedecieron a directivas superiores. Y en esto, tras exhaustivas e imparciales investigaciones, que serán indudablemente trabajosas, la ciencia histórica dirá la última palabra. Hay un párrafo de Díaz Bessone, que citaremos, que en líneas generales no aceptamos: «El fin no justifica los medios, y esto no admite discusión cuando se trata del desarrollo de la vida civilizada. Pero la guerra es un medio para alcanzar un fin; medio que en bien de la humanidad debería haber desaparecido hace mucho tiempo. Pero existe. Si el fin no justifica los medios, y éste es un valor absoluto que está por encima de la Nación misma, no nos defendamos ante la agresión externa e interna, porque para vencer al agresor tendremos que matarlo, no podremos convencerlo con el abrazo fraterno. Si ante la agresión decimos que el fin no justifica los medios, preparémonos para ser santos o esclavos, pero no gastemos dinero en prepararnos para la guerra, y aceptemos que nos borren de entre las naciones libres de la tierra. La humanidad ha aceptado el medio de la guerra, y ha tratado de moderarla con leyes y usos, formalmente aceptados, pero no respetados por la guerrilla, que solo las invoca cuando le conviene». Ejemplifica también con procederes bélicos de naciones muy adelantadas que emplearon gases tóxicos, químicos y bacteriológicos, el bombardeo de ciudades y pueblos, la tortura y maltrato de prisioneros 1152. Lo cierto es, que combatiendo, en ciertos casos sin prejuicios éticos, al ERP y a Montoneros –que es verdad, «carecían de frenos morales», como también se dijo– pudo lograrse un éxito total salvandose muchísimas vidas inocentes de la orgía guerrillera que hubiera continuado; y además, posibilitando la vida democrática a partir de 1983. El ejemplo peruano con «Sendero Luminoso», el drama colombiano y español, están muy cerca y vigentes. Pero a pesar de que el autor citado está conteste en que «el fin no justifica los medios», y que nosotros consideramos que la guerra contrainsurgente fue una guerra justa, y que en la guerra, por más justa que ella sea, se tira a matar, porque de lo contrario prevalecería precisamente la injusticia, lo que no admitimos es que en la guerra se pueda proceder de cualquier manera. Hay leyes y usos vigentes entre las naciones, y normas morales elementales, que ni en la guerra más justa se deben violar. No se puede apelar a elementos tóxicos o bacteriológicos o atómicos, a la tortura, a saqueos de hogares, a robos de criaturas, a violaciones de mujeres del enemigo, a fusilamientos de prisioneros sin juicio previo en regla. Aun no se conocen con exactitud la dimensión y número de las atrocidades de esta guerra, pero sí que existieron. Que en otros países, quizás más evolucionados, y circunstancias de tiempo, se hayan cometido aberraciones, como es el caso en la actual ex-Yugoeslavia, no es argumento para justificar las producidas entre nosotros. Félix Luna, cuya opinión respetamos, expone: «En el curso de los dos años siguientes (se refiere al lapso 1976-1978), un número impreciso de hombres y mujeres, en su mayoría jóvenes, fue detenido por comandos militares o grupos «parapoliciales». Algunos fueron sometidos a tribunales militares o a la Justicia; varios miles quedaron detenidos sin ningún tipo de proceso; entre 8.000 y 15.000, según diversas fuentes, desaparecieron sin que su destino ulterior se haya aclarado nunca»1153. Los casos de los que fueron sometidos a juicio aplicándoseles las leyes de excepción severas que estaban explicablemente vigentes entonces, no merecen reparos. Que hubiese sospechosos detenidos, atendiendo a la modalidad celular con que operaban las bandas terroristas y al hecho de que estuviese vigente el estado de sitio desde la gestión constitucional de María E. Martínez de Perón, no nos parece objetable. Lo de los desaparecidos es distinto. Luna habla de 8.000 a 15.000 «según diversas fuentes», no especificando cuáles son ellas. Según las declaraciones de Videla de 1977, que transcribimos, no siempre los desaparecidos fueron resultado de excesos cometidos por la represión, aunque ésta es responsable en alguna proporción de estas arbitrariedades. El 29 de septiembre de 1977, el por entonces Jefe del Estado Mayor General del Ejército, general Roberto E. Viola dio estos datos: «...señaló que habían sido detenidos o abatidos unos 7.000 u 8.000 delincuentes subversivos, pero que se estimaba que aún subsistían, en Buenos Aires, capital y provincia, alrededor de 1.200»1154. En la otra posición, la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) estableció que hacia 1984 eran 8.960 las personas desaparecidas, fijando en 5.487 los recursos de habeas corpus interpuestos entre 1976 y 1979, y 2.848 entre 1980 y 1983, sólo en la Capital Federal, recursos que en un porcentaje ínfimo habrían prosperado con la liberación de los detenidos 1155. ¿Y el resto? ¿Cuántos de los abatidos lo fueron ilegalmente? Es a la ciencia histórica a la que le toca determinar el número de desaparecidos por la directa responsabilidad de los agentes del Proceso. También hace referencia Félix Luna a la acción del Proceso para «erradicar toda expresión que pudiera parecer afín con la ideología de la guerrilla terrorista», censurando los medios de comunicación, allanando librerías y editoriales, produciendo cesantías de personal en la administración pública, universidades y otros institutos de educación públicos y privados. Es verdad que hubo errores y hasta ridiculeces en esta metódica supresión de libertades esenciales; pero aquí nos parece que el juicio debe ser más sensible frente a las enormes dificultades que presentaba la lucha contra un enemigo tan artero, sin ninguna clase de escrúpulos, que se proponía cambiar nuestro estilo de vida democrático 1156, y precisamente, suprimir de cuajo, absolutamente todas esas libertades esenciales. A nadie se le ocurriría pensar que Churchill debería haber tolerado en Inglaterra, profesores nazis o libre circulación de libros o diarios nazis durante la segunda guerra mundial. Argentina estaba en guerra, y las precauciones a que se acudió, a veces extremadamente imprudentes o injustas, deben saberse aquilatar tomando en cuenta la realidad de unas fuerzas armadas y de seguridad cuyos integrantes no podían vestir su uniforme, que vivían constantemente, ellos y los miembros de su familia, amenazados por secuestros y bombas, con la presencia permanente en sus mentes de recuerdos de sus camaradas inmolados, secuestrados o mutilados. A veces exigimos a todos respuestas habituales en San Francisco de Asís o en la Madre Teresa, cuando la inmensa mayoría son hombres simples que en general guardan rencores y sienten rondar el odio en sus pechos ante los atropellos, aun frente a los menores de ellos. Debe comprenderse, asimismo, que mucho y esencial era lo que se jugaba aquella Argentina de los años setenta. Condordamos con este buen juicio de Luna: «La historia dirá si pudo administrarse con más prudencia la represión del terrorismo subversivo» y más adelante: «Sea como sea, la lucha contra el terrorismo terminó victoriosamente al promediar el mandato de Videla. Desaparecidos casi todos sus dirigentes, la fiesta de la violencia iniciada en nuestro país con el asesinato de Aramburu, concluyó hacia fines de 1978»1157. Sin aprobar los abusos cometidos, es bueno también reconocer, como ya se ha dicho en este trabajo, que la restauración democrática a partir de 1983, sólo fue posible por la erradicación de ese flagelo. De otra manera, las cosas hubiesen sido notoriamente distintas. Y esto no todos tienen la hidalguía de admitirlo.
Situación de la Universidad en el lapso 1973-1983 Durante la corta etapa de Cámpora, los responsables de las universidades nombrados durante la Revolución Argentina fueron relevados y ocuparon interventores dichos sitiales, algunos de clara militancia izquierdista. Así, en la cúspide de la más importante, la de Buenos Aires, se nominó a Rodolfo Puiggros, con beneplácito de la Organización Montoneros. ésta aspiraba a que el ministro de Educación fuera este personaje, pero reflexionándolo mejor, sus cabecillas llegaron a la conclusión de que era más trascendente contar con Puiggros en la Universidad, por influencia gramsciana. Lo registra la revista «Somos»: «...los estudiantes y no docentes se lanzaron desenfrenadamente a ocupar las facultades. Lo mismo ocurrió en el interior del país, a un ritmo realmente vertiginoso»1158. En realidad era una mera ocupación física. Esos seguidores de Antonio Gramsci 1159 escudándose arteramente en principios de la Reforma, como la democratización de los claustros, ya habían cumplido una tarea de captación ideológica en sectores del estudiantado universitario desde la Revolución Liberadora en adelante, especialmente en facultades donde se cursaban carreras vinculadas con las humanidades, a punto tal que un amplísimo porcentaje de las columnas de la subversión fueron cubiertas por estudiantes y egresados de la enseñanza superior. Cuando Perón asume en octubre de 1973 y la realidad le pasa la factura de ciertos desvíos que ya se han puntualizado, separa a Puiggros y en la intervención de la Universidad de Buenos Aires ubica a Vicente Solano Lima, un conservador adicto. A su muerte, su esposa fue más lejos: relevó a Jorge A. Taiana del Ministerio de Educación de la Nación, y a Solano Lima en la Universidad porteña, nombrando en el primer cargo a Oscar Ivanissevich y en el segundo a Alberto Ottalagano, con lo que el viraje a la derecha alcanzó ribetes significativos, especialmente con el segundo designado. Mientras tanto, a iniciativa del propio Perón, en marzo de 1974, el Congreso sancionaba la ley nº 20.654 tendiente a organizar el régimen universitario. En ella se prohibían en las altas casas de estudios toda actividad de proselitismo político y la difusión de ideologías opuestas a nuestro sistema democrático de gobierno, lo que era altamente plausible, pues el objetivo de la universidad es hacer ciencia, para hacer política están los comités y las unidades básicas, y en cuanto a las ideologías es lógico que se las estudie en las asignaturas correspondientes, aun las totalitarias y/o disolventes, pero objetivamente, no con el objeto de captar grupos de estudiantes para encolumnarlos en la tarea de destruir los principios e instituciones previstos por la Constitución Nacional. Se garantizaba la libertad de cátedra, siendo los profesores e investigadores responsables de las doctrinas y enseñanzas expuestas en clase. Se determinaban como organismos conductores de cada universidad la asamblea universitaria, el rector, el consejo superior y los decanos y consejos directivos de cada facultad. Es interesante la composición que se le daba al Consejo Superior, encomendándosele el gobierno de la universidad, a punto tal que podía intervenir las facultades y proponer a la asamblea universitaria el cese del rector. Lo integraban el rector, los decanos y representantes de los tres estamentos universitarios, de los cuales el 60% eran nominados por los docentes, el 30% por los estudiantes y un 10% por los no docentes. El mismo porcentaje se utilizaba para la conformación de los consejos directivos de las facultades; a los representantes de los tres sectores universitarios, se agregaba el decano respectivo. Cuando el problema que se debatiese fuese académico, el sector no docente no tendría ni voz ni voto. Además, para ser delegado estudiantil se requería tener aprobada por lo menos una materia en los dos últimos períodos lectivos. Finalmente, del articulado destaquemos que las universidades o facultades podían ser intervenidas, entre otras causas por subversión contra los poderes de la Nación. Mirando a lo largo de la historia de nuestra legislación universitaria, este texto nos parece equilibrado, pues compagina aceptablemente la democratización de la enseñanza superior con el resguardo de la jerarquía académica, tratando de evitar la politización partidista de los claustros. No obstante, esta ley no pacificó la vida universitaria dada la infiltración ideológica y los permanentes conflictos en ella. Durante el gobierno de la señora de Perón, las universidades fueron intervenidas, y cuando se produjo la irrupción del Proceso, en ese estado se hallaban. Durante el gobierno militar inaugurado en marzo de 1976, se produjeron las cesantías de profesores vinculados a la subversión, o sospechosos de serlo, se erradicaron estudiantes en las mismas condiciones, se purgaron profesores, programas y planes de estudio inspirados en el materialismo dialéctico, se reformaron o simplemente se suprimieron carreras en la misma situación. La cúpula militar estaba convencida que la subversión había tenido en las universidades sus cenáculos mentores y procedió en consecuencia, cometiendo a veces excesos con personas que nada tenían que ver con la disociación de ideas, ni con la gestación de complots. Pero injusticias y discriminaciones odiosas, cometidas en nombre de la democracia y los derechos humanos, también las hubo en 1955, y luego, en 1983. El que esto escribe, al menos en su ámbito de actuación docente en Rosario, durante el Proceso, fue testigo de casos bien claros de extralimitaciones. No obstante, parece exagerada la expresión de Félix Luna: «La universidad pasó a vivir un orden plúmbeo»1160, pues muchos docentes continuaron enseñando e investigando con el ahínco de siempre, y algunos criticamos acremente en clase, por ejemplo, la política económica de Martínez de Hoz. Por cierto, en la etapa subsiguiente, que se inició en 1983, aquel «orden plúmbeo», en lo académico, por lo menos, no se vio muy superado. La verdad, aunque no resulte a todos grata, es preferible decirla 1161. En el campo normativo, en el mismo mes de marzo de 1976 se dictó la ley nº 21.276 para regir la vida universitaria, desapareciendo todo rastro de participación docente y estudiantil en la conducción de ella. Los decanos y rectores serían designados por el Ministerio de Cultura y Educación, prohibiéndose en los ámbitos universitarios todo tipo de adoctrinamiento, propaganda, proselitismo o agitación de carácter político o gremial. Más adelante, la ley 21.533 estableció que el nombramiento de decanos y rectores sería del resorte directo del poder ejecutivo nacional y no del ministro del ramo. Ulteriormente se creó el Consejo de Rectores de las Universidades Nacionales para coordinar la labor de la enseñanza superior en todo el país También se clausuró la Universidad de Lujan. La ley orgánica de universidades nacionales, n° 22.207 de abril de 1980, intentó normalizarlas definitivamente. Además de las prohibiciones ya establecidas en la ley 21.276 que señaláramos, se estableció que ni rectores ni decanos podían desempeñar cargos político-partidarios o gremiales. Las universidades podían ser intervenidas por el presidente de la República determinándose las causales de esas medidas. Los rectores serían designados por éste a propuesta del ministerio de Cultura y Educación. El consejo superior de cada universidad se conformaría con el rector, decanos de las facultades respectivas y representantes de los profesores, pero no de los alumnos. Los decanos serían designados por el poder ejecutivo nacional a propuesta del rector, y serían miembros del consejo académico de cada facultad el decano, vice-decano y representantes de los profesores. Esquema bien verticalista, pues. Se accedería a la cátedra mediante concurso, y se dejaba abierta la posibilidad del arancelamiento de los estudios.
Los partidos políticos entre 1973 y 1980 En las elecciones de marzo de 1973, el FREJULI obtuvo todos los cargos de gobernadores provinciales menos los de Neuquén y Santiago del Estero, 139 bancas en la cámara de diputados, seguido por el radicalismo con 51. En el Senado, como en diputados, tuvo también mayoría absoluta con 44 senadores, mientras el radicalismo obtenía sólo 12 escaños. Partidos menores obtuvieron en ambas cámaras magras representaciones. Mientras, en las elecciones presidenciales de septiembre de 1973 se asistió a unos comicios sin proscripciones, por primera vez en más de veinte años. Ya se sabe que la fórmula del FREJULI, Perón-Perón, fue prácticamente plebiscitada. En febrero de 1974, Perón, mediante un decreto derogaba el Estatuto de los partidos políticos sancionado por la ley 19.102 dictada en tiempos de Lanusse, poniendo en vigencia nuevamente la ley 16.652 sancionada durante la presidencia de Illia y que estructuraba y ponía en funcionamiento a las fuerzas políticas. En el capítulo anterior ya hemos sintetizado lo más pertinente de estas dos leyes. En los considerandos del decreto de Perón, se disponía iniciar los estudios para proyectar una nueva ley orgánica al respecto. Los partidos que actuaron en el período 1973-1976, fueron: 1) El justicialismo. Infiltrado por la izquierda, a su llegada definitiva, Perón le impuso el sesgo verticalista que lo caracterizara. Luego de la muerte de éste, se detecta una línea de extrema derecha, con el presunto liderazgo de Isabel que en realidad ejercía entre bambalinas López Rega. A éste se oponían los «históricos», encabezados por Luder, Robledo, Cafiero y otros; esa línea ortodoxa estaba aliada a la conducción sindical con ciertos condicionamientos, habiendo logrado un buen éxito con el extrañamiento de López Rega al promediar 1975; 2) La Unión Cívica Radical. Al liderazgo de Balbín, que duró hasta su muerte en 1981, se visualizaba en la oposición a Raúl R. Alfonsín, que no admitía la postura dialoguista y prudente respecto del peronismo que esgrimía el primero. El sector alfonsinista, afín a los postulados de la socialdemocracia, era pues fiel a la actitud oposicionista cerrada que había caracterizado al radicalismo después de la muerte de Alvear; 3) Se conformó para ambas elecciones de 1973, una coalición entre los seguidores de Francisco Manrique, la democracia progresista, y conservadores de Córdoba y Mendoza, que se denominó Alianza Popular Federalista proclamando la fórmula Manrique-Martínez Raymonda. En su momento, muchos de sus integrantes habían mirado con simpatía a la Revolución Argentina, y hasta colaborado con ella. En las dos elecciones la Alianza no llegó al 15% de los votos; 4) Como respuesta al sector ortodoxo del peronismo, sectores proclives y aun militantes de la Organización Montoneros, conformaron un Partido Auténtico, financiado por aquella. La única participación electoral que le cupo fue en Misiones, en comicios de abril de 1975 para elegir gobernador, logrando sólo el 9% de los votos. A fines de 1975, el gobierno de la esposa de Perón lo declaró ilegal; 5) Otros partidos que concitaron irrelevantes expresiones de adhesión, fueron: el Frente de Izquierda Popular, cuyo orientador fue Jorge Abelardo Ramos; el Movimiento de Integración y Desarrollo de Arturo Frondizi; varias fracciones en que se dividió el socialismo; la Fuerza Federalista Popular, que nucleaba a diversos partidos provinciales con actitudes conservadoras; y la democracia cristiana. El Proceso disolvió y puso en venta los bienes de partidos de tendencia izquierdista extrema como el Partido Socialista de los Trabajadores, el Partido Comunista Revolucionario, el Partido Obrero Trotsquista, etc. Pero a los partidos que se consideraban en-marcados en el respeto a la Constitución Nacional, a diferencia de la Revolución Argentina que los disolvió, solamente se les ordenó la suspensión de sus actividades y se les respetaron sus bienes y personalidad jurídica. A pesar de esa veda, los partidos criticaron muchos actos del Proceso. Además, salvo figuras del justicialismo, hombres del radicalismo, de la democracia progresista, del socialismo, del conservadorismo, del desarrollismo, desempeñaron cargos en el servicio diplomático y en las municipalidades, nombrados por el Proceso. Sin convicciones referidas a una pronta salida electoral, al promediar 1979, Videla abrió el diálogo con las corrientes políticas. Analizaremos luego la actividad partidaria que desembocó en la salida electoral de 1983.
En el campo económico-social (1976-1983) Al iniciarse la gestión de Videla, la deuda extrema sobrepasaba los 9.000 millones de dólares, presentaba dificultades el sector extremo de la economía, había descendido la producción y por ende el producto bruto interno, la inflación era altísima 1162, el sindicalismo ejercía una excesiva presión e influencia. Sostiene Di Tella: «Irónicamente, seis años después, con excepción de la reducción del poder sindical efectivamente conseguida, pero que no llevó a la disminución de la inflación, el gobierno militar había empeorado todos y cada uno de estos índices, demostrando quizás las raíces profundas de algunos de los problemas del país»1163. José Alfredo Martínez de Hoz se mantuvo en el ministerio de Economía durante los cinco años que duró el gobierno de Videla. A la inestabilidad ministerial en ese ramo que caracterizó al período 1973-1976, ahora se asistió a una continuidad que veremos no bastó para encarrilar ese maltrecho sector de la vida nacional. Martínez de Hoz liberó precios, que crecieron, y congeló los salarios, lo que les hizo perder valor adquisitivo. Ante el fuerte déficit fiscal, provocado entre otras causas por el aumento del 24% en el número de empleados públicos entre fines de 1972 y fines de 1975, se propusieron y tomaron diversas medidas tendientes a disminuirlo, creando por ejemplo nuevos impuestos como los que gravaban el patrimonio neto, los beneficios eventuales, diversas imposiciones llamadas «de emergencia’’, etc. Otros impuestos fueron aumentados, con lo que creció notoriamente la presión impositiva. Se dejó sin efecto la nacionalización de los depósitos bancarios y se dispuso suprimir la emisión monetaria. Se procuró estabilizar el mercado cambiario, unificándolo y eliminando el mercado negro. A pesar de un atisbo de baja considerable de la inflación en julio de 1976, luego ella se estabilizó en un porcentaje que fluctuaba entre un 7 y un 10% mensual, cifra demasiada alta teniendo en cuenta el esfuerzo que a los sectores más débiles se les imponía en pos del logro de la estabilización. El plan de Martínez de Hoz se proponía potenciar los sectores agropecuario, industrial y energético, logrando en este último campo autoabastecimiento petrolífero. Al respecto merece elogios el régimen de promoción industrial en provincias patagónicas: Río Negro, Neuquén, La Pampa, Chubut, Santa Cruz y territorio de Tierra del Fuego; el método utilizado era el de las franquicias impositivas. En el ámbito agropecuario se produjo un crecimiento marcado de la producción de granos. La rebaja de los aranceles de importación, acentuada a partir de 1978, produjo una invasión de productos de origen foráneo que atentó por sobre todo contra la producción industrial la que tampoco estaba en condiciones de exportar, pues el dólar estaba notoriamente devaluado en relación con nuestra moneda. Este dólar barato generó una fuga de divisas ganadas en nuestro país por empresarios exitosos que las depositaban en bancos fuera del país o invirtiendo en el extranjero, para asegurarse de cualquier ulterioridad devaluatoria que preveían. La ciase media especialmente, gastaba los dólares baratos en turismo al exterior, regresando con abundantes bienes suntuarios o prescindibles en su mayoría. La cuenta corriente argentina que era superavitaria en más de 2.000 millones de dólares en 1978, en 1980 sería deficitaria nada menos que en 5.700 millones de ese signo monetario. Lo más serio ocurrió al intensificarse una especulación financiera feroz, dado que la conducción económica tuvo la infeliz idea de pautar para el futuro la oscilación del dólar, cosa que se denominó «tablita cambiaría». Capitales extranjeros, «golondrinas» en la jerga popular, se introducían no para generar inversiones productivas, sino para cambiarlos por moneda argentina. ésta era colocada a plazo fijo en lapsos más bien reducidos de tiempo, obteniendo intereses leoninos por parte de los bancos, pues las tasas de intereses eran completamente libres; esos depósitos, además, contaban con la garantía del Banco Central. Transcurrido el plazo de imposición, el dinero invertido se volvía a convertir en dólares y esos capitales emigraban, obteniendo ganancias fabulosas en relación con las que podían obtenerse en los mismos países centrales. La legislación dictada para incentivar la radicación de capitales del exterior a fin de incentivar la producción y dar trabajo fracasó. Lejos de ello, esos capitales especularon desenfrenadamente, originando lo que el vulgo llamó «patria financiera». Empresarios agropecuarios e industriales, con fuentes de producción escasamente rentables o deficitarias, las vendieron o malvendieron, y con el capital obtenido entraron en el juego especulativo bancario o de las llamadas «mesas de dinero», clandestinas, en lo que parecía ser lo único que daba ganancias. Además, las altísimas tasas pagadas por un sistema bancario sobredimensionado y en loca competencia, encarecieron notoriamente el crédito para la producción, lo que acentuó la destrucción del aparato productivo. Por ello, el producto bruto interno que en 1977 subió un 4,9%, en 1978 bajó más del 3%. Y como si esto fuera poco, el peligro de guerra con Chile en 1978 llevó a una fuerte compra de armamentos que elevó aun más el endeudamiento externo. Tampoco funcionó el sistema privatizador de las empresas públicas que se había proyectado. Sólo alguna empresa menor pasó a manos privadas. Los grandes pulpos estatales. Gas del Estado, Ferrocarriles, Teléfonos, Agua y Energía, etc., continuaron indemnes succionando enormes sumas al Tesoro. Por el contrario, la Compañía ítalo Argentina de Electricidad fue comprada por el Estado, lo que levantó una ola de suspicacias debido a que Martínez de Hoz había sido vicepresidente de su directorio antes de ser ministro. Los frutos amargos de la política económica implementada comenzaron a visualizarse nítidamente hacia 1980. Una deuda externa más que cuadruplicada pues orillaba los 40 mil millones de dólares en 1982, cosa que nos hace recordar el mismo fenómeno ocurrido entre 1880 y 1890; sectores industriales hundidos con la consiguiente tasa de desocupación aumentada. En ese año 1980 comenzó la quiebra de bancos: el de intercambio Regional, Los Andes, Oddone, Hispano Corfin y otros. Entró a campear la desconfianza de los ahorristas con el consiguiente retiro de fondos y su envío al exterior. En marzo de 1981, con el relevo de Videla se produce el de Martínez de Hoz, el que al marcharse manifestó impertérrito: «Me voy con la satisfacción del deber cumplido»1164. Había transformado una economía de producción en un proceso de frenética especulación. La responsabilidad en buena medida la tenía el plagio de las recetas de la escuela de Chicago en la concepción de Harry Johnson, prototipo elucubrado para una realidad económico-financiera casi se podría decir totalmente distinta a la nuestra. Muchas veces en la República los ideólogos tienen la última palabra. Entre 1981 y 1983 se asistió a un nuevo desfile de ministros: Lorenzo Sigaut, Domina Cavallo, Roberto T. Alemann, José María Dagnino Pastore, Jorge Wehbe, con sus remedios devalúatorios 1165, y la consecuente eliminación de la «tablita cambiaría», incremento de tarifas de servicios públicos e impuestos, congelación del gasto público y de los salarios. Las secuelas de recesión e inflación desatada, se hicieron presentes, junto con la caída del salario real y más desocupación y distorsión de los precios relativos 1166. En cuanto a la actividad sindical ella fue suspendida, se intervinieron la CGT y las 62 Organizaciones, además de numerosos sindicatos, se prohibieron las huelgas, a pesar de lo cual hubo algunas. Martínez de Hoz quería derogar la ley de contrato de trabajo dictada en 1974, pero el ministro de Trabajo, Tomás Liendo, logró que solo se modificara para morigerar en general la tendencia de la ley a favor del sector obrero. En cuanto a los salarios, so pretexto de detener la presión inflacionaria, se dispuso que era facultad del presidente variar el salario mínimo y vital, que ya no era móvil, desechando las convenciones colectivas de trabajo. Una nueva ley de asociaciones profesionales dictada en 1979, prohibió actividades políticas de ellas, se les quitó la administración de las obras sociales y se tomaban medidas que significaban la disolución de la CGT; recién rehabilitada por otra ley de junio de 1983. Se declaró la prescindibilidad de los empleados públicos y se abolió el fuero sindical. No obstante la actividad sindical se desarrollaba, pero los grupos gremiales no se destacaban precisamente por su unidad. Hubo dos nucleamientos denominados según las calles donde estaban sus sedes respectivas: la CGT Brasil, con Saúl Ubaldini como secretario general, y la CGT Azopardo, de conducción colegiada. Ambos sectores confluyeron en vísperas de las elecciones de 1983 1166 bis.
Política internacional La represión de la subversión provocó contra el gobierno del Proceso reacciones internacionales. El gobierno de James Carter en los EEUU, comenzó a retacear la ayuda militar a aquellos países donde consideraba se actuaba con extrema dureza contra la guerrilla, casos de Uruguay, Paraguay, Chile, Brasil, Guatemala y Argentina. Invocando el principio de no intervención en los asuntos interiores de cada nación, el gobierno de Videla y sectores de la opinión pública rechazaron las presiones. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos, envió a nuestro país una delegación para recabar informes debido a las denuncias formuladas sobre violación de los derechos humanos. Los enviados se reunieron con dirigentes políticos y sindicales, tomó notas de acusaciones, visitó cárceles. El informe que produjeron señaló atentados contra la vida, apremios ilegales y torturas. Pero en general, las usinas ideológicas que en Europa y en los EEUU condenaban esas violaciones, se abstenían o eran muy parcas en consultar la causa que había provocado lo que se llamó terrorismo de Estado y que no era sino el terrorismo guerrillero. Con EEUU, se volvió a chocar con motivo de la invasión de la Unión Soviética a Afganistán a fines de 1979. La administración Carter decidió en represalia no vender cereales a Rusia, e invitó a otros países proveedores, entre ellos al nuestro, a proceder en el mismo sentido. Esta adhesión nos hubiera colocado en una situación grave, dado que Rusia era uno de los países compradores más importantes de esos productos en Argentina. Nuestro gobierno procedió elogiablemente: condenó en las Naciones Unidas el atropello al pueblo afgano pero se negó de plano a plegarse al bloqueo comercial. Trascendió que EEUU había resuelto el embargo una vez vendida su cosecha, cuando nosotros recién iniciábamos las tratativas de venta, según el informe del embajador argentino en Washington Aja Espil 1167.
La cuestión del Beagle El problema internacional más grave que Argentina hubo de afrontar mientras gobernó el Proceso, fue la cuestión del canal de Beagle. Oportunamente en este trabajo dimos noticia de las cláusulas del Tratado limítrofe con Chile de 1881. El trazado de los límites convenidos en el papel, casi desencadenó la guerra en dos oportunidades, a fines de los años 1898 y 1901. Es que dicho Tratado no brilló ciertamente por su precisión. Así el artículo 3° del mismo especificaba: «En cuanto a las islas, pertenecerán a la República Argentina la isla de los Estados, los islotes próximamente inmediatos a ésta y las demás islas que haya sobre el Atlántico al oriente de la Tierra del Fuego y costas orientales de la Patagonia; y pertenecerán a Chile todas las islas al sur del canal «Beagle» hasta el Cabo de Hornos y las que haya al occidente de la Tierra del Fuego». La primera dificultad era establecer el largo del canal de Beagle y su verdadera dirección. La cuestión se despejó cuando en un Protocolo Adicional y Aclaratorio firmado en 1893, se especificó: «Chile no puede pretender punto alguno hacia el Océano Atlántico, como la República Argentina no puede pretenderlo hacia el Pacífico» (artículo 2°). Los pactos de mayo de 1902 confirmaron este principio biocéanico. La línea divisoria entre ambos océanos es el meridiano del cabo de Hornos, ubicado a los 67°, 16', 15" de longitud oeste según se ha aceptado desde antiguo por las cartas marinas de todo el mundo, admitido así por la Conferencia de Londres de 1919 y confirmado más recientemente la Oficina Hidrográfica Internacional en 1953. Aunque Chile no había objetado hasta 1954 esta línea, desde esta fecha empezó mañosamente a ostentar la teoría del «Arco de las Antillas Australes», fundada en que la Cordillera, al hundirse en las aguas, se dirige hacia el este y penetra en el Atlántico, pretendiendo el país trasandino que esa sería la línea divisoria entre los dos océanos 1168. Si de acuerdo a la opinión científica mundial, el límite entre el Pacífico y el Atlántico es el mencionado meridiano, no cabía ninguna duda que las islas Picton, Nueva y Lennox debían ser argentinas, pues se hallan al este de dicha línea. Tampoco podía admitirse que esas islas estuviesen al sur del canal de Beagle dado que aun cuando éste corriera estrictamente de oeste a este, no terminaría en el cabo San Pío pues no existe canal sin contracosta y ésta acaba en la isla Navarino, situada bastante más al oeste del mencionado cabo y también al oeste de las tres mencionadas islas 1169. La cosa se complicó más para Chile, cuando el capitán Sáenz Valiente, a principios de siglo, «demostró que el cauce más profundo del canal de Beagle tuerce hacia el sur entre las islas Picton y Navarino... Redefiniendo al canal de Beagle en virtud de este descubrimiento geográfico, las islas Picton, Nueva y Lennox pasarían a estar ya no al Sur del Canal, sino al este la primera y fuera del alcance referencial del mismo las otras dos»1170. Agreguemos que, por otra parte, las tres islas habían sido ocupadas desde 1892 por nuestros vecinos, lo que constituía sin duda una usurpación. Hemos mencionado los pactos de 1902. Uno de ellos se firmó el 28 de mayo, denominado Tratado General de Arbitraje. Arbitro sería el gobierno de S. M. Británica, pero el artículo 1° prescribe que ella resolvería las controversias «en cuanto no afecten a los preceptos constitucionales de uno u otro país», y previo compromiso de arbitraje entre las partes en el cual se fijarían «los puntos, cuestiones o divergencias» y «la amplitud de los poderes del arbitro» (artículo 4°). Sin embargo, el artículo 5° admitía que cualquiera de las partes podía acudir unilateralmente al árbitro para que éste fijara el susodicho compromiso. El artículo 15° fijaba en diez años la duración del Tratado, pero si no era denunciado seis meses antes de su vencimiento, se tendría por renovado por otros diez años y así sucesivamente. Planteado ya el conflicto a partir de 1904, en 1967 el gobierno chileno, invocando el art. 5° del Tratado general de arbitraje de 1902, requirió la decisión del gobierno británico prevista en él para dilucidar la cuestión. Nuestro gobierno de ese entonces, presidido por el general Onganía, propuso previamente la firma de un compromiso arbitral e hizo la observación de que en 1964 ambos países habían coincidido en dejar librada la disputa al fallo de la Corte Internacional de Justicia de La Haya. Es que ya por entonces Argentina se había formado conciencia de que no podía dejar librada la solución del problema a un árbitro que nos había usurpado las Islas Malvinas, dado que, como expresa Arturo L. Medrano: «Si la reina de Inglaterra hubiese condenado la ocupación que han hecho los chilenos de las islas Picton, Lennox y Nueva, quedaba implícito que también condenaba la ocupación que los ingleses han hecho de las islas Malvinas»1171. Argentina también advertía, en ese documento de 1967, que en el caso de que el país vecino insistiese en la aplicación del artículo 5° del Tratado de 1902, nuestra Nación haría valer el artículo 1° en cuanto el conflicto afectaba preceptos de la Constitución Nacional. Chile persistió, e Inglaterra, contra derecho, admitió la solicitud chilena. Muy lamentablemente, el gobierno de Alejandro A. Lanusse, en julio del año 1971, varió la posición de 1967 y cometió el error garrafal de aceptar el arbitraje británico con algunas modificaciones. Se nombraba una Corte Arbitral compuesta por cinco jueces de las siguientes nacionalidades: un norteamericano, un inglés, un francés, un nigeriano y un sueco. Este falleció antes de cumplir su cometido y no fue sustituido. El fallo comprendería lo atinente a la soberanía sobre las tres islas y a las jurisdicciones marítimas que pertenecerían a uno y otro país en la zona discutida. Dicha decisión sería comunicada a la Corona británica que podía o no aprobar esa resolución, pero sin tener jurisdicción para modificarla. Así se sometía al arbitrio de terceros una cuestión de soberanía sobre territorios estratégicos, no respetándose el principio del uti possidetis juris en 1810; el compromiso no fue ratificado por el Congreso, aunque una opinión tan autorizada como la de Artemio Luis Melo rechaza este último argumento, pues un gobierno de facto durante su gestión tiene facultades legislativas y la administración de Lanusse ratificó el tratado que luego fue consentido por el Congreso reunido entre 1973 y 1976 1172. El 5 de abril de 1972, con la habitual rapidez de nuestra diplomacia para firmar compromisos de consecuencias onerosas, se suscribió un nuevo «Tratado general sobre solución judicial de controversias», que regiría por diez años, y justifica la lúcida crítica el profesor Melo: «lleva la política del pacifismo de la Argentina al extremo de admitir la utópica suposición de que en el plano de las relaciones interestatales se puede aplicar, en esta etapa de la organización internacional, la vigencia de un ordenamiento jurisdiccional equiparable al que rige en el orden interno de los Estados soberanos», ignorando «la ausencia de una legislación internacional aceptada por todos los Estados» y «la carencia de un tribunal internacional con jurisdicción obligatoria», pues la doctrina y la costumbre predominantes «descartan al arbitraje obligatorio y, más aun, al proceso judicial» para resolver conflictos internacionales, acudiendo en cambio a la negociación directa, la conciliación, la mediación, el recurso a organismos regionales, etc. 1172 bis. La Corte -cuyo presidente fue el inglés Geraid Fitzmaurice, con lo que esto implicaba- en su laudo arbitral de 1977 consideró que el canal de Beagle tiene dos brazos: Uno septentrional, de oeste a este, hasta el cabo San Pío, y otro meridional, de norte a sur, que separa la isla chilena de Navarino de las islas en disputa Picton y Lennox, sosteniendo que el canal se abriría a la altura del norte de la Picton, cosa que desde el Capitán Sáenz Valiente en adelante la ciencia geográfica ha rechazado. El tribunal interpreta que el Tratado de 1881 se refiere al brazo septentrional. De ello dedujo lógicamente que las tres islas estaban al sur del canal de Beagle, y por ello decidía que ellas debían pertenecer a Chile. La Corte desestimó el principio del uti possidetis juris, que los dos países involucrados se habían comprometido a respetar en el Tratado de 1855, y el principio bioceánico tan claramente adoptado en el Protocolo de 1893. En cuanto a las aguas del canal de Beagle que separan el sector argentino de Tierra del Fuego de las islas chilenas de Navarino, Hoste, etc., la Corte trazó una línea que las dividía en dos sectores: el norte, cuyas aguas serían de jurisdicción argentina, y las del sur chilenas. Este fallo conllevaba secuelas mucho más severas para Argentina que el simple reconocimiento de la soberanía chilena sobre las tres islas en cuestión: a partir de las costas orientales de ellas, Chile se apropiaría de un mar territorial de 200 millas de extensión. Es que tanto Argentina en 1966 como Chile en 1947, cosa que hicieron otros países americanos en distintos momentos, habían reivindicado su soberanía sobre franjas de ese ancho a partir de sus costas con ambos océanos. Ese pedazo de mar territorial, que se encontraba en pleno Océano Atlántico, poseía una plataforma continental no muy profunda, que no la tiene el Pacífico, y de allí la apetencia chilena. Y en esa plataforma atlántica, casi seguramente, se albergan yacimientos de gas y de petróleo, como lo denuncian las prospecciones efectuadas en el Estrecho de Magallanes y en la zona antártica, además de su riqueza ictícola y la probable existencia de nódulos metálicos. ¿Cómo se pudo dejar al arbitraje de ciudadanos de especuladoras naciones como EEUU, Francia e Inglaterra, resolver una cuestión semejante que involucraba una eventual colaboración entre la alta tecnología y capitales de tales potencias con las posibilidades geográficas que se le abrían a Chile, a fin de explotar tales tesoros? El 25 de enero de 1978, el gobierno de Videla declaró nulo el fallo antedicho por haber incurrido la Corte, según la síntesis efectuada por Juan Archibaldo Lanús, en las siguientes anomalías:1) Exceso de poder; 2) Defectos de fundamentación; 3) Errores esenciales de Derecho; 4) Contradicciones y parcialidad; 5) Tergiversación de los argumentos argentinos; 6) Trasgresión de la defensa en juicio (página 242). Chile, lógicamente, aceptó la decisión plenamente. Seguidamente se entró a negociar en un clima de tirantez evidente. En febrero Argentina condicionó la aceptación del fallo a que Chile limitara su mar territorial a 12 millas al este de la costa de la isla Nueva, dirigiéndose el linde marítimo desde allí mediante una línea cruzada hacia el cabo de Hornos, lugar desde el cual se retornaría al principio bioceánico. El 20 de febrero se firmó el Acta de Puerto Montt. En ella se estableció un sistema de negociaciones para hallarle salida pacífica al entredicho, sin que ello significase modificar la posición de cada país frente al laudo arbitral. Al término de este evento, el presidente chileno Pinochet pronunció palabras que los argentinos consideraron agresivas, contestadas tibiamente por Videla. Entre octubre y diciembre de 1978 las tratativas no avanzaron para nada. Y en la segunda quincena de este último mes los aprestos bélicos se volvieron febriles y todo hacía presumir una Navidad sangrienta. Entonces, Argentina envió misiones diplomáticas a Estados Unidos y al Vaticano para que informasen de la gravedad de la situación y sugirieran una mediación. Del primer país sólo se oyó una condena a la posición argentina por sobre todo si hacía uso de la fuerza; además los norteamericanos demostraron conocer los argumentos chilenos solamente 1172 ter. En cambio la Santa Sede reaccionó con presteza. Juan Pablo II pidió una suspensión de los preparativos marciales y el 26 de diciembre ya estaba en Buenos Aires el cardenal Antonio Samoré, enviado por el Sumo Pontífice, y aceptado como mediador por Argentina, y luego por Chile. En Montevideo, el 8 de enero de 1979, se firmó el Acta aprobando de consuno la mediación papal. Aclaremos que, lógicamente, la misión crucial de Juan Pablo II era lograr la paz, acercando las partes al diálogo. Era mediador, y no árbitro. En cambio. Argentina y Chile, aun descartando definitivamente la guerra, tenían la obligación de bregar por sus soberanías en la zona. La propuesta papal, una especie de papel de trabajo, lo conocieron, sólo los diplomáticos, en diciembre de 1980. Por ella, Argentina perdería, además de las tres islas en conflicto, otras no incluidas en la cuestión: Augusto, Cutt, Terhalten, Sesambre, Evout, Freycinet, Deceit, Barnevelt, y la parte atlántica de las islas Wollaston, Herschel y de Hornos. La línea divisoria de las soberanías marítimas de ambas naciones, se trazaría a 12 millas al este de las islas citadas, lo que implicaba una fuerte penetración chilena en el Atlántico hasta el cabo de Hornos, aunque el mar territorial se reducía a tres millas y a pesar de que se creara una zona de explotación común y concertada de recursos en el agua, lecho marino, subsuelo, etc. Esto comprometía nuestros argumentos en cuanto a la soberanía sobre la Antártida, Islas Malvinas y de Georgia del Sur y Sandwich del Sur. Del texto de la propuesta, surge asimismo que para el acceso argentino a Ushuaia, verbigracia, habría que transitar en un trecho aguas de soberanía chilena, aun por naves de guerra: «es preciso que se examinen facilidades para la navegación de buques argentinos por canales fueguinos» (punto 4-d concordante con punto 4-b) 1172 cuater. Chile aceptó in totum la sugerencia papal. Argentina opuso, como le correspondía, reservas. Sin embargo, la Santa Sede continuó suscitando el diálogo en vez de formular otra insinuación. Lo que sucede después de 1983, excede el ámbito previsto para nuestro trabajo, pero consignemos que la administración de Alfonsín convocó a un plebiscito popular no vinculante, y por ende no obligatorio para las autoridades constitucionales, a realizarse el 25 de noviembre de 1984. Quienes votasen por el «sí», se definían por la aceptación de un Tratado con Chile, ya redactado y conocido, pero aun no firmado, fruto de tratativas, siempre apuradas, en el marco de la mediación papal, aunque al cardenal Samoré, por supuesto, no podemos cargar la culpa de nuestras torpezas. La propaganda alfonsinista, extremadamente persistente y costosa, que involucraba por lo menos una maniobra psicológica tendenciosa, buscada réditos políticos. Al electorado se le repitió hasta el hartazgo que votar por el sí era hacerlo por la paz, y sufragar por el «no» era decidirse por la guerra. Esto, evidentemente, no tenía por qué ser así, pero el objetivo se logró. El «sí» obtuvo el 81,13% de los sufragios, el «no» un 17,24%. Cuatro días después del plebiscito, se firmó el «Tratado de Paz y Amistad» con Chile en la Santa Sede, que ratificó el Congreso en marzo de 1985, aunque en el Senado por un solo voto de diferencia. Escuetamente digamos que aquella Argentina orientada por Alfonsín, aceptó, además de la pérdida de las tres islas en cuestión, el menoscabo de otras que no lo estaban: Augusto, Cutt, Terhalten, Sesambre, Evout, Freycinet, Deceit, Barnevelt, y la parte atlántica de las islas Wollaston, Herschel y de Hornos, ésta con el Cabo homónimo y todo. Chile por este Tratado, penetró en el Atlántico, con derechos a la explotación económica exclusiva, en una especie de cuadrado, deslindado sobre dicho Océano, de alrededor de 10.000 kilómetros cuadrados; su vértice sudeste está ubicado en la intersección del paralelo de 56° 22' de latitud sur con el meridiano de los 65° 43' de longitud oeste. El lado sur de este cuadrado aproximativo remata en el meridiano de los 67° 16' que, como hemos visto, divide los dos océanos. Desde este punto se retoma el principio bioceánico, con zonas económicas exclusivas para Chile al occidente de dicho meridiano de 67° 16' y de Argentina al oriente, pero sólo hasta el paralelo de 58° 21' de latitud sur. Véase lo que dice el artículo 7° del documento: «Al sur del punto final del límite (punto F), la Zona Económica Exclusiva de la República de Chile se prolongará hasta la distancia permitida por el derecho internacional, al Occidente del meridiano 67° 16' de longitud oeste, deslindando al Oriente con el alta mar». En buen romance, al sur del paralelo de 58° 21', Chile tiene zona económica exclusiva. Argentina, no, sólo tiene «alta mar». Asimismo se reconoció la soberanía chilena sobre el Estrecho de Magallanes y se perdió todo control sobre los tres pasos interoceánicos: Beagle, Magallanes y Drake. Así fue admitido por el subsecretario de Asuntos Australes y Limítrofes Marcelo Delpech 1173. Con los 10.000 km2 cedidos en el Atlántico, Argentina se desprendió de gran parte de la plataforma continental explotable (gas, petróleo, pesca y otros recursos impredecibles), pero además, en el Tratado se establece su renuncia «a toda forma de amenaza o uso de la fuerza y de adoptar toda otra medida que pueda alterar la armonía en cualquier sector de sus relaciones mutuas... su obligación de solucionar siempre y exclusivamente por medios pacíficos todas las controversias, de cualquier naturaleza, que por cualquier causa hayan surgido o puedan surgir entre ellas» (artículo 2°), debiéndose apelar solamente a la negociación directa, a la conciliación, y si ésta fracasase, al arbitraje, al infaltable arbitraje. A estos efectos se estipula un tribunal de cinco miembros, de los cuales dos, uno por cada país, son nombrados por ellos; los otros tres, si no hay acuerdo entre Argentina y Chile, los nominará el gobierno suizo. La sentencia de este tribunal será obligatoria, definitiva e inapelable (artículo 36° del Anexo nº 1). ¡Qué constante vocación europeísta y al arbitraje compulsivo de nuestras sucesivas cancillerías, hijas de la filosofía sarmientista y alberdiana para la que nuestro mal era –y parece seguir siendo– el exceso de territorio, con excepciones que no hacen sino confirmar la regla! El lamentable desacierto se consagró completo, porque en este Tratado de 1984 se dejó de lado el principio existente en el Tratado de 1902, y aun en el de 1972, de que toda sentencia arbitral no debía afectar los preceptos constitucionales de uno u otro país. El profesor Melo se ha preguntado: «¿Por qué se abandonó esta cláusula fundamental para salvaguardar la soberanía de la República en el Tratado de Paz y Amistad de 1984 con Chile? ¿No reparó nuestra diplomacia que así cruzaba el límite que separa el arbitraje de jurisdicción facultativa del arbitraje de jurisdicción obligatoria o compulsiva...?» Y ya refiriéndose a la cuestión de Lago del Desierto, manifiesta: «Los resultados están a la vista: hoy la Argentina, por el Tratado de Paz y Amistad de 1984, se encuentra en una situación de encierro total y prácticamente definitivo»1173 bis. Es de presumir que Chile aproveche el resultado para continuar planteando cuestiones limítrofes, o vaya a saberse de qué índole. ¡Y pensar que tantos votaron en el plebiscito por el «sí», creyendo que con esto se aseguraba la paz definitivamente, como cuando la generación del 80, a través de su líder, Roca, le puso la firma al Tratado de 1881!
|