1. La Conquista
Queremos dejar aclarado que no nos solazamos, ni tampoco asumimos una actitud peyorativa respecto de las culturas aborígenes cuando nos referimos, como lo hemos hecho en el capítulo anterior, a sus limitaciones y enormidades. Solamente constatamos una realidad histórica. Y partimos de la base que aquellos españoles de la Conquista, nosotros mismos, hombres del siglo XX, no somos sustantivamente superiores a nuestros hermanos aborígenes que nos precedieron en el hábitat americano. Al fin y al cabo, si rechazamos el incesto o los sacrificios humanos, o nos repugna el canibalismo, es por haber recibido el Mensaje superior que precisamente trajo España para esos naturales americanos.
Lo expuesto en el capítulo anterior creemos ayudará a comprender mejor las dificultades que tuvo España en la magna tarea de llevar todo su acervo cultural a las tierras descubiertas. Así tendrá más posibilidades de ser ecuánime el cúmulo de juicios de valor a verter frente a los sucesos que integran las etapas de la conquista, pacificación y poblamiento de América. La transculturación estuvo plagada de tropiezos vinculados con la propia flaqueza moral del conquistador, común por otra parte a todo el género humano, aunque, justo es decirlo, en el caso de España y los españoles, esas debilidades estuvieron matizadas con abundantes muestras de heroísmo y de grandeza. Pero insistimos, la propia situación cultural del indio planteó problemas harto difíciles de resolver, aunque las civilizaciones aborígenes hayan hecho aportes positivos.
Hablando de flaquezas, no debemos soslayar que la Conquista tuvo facetas de abusos, expoliaciones y excesos injustificables. Ernesto Sábato termina de escribir que “El mundo entero es una historia de invasiones, conquistas y mezclas” 68. Efectivamente. Todo el pasado del hombre y de las civilizaciones está constituido por una retahíla de bajezas, de pecados, a veces horrendos, que es verdad se matizan con actitudes virtuosas, en circunstancias, de notable volumen. Fue así en la cultura gestada a la vera del Mediterráneo, a la que pertenecemos. Lo fue en la propia América precolombina, como se he visto. Pero no puede dejar de decirse, a fuera de equitativos, que España, como potencia conquistadora, fue una excepción en dos sentidos. Primero, porque lo mejor de su inteligencia cuestionó jurídica y moralmente la invasión. Esto ha sido reconocido incluso por un Augusto Roa Bastos: “No debemos olvidar que la colonización española es el único caso en la historia de los imperios de Occidente que tuvo por contrapartida la insurgencia de un pensamiento condenatorio de la guerra de conquista y el surgimiento de una verdadera conciencia anticolonial, que fundamentó una filosofía moral y jurídica en el pensamiento y en la acción de los hombres más eminentes de la época, y que formó una arraigada tradición en la vida cultural española, entroncada con el pensamiento erasmiano” 69. Lo reconoce paladinamente el propio teólogo progresista Gustavo Gutiérrez:
“Es importante, sin embargo, recordar que sólo en España se tuvo el coraje de realizar un debate de envergadura sobre la legitimidad y justicia de la presencia europea en las Indias” 70. Esto es tan evidente que tal cuestionamiento dio origen con Francisco de Vitoria y la Escuela de Salamanca al nacimiento del derecho Internacional moderno. Recientemente, Jorge Ballesteros ha traído a colación conceptos del mejicano Carlos Fuentes, que según el propio Ballesteros, perteneciendo como pertenece a “la Izquierda culta y civilizada”, admite que “Vitoria y Suárez fueron los fundadores del Derecho Internacional, cuya médula es el reconocimiento, la protección y la defensa de los derechos humanos Individuales”. Agrega Ballesteros: “Fuentes no omitió un dato relevante: de las naciones europeas que participaron en la conquista de América -Inglaterra, Portugal, Francia, Holanda- hubo una sola, España, en la que se planteó en términos jurídicos y religiosos la situación de las poblaciones sometidas por la fuerza” 71. También últimamente, Mario Vargas Llosa ha recordado que aquella España “Introdujo en la civilización humana esos códigos de política y de moral que nos permiten condenar a los países fuertes que abusan de los débiles, rechazar el imperialismo y el colonialismo y defender los derechos humanos no sólo de nuestros contemporáneos, sino también de nuestros más remotos antepasados”. 72
En segundo término fue una excepción porque a nivel dirigencial en su más elevada expresión, actitud acompañada por lo más egregio del pensamiento español manifestado por juristas y teólogos y por vastos sectores de la comunidad Ibérica, se consideró a los Integrantes de los pueblos dominados como iguales a los peninsulares; España se propuso elevar a los aborígenes a su propio estadio cultural, aunque esto hubo mediocridades y codiciosos que no fueron capaces de asumirlo plenamente.
No debe nunca soslayarse que “la primera ley de la historia es no atreverse a mentir; la segunda no temer decir la verdad”, como lo aseverara el Papa León XIII. Hay desmanes de la Conquista que no tienen justificación alguna y ni siquiera pueden explicarse ubicándonos en aquella época “brutal y sanguinaria”, en el decir de Lewis Hanke. Así, por ejemplo, el tormento a que fue sometido el rey de Tetzcuco en Méjico, Cacama, por Pedro de Alvarado, dado que el oro que había entregado no le pareció suficiente al conquistador 73; o el robo vandálico de los tesoros del Zaque por Jiménez de Quesada en la conquista de Colombia 74 ; o la búsqueda de perlas en la isla Margarita por desgraciados indios que debían sumergirse en las profundidades del mar en tal demanda, circunstancias en que a veces se les reventaban tímpanos o pulmones 75; o la destrucción e incendio de la ciudad de Utatlán en Guatemala por el mismo Alvarado, a pesar de que los quichés habían planeado la masacre de los españoles mediante una treta 76.
En cambio, otros episodios aciagos, si no deben ser justificados, al menos exigen ser explanados con equidistancia. Hay una matanza en la conquista de Méjico que así lo demanda: la de Cholula. Para Sánchez, Cortés “hizo reunir a los cholultecas y, a mansalva, los atacó ferozmente. La matanza de Cholula, planeada a sangre fría, es un borrón moral para Cortés” 77. Morales Padrón, con su reconocida autoridad histórica explica, y en esto coinciden Carlos Pereyra y Rocinos, que los cholultecas, aliados de Moctezuma, recibieron a los españoles como huéspedes, pero esto encerraba una felonía puesto que tenían planeada la plena destrucción de Cortés y sus huestes con la colaboración de los aztecas. Cortés se adelantó al estallido del complot y produjo un tremendo escarmiento que según el propio jefe hispano produjo tres mil víctimas 78.
Salvador de Madariaga, que coincide asimismo con los tres historiadores citados, agrega otros pormenores: la parcialidad castigada había sacrificado españoles en su culto religioso. Debe acotarse también que fue en Cholula donde Cortés libertó a prisioneros aborígenes de otras parcialidades, cautivos en jaulas de madera donde eran cebados mientras esperaban ser sacrificados como parte del horroroso ritual 79. De tal manera que con estos hechos puntuales, la matanza de Cholula adquiere ribetes diferentes a los planteados por Sánchez.
Y cuándo éste autor se refiere, coincidiendo con fray Bartolomé de las Casas, a otro lúgubre episodio de la conquista de Méjico, la muerte por Alvarado, en ausencia de Cortés, de numerosos aztecas reunidos con motivo de la fiesta del mes Toxcatl en honor del dios Tezcatlipoca, lo hace en estos términos: “Alvarado cegado por la avaricia y la soberbia, cometió el desmán de interrumpir una ceremonia religiosa azteca, a la que asistían los más altos dignatarios de la Liga, provocando una situación de malestar profundo” 80. Olvida que los aztecas estaban completando contra Cortés aprovechando su ausencia y sus dificultades con Narváez 81.
Hay un crimen en la historia de la Conquista que ha merecido en general la condena de los estudiosos: el del Inca Atahualpa a manos de Francisco Pizarro, Diego de Almagro y un buen grupo de responsables. Se conoce el episodio; Atahualpa había cumplido su compromiso de entregar gruesas cantidades de oro y plata a cambio del respeto de su vida. Pero se le acusó, entre otras cosas, de haber muerto a su hermano Huáscar y de promover una rebelión contra los españoles, cosa esta última que según Morales Padrón no se puede negar 82. Se le ajustició faltando a la palabra empeñada, acto a todas luces incalificable 83. Morales Padrón destaca que Pizarro no quería el sacrificio de Atahualpa, pero una votación adversa de trescientos cincuenta votos contra cincuenta llevó a su triste destino al inca. Por otra parte, este autor puntualiza facetas positivas del conquistador del Perú: su conducta frente al indio fue templada evitando excesos de su hueste compuesta de rudos guerreros; al respecto dictó ordenanzas que velaban por la vida y los bienes de los aborígenes. Cuando conquista Cuzco, lo hace sin derramar una sola gota de sangre; lo mismo sucede en otros eventos. No admite en general actos de saqueo. Se lo ve falto de clemencia cuando se produce la rebelión de Manco Inca, pero es de acotarse que ella le cuesta la vida a su propio hermano Juan y a doscientos españoles. En el juicio comparativo con su finalmente rival Diego de Almagro, según el autor que citamos, éste último sale perjudicado 84.
Sin ánimo de justificar lo que no se puede excusar, y con el propósito de ilustrar al lector respecto de las costumbres aberrantes de la época, señalamos que la muerte de Huáscar estuvo rodeada de aspectos escalofriantes. Atahualpa decidió el triste fin de su hermano, quien le disputaba la primacía real. Pero según el relato de Garcilaso de la Vega hizo matar a doscientos hermanos suyos, hijos de Huayna Capac, además de sobrinos, tíos y parientes dentro y fuera del cuarto grado porque eran de sangre real: degollados, ahorcados, ahogados, despeñados. Dichos espectáculos debió contemplarlos el desdichado Huáscar; también cayeron así curacas y capitanes fíeles a éste. Finalmente, les tocó el turno a mujeres y niños de sangre real, previamente atormentados 85. Otros testigos citados por Carlos Pereyra, dan cuenta de que también fueron sacrificadas todas las concubinas favoritas de Huáscar, incluso algunas encintas, e hijos de éstas. Como si la salvajada fuera poca, con la cabeza de Huáscar, guarnecida en oro, Atahualpa bebía 86.
No todo fue vituperable en la Conquista. No es solamente la heroicidad ante el sufrimiento y la propia muerte, la estoica actitud ante geografías, climas y alimañas hostiles, la resistencia imperturbable frente al hambre y la sed. Hay ejemplos de conductas humanas benévolas y generosas, propias de la hidalguía española. La figura de Hernán Cortés es discutida por diversos hechos como la matanza de Cholula, o por las muertes de Cuauhtemoc y del señor de Tacuba, Tetepanquetzal, acusados de ser conspiradores; Bernal Díaz del Castillo considera que estos últimos fueron penados injustamente 87, pero Carlos Pereyra admite tal medida porque “o cortaba la cabeza de la rebelión o entregaba la suya, juntamente con la de todos sus compañeros” 88. Al margen del veredicto sobre estos episodios, hay aspectos del proceder del conquistador de Méjico altamente rescatables. Su gran biógrafo, Salvador de Madariaga, destaca que no era amigo del uso de las armas sin haber agotado los medios pacíficos 89. Luchó denodadamente contra los sacrificios humanos, la antropofagia y la sodomía de los aztecas, exhortándolos a respetarse considerando que todos los hombres somos hermanos 90. Esta es la causa de la destrucción de los ídolos, que alguna vez practicara Cortés personalmente; ellos estaban construidos con harina de semillas y legumbres mezclada con sangre de los corazones de los prisioneros sacrificados, y untados externamente con sangre de las sucesivas víctimas 91. Cortés consideraba correctamente que era menester erradicar de la conciencia de ese pueblo atormentado y al borde de la náusea, semejante carga moral. Su postura ante el indio dominado es generosa: practica la limosna asiduamente, es benévolo con el indio encomendado; funda hospitales, monasterios y centros educativos; apoya intensamente la obra misionera; no admite que los naturales sean destinados a sacar oro o que cultiven otras tierras que las que habitan 92. Cuando entra a funcionar la segunda Audiencia de Méjico, de la que fueron nervios motores apóstoles del fuste, de Sebastián Ramírez de Fuenleal y de Vasco de Quiroga, ante las medidas de ella prescribiendo el trato del aborigen como seres tan libres como los españoles, prohibiendo su esclavitud bajo pena de muerte, corrigiendo abusos, vedando el trabajo forzoso, organizando pueblos gobernados por alcaldes y regidores indios, fomentando la enseñanza religiosa, de artes y oficios y agrícola, Cortés estuvo en total acuerdo con esta política 93. Hay episodios que pintan de cuerpo entero al conquistador de Méjico; así, cuando el español Juan Polanco robó a un indio su ropa, fue castigado por su orden con cien azotes; a otro español, dé apellido Mora, que había sustraído gallinas a los naturales, le mandó ahorcar, salvándose por la clemente intervención de Alvarado que cortó la soga. Por orden suya, nadie podía cargar a un indio bajo pena de fuerte multa 94. Tzvetan Todorov manifiesta: “Cortés era muy popular entre los indios porque los trató mejor que los anteriores dominadores autóctonos, al punto que impone su voluntad a los representantes del emperador de España con la fuerza que le da el apoyo de los indios dispuestos a sublevarse a sus órdenes; en cambio se desconoce cuales eran los sentimientos que tenían los indios frente a Las Casas” 95.
Otra notable figura de la Conquista, esta vez en Perú, fue el licenciado Pedro de la Gasea. Su actuación allí debióse a que habiendo dispuesto Carlos V el cumplimiento estricto de las llamadas Leyes Nuevas, protectoras del aborigen según veremos, envió para efectivizar tal cometido al designado Virrey Blasco Núñez de Vela. Entre las imprudencias de éste y la codicia de los encomenderos bajo la férula de Gonzalo Pizarro, se viabilizó un clima de rebelión que al estallar terminó con el increíble degüello del Virrey. Esto originó la nominación de de la Gasea a los efectos de restaurar el orden; vencido Gonzalo de Pizarro en Jaquijahuana, y llevado al patíbulo el Jefe insurrecto, de la Gasea se entregó a la labor de pacificar y encaminar al Perú. Prescott lo señala como hombre “de una lealtad bien probada, de trato muy suave y de intrépida resolución, de porte humilde pero muy digno, de Intachable rectitud, de comprensión rápida y certera, maestro en el arte de conocer a los hombres y dueño de mucha práctica en los negocios públicos y aun en las cosas de la milicia” 96. El vencedor de Gonzalo Pizarro despreció todos los honores que se le quisieron tributar y rechazó resueltamente los donativos en oro y plata que españoles e indios agradecidos pretendieron hacerle aceptar por la prestación de sus servicios, aunque determinada suma la repartió entre los necesitados; es que de la Gasea fue fiel al viejo precepto de nuestra cultura: el buen político sirve a la comunidad y no admite ser servido por ella. La labor que emprendió en favor del indio fue encomiable: disminuyó el tributo que oblaban, logró que los servicios personales que prestaban fueran moderados; prohibió sacarlos de su vecindad, proscribió la esclavitud. Además reformó el régimen de gobierno de las ciudades y prescribió medidas para el manejo legal de la hacienda 97.
La culminación de la conquista de Costa Rica tuvo en Juan Vázquez de Coronado más que a un guerrero a un pacificador de las parcialidades aborígenes de la zona. Morales Padrón no hesita en calificarlo como a “uno de los más compasivos, inteligentes y activos conquistadores de América” 98. Merece párrafo especial la conquista de las Guayanas. Diversos inconvenientes la dificultaron; indios indómitos, naturaleza bravía, Inglaterra y Holanda que incitaban a los aborígenes contra los españoles. Sin embargo, apelando sólo a la persuasión y al uso de las armas espirituales, capuchinos y jesuitas lograron éxitos fundando ciudades y llevando la civilización a la región. 99
El Río de la Plata, la futura patria de los argentinos, ve colocados sus cimientos por hombres del calibre de Domingo Martínez de Irala, el primer gran caudillo en nuestras tierras, a cuya merced se debió prosperara el perdurable asentamiento de la ciudad madre de la cultura que nos identifica en estas regiones litoraleñas: Asunción del Paraguay. Juan de Garay, el gran vasco, otro caudillo de españoles y “mancebos de la tierra”, continuaría la obra del Martínez de Irala “abriéndole puertas a la tierra” mediante la fundación de Santa Fe y Buenos Aires, columnas maestras de la Argentina que nacía. Garay regaría con su sangre, a manos de los aborígenes, parto tan trascendental. Otra ciudad madre, en este caso del Tucumán, Santiago del Estero, de azarosa historia, encontraría en Juan Núñez de Prado, enviado lúcidamente por de la Gasea, a su fundador. Riesgosa y tormentosa historia porque clima y aborígenes estuvieron muchas veces por hacer tabla rasa con Santiago, como le ocurrió a Talavera, Córdoba del Calchaquí, Madrid de las Juntas, Concepción del Bermejo, Cañete, Londres, todas ciudades desaparecidas en la lucha epopéyica de la fundación de la Argentinidad. Pero la acción cimentadora de Irala, Garay, Núñez de Prado, Jerónimo Luis de Cabrera, éste también sacrificado en la gesta, y otros ilustres precursores, encontró en dos personajes a los artífices más esclarecidos de la Patria argentina del futuro. Me refiero en primer lugar al gobernador del Tucumán a fines del siglo XVI, Juan Ramírez de Velasco, hombre “mesurado, prudente. Justiciero”, protector de los indios 100. El fundador de La Rioja y de Jujuy hizo una gobernación progresista; Palacio lo llama “precursor de nuestro virreinato y profeta de la Argentina actual” 101, pues en sus notas al Rey preconiza separar al Río de la Plata, Cuyo y Paraguay, del Virreynato del Perú para conformar un nuevo vicerreino, atento a razones de alta política, geográficas y económicas. En su juicio de residencia obtuvo este galardón para su justa gloria: “por el buen proceder que “tuvo esté con pobreza notoria” 102. De tal manera que en la etapa hispánica, según parece, no todo fue “chupar el oro de América” de acuerdo al ligero e insidioso concepto de alguna antropóloga exaltada.
El otro arquetipo de aquella hora y de este medio fue el varias veces gobernador del Río de la Plata entre fines del siglo XVI y principios del siglo XVII, el criollo asunceño Hernando Arias de Saavedra, Hernandarias, quien estuvo presente en las fundaciones de Buenos Aires, Concepción del Bermejo y Corrientes. Sus preocupaciones fueron señeras: protección del aborigen en primer lugar. Sus Ordenanzas de 1603 al respecto prescriben, entre otras cosas, la vida en comunidad y educación de las parcialidades, la reglamentación de sus labores prohibiéndose el trabajo de los menores de quince años y de las menores de trece años, tanto como el de los mayores de sesenta años y las tareas en días sábados y días festivos. Se vedaban los traslados fuera del hábitat aborigen, reglamentándose la mita, prohibida para las mujeres. Se mandaba combatir la embriaguez y se prohibía el amancebamiento de indias con españoles 103.
La labor de Hernandarias fue proficua en muchos aspectos. Apoya a los jesuitas que comienzan la fundación de las famosas misiones guaraníticas, gloria de esa época, de las que ya daremos razón más adelante. Vigila y enfrenta la acción de los corsarios que merodean nuestras costas. Se preocupa por la educación en forma privativa. Recorre las vastas soledades de su gobernación donde hoy se desarrolla la empresa nacional argentina; es célebre su expedición hacia el sur, que aborda las proximidades del Río Negro, en una especie de toma de posesión de ese tesoro que la Providencia nos ha deparado: la Patagonia.
También transita la zona mesopotámica y la ribera norte del Río de la Plata en la Banda Oriental. Es gobernante preocupado por la frontera este con Portugal, ámbito extremadamente sensible; plantea la fundación de ciudades en ella que permitieran su custodia. Si sus sucesores hubiesen concretado el establecimiento de poblaciones sobre el Atlántico, cosa legítimamente posible en virtud de la línea demarcatoria del Tratado de Tordesillas, nuestra Argentina actual tendría litoral marítimo sobre ese Océano que es hoy brasileño. Lucha denodadamente contra el contrabando que en Buenos Aires practicaban poderosos funcionarios y hombres de negocios, lo cual le cuesta incluso la prisión, aunque consiguiera, luego de largo batallar, salir Indemne su honra en el juicio de residencia. Según Molina, el gran criollo salió del Gobierno “tan pobre como antes”: así lo atestiguaron los franciscanos. Renunció a la encomienda de indios que le pertenecía: éstos lo sintieron tanto, que no aceptaron su decisión. Su bolsillo siempre estaba abierto para favorecer a indios que recibían de él arados, haciendas, enseres de carpintería y herrería; y para dotar a iglesias pobres de campanas, retablos, etc. Tuvo afanes educativos: en Asunción puso a estudio unos ciento cincuenta niños; también fundó una casa de recogidas que entregó a la dirección de la insigne educadora Francisca de Bocanegra, asistiendo a ella numerosas mujeres solteras, pobres, huérfanas. En Santa Fe hizo erigir otro instituto similar 104.
Así fue la Conquista: llena de miserias y de grandeza. Ya lo escribió en su momento el ¡lustre historiador mejicano Carlos Pereyra: “Apenas es necesario decir que la fórmula negativa acusa tanta incomprensión como la opuesta de alabanza sin mesura. Obra de ignorancia y de torcido criterio, en ambos casos la tesis es inaprovechable para la Historia. No hay diferencia de error entre la acusación inarticulada que hace del conquistador un bruto lanzado a destruir civilizaciones autóctonas, y la canonización de hombres que si valieron fue precisamente por ser, de pies a cabeza, “polvo, sudor y hierro”, o con expresión menos plástica, decisión y violencia. No; ni gorilas ni ascetas”105. Conclusión que de alguna manera hace suya en nuestros días Ernesto Sábato: “No ignoro ni aplaudo las atrocidades que los españoles cometieron en su conquista, horrible como todas las conquistas. Pero si la Leyenda Negra fuera la única verdad de ese acontecimiento, no se explicaría por qué los indígenas no escriben sus alegatos en el idioma de los mayas o de los aztecas. Y por qué dos de los más grandes poetas de la lengua castellana, Rubén Darío y César Vallejo, ambos mestizos, no sólo no sintieran resentimiento contra España, sino que la cantaron en poemas memorables. Y tampoco se explicaría por qué la cultura de esta América hispánica, que fue influida por los grandes movimientos Intelectuales y literarios de Europa, no sólo ha producido una de las más grandes literaturas del mundo actual, sino que ha influido sobre escritores europeos” 106. Teniendo en cuenta lo que se ha expresado más arriba, es evidente que disentimos en parte con nuestro gran literato en aquello de que la Conquista española fue “horrible como todas las conquistas”; pero coincidimos en buena medida con sus otras consideraciones y con el título de un trabajo reciente del mismo Ernesto Sábato en el diario “El País” de Madrid: ni leyenda negra ni leyenda blanca. Queremos que se haga historia científica.
Como ya se ha apuntado párrafos atrás, Vargas Llosa ha opinado recientemente siguiendo esta línea de pensamiento. Después de recordar las atrocidades cometidas por mayas, aztecas, chibchas, incas y toltecas en materia de sacrificios humanos, y especialmente con los pueblos que subyugaron antes de la llegada de los españoles, escribe: “No estoy en contra de que se recuerde que la llegada de los europeos a América fue Una gesta sangrienta, en la que se cometieron Inexcusables brutalidades contra los vencidos; pero sí de que no se recuerde, a la vez, que remontar el río del tiempo en la historia de cualquier pueblo conduce siempre a un espectáculo feroz, a acciones que, hoy, nos abruman y horrorizan. Y de que se olvide que todo latinoamericano de nuestros días, no Importa qué apellido tenga ni cual sea el color de su piel, es un producto de aquella gesta, para bien y para mal. Yo creo que sobre todo para bien...”. 107
2. La leyenda negra
Dijo Juan Pablo II en su disertación de Santo Domingo: “Una cierta «leyenda negra», que marcó durante un tiempo no pocos estudios historio-gráficos, concentró prevalentemente la atención sobre aspectos de violencia y explotación que se dieron en la sociedad civil durante la fase sucesiva al descubrimiento. Prejuicios políticos, ideológicos y aun religiosos han querido presentar también sólo negativamente la historia de la Iglesia en este continente”. El Papa se refiere a la leyenda negra de origen protestante, luego repetida por cierto liberalismo, que Intentó minar en la conciencia mundial la buena fama del catolicismo, por un lado. Por el otro, esa retahíla de Imposturas es de procedencia holandesa, británica y francesa, y estaba dirigida a menoscabar el poderío y la influencia españoles tan notables, como se ha visto, en el siglo XVI y en parte del siglo siguiente. Esa leyenda negra ha sido hoy resucitada por obra del pensamiento marxista, en su intento de crear gérmenes de rebelión contra la cultura iberoamericana de raíz fuertemente espiritual, que se propone sustituir por otra de signo ateo y materialista. Ante esta infamia calumniosa, repetimos, no se pretende ocultar procederes injustos, abusos y crueldades cometidos por algunos personajes de la Conquista, propios de toda empresa humana, de antes y de ahora, como lo ejemplifican hechos y actitudes actuales, algunos de los cuales tienen por escenario precisamente los países donde el marxismo hizo o hace sus experiencias tiránicas. Y el Pontífice, precisamente, no quiere que la verdad sea escondida o tergiversada cuando afirma: “La Iglesia, en lo que a ella se refiere, quiere acercarse a celebrar este centenario con la humildad de la verdad, sin triunfalismos ni falsos pudores; solamente mirando a la verdad, para dar gracias a Dios por los aciertos y sacar del error motivos para proyectarse renovada hacia el futuro”. Efectivamente, hubo aciertos y hubo errores, aunque los primeros, por su profusión, le permitieron a América salvar varios milenios de atraso en tres Centurias. La historia de la conquista política y religiosa de América no fue obra de ángeles o demonios. Fue gesta de hombres. Algunos habrán buscado exclusivamente riquezas, gloria y poder, inclusive usando medios nada recomendables. Pero lo que es innegable es que fueron legión los que, en pos de un ideal humano y religioso, vinieron a tratar de elevar unas circunstancias aborígenes personales y sociales tan negras como las expuestas anteriormente 108.
3. Comparando
Con esto, el esfuerzo español surge considerablemente ennoblecido en relación con los procederes y propósitos de otras potencias que solamente fueron colonizadoras. Inglaterra, verbigracia, se estableció en la costa atlántica aprovechando la huida de grupos religiosos que escapaban a la persecución, y se desinteresó de todo empeño misional o cultural respecto de las colectividades aborígenes, a las que no se permitió convivir con los blancos. Algún excepcional propósito misional no hizo sino confirmar la regla. Cualquier hostilidad aborigen fue contestada mediante contundentes represalias a muerte. El esfuerzo poblador no intentó penetrar el continente, pues la posesión de la costa bastaba y sobraba para alcanzar los fines económico-comerciales. No hubo, como es lógico, sino muy poco mestizaje, pues el indio era un ser inferior desde todo punto de vista, incluso con la salvación de su alma, comprometida de acuerdo a la doctrina de la predestinación 109. Los holandeses no buscaron sino lucrar, y su afán poblador y misionero fue nulo; destacáronse, en cambio, juntamente con los británicos, por sus incursiones bucaneras 110. Sólo los países católicos, como Portugal y España, y Francia en Canadá, aunque no con el énfasis Ibérico, se abocaron a la tarea de la transculturación que su fe le exigía, esa fe acrisolada en Trento que afirmaba la perfecta igualdad en que estamos todos los humanos, sin distinción de raza o de color, ante la disyuntiva de la salvación o la perdición del alma.
España no se fija en la costa solamente; se interna, no se queda en Méjico y Perú, sino que se establece en los parajes más lejanos; conmueve verlo a Pedro Sarmiento de Gamboa fundar, a fines del siglo XVI, dos poblaciones a la vera del Estrecho de Magallanes, Nombre de Jesús y Real Felipe, cuyos pobladores casi en su totalidad murieron de hambre y de frío. España puebla, civiliza, transmite cultura, mezcla la sangre de sus hijos con la de las razas autóctonas, y admitida la racionalidad del indio, su conciencia la impele a convertirlo, para lo cual ofrenda todo, incluso la vida. Libera pueblos, pues, como se ha visto, a la llegada de los españoles, vastos sectores de la población aborigen gemían bajo al yugo de imperios despóticos o ante el hostigamiento Implacable de tribus feroces; para cartos, tlascaltacas, siboneyes, toltecas, aymarás, yuncas, quitos, etc., la irrupción de España en América significó su pacificación y liberación.
4. ¿Hubo genocidio?
Los voceros del materialismo histórico y del indigenismo con connotaciones marxistas se hacen lenguas de un supuesto genocidio de la población aborigen a manos de los conquistadores. No son sólo la cátedra, el libro, los medios de comunicación; la versión proviene de inusitadas fuentes, como, por ejemplo, la del cantante Víctor Heredia, quien lanza la cifra de cincuenta y seis millones de aborígenes que “esperan desde su oscura muerte desde su espantoso genocidio”111. Eduardo Galeano acepta sin más ni más que sólo los aztecas, incas y mayas sumaban entre setenta y noventa millones a la llegada de los españoles, y que, un siglo y medio después, estaban reducidos a apenas tres millones y medio; para la actual Bolivia, solamente, adjudica ocho millones de cadáveres de Indios 112. La teología de la liberación acompaña estos infundios. Así, Gustavo Gutiérrez no habla de genocidio, pero sí de “verdadero colapso”. A pesar de que afirma que “Es difícil hacer un cálculo de la población precolombina de las Indias”, cosa que admitimos, se queda con el cómputo de William M. Denevan que estima en 57.300.000 los habitantes de América al llegar Colón en 1492 113. Y como “existe cierto consenso para decir que hacia 1570, los indios de la llamada América española (la más poblada) no llegaban sino a 8.907.150”, con datos que toma de L. N. Mc Alister y de N. Sánchez Albornoz, teniendo en cuenta que Gustavo Gutiérrez es devoto del padre Las Casas, la conclusión es obvia. Habla de “la destrucción de las culturas que por una razón u otra no pudieron presentar resistencia a los invasores, el trabajo forzado y la opresión a que fueron sometidos los pueblos autóctonos, así como la imposición violenta de estilos de vida que les eran ajenos”. Pero admite que también fueron causas de la caída demográfica las enfermedades, la desnutrición, la separación de hombres y mujeres y el suicidio 114.
La influencia que la llamada teología de la liberación ha ejercido en la renovación de la leyenda negra y sus extremos más lacerantes como es el genocidio, ha sido expuesta por Antonio Caponetto últimamente. Analiza lúcidamente las contorsiones dialécticas y puntos de vista históricos de Enrique Dussel, para quien la Conquista fue “un movimiento antropofágico” 115. Expresa Caponetto: “La dialéctica Hispanidad mala versus indianidad buena, llega a tal demencia y a tal hipocresía, que no pudiendo negar la violencia terrible practicada por los naturales, sostiene que ella, a diferencia de la española, “tenía un sentido humano y teológico profundo”...”era el rito esencial de la renovación cósmica puesto que los dioses necesitan de sangre para vivir y dar la vida al universo” 116. Luego de esta cita de Dussel continúa Caponetto: “Dussel parece ignorar, entre otras cosas, que precisamente es esta significación teológica lo que agrava el fenómeno. No mataban a sus víctimas en un momento dé ira o en un combate por causa justa, o para paliar el hambre en un caso horrendo de desesperación. No; las mataban pensada y fríamente, con crueldad ritual y una liturgia endemoniada, en ofrenda a sus falsos dioses y como sacrificio necesario para saciar su ferocidad... Si mataban los españoles son “verdugos libres de todo control...”. Si matan los indios, son almas que inmolan al espíritu trascendente...” 117.
Vinculado con la temática del remanido genocidio hispano, el 2 de octubre de 1987, un grupo de diez diputados nacionales de los cuales tres son justicialistas, tres intransigentes, dos radicales, uno del Movimiento Popular Neuquino y uno demócrata cristiano, presentaron un proyecto de resolución instando al Poder Ejecutivo Nacional a que declarara el día 11 de octubre como Día de la Soberanía de América Latina y el Caribe. La intención era clara: el 11 de octubre terminaba nuestra soberanía; el 12 de octubre llegaba Colón, y con él, el sometimiento, “el comienzo de nuestra dependencia y el establecimiento forzoso de un vasto sistema de dominación perpetua, que lleva casi cinco siglos y es el punto de partida de todas nuestras miserias e Injusticias”. Esta denuncia de “miserias e injusticias”, que ha sido posible precisamente porque Colón llegó a América y detrás de él los ascendientes de los diez diputados, pues sus apellidos delatan una clara procedencia europea, en su mayoría puntualmente hispánica, está acompañada con aseveraciones como ésta: “Las investigaciones mejor fundadas atribuyen a Méjico precolombino una población entre 25 y 30 millones de habitantes, mientras que se estima que había una cantidad semejante de aborígenes en la reglón andina; América Central y las Antillas contaban entre 10 y 13 millones de habitantes. Los indígenas de las Américas sumaban no menos de 70 millones y quizás más, cuando los conquistadores aparecieron en el horizonte; un siglo y medio después habían quedado reducidos a sólo 3.500.000”. En realidad, “las investigaciones mejor fundadas” no admiten semejantes cifras. Esto lo dice la pasión Ideológica y el odio a nuestra cultura, cultura que es el tesoro más preciado que tenemos. La ciencia histórica dice una cosa muy diferente. ángel Rosenblat, en el que quizás sea el trabajo más serio sobre él tópico 118, adjudica a América desde Méjico a Tierra del Fuego inclusive y excluyendo a Brasil, a la llegada de los españolas, una población india de 11.385.000 almas; en América del Norte, al norte del Río Grande, había solamente 1.000.000. De tal manera que, con estas solas cifras, queda en evidencia el tamaño despropósito y la falsedad de las lamentaciones de Heredia, de Galeano, de Gutiérrez, de Dussel y de los diez diputados firmantes 119. Rosenblat calcula en 51.478.729 personas con sangre india la población al sur del Río Grande (excluyendo siempre a Brasil) en 1950, (14.132.822 indios y 37.343.907 mestizos de Indios). Lo cual patentiza que el proclamado genocidio es un invento, nada más. El mismo Rosenblat especifica que, al norte del Río Grande, quedaban en 1950 sólo 612.180 entre indios y mestizos de indios.
Rosenblat ha trabajado con empadronamientos realizados durante el período hispánico en distintas épocas, con los repartos de indios en las encomiendas, con los cálculos de los misioneros y de los cronistas, con los libros de confesión, con los libros de tasas y tributos de la Real Hacienda, con la magnitud de los ejércitos. Pero nos parece que el elemento de estimación fundamental utilizado por Rosenblat ha sido la posibilidad de alimentación que ofrecía América para albergar muchos más habitantes que los computados por nuestro estudioso. Dice Rosenblat: “Fuera de la zona agrícola, que se escalonaba en una estrecha franja a lo largo de los Andes (en la región atlántica sólo hubo islotes, seguramente puntos de expansión), el continente era en 1492 una inmensa selva o una estepa” 120. En estas selvas y estepas, donde la alimentación era, y continúa siendo, muy problemática, la población aborigen estaba constituida por grupos cazadores, pescadores y recolectores, en general nómadas, de escasa significación numérica. Fueron aztecas, mayas, chibchas e incas, que tuvieron agricultura significativa, la “civilización' del maíz”, como se ha dicho, los pueblos que presentaban densidad demográfica apreciable. Pero Rosenblat, que cuidadosamente analiza las posibilidades alimenticias de todas y cada una de las reglones de América antes de la llegada de los mamíferos superiores, de los cereales, de la vid, del olivo y de otras fuentes fundamentales de nutrición que trajeron los españoles precisamente, es generoso cuando fija la población total de América en algo más de trece millones de seres. Puesto que A. L Kroeber, que según Rosenblat “aplica exclusivamente el criterio de la densidad de población de las áreas culturales, sin detenerse en los datos históricos, calcula para toda América una población de 8.400.000 habitantes” 121. ¿Y por qué Kroeber no se detiene en los datos Históricos, y Rosenblat les da un valor relativo? Porque los testimonios de la época, exageran de lo lindo; lo prueba Rosenblat 122. Así lo explícita Morales Padrón: “A los españoles les parecieron siempre fabulosas las cantidades de indios que les hacían frente. Por su imaginación meridional y por sugestión de los libros de Caballerías, exageraron extraordinariamente el número de la población. La hipérbole desmesurada la lleva al cenit fray Bartolomé de las Casas, para el cual matar cuentos (millones) de Indios es cuestión de minutos. Los conquistadores exageraron para que sus hazañas parecieran más Ingentes; los misioneros para que su labor evangelizadora fuera tenida por grandiosa... A Cortés, y a otros que como él escribieron, les cuesta poco esfuerzo decir una y otra vez que “otro día, en amaneciendo, dan sobre nuestro real más de 149.000 hombres, que cubrían toda la tierra”. Y a Las Casas nada le estorba para escribir tranquilamente que “habiendo en la Isla Española sobre trescientos (millones) de ánimas que vimos, no hay (en 1542) de los naturales della dozientas personas”. Por ello, este autor estima el total de la población de América para 1492 en 13 millones, de los cuales 8 vivían en Méjico, zona Circumcaribe y Perú 123.
Luis Alberto Sánchez discurre que “tal vez no sería aventurado elevar la cifra del señor Rosenblat en una buena proporción y considerar que no menos de 20.000.000 de Indígenas moraban en el Nuevo Continente cuando llegaron los españoles” 124. Pero no da ningún fundamento a su “tal vez no sería aventurado”. José Tudela, en las Investigaciones publicadas en Madrid en 1954 bajo su dirección, considera que las conclusiones de Rosenblat son la piedra angular de estos análisis demográficos; en esa publicación. Barón Castro estima que la población de América en 1492 “nunca pasaría de diecisiete millones y medio de habitantes”, a pesar de que Juzga que Rosenblat se manejó “con metódico rigor y con escrupulosa probidad científica” 125 Julián H. Steward llega a 15.590.000 Indios 126.
Un articulista de la revista “Esquiú” afirma que “En fin, de acuerdo con la capacidad alimentaria que podía aportar el continente ya las técnicas de cultivo de la época, la totalidad de la población de América latina debe estimarse entre un mínimo de 8 y un máximo de 13 millones. Lo demás forma parte del sombrío delirio antiespañol” 127. Claro: elevando con frenesí esa cifra poblacional surge mejor, más contundentemente, la imagen de una España genocida. También escribe el articulista: “Esa tarea machacona la perfeccionó en nuestro siglo la Universidad de Berkeley, que elevó las cifras al límite del disparate” 128. Efectivamente, representantes de ese centro de estudios norteamericano, Lesley Byrd Simpson, Sherburne F. Cook y Woodrow Borah, en trabajos publicados entre 1948 y la década del sesenta, calculan en alrededor de y 5 millones de aborígenes la sola población de Méjico en 1492, con lo que llevando esta estimación a una proyección continental se llegaría a los setenta o más millones que denuncian los nuevos cultores de la leyenda negra 129. Las elucubraciones matemáticas de estos estudiosos pon tan convincentes, que habiéndole dado al área de la cultura taina (Puerto Rico, la Española, este de Cuba y algunas otras pequeñas Islas), una población total de 7.975.000 personas, en .1974 Frank Moya Pons, usando los materiales de Cook y Borah pero munido de otro método, concluye que la isla la Española (actuales repúblicas de Santo Domingo y Haití), apenas podían albergar en 1492 nada más que 125.853 habitantes 130. Bien pudo escribir en estos días Juan José Sebreli: “El aspecto más resonante de Las Cases fue su denuncia del genocidio perpetrado por los españoles. Las abultadas cifras que da sobre los muertos no son más que una especulación dada la inexistencia de censos y la imposibilidad de que alguien contara los cadáveres. Alejandro Humboldt, con un criterio más científico, dudó de las cifras de Las Casas. Las Investigaciones de los historiadores de la escuela de demografía histórica de Berkeley, sobre la base de métodos ingeniosos, parecen acercarse más a las cifras de Las Casas, pero no pueden explicar cómo, con tan escasos recursos naturales con que contaban, se podían alimentar treinta millones de aztecas y diez millones de Incas. A tal punto los alimentos eran insuficientes que algunos historiadores -Michael Harner, The Ecological oasis for Aztec Sacrifice, 1977- consideran que una causa fundamental de la antropofagia practicada por los aztecas era la necesidad de proteínas animales dada la escasez de especies domésticas disponibles”. Y más adelante especifica: “Los Indígenas no conocían otro alimento que el maíz y la papa. De 247 especies vegetales alimenticias y de utilidad industrial cultivadas en América, 199 son originarias de Europa y de Asia”; recalca que “no se conocía otro mamífero que la llama y el puma”, ni las aves de corral 131.
Al antropólogo norteamericano Henry F. Dobins, a su vez, no le tiembla el pulso en calcular la población precolombina entre 90 y 112 millones de seres; de éstos, 60 habrían estado distribuidos por mitades entre Méjico y Perú. Escriben al respecto Sánchez Albornoz y Moreno: “El planteo es sencillo, claro, no oculta su carácter teórico, ni sus asunciones apriorísticas. Tampoco pretende obtener una cifra ajustada. Dobins parte de la idea de que la población indígena se redujo tras el contacto con los blancos en un 95% en términos generales... Dobins rastrea por doquier proporciones, ya sea entre los casos relativamente próximos a nuestros días, como en otros históricos, las redondea y concluye que es lícito el criterio de multiplicar por 20 o por 25 la cantidad mes baja o de nadir, es decir aquella que alcanzó la población indígena justo antes de que se produjera su recuperación demográfica 132. Y así le resultan los alrededor de cien millones de almas: teoría, apriorismos; y cálculos, cálculos, cálculos.
En una publicación de 1976, efectuada luego de qué la escuela de Berkeley diera á conocer sus novedades, Rosenblat rebate a Simpson, Cook y Borah que conjeturan para Méjico 25.200.000. Pone de relieve el hecho inaudito de que Cortés, con 500 hombres, hubiese podido conquistar una región con semejante población; llama la atención de qué era época en que Alemania tenía 12.000.000 de habitantes, Francia 13.000.000. Inglaterra y Gales 3.000.000, Italia, 10.000.000, España 10.000.000 133. Estimar que América pudiera tener una población de 60 a 100 millones de habitantes, en la era en que Europa, del Atlántico a los Urales, tenía entre 60 y 80 millones de seres 134, nos parece un absurdo, teniendo en cuenta que ésta contaba con una alimentación, vivienda y condiciones sanitarias de una superioridad notable respecto del Nuevo Mundo.
Debemos ahora puntualizar, apoyándonos en Rosenblat, que hacia 1570 la población aborigen de Ibero América había perdido 2.557.850 personas 135. La principal causa de este menoscabo fue la viruela, peste contra la cual España luchó como pudo. Otras causas de merma fueron enfermedades como la escarlatina, el tifus, el sarampión o el paludismo, las insolaciones, la escasez de comida, a veces causada por la acción depredadora de las mangas de langostas, los excesos de una vida viciosa como la embriaguez y el uso de la coca, la mestización, las guerras. Y no se puede negar que la mita minera, el trabajo en los obrajes, las cargas pesadas y otros trabajos duros actuaron sobre la constitución débil del indígena; especialmente en las primeras décadas de la Conquista, hasta que comenzaron a alzarse cada vez más estentóreamente las voces que denunciaron los abusos, voces que, como se verá, provenían de la Iglesia primordialmente. Ramos Pérez especifica de la siguiente manera las causas de la disminución: el contacto con una raza de superior cultura, la falta de preparación de los españoles para una colonización tropical, los contagios por carencia de higiene, la falta de alimentos, el resquebrajamiento moral del indio frente a la derrota, el trabajo obligado y la nueva forma de vida, las venganzas, el alcoholismo, el mestizaje 136.
Francisco Guerra deja sentado que la gripe mató tanto como la viruela. Y no solamente estas enfermedades, como también la disentería, el tifus, el sarampión y probablemente la fiebre amarilla, barrieron con los aborígenes, sino que asimismo fueron demoledoras para los españoles. Veracruz, de clima malsano, fue llamada “tumba de loa españolea” 137.
Acotemos Igualmente que las epidemias no se produjeron en América a partir del Descubrimiento y como resultado del contagio que provocaron los conquistadores. Códices mayas y mixtecas testifican la existencia de flagelos, muy probablemente de fiebre amarilla, antes de la llegada de Colón; esas endemias Incluso todo hace presuponer develan el misterio de grandes centros poblacionales deshabitados entre los mayas antes de ese arribo. En los idiomas Indígenas, caso de aztecas e Incas, existían vocablos que designaban enfermedades epidémicas 138.
Por otra parte, si los españoles transmitieron enfermedades a los naturales, hubo dolencias originarias de América que los aborígenes comunicaron a los hispanos. Tal la frambesia, treponematosis rural tropical que a partir del Descubrimiento se conoció vulgarmente como “bubas” por su sintomatología semejante a la sífilis. También la pinta o ccara, el mal de Chagas o tripanosomiasis americana, la verruga peruana o bartonellosis, la leishmaniosis o cáncer de los quichuas, la parotiditis y otras. Por supuesto que todas estas plagas hicieron estragos entre los españoles como los hicieron entre los Indígenas 139. El mestizaje abarcó asimismo las enfermedades: hubo intercambio de sangre y de dolencias. Pero hubo más: la frambesia invadió España y Europa: “20.000 casos que Díaz de Isla dice haber tratado en Lisboa o las 5.000 vergas que asegura León haber cortado en los soldados del duque de Alba en 1579, durante la jornada de Portugal, son tal vez hitos curiosos detrás del enorme impacto que significó la aparición de la frambesia americana en España y el resto de Europa y muchos maldijeron por ello al descubrimiento” 140.
En Santo Domingo, Cuba. Puerto Rico, Jamaica, Las Lucayas, a fines del siglo XV y principios del siglo XVI, las conductas del propio Colón, de Ovando, de Ponce de León, de Velázquez, de Narváez, según parece, fueron sencillamente depredadoras. Claro que en las Antillas, antes del Descubrimiento, pasaban cosas parecidas o peores. Un siglo antes de este evento, los tainos, habitantes de Santo Domingo y Puerto Rico, se apoderaron del este de Cuba sometiendo a los siboneyes. Hacia la época de la llegada de Colón, los caribes se habían adueñado de buena parte de las Antillas menores, invadido el oriente de Puerto Rico e incursionado en Haití. El método de los caribes era drástico: aniquilamiento de los hombres y enseñoramiento de las mujeres; eran caníbales habituales y guerreros sin alma.
Con esto no se debe excusar a los jefes de la Conquista mencionados y a otros parecidos. Trabajos forzados, “aperramientos”, esclavización, saqueos, con las endemias a la cabeza de los factores de exterminio, llevaron por ejemplo a la población de la Española a una disminución sensible de sus moradores. Por supuesto que en este punto no puede seguirse al insigne embustero que fue el padre Las Casas, como ya se ha acotado anteriormente, quien fija esa población en cifras millonarias. El propio Sánchez, admirador de éste, afirma que la población de la Española, piadosamente estimada, podía estar entre los 200.000 y los 300.000 habitantes 141. Rosenblat la evalúa en 100.000 habitantes; su argumento es contundente: en la estadía de Colón y los expedicionarios en la mencionada isla durante el segundo viaje, sus mil quinientos componentes no podían subsistir acosados por el hambre. Agrega: “El Nuevo Mundo no era aun capaz de alimentar a 1.500 europeos. Hubo que expedir urgentemente barcos a España en busca de víveres. Hubo que desistir de expediciones iniciadas, por miedo de morir de hambre en el trayecto” 142. Así manejaba las cifras el padre Las Casas; así las manejan los urdidores de leyendas negras. Pero fueran 100.000, 200.000 o 300.000 los habitantes de la Española, Rosenblat y Sánchez están de acuerdo en una cosa: en 1508 la población sólo era de 60.000 habitantes y continuó luego la disminución 143.
La huida de aborígenes al continente también fue considerable. Juan Augusto y Salvador Perea expresan al respecto que la grave epidemia de viruela en Santo Domingo y Puerto Rico entre 1518 y 1519 “diezmó lastimosamente la población indígena de ambas islas, así como también la fuga que emprendieron en masa muchos indios” 144. Bayle, en fundamentado trabajo, va analizando las distintas causas que provocaron en la primera etapa de la conquista una notoria disminución de la población indígena: pestes 145, guerras, mestizaje (cada mestizo era un indio menos), alcoholismo 146, la coca, demanda abusiva de trabajos y tributos, venganzas a que se entregaban distintas parcialidades 147, hambruna 148. Afirma: “Una sola peste enterraba más indios en un año que en ciento la mala conciencia de los encomenderos... Lo admirable es que quedara un indio de muestra; y quedaron millones, puntualmente, porque los españoles con sus providencias tutelares, con obligarlos a vivir en pueblos, con la fundación de hospitales, con mejorar su alimentación y sus métodos de vida, su moralidad, con prohibirles excesos y reglamentarles el trabajo, suplieron sus descuidos y los acostumbraron a la higiene” 149. Cita el caso de California, donde no había ni tributos ni encomiendas ni roce con españoles, pero, debido a las epidemias, desaparecieron tribus enteras 150. Finalmente, asevera: “Y conforme fue pasando la perturbación de la fiebre conquistadora, y el gobierno normal extendiendo su influencia, y la vida española cobrando arraigo, y la raza indígena adaptándose a ella, la disminución se trocó en crecimiento”, conclusión a que llega apoyándose incluso en Humboldt 151. En ello coincide Bayle con los más recientes estudios de George Kubler, que especifica hubo en Méjico un gran descenso de la población india entre 1520 y 1545, un apreciable aumento entre 1546 y 1575 y un período estacionarlo desde 1577 a 1600 152; y con los propios cálculos de Rosenblat, quien estima la población india de Hispanoamérica para 1570, incluidos mestizos en unos 9.200.000; para 1650, también con mestizos, en alrededor de 8.825.000; y para el fin del período de la dominación hispánica, 1810-1825, en 11.451.301, incluidos mestizos 153. Además, Rosenblat advierte que en siglos como los que van del XVI al XVIII, en el mundo, la población no crecía al ritmo que lo hizo en el siglo XIX y en el actual. Europa, que en 1650 tenía 100 millones de habitantes, en 1750 apenas llegó a los 140 millones. Y España, que a fines del siglo XV contaba con 10 millones de almas, tenía sólo 8 millones a fines del siglo siguiente, 7 millones y medio hacia 1610 y, según el censo de 1787, 10.409.979 154. También Rosenblat puntualiza que España trabajó para evitar el decrecimiento de la población aborigen mejorando las condiciones de su vida material, como ocurrió verbigracia en las misiones jesuíticas, disminuyendo mediante medidas profilácticas y sanitarias la mortandad durante las epidemias hasta llegar inclusive, a partir de 1804, a aplicar la vacuna contra la viruela a los naturales y mejorando su nutrición mediante la introducción de alimentos fundamentales como el trigo, el arroz, la caña de azúcar, la vid, el olivo, los ganados vacuno, lanar y porcino, las aves domésticas, etc. 155. Elementos de juicio, agregamos nosotros, que a la hora de realizar el balance de la conducta hispánica en América durante esos tres siglos, son de relevante significación.
Los autores serios se divierten, y con razón, analizando los devaneos homicídicos de Las Casas y de quienes se aprovechan de sus delirios estadísticos. El propio Sánchez escribe: “Las Casas, en su «Brevísima relación de la destrucción de las Indias», asigna sólo a Puerto Rico y Jamaica una población de 600.000 habitantes, lo que parece a todas luces exagerado. Como hace notar don Tomás Blanco, la propensión a exagerar del apostólico fraile llega al extremo de que, en un pasaje de su «Historia de las Indias», afirma que un español mataba con su lanza diez mil indios en una hora, o sea 166 por minuto, o casi 3 indios muertos por segundo, tanto como un arma automática moderna” 156.
Cayetano Bruno, en un notable estudio, tan esclarecedor y ceñido a la verdad histórica como todos sus trabajos, trae consideraciones de Carlos A. Casermeiro relativas al dato de un noticiario televisivo que afirmó que los eliminados por el genocidio hispano fueron 50 millones de personas; las transcribimos: “Si tomamos como cierto que los españoles quitaron la vida a 50.000.000 de indios durante los aproximadamente 318 años que duró su dominación en América (desde 1492 hasta 1810) obtendremos el siguiente escalofriante cuadro estadístico: 157.232 Indios muertos cada año; o 13.102,72 aborígenes asesinados mensualmente; también 430.77 nativos diarios; lo que es lo mismo que afirmar el deceso violento de 17,94 indígenas por hora; o bien, para terminar, que los conquistadores hacían pasar a mejor vida a 0,299 individuos autóctonos de América, por minuto. De modo que es lógico concluir que, a este ritmo, los españoles mataban un indio cada tres minutos y medio durante los 167.140.800 que duró su dominio en América. Y esto, no cabe duda, restándole horas al sueño y la alimentación. Y, por supuesto, sin contar el tiempo que invirtieron en la fundación de ciudades y en la construcción de caminos y puentes, de obras de regadío y labranza, de escuelas, colegios y universidades abiertas a españoles, criollos. Indios y mestizos: todo ello, como es sabido, desde La Florida y California hasta la Tierra del Fuego en un dilatado Imperio que abarcaba todos los climas y latitudes, todos los tipos de accidentes geográficos y los más variados caracteres aborígenes”. Gime Casermeiro porque en las escuelas no se enseñan las conclusiones del que fuera brillante catedrático de la Universidad de Buenos Aires ángel Rosenblat; en su lugar, en algunas de ellas, e incluso en ámbitos universitarios, se refiere la siniestra novela de los 50 millones, agregamos nosotros. Casermeiro se llena de estupor ante el dato del Insigne investigador de que los aborígenes supuestamente aniquilados, hoy son más que al empezar la devastación 157.
Queremos también reproducir la opinión de un objetivo y consumado hombre de ciencia, Richard Konetzke: “Ciertamente, no todos los españoles y portugueses habrán sido «crueles verdugos» que atormentaban hasta la muerte, mediante trabajos Incesantes, a los peones que se les habla adjudicado, ni es concebible, tampoco, que los escasos europeos puedan haber hecho trabajar a cientos de miles de aborígenes. La mortandad catastrófica de los indios se debió más a causas naturales que a las masacres de la conquista”. Luego de referirse al efecto deletéreo de las epidemias, apunta el dato que Bayle esgrime: “Territorios de misión a los que no penetraron europeos como explotadores, experimentaron Igualmente la muerte en masa de los aborígenes”. 158
Investigadores como Nicolás Sánchez Albornoz y José L. Moreno, que según Caponetto nadie podrá tachar por hispanistas, sin desechar el factor militar de destrucción de la población aborigen que la Conquista produjera, o la explotación provocada por encomenderos y dueños de minas como fuente de aniquilamiento, sin embargo no los consideran como causas primordiales. Concuerdan con R. Méllate cuando éste escribe: “La conquista en su expresión externa, bélica y política, y el trabajo minero, fenómenos constantemente esgrimidos como causantes de la disminución, son de Influencia muy relativa en el desastre demográfico de la primera mitad del siglo XVI” 159. Otros son los factores predominantes que aparecen en las conclusiones del análisis de Sánchez Albornoz y Moreno: “En resumen, podemos afirmar los siguientes puntos: que la población Indígena se redujo de manera rápida y drástica a raíz de la Conquista y que el descenso no fue parejo en todas partes. Ocurrió en primer lugar y con mayor intensidad en la región del Caribe y en las costas bajas tropicales, luego en las tierras altas de las cordilleras y planaltos andinos, más poblados, y por último en la periferia no sometida de los dominios hispanos. Allí los indios conservaron su régimen de vida y sólo sufrieron impacto semejante cuando se reanudó la expansión territorial durante el siglo XVII o el XVIII. En segundo lugar las enfermedades europeas, contra las cuales los nativos carecían da anticuerpos, parecen ser el responsable principal. El desajuste socioeconómico de aquella etapa incrementó la susceptibilidad de los indios a las enfermedades y les restó física y moralmente vitalidad” 160. Después de lo expuesto en esta parte de nuestro trabajo, surgen discrepancias con lo expuesto por estos autores; pero las coincidencias en muchos aspectos son claras, mérito de los maestros que hemos seguido, siempre devotos de la verdad histórica.
Ernesto J. A. Meader ha explicado luminosamente: “La idea misma de genocidio que se atribuye a la conquista es un anacronismo. Esta voz, nacida en 1946 y adoptada desde 1948 por la ONU, surgió ante la extrema gravedad de los actos criminales dispuestos por el gobierno nazi durante la Segunda Guerra Mundial, y la necesidad de definir las conductas que deberían ser punibles internacionalmente. Ellas suponían en todos los casos actos criminales promovidos por gobiernos contra grupos humanos de orden racial, nacional, lingüístico, religioso o político, con el propósito de destruirlos total o parcialmente o de Impedir su conservación o desarrollo. Esta caracterización, ciertamente, no puede ser aplicada a la conquista española, no sólo porque los usos internacionales en el siglo XVI eran distintos que en el siglo XX, sino porque la Corona española Jamás pensó ni aplicó una política genocida. Hubo excesos y abusos de sus capitanes, pero en contra de una legislación que explícitamente se proponía la protección y conservación del indio, y que procuraba a través de sus gobernantes y magistrados, y sobre todo por medio de la Iglesia, morigerar y encauzar las acciones de la conquista. Las Leyes de Burgos (1512), las Leyes Nuevas (1542) y en definitiva las Leyes de Indias, constituyen el mentís más rotundo a la acusación de genocidio” 161. Conceptos que Caponetto explícita manifestando: “España no planeó ningún genocidio. Este delito contra la humanidad como hoy se lo conoce y se lo condena, y que supone la presencia de principios raciales, religiosos, culturales o políticos para acabar con una población, consiste en una acción sistemática y orgánica de exterminio, de la cual, por mínima que sea, deben quedar vestiglos documentales en los anales de los genocidas o de sus víctimas. Papeles que indiquen y revelen las directivas de tan funesto proyecto. Y bien; no sabemos con qué documentación española o indígena se puede contar para demostrar la existencia de un plan genocida. Y no lo sabemos, simplemente porque dichos planes no existieron nunca... Conocemos sí las directivas sarmientinas, los consejos mitristas o las sugerencias rivadavianas para acabar con el elemento criollo e indígena, “Incapaz del progreso y de la Ilustración”. Conocemos también las teorías y las preceptivas soviéticas para borrar de la faz de la tierra a los pueblos por ella sojuzgados y las distintas iniciativas malthussianas del mundo moderno. Y vemos en la actualidad, no sin asombro, como los defensores del campesinado de los indígenas producen carnicerías inauditas entre pueblos indefensos. En el momento en que escribimos estas líneas tales matanzas están ocurriendo .en Centroamérica con toda impunidad 162. Pero no hemos hallado nunca una línea oficial o privada de los protagonistas de la Conquista Española, justificando, avalando, planificando u organizando el genocidio de las tribus americanas. Se encontrarán muertes y guerras batallas y derrumbes, escarmientos y venganzas, desquites y reparaciones, combates de todo tipo y gusto, pero ni esto corresponde ser llamado genocidio ni la causa bélica es la causa principal del descenso de la población indígena”. Y agrega Caponetto: “Si matan los españoles en guerra justa, serán genocidas. Si se descubren las espantosas guerras floridas de los aztecas o algunas de las habituales tropelías indígenas contra otras tribus menos fuertes, habrá que tender un manto de comprensión culturalista. Si miles de indios murieron esclavizados trabajando en la construcción de monumentos faraónicos para un Estado despótico, se hablará de las maravillas de los testimonios arquitectónicos de los nativos. Si los mismos murieron trabajando en los sistemas de mita o el yanaconazgo, cuyos beneficios jamás se estudian ni se aceptan, se dirá simplemente que el Estado español los oprimía hasta muerte física Inexorable” 163.
5. ¿Hubo destrucción de las culturas aborígenes?
Adolfo Pérez Esquivel, durante una visita a la ciudad de Rosario, expresó con todo desparpajo: “la grave consecuencia del Descubrimiento es la destrucción de las culturas, porque no se vino a civilizar sino a explotar” 164. El compatriota, premio Nóbel de la Paz y líder del Servicio Paz y Justicia, no hizo concesión alguna al respecto. A fuer de justa la ciencia histórica tiene mucho que decir en relación con este tópico para salirle al encuentro a quienes, como nuestro ideologizado premio Nóbel, sientan enfáticamente conclusiones apasionadas y faltas de sustento veraz.
Por supuesto que durante tres siglos, a todo lo largo y lo ancho de un Inmenso continente, hubo españoles que produjeron hechos atentatorios contra el patrimonio cultural de las comunidades precolombinas. Ejemplificaremos con algunos casos. La pirámide mayor de Tenochtitlán, emplazada en inmediaciones de la plaza principal dé la actual ciudad de Méjico, fue demolida por los españoles 165; en su cúspide se Inmolaban víctimas humanas a las que se les arrancaba el corazón como ya se ha explicitado 166. En cambio se pueden apreciar intactas las pirámides del Sol y de la Luna en Teotihuacán, a escasos kilómetros de la mencionada ciudad de Méjico. Otro acto depredatorio, y esta vez la perjudicada fue la civilización maya, consistió en la quema de manuscritos de esta procedencia por el obispo de Mérida, Diego de Landa, en 1531; el acto imposibilitó conocer detalles de la historia maya 167.
Luis Alberto Sánchez acusa al primer arzobispo de Méjico, Juan de Zumárraga, varón de vida ejemplar y evangelizador incansable de gran labor civilizadora, de hacer quemar documentos aztecas llevado por su “exagerado ardor apostólico” 168. Pudo ser un acto de imprudencia, pero no debe soslayarse que los misioneros hubieron de sacar al pueblo azteca del tremendo trauma provocado por haber vivido sumergidos en los antihumanos cánones de una religión que le exigía sacrificios humanos y prácticas antropófagas. Esto explica la destrucción de hediondos ídolos hechos con mezclas en que se incluía sangre de sacrificados la que también servía para untar los tales fetiches. Esas demoliciones fueron actos de higiene moral elemental que practicaron Cortés y otros conquistadores, que cualquier persona con un mínimo de sentido común debe Justificar atendiendo a la propia salud psíquica del pueblo azteca.
Sánchez también condena la prohibición del uso de tambores grandes en Perú, prescripción del primer Concilio de, Lima que llevó a la destrucción de los mismos, hecho que se repitió en Mélico 169. Y más adelante acota: “...la acción de la propaganda fide o catequística, llegó a extremos lamentables desde el punto de vista científico, toda vez que muchos misioneros, al par cronistas, no vacilan en afirmar que ellos destruyeron implacablemente centenares de instrumentos musicales nativos, mochaderos y apachetas (adoratorios) y, desde luego, quipus para borrar las huellas de las idolatrías” 170. Uno puede preguntarse: ¿qué era más importante, sacar al indio de su fatalismo y fanatismo idolátrico para injertarlo en una cultura que lo hiciera sentir libre e igual a los demás, y amante del progreso bien entendido que le permitiera evadirse de la concepción dé castas cerradas en que estaba, o respetar escrupulosamente los elementos de su arte y habilidades? Quizás, con un criterio pastoral actual, se pudo obtener lo mismo sin destruir tales objetos; pero estamos juzgando hechos ocurridos en el siglo XVI que, por otra parte, fueron eficaces en la labor de hacer de cada indio una persona humana, por lo menos en la propia concepción que el indio tuvo de sí mismo, como resultado de la labor de los misioneros. Morales Padrón puntualiza: “Se intentaba hacerle ver (al indio) que, exterminados sus ancestrales, crueles y venerados dioses, no ocurría nada y que todo era puro mito diabólico” 171.
Asimismo es risible pretender que el conquistador o el evangelizador poseyera en el siglo XVI un criterio científico, artístico, sociológico o antropológico propio de la época en que vivimos. Repetimos: si vamos a emitir juicios de valor, ubiquémonos en la época, una de las primeras premisas de la ciencia histórica.
Por otra parte, España preservó muchos elementos de las culturas precolombinas, como veremos; incluso indagó, como lo hizo el virrey del Perú Francisco de Toledo, el pasado quichua antes de la llegada de Pizarra, mediante una encuesta con preguntas formuladas a ancianos Incas, cuyas respuestas quedaron asentadas en jugosos folios. El objeto primordial de Toledo, fue constatar el estado de justicia social en que habían vividos los aborígenes peruanos antes de la llegada de los españoles, para compararlo con el que había impuesto la Corona; también, si había existido sometimiento abusivo de las tribus primitivas al emperador Inca luego que éste las subyugara. Todo este trabajo, creo que único en la historia de la humanidad, como derivación del cuestionamiento que se autoimpuso el gobierno Ibérico respecto del tratamiento que se le daba a los naturales, sus conquistados, así como relativo a la legitimidad de sus títulos a la dominación de América. Secundariamente, los Interrogatorios y sus contestaciones permitieron conservar el conocimiento de datos relativos a la comunidad quichua precolombina que de otra manera se hubieran perdido 172. En esta materia ya diremos algo de la paciente y fructuosa labor que los etnólogos y filólogos hispanos efectuaron para indagar y difundir elementos culturales vinculados con las comunidades precolombinas.
Queremos asimismo hacer alguna acotación respecto del relativismo cultural que nos Invade, y que Sebreli llama “fetichismo de la Identidad cultural”. Al respecto éste escribe: “La sobrevaloraclón de la llamada identidad cultural de los pueblos, el respeto incondicionado a las peculiaridades lleva a los relativistas a defender supersticiones y prejuicios enraizados en las tradiciones ancestrales, a aceptar hábitos que, de acuerdo con la manera de pensar actual, son estupideces y, a veces, crímenes 173. Y luego: “Una de las contradicciones fundamentales del relativismo cultural consiste en que el respeto a las culturas ajenas, el reconocimiento del otro, lleva inevitablemente a admitir culturas que no reconocen ni respetan al otro” 174. Recuerdo que alguna vez, en nuestro trabajo docente, debimos enfrentarnos con alumnos ideologizados de una de las facultades de nuestra Universidad Nacional de Rosario, que consideraban que la unión sexual entre padres e hijas, o entre hermanos y hermanas, aberraciones que practicaban numerosas parcialidades aborígenes, incluso las más adelantadas de la zona andina, eran actos normales que debían ser admitidos munidos de una actitud de respeto hacia costumbres de esas culturas. Para nosotros el incesto podrá ser inmoral, para ellos no lo era: nosotros tenemos una cultura, ellos otra; ambas son idénticamente venerables. Tratamos de hacerles raciocinar a esos discípulos que la naturaleza misma se opone al incesto, pues los frutos de esas uniones carnales corrientemente son anormales en un sentido o en otro; me parece que perdimos el tiempo.
En este tren, autores hay que además de explicar, llegan a justificar no solamente los sacrificios humanos que practicaban los aztecas, sino la propia antropofagia, pintándola como un acto ritual usual, hasta con ribetes sublimes 175. ¿Se dan cuenta estos señores que están excusando comer cadáver humano, nada menos? Observen lo que escribe Sebreli: “Rivera llegó a exaltar en sus murales los sacrificios humanos de los aztecas y el canibalismo, y a presentar a los conquistadores españoles como criminales, contradiciendo, de ese modo, la concepción marxista en la que pretendía apoyarse. Es sabido que Marx y Engels justificaban la conquista y colonización de América como progresista, para no mencionar la conquista de Méjico por Estados Unidos” 176. Cuando un turista llega a Méjico, lo primero que .le muestran son los murales de Diego Rivera existentes en el Palacio de Gobierno, apasionada y en algunos aspectos mentirosa expresión pictórica de lo que es la historia del país hermano; nos termina de ocurrir y pudimos ver lo que señala Sebreli respecto de sacrificios humanos y antropofagia.
La negación del derecho natural lleva a estos disparates, olvidando aquello de que Dios perdona siempre, los hombres algunas veces, pero la naturaleza no perdona nunca. Buena parte de la humanidad, por ejemplo, ha negado, a partir de mediados del siglo XIX, el derecho natural a la propiedad privada de los bienes; los efectos los estamos palpando: hambre en Albania, escasez y racionamiento alimenticio en Rusia, Cuba, Polonia, y en general en los demás países de la ex-órbita soviética. Ya veremos, en parte lo estamos viendo, que el divorcio vincular destruye la familia; que el aborto nos transforma en comunidades de ancianos; que el libertinaje sexual mata, sida mediante; que la eutanasia es un crimen qué a su turno probablemente padecerán los que la practican; que la contaminación ambiental, fruto de una tecnología salvaje, es finalmente trocar bienestar por suicidio colectivo, etc. Los romanos abusaron del sexo en todo sentido: homosexualidad que los dejó sin guerreros, divorcio que les destruyó el tejido social, actos carnales bestiales que los llevó a la náusea. Gozaron con el homicidio ignominioso en el circo; y la gula, vómito de por medio para volver a ingerir manjares, nos podemos imaginar qué resultados sanitarios produjo. ¿Qué se logró? El autoderrumbe del imperio que quizás haya sido el más imponente de la historia. Aprendan las actuales superpotencias y aprendamos todos: con el orden natural no se juega.
De tal manera que pretender que hubiesen sido respetados por los españoles muchos aspectos monstruosos de las culturas autóctonas, tales como la sodomía, el incesto, los sacrificios humanos, el canibalismo, los ídolos hediondos de sangre putrefacta, el sometimiento de la mujer al hombre, la guerra endémica, el régimen de castas y otros elementos y costumbres aberrantes, afirmamos no solamente que ello hubiese sido un dislate, algo descabellado, sino también una elemental falta de amor al prójimo indio que había que sacar de su oprobio. Dejarlos en semejante situación era anticristiano, pero también antihumano, aunque una cosa involucre la otra. Dejarlos sumidos en su destino infame, en todo caso habría sido un paradigma de glacial indiferencia como la que particularizó a otras experiencias imperiales en América del Norte, India o el áfrica. ¿Qué es lo que se pretende? ¿Que Colón permaneciera insensible cuando en su segundo viaje supo de los caribes que castraban a sus sometidos de la parcialidad de los aravacos para que engordasen, y “que había muchachas listas a dar a luz niños que los caribes estimaban como manjar exquisito?” 177. ¿O que Cortés, a su paso por Tlaxcala, se mostrara impertérritamente reverente ante las cárceles donde eran cebados prisioneros listos para brindar su cuota de sangre al Sol? 178.
Y si nos referimos a la destrucción de ciertas expresiones del arte precolombino, no creamos que ellas eran gozadas en todos los casos por las masas poblacionales de las respectivas culturas. Véase lo que al respecto escribe Luis Alberto Sánchez, refiriéndose a la literatura pre-hispánica: “No habiendo existido «letra» (literae), o no conociendo nosotros aun su secreto, técnicamente no cabría hablar de una «literatura prehispánica». Sin embargo, la hubo, aunque caiga, por ahora, bajo la órbita del folklore”. Explica que existieron teatros, letras de canciones, relatos, himnos y crónicas. Y agrega: “Desde luego, ello quedó circunscripto por dos condiciones básicas: sólo la alta clase disponía de alguna cultura y sólo el Estado permitía o dirigía la expresión audible. Lo que el Estado vedaba sólo podía disfrutarlo el autor o un círculo pequeño, no la totalidad, mayoría o número apreciable de miembros del reino o tribu” 179.
Con excepciones condenables, algunas realmente dolorosas, que no hacen sino confirmar la regla, España respetó o se propuso respetar todo lo que pudo y debía respetar de las culturas aborígenes. Bien puede coincidirse con ese gran maestro que es Morales Padrón cuando escribe: “Nunca un pueblo que domina, siendo superior en todo, se adaptó tanto al dominado” 180. El profesor en Harvard, C. H. Haring, a pesar de que afirma que el indígena era explotado y estaba subalimentado; estampa estos conceptos: “La mayoría de los indios vivían en sus propios pueblos, ya en establecimientos de origen nativo, ya en las reducciones construidas por los españoles, separados de la población europeizada, Allí se gobernaban por sí mismos, formando municipios en los que se conservaban su idioma, vestimenta y costumbres. En muchas regiones siguió existiendo, desde los primeros tiempos, su clan u organización tribal intacta” 181. Richard Konetzke, ex-profesor en la Universidad de Colonia (Alemania), fuente valiosa de conocimientos científicos sobre nuestro tema, expresa: “Por ultimo las autoridades coloniales a menudo admitían que no se cumplían las leyes que preceptuaban la separación de españoles e indios. Pero estas leyes habían hecho de los aborígenes, en la imaginación de los hombres, una capa social aparte, diferenciada del resto de la población por medio de inmunidades. Ello favoreció la conservación de antiquísimos usos y costumbres de los indios. Su aculturación, su adaptación a las formas de vida europeas, bajo tales circunstancias tuvo que verse dificultada” 182.
También debe acotarse que confirmando disposiciones de los Reyes Católicos y de Carlos V, Felipe II estableció en real cédula de 1555 ante un pedido de caciques de la actual Guatemala: “E yo, acatando lo sudodicho e por vos hacer merced, helo habido por bien: por ende, por la presente aprobamos y tenemos por buenas vuestras leyes y buenas costumbres, que antiguamente entre vosotros habéis tenido para vuestro buen regimiento y policía, y las que habéis hecho y ordenado de nuevo todos vosotros juntos, con tanto que Nos podamos añadir lo que fuéremos servido y nos pareciere que conviene al servicio de Dios Nuestro Señor y nuestro, y a vuestra conservación y policía cristiana, no perjudicando a lo que vosotros tenéis hecho ni a las buenas costumbres y estatutos vuestros que fueren justos y buenos” 183. De tal manera que desde las altas esferas del poder, se disponía que se respetara todo lo respetable que el mundo autóctono presentaba en el campo normativo y de los usos.
Al respecto ya se considerará en estas páginas lo que pasó en el período hispánico en materia lingüística, pero vayamos acotando algo. España no vino a América exclusivamente a medrar como lo hicieron otras potencias, según se ha visto, sino también a transmitir su cultura generosamente. Pero para ello era menester ponerse en contacto intelectual con los aborígenes, que no pertenecían a una sola nación, sino a una multiplicidad considerable de naciones, cada una de las cuales poseía, en general, su idioma propio. La primera intención oficial fue difundir el español; pero se chocó con dificultades obvias: la mediocridad intelectual del indio, y la necesidad, para propagar el castellano, de conocer las lenguas americanas. Se optó por tomarse el ciclópeo trabajo de aprender las lenguas nativas, lo cual, agregado a la correspondiente redacción de vocabularios y gramáticas de muchas de ellas, se constituyó en un monumento que algunos consideran basamento de la moderna filología. Puntualiza Konetzke: “A las diferencias raciales entre europeos e indígenas se sumaba la heterogeneidad de sus idiomas, la cual hacía imposible una comprensión mutua. Se plantea la tarea de fundar una comunidad lingüística entre los conquistadores y los aborígenes del Nuevo Mundo. Era ésta también una premisa para incorporar los paganos de América a la cristiandad occidental. Los misioneros comenzaron por estudiar los idiomas vernáculos, compusieron gramáticas y diccionarios para el aprendizaje de las lenguas indígenas y escribieron en ellas catecismos y devocionarios. Desde el punto de vista de los principios, la Iglesia sostuvo que el cuidado pastoral de los aborígenes debía efectuarse en sus idiomas” 184. En efecto: se exigió que el misionero, en su labor de sacerdote, incluso de maestro de primeras letras como lo hizo en múltiples oportunidades, conociera la lengua de la parcialidad correspondiente. Felipe II lo dispuso en 1580, para lo cual, en las universidades de Lima y Méjico se establecieron cátedras de quichua y nahualt respectivamente 185. Agrega Konetzke: “Nadie, ordenaba el monarca, podía recibir órdenes sacerdotales sin haber aprobado antes, en la universidad respectiva, un curso completo en la lengua de los indios, y nadie debía postularse para un curato indígena si no había rendido el correspondiente examen de idioma ante los profesores universitarios de esa disciplina” 186. Estos hechos impresionantes dentro del campo de la historia de la cultura de la humanidad, permitieron en buena medida que las lenguas aborígenes hoy se hablen y se conozcan. ¿Y Pérez Esquivel habla de culturicidio?
Existen otros datos maravillosos. El padre Alonso de Barzana, heroico evangelizador Jesuita del norte hoy argentino a fines del siglo XVI, que fuera precisamente profesor de quichua en la Universidad de San Marcos de Lima, “llegó a hablar corridamente hasta trece idiomas, algunos de ellos muy recónditos y raros, y a escribir artes y vocabularios de varios de ellos” 187. De este sacerdote fundador de la Argentinidad en esa zona, llegó a escribir su compañero Pedro de Añasco: “…veo al padre Alonso de Barzana, viejo de más de sesenta y dos años, sin dientes ni muelas, con suma pobreza, con suma y profundísima humildad, que no hay novicio de un día de religión que así se quiera sujetar pidiendo parecer en cosas que él puede dar aventajadamente y ha dado muchos años, haciéndose indio viejo con el indio viejo, y con la vieja hecha tierra, sentándose por esos suelos para ganarlos para el Señor, y con los caciques, indios particulares, muchachos y niños, con tantas ansias de traerlos a Dios, que parece le revienta el corazón, y desde la mañana a la noche no pierde un momento ocioso” 188. Texto que deberían leer aquellos que hablan exclusivamente de destrucción de culturas, de “chupar” el oro de Indias, de genocidio, de explotación, de “choque” de dos mundos.
Pero hay más para quedar pasmados. Véase lo que escribe Ramos Pérez: “La primera imprenta que se montó fue la de Méjico, gracias a tas gestiones de Zumárraga y del virrey don Antonio de Mendoza... La primera obra editada en lengua azteca fue un catecismo del dominico Fray Juan Ramírez, en 1537” 189. Es decir: en 1521 culminaba la conquista de Méjico; once años más adelante ya había imprenta en la ciudad capital, y diez y seis años después ya se imprimía en lengua nahualt...! Otra fuente Indica que en menos de medio siglo a partir de 1537, los frailes, en Méjico, ya habían escrito un centenar de obras en varios idiomas nativos 190.
Se decidió no imponer el aprendizaje del castellano a los aborígenes. La orden era solamente estimular su estudio, pero sin exigirlo. En la Recopilación de las Leyes de Indias se lee: “Y habiendo resuelto que convendrá introducir la (lengua) castellana, ordenamos que a los indios se les pongan maestros, que enseñan a los que voluntariamente la quisieren aprender, como les sea de menos molestia y sin costa” 191. El Consejo de Indias, en 1596, propuso a Felipe II se obligara a los indios aprender y hablar en español; pero éste se opuso 192. Ni en la etapa del despotismo ilustrado borbónico se llegó a concretar una coacción en este sentido.
Es también pura leyenda negra que España arrasara con las expresiones artísticas precolombinas. Es suficiente una visita al Museo Antropológico existente en Chapultepec, ciudad de Méjico, para corroborar toda la abundante existencia de muestras del arte maya y azteca que se conservan: piezas de orfebrería, alfarería, cerámica, escultura. Se ha puntualizado ya la destrucción de la pirámide mayor de Tenochtitlán, pero se conservan prácticamente intactas las del Sol y de la Luna en Teotihuacán. Pueden hoy consultarse manuscritos aztecas que lucen estampas coloreadas con imágenes religiosas o vinculadas a su calendario. En cuanto a la pintura, Lehmann afirma: “La pintura azteca se prolongó durante muchas decenas de años después de la conquista, pero visiblemente influida por lo español” 193. Señal ésta del mestizaje que se produjo en todos los órdenes, incluso en el artístico.
Pirámides, templos, palacios, sarcófagos, ejemplares todos del arte maya, son hoy objeto de la curiosidad científica y turística. Lo mismo ocurre con sus expresiones esculturales como las estelas; incluso restos de la pintura maya, lógicamente deteriorados por el paso de los siglos, lucen aún hoy: tales los frescos de Bonampak.
Del arte incaico, en general mediocre, se conservan los monumentos de Cuzco construidos con bloques de piedra enormes, de peso formidable, que aunque cortados en ángulos de diversas dimensiones, ensamblan perfectamente unos con otros. Fuertes como el de Macchu Picchu ostentan su imponente arquitectura; carreteras construidas por los incas mantienen su estructura, lo mismo que canales de regadío. Cerámicas, objetos artísticos de madera pintada o de piedra, instrumentos musicales, una tradición oral literaria, son todos elementos de la cultura quichua que subsisten respetados por la Madre Patria.
De la cultura chibcha o muisca que se desarrollara en la actual Colombia, que no construía con piedra, han quedado piezas de cerámica y especialmente de orfebrería 194.
Como lo puntualiza Sánchez, de la danza y el teatro aborigen subsisten elementos que influyeron en el arte folklórico hispanoamericano, como por ejemplo el carácter colectivo de los bailes aborígenes que se trasladó al pericón, al gato, a la cashua peruana, al jarabe mejicano, al bambuco colombiano o a la cueca chilena. Piezas teatrales y autos de origen precolombino se conservan 195. William H. Prescott, norteamericano, por su parte, reconoce la estima que los ibéricos tuvieron por expresiones del arte prehispánico. Al efecto nos dice refiriéndose al Perú; “Estos cantos nacionales tenían un no se qué de dulce y agradable, y más de uno fue puesto en música por los españoles, que los apreciaban mucho” 196.
De la conformación política de las culturas precolombinas, una institución vertebral como el cacicazgo fue mantenida por España en todo lo que pudo. Caciques o curacas, nombre éste último con que se designaba a los jefes tribales en Perú, eran líderes de comunidades aborígenes consentidos de una u otra manera por ellas. La legislación ibérica ordenaba el respeto de la jerarquía del cacique, como lo revelan distintas reales cédulas con vigencia en los reinos americanos. La Recopilación de 1680 imperaba: “Desde el descubrimiento de las indias se ha estado en posesión y costumbre que en los cacicazgos sucedan los hijos a sus padres. Mandamos que en esto no se haga novedad, y los virreyes, Audiencias y gobernadores no tengan arbitrio en quitarlos a unos y darlos a otros, dejando la sucesión al antiguo derecho y costumbre” 197. En nuestro ámbito rioplatense, Hernandarias, en sus Ordenanzas de 1603, prescribe: “Justa cosa es que a los indios caciques, por ser entre ellos principales, también se les guarden sus preeminencias y privilegios y libertades, heredados y adquiridos de sus antepasados, y que por ser indios, sin haber delinquido, no se les quiten, haciéndoles de caciques y exentos que sean, mitayos y jornaleros, como lo suelen hacer algunos encomenderos” 198. En esta materia, el notable virrey del Perú Francisco de Toledo, reconstituyó las comunidades precolombinas, las que quedaron bajo la autoridad de sus caciques; pero hubo una diferencia: con Toledo los integrantes de esas comunidades pudieron disponer de lo que producían y ser dueños de sus viviendas y de sus tierras, mientras que en tiempos del Inca todos los frutos eran distribuidos mediante orden superior, y las tierras pertenecían al Inca, y también al Sol, es decir, a la casta sacerdotal 199. Este gran funcionario español bregó lúcidamente por el respeto de la institución del cacicazgo. Cayó en la cuenta que los curacas debían ser educados convenientemente, pues su mal ejemplo (borracheras, incestos, idolatría, práctica de la poligamia en gran escala, robos, tiranía, homicidios, explotación, etc.), arrastraban a los integrantes de sus parcialidades a tales excesos. él fue el que advirtió escribiendo textualmente: “...es necesario que estos caciques sean buenos, porque con su ejemplo se les pegue el bien, pues puede más una palabra de estos para que dejen sus ídolos y otras maldades, que cien sermones de religiosos” 200. Ya se verá que la Corona hubo de salir en defensa del indio trabajador, que sufrió abusos, a veces, no sólo de encomenderos y corregidores, sino de su propio cacique.
Konetzke admite que “Junto al cabildo, los jesuitas conservaban el cargo y la dignidad de los caciques, de los que había varios en una reducción porque los indios provenían generalmente de diversas comunidades tribales. El verdadero gobierno, absoluto, por otra parte, estaba, empero, en manos de los jesuitas. Estos sacerdotes, mediante su autoridad espiritual como misioneros y pastores de almas, regían la vida de la reducción hasta en los asuntos menores y más privados y ejercían sobre los aborígenes un dominio patriarcal” 201. Debe aclararse que si por absoluto se entiende gobierno omnímodo y caprichoso, esta calificación no la aceptamos, mejor dicho, no debe ser admitida. Los jesuitas hacían lo que debían por el bien del indio, sometidos a duras reglas divinas y humanas ellos mismos; no hacían lo que les venía en gana: eran esclavos de la ley. Muchos de ellos fueron mártires, contrajeron enfermedades, padecieron hambre, sintieron mucho miedo y cansancio, durmieron en el suelo, soportaron climas y alimañas intolerables. Su autoridad, como bien dice Konetzke, era espiritual, ejercida sobre quienes aceptaban libremente, esto debe ser bien remarcado, el suave yugo de la ley divina y natural que les impusieron los hijos de San Ignacio de Loyola.
En el campo social, España admitió y hasta amparó, varias instituciones aborígenes. Respecto de la unidad económica del clan, esto es, la explotación de parcelas de tierra por varias familias, que entre los aztecas se llamó calpulli y entre los quichuas ayllu, aun hoy subsiste, tal fue la sensatez hispana al respecto. Sánchez explícita: “Prototipo del sistema colectivista fueron los calpullis (calpulíes o clanes) aztecas y los ayllus andinos, especialmente incaicos. La base fundamental de ambos fue la explotación colectiva de la tierra. Cada calpulli y cada ayllu subsistía unido en virtud de una necesidad común. Hasta hoy, se les ve superviviendo en las comunidades agrarias mexicanas, peruanas, bolivianas, ecuatorianas, etc. Su vínculo, pues, no era otro que el agrario, al que se agregaba el sanguíneo”. Sánchez califica, entre paréntesis, de “grosera mixtificación histórica”, el considerar a ese colectivismo agrario como identificado con el comunismo moderno 202.
Félix Luna corrobora este hecho de la conservación del calpulli y del ayllu. Recuerda la vigencia de otra institución económico-social precolombina, como lo es la minga, por la que el dueño de un campo lo cultiva en colaboración con amigos y vecinos. Nuestro gran historiador acota que la minga aun subsiste en Ecuador, Bolivia, Perú y zonas del noroeste argentino 203.
El actual empleo de una unidad de medida precolombina como lo es el topo es señalada por Sánchez. Ella servía y sirve hoy en Perú, Bolivia. Ecuador, Colombia y otros países iberoamericanos, para mensurar campos; equivale a un rectángulo de 26 varas por 48 varas 204.
Dentro de la organización laboral establecida por España, en materia de mita, no hizo sino adoptar una institución precolombina quichua. Pero esa institución fue humanizada por la Corona, como ya se ha de poner de relieve más adelante.
En cuanto al yanaconazgo, es otra creación quichua. En la sociedad incásica, el yanacona era un verdadero esclavo: criados que servían al inca y a los nobles, que no podían pertenecer a ayllu alguno. Con la venida de los españoles, el yanacona debía trabajar en la casa o en la hacienda de los blancos, o en las minas de Porco o Potosí; pero en el caso de los que laboraban los campos, obtenían parcelas para su provecho particular. La Corona no vio con buenos ojos el yanaconazgo, tratando de evitar que los indios que alquilaban sus fuerzas se convirtieran en yanaconas aun voluntariamente; además, prescribió la prohibición de sacarlos de su hacienda, obligó a pagarles salarios y a proveerlos de animales y sementeras, vedó enclaustrarlos forzadamente en las haciendas a los que en forma voluntaria hubiesen accedido a ellas 205.
En la conformación de las Cajas de Comunidad, de las que haremos referencia más adelante, estuvo presente el antecedente precolombino; la venta de telas tejidas en obrajes donde trabajaban parcialidades aborígenes, la enajenación de frutos agrícolas producidos colectivamente, recursos que permitían a las Cajas sostener escuelas, hospitales, asilos, y correr en ayuda de hijos de caciques y huérfanos, eran prácticas que ya se utilizaban antes del descubrimiento 206.
Si bien España se opuso a hábitos deleznables como los sacrificios humanos, el canibalismo, el alcoholismo, el incesto, etc., sin embargo los usos y costumbres aborígenes rescatables fueron consentidos, como se ha visto lo ordenó Felipe II en real cédula de 1555 que seguía criterios de sus antecesores. En cuanto a la oposición terminante a las prácticas contrarias al derecho natural, o violatorias de los derechos humanos, como se dice hoy, Carlos V dispuso en real cédula de 1523: “Ordenamos y mandamos a nuestros Virreyes, Audiencias y Gobernadores de las Indias, que en todas aquellas provincias hagan derribar y derriben, quitar y quiten los ídolos, ares y adoratorios de la gentilidad y sus sacrificios, y prohíban expresamente con graves penas a los indios idolatrar y comer carne humana, aunque sea de los prisioneros y muertos en la guerra, y hacer otras abominaciones contra nuestra Santa Fe Católica, y toda razón natural, y haciendo lo contrario los castiguen con mucho rigor” 207. Felipe III persiguió la hechicería. Y ya desde Carlos V se hizo lo mismo con la poligamia, la desnudez, la venta de indios, la ociosidad, el alcoholismo 208. El mismo Carlos V calificó en 1552 como “bárbara costumbre”, prohibiéndola, “que los caciques, al tiempo de su muerte, manden matar indios e indias para enterrar con ellos, o (que) los indios los maten con este fin”. 209
Con todo lo expuesto, que es un panorama muy superficial de lo que pasó en cuanto a los elementos culturales nativos con motivo de la dominación española, surge claramente que lo del culturicidio es un mero capítulo de la vieja leyenda negra. Asimismo se oculta, o no se sabe, lo que los pueblos dominantes hicieron con las culturas de las comunidades sometidas, durante la etapa prehispánica. Verbigracia: siglos antes de la llegada de Colón, cuando los aztecas se asentaron en su hábitat definitivo, subyugando drásticamente a tribus que allí vivían, quemaron los antiguos códices y pinturas de las comunidades derrotadas para disipar su memoria histórica; lo asevera no precisamente un hispanista, sino Alejandro Lipschutz 210. En cambio. León Portilla establece: “Actualmente, a pesar de las destrucciones, existe un rico legado documental del mundo nahualt prehispánico” 211. ¿Y a quiénes se debe en gran parte ese relevamiento de datos relativos a las culturas prehispánicas? Pues a notables etnólogos españoles y a la propia Corona española. Escribe Morales Padrón: “Las diatribas contra la labor devastadora desarrollada en México y Perú forman ingente montón, sin tenerse en cuenta la provechosa curiosidad que, desde un principio, preside los actos de muchos actores, deseosos de saber el pretérito indígena (a Sahagún se debe lo que hoy se sabe del pasado mexicano). La Corona estimulaba este interés científico, como lo prueba su legislación y algunos cuestionarios que repartió con el fin de indagar antecedentes indígenas y conocer la realidad de sus nuevos dominios” 212. AI franciscano Bernardo de Sahagún se agregan otras luminarias como Carlos de Sigüenza y Góngora, Juan Eusebio Nieremberg, Juan de Cárdenas o Román Pané 213. En nuestro ámbito rioplatense ya diremos algo de un etnólogo del fuste de José Sánchez Labrador. En cuanto a los relevamientos de datos relativos al pasado prehispánico, ya se ejemplificó con los trabajos ordenados por el virrey del Perú Francisco de Toledo. En buena medida, pues, España salvó del olvido o la ignorancia el aporte cultural precolombino, lejos de destruirlo.
Es que no hubo tal culturicidio: hubo mestizaje de culturas con la llegada de España. Puede ser todo un símbolo de ello lo que respecto al arte en Cuzco expresa Sánchez: “Lo primero que sorprende es la fusión de los estilos indígena y español. Tal vez el compendio de ello sea lo que ocurrió con el Coricancha o Templo del Sol en Cuzco. Respetando, su basamento incaico, pétreo, los frailes de la orden dominica edificaron sobre él su convento. De tal manera dicho lugar nos ofrece una mezcla, sin adaptación, de lo prehispánico y lo íbero, de la piedra y el adobe, de la juntura sin argamasa y del techo de tejas” 214. Esa unión material y estilística de los dos mundos, se sublimó en el mestizaje sanguíneo del que hoy está hecha casi toda la población iberoamericana. Waldo Franck nos ha dejado estos conceptos: “El elemento creador de la conquista española es la presencia humilde, pero penetrante, del amor cristiano. Otros europeos han explotado y asesinado a los indígenas tanto como los españoles, y han dormido con sus mujeres. Pero sólo el español, al cruzarse con la india, comenzó a vivir espiritualmente con ella, hasta que sus vidas crecieron juntas. El español supo que había hecho una cristiana de la India, y que su hijo sería cristiano y súbdito del rey” 215.