Encuentro de dos mundos
Las instituciones de gobierno. ¿Las Indias fueron colonias?
1. Las instituciones de gobierno. Queremos, como colofón de este panorama de la obra de España en América, hacer algunas consideraciones respecto del andamiaje institucional que jugó el rol de instrumento para desarrollar las políticas que incorporaron las Indias al mundo greco-latino-cristiano. Digamos, por empezar, que en la organización hispanoamericana de esos siglos, no se puede pretender que hubiera división de los poderes en los tres que sistematizara Montesquieu en el siglo XVIII. Había diferenciación de funciones, que presentaban cuatro grandes expresiones: gobierno, justicia, guerra y hacienda. La función de gobierno se dividía en dos grandes campos: el gobierno temporal, propio de las autoridades políticas, con el rey a la cabeza, y el gobierno espiritual, que habida cuenta de la tarea evangelizadora que se propusieron los monarcas españoles, delegó en gran parte en éstos La función de justicia le competía a todos los organismos de gobierno, como veremos, desde el rey hasta los cabildos. La función de guerra implicaba organizar el ejército y la marina, para mantener el orden interno y luchar contra los enemigos externos. La función de hacienda comprendía la regulación de la percepción de las rentas reales y el debido control de los gastos que se efectuaban con ellas. Existe una clasificación de los distintos organismos de gobierno indianos en metropolitanos, o residentes en España, que lógicamente eran de mayor jerarquía, y los que se desempeñaban en Indias, dependientes de los anteriores, pero con un buen grado de autonomía que las distancias acentuaron. En la cúspide de la pirámide del poder estaba el rey. Quien detentaba la corona del reino de Castilla, era monarca de Indias, en cuanto éstas pertenecían a aquélla en virtud de Esto explica que cuando Maquiavelo, en la primera parte del siglo XVI, pretendió, mediante la denominada razón de estado, justificar que en la búsqueda de la finalidad política apetecida, el príncipe pudiese apelar a cualquier medio, aunque él significase un avasallamiento del orden moral, se alzara la voz del jesuita Pedro de Rivadeneyra. éste, que escribe en tiempos de Felipe II, además de oponerse al pensamiento de Maquiavelo, le hace presente a aquél los límites de su autoridad, que no es señor absoluto de las haciendas de sus súbditos ni se las puede quitar, que no puede caer en la tiranía. Y el rey, tan absoluto él para algunos autores, pone el trabajo de Rivadeneyra en manos de su hijo, el Príncipe de Asturias, que luego reinaría como Felipe III, a fin de que se educase 450; a tal punto llegaron los Austrias a apreciar las doctrinas de los que exponían las restricciones de su poder frente a las exigencias del bien común. Convicciones que ya había expuesto en tiempos de Carlos I el trinitario fray Alonso de Castrillo. Más adelante, el jesuita Juan de Mariana, llega a justificar el tiranicidio, esto es, la pena de muerte para el rey déspota desconocedor del orden natural y enemigo del bien común. Mariana sostiene en su obra “Del rey y de la institución real”, escrita en 1598, que el origen de la autoridad del monarca reside en la voluntad popular, y que ese imperio debe ceñirse a las leyes vigentes en el momento en que el rey es coronado, rechazando cualquier extralimitación al respecto. Además, afirma que el rey no puede decidir aspectos fundamentales de la labor política sin consultar la voluntad de la nobleza y del pueblo. Este trabajo del padre Mariana fue quemado en París en 1610 por orden del Parlamento. En España hubo de arribarse al reinado de Carlos III (1759-1788), para que se prohibiera exponer la doctrina del regicidio en las universidades 451; eran los tiempos en que la dirigencia española estaba renunciando a su tradición doctrinaria para embarcarse en las novedades de Diego de Saavedra Fajardo, miembro del Consejo de Indias, el jesuita Agustín de Castro, el padre Juan Márquez, que fuera predicador de Felipe III, Bartolomé de Las Casas, Francisco de Vitoria, el jesuita Luis de Molina, los dominicos Domingo de Soto y Domingo Báñez, Martín de Azpilcueta, Fernando Vázquez de Menchaca, Diego de Covarrubias, Juan de Hevia Bolaños, Gregorio López, y otros destacados teólogos y juristas españoles que pensaron y escribieron durante los siglos XVI y XVII, condenaron la tiranía y el absolutismo, sentaron la premisa que el monarca sólo tenía libertad para bregar por el bien común y manifestaron que Dios no interviene directamente en la nominación de la autoridad política, sino que deja librada a la comunidad tal responsabilidad. En este último aspecto, fue el jesuita español Francisco Suárez (1584-1617), quien, aprovechando el esfuerzo intelectual de los predecesores, algunos de ellos ya nombrados, sistematizó la doctrina del origen del poder político, fundamental en la historia del pensamiento político mundial y que tanto influyera entre nosotros, a tal punto que ella le serviría de fundamento filosófico a la propia Revolución de Mayo, y aun hoy podría ser base conceptual del ejercicio del poder político en nuestra joven democracia. Suárez explica en sus escritos que llevado por su propia naturaleza, y no por la mera voluntad o la necesidad férrea, el hombre vive en sociedad, pues ésta le permite perfeccionar su ser. En el pensamiento de Suárez, que es el de Santo Tomás, la sociedad no es una mera decisión voluntaria, como luego lo expondría Rousseau, ni una necesidad absoluta fuera de la cual el hombre no tiene sentido, como expondrían más tarde Durkheim y Marx. Ahora bien, sigue exponiendo Suárez, exigencias de la vida en sociedad es que exista un principio ordenador de la misma, que es la autoridad o gobierno. La autoridad es inmanente a toda sociedad, imprescindible para que ésta se conserve, para lograr superar los egoísmos individuales y permitir el logro del bien común. Pero la autoridad reside primitivamente, para Suárez, en la comunidad, la que, imposibilitada de ejercerla por sí misma, como es obvio, la transfiere por medio de un pacto que él llama político o de sujeción, al rey 452. Esa transmisión, aclara, puede ser expresa o tácita; expresa cuando el pueblo nomina directamente al rey, y tácita, cuando, como en el caso de las monarquías hereditarias de su época, el pueblo consentía que el descendiente indicado por la ley fuera el nuevo monarca ante la desaparición del anterior rey. También debe puntualizarse que, según Suárez, el pacto, que implica obligación de obediencia por parte del pueblo al rey mientras éste bregue derechamente por el bien común, puede ser quebrantado por la comunidad cuando el monarca incurriera en el delito de tiranía. Estos principios, como lo ha demostrado fehacientemente para nuestro ámbito Guillermo Furlong en su “Nacimiento y desarrollo de la filosofía en el Río de Estas convicciones españolas no quedaron reducidas al plano de la mera teoría. De los Reyes Católicos, de Carlos I, de Felipe II, de Felipe III, de Felipe IV, e incluso de los primeros Borbones, se han escrito muchas cosas, se han vertido muchos juicios. Pero ninguno entre los autores probos, que sepamos, ha acusado de tiranos a dichos reyes; casi nos atreveríamos a afirmar que los otros, los apasionados o politizados, tampoco. Al respecto escribe Sierra: “La acción centralizadora en procura de la unidad de Por otra parte, el aparato político-administrativo que presidieron los reyes para gobernar a América, ofreció todas las garantías imaginables para esa época a fin de que el ejercicio del poder se manifestara sin menoscabo de la persona humana y en la búsqueda del bien común posible. Junto al rey, en la metrópoli, funcionó una pieza maestra de ese complejo: el Consejo de Indias, organismo colegiado creado por Carlos I en 1524. Sus funciones consistieron en el asesoramiento del rey en todo lo atíngeme a la conducción de los reinos americanos, y en la preparación de la legislación a aplicarse en América que culminó con la “Recopilación de leyes de los Reinos de Indias” de 1680, que Konetzke llama “documento sobresaliente en la historia de las colonizaciones europeas” 459, verdadero monumento jurídico por su valor técnico y humano, que coloca a España en lugar preeminente en la historia del derecho universal. También el Consejo de Indias sugería candidatos para las diversas magistraturas, proponía la creación de virreynatos, capitanías, audiencias, gobernaciones y otras jurisdicciones, velaba por el buen tratamiento y elevación cultural del aborigen, controlaba celosamente los mecanismos gubernativos, poseía atribuciones judiciales superiores. En buena medida, la gran labor transculturadora realizada por España en América, fue producto de la egregia labor desarrollada por este organismo. De él ha escrito el imparcial y circunspecto Konetzke: “De las actas se desprende la impresión de que, en general, el Consejo de Indias trabajó con seriedad y objetividad y que procuró ajustar sus decisiones a firmes normas jurídicas y éticas” 460. Y más adelante: “Cuando se mira el conjunto de la amplia e intensa labor del Consejo de Indias, no podrá escatimársele el elogio a esta autoridad central del imperio colonial español, aun teniendo en cuenta sus muchas insuficiencias y defectos. Empresa gigantesca fue la de desarrollar normas jurídicas, así como crear instituciones apropiadas para colocar bajo una dominación ordenada y estable regiones recién descubiertas y tan dispares, y de esta suerte incorporar a En cuanto al complejo político-administrativo que gobernó a Hispanoamérica con residencia en ésta, puntualizaremos algunas características fundamentales de él. Ya se ha especificado que no había división de poderes tal como apareciera este principio en el siglo XVIII; había división de funciones: gobierno, hacienda, justicia y guerra. Los distintos órganos de poder, en general, poseían en alguna medida, las cuatro funciones, correspondiéndoles, a veces, por cada atribución conferida, un título distinto. Verbigracia: los virreyes, además de tales, eran gobernadores del distrito capital de su jurisdicción territorial, capitanes generales y presidentes de las audiencias asentadas en el virreynato respectivo. Ninguno de los funcionarios nominados para América poseían facultades irrestrictas, sino que estaban dotados de prerrogativas bien definidas y limitadas. Esos agentes ejercían entre sí un recíproco control, lo que le facilitaba al rey y al Consejo de Indias, en la cúspide del poder pero extremadamente alejados del teatro de los sucesos, poseer noticias fluidas de las conductas y contrarrestar posible abusos de esos colaboradores. Ni los virreyes, ni los oidores de las audiencias, máximas jerarquías políticas en América, pudieron escapar a ese recíproco control. Así. una medida de un virrey podía ser cuestionada ante una audiencia; virreyes y audiencias tenían no solamente la facultad, sino la obligación, de dar noticia a Este control recíproco se coronaba con el juicio de residencia, al que estaban sometidos, al término de su mandato, todos los funcionarios, incluso los de más alto rango: virreyes, capitanes generales, oidores, presidentes de las audiencias, gobernadores, corregidores, alcaldes, etc. En este procedimiento se juzgaban las conductas en el ejercicio del cometido respectivo: si el agente salía mal parado, era castigado; si salía bien, este antecedente favorable engrosaba su foja de servicios positivamente. Españoles e indios podían elevar acusaciones contra el virrey residenciado o el funcionario residenciado que fuese: gobernador, alcalde, etc. El juicio constaba de una parte secreta, una especie de sumario preventivo, y otra pública, en la que los acusadores podían probar sus dichos, y el acusado defenderse. Las penas iban de una mera multa, pasando por inhabilitación temporal o perpetua, destierro o traslado, prisión, etc. En el caso de los virreyes se podía apelar al Consejo de Indias. Se juzgaba no sólo la actuación pública del enjuiciado, sino su vida privada, sus costumbres, su moralidad. Del juicio de residencia ha escrito Haring: “El requisito de la residencia parece haberse cumplido generalmente con rigor” 463. Bayle confirma la severidad con que funcionó este instituto ilustrando con diversos casos 464. Konetzke asevera: “Las últimas investigaciones científicas sobre las actas de residencia llegan a un juicio claramente favorable sobre esta institución y sus resultados... Se ha visto en las residencias un tipo de control ejercido por la opinión pública sobre la administración del Estado. Sin duda, las residencias habrán operado como frenos de la arbitrariedad funcional, pues nadie podía estar seguro de qué influencias y relaciones lo ponían a resguardo de una condena. Hasta los poderosos virreyes lo experimentaron. Un adagio popular da fe de esta relación: “En Indias reciben con arcos (de triunfo) y despiden con flechas” 465. Ramos Pérez comenta: “Esta es una inspección que por sí sola, y por el temor que infundía, mantenía los resortes del gobierno en su mayor pureza, dentro de lo que cabe. Muy poco ha sido imitada serenamente; pudiendo decirse, por cierto escritor platense, que es una lección del pasado que está muy lejos de superarse” 466. Efectivamente: nuestros plagiarios constitucionalistas sustituyeron el juicio de residencia por el llamado juicio político. Debido al primero, el gobernador del Tucumán y fundador de Salta, Hernando de Lerma, por sus atropellos y arbitrariedades, perdió sus bienes, fue encarcelado, desterrado de Indias y murió tan pobre, que fue enterrado de limosna; Jacinto de Láriz, gobernador de Buenos Aires, por habérsele comprobado actividades de contrabando, se lo multó, se le confiscaron sus bienes, se lo desterró y se le privó perpetuamente de ejercer función pública alguna; a otro gobernador de Buenos Aires, Diego de Góngora, a pesar de su brillante participación en la guerra de Flandes y ser caballero de la orden de Santiago Apóstol, se le comprobó complicidad con una banda de contrabandistas portugueses: la muerte lo salvó de ser privado de la libertad, pero en el juicio de residencia, probado su delito, su patrimonio desapareció en un mar de multas y costas del juicio. En cambio, con posterioridad a 1853, no sabemos que el juicio político haya servido alguna vez de panacea para frenar o reprimir la corrupción de algún funcionario de jerarquía. Otras formas de poderoso control las constituyeron las visitas y las pesquisas. Las primeras eran inspecciones a cargo de funcionarios denominados visitadores, designados por autoridades superiores, en muchos casos por la misma Corte, que investigaban el accionar de órganos de gobierno determinados o pertenecientes a toda una jurisdicción. La pesquisa, a cargo de un juez precisamente llamado pesquisidor, consistía en el examen exhaustivo de una situación de abuso, anomalía o delito dada. El juez pesquisidor acumulaba todos los elementos contribuyentes a formar criterio respecto de la irregularidad producida, y los elevaba a la audiencia respectiva para que ésta produjera su pronunciamiento. Konetzke, que engloba en el término visitas tanto a éstas como a las pesquisas, afirma: “El visitador enviado, que recibía amplísimos poderes, verificaba si los funcionarios de la repartición inspeccionada, cuyo trabajo proseguía mientras tanto, habían despachado de manera conveniente los asuntos de servicio con arreglo a las instrucciones. Gran importancia alcanzaron las visitas a las que eran sometidas de tiempo en tiempo las audiencias. Hasta el año 1700 las once audiencias americanas recibieron entre 60 y 70 visitas” 467. Y Haring especifica: “Nada escapaba a la fiscalización del visitador general, desde la conducta de los virreyes, obispos y jueces, hasta la de los curas párrocos locales, aunque, si un virrey estaba incluido en la visita, era sólo en su carácter de presidente de Fueron muy importantes las labores de los visitadores en relación con la situación de los indios. Levillier acota que estos funcionarios debían bregar porque se les hiciese justicia, castigar a los encomenderos arbitrarios, eximirlos del servicio personal, intervenir en cualquier pleito en que estuviesen en juego sus intereses, velar por su formación religiosa, mirar por la financiación de los hospitales que los atendían o sugerir donde debían establecerse otras casas de salud, colocar indios huérfanos en hogares de familias de buen nivel económico para que los criaran, etc. 469 Impresionan también las previsiones tomadas por En el caso de los gobernadores, antes de asumir su cargo, debían hacer inventario de sus bienes y ofrecer fianza por las responsabilidades en que pudieran recaer; no podían nombrar parientes suyos en cargos administrativos 470. Si nuestros constitucionalistas hubiesen sido más consecuentes con los propios antecedentes institucionales, sin estar tan absortos en la pesca de novedades foráneas, inventarios, fianzas y veda en la nominación de parientes deberían haberse prescripto en las leyes fundamentales de Otra particularidad destacable del régimen político-administrativo indiano fue que casi todos los funcionarios, tanto metropolitanos como locales, con ínfimas excepciones, fueron jueces. Desde el rey, pasando por el Consejo de Indias, Un principio de obligatoria observancia era el “se respeta pero no se cumple”, al cual los funcionarios residentes en América debían acudir ante una disposición superior, incluso del rey o del Consejo de Indias, cuya aplicación pudiese ser inconveniente. En el derecho castellano ya existía sobreentendida tal prescripción, porque se comprendía que una norma que no fuera provechosa o que contrariara costumbres arraigadas, no debía ser puesta en práctica porque lo contrario hubiese herido el principio del bien común. Por supuesto que el no cumplimiento por parte del funcionario era sólo una suspensión de la aplicación, lo que conllevaba la consulta correspondiente ante la autoridad superior con la explicación de la causal que había originado tal determinación. Sierra, al respecto, afirma que Felipe II castigó a un funcionario de Santo Domingo por haber llevado a la ejecución una cédula que resultó perjudicial para la comunidad 471. A tanto llegó el celo español por regir a sus dominios americanos con medidas enderezadas al logro de la mejor alternativa posible frente a la problemática de cada circunstancia. No queremos dar término a estas sumarísimas observaciones relativas a las instituciones con que nos gobernó España durante tres siglos, sin hacer referencia especial respecto de dos piezas maestras del aparato político-administrativo: las audiencias y los cabildos. Las audiencias fueron cuerpos colegiados integrados por un número variable de oidores secundados por fiscales, escribanos, receptores de asuntos, repartidores y registradores, todos bajo la jefatura de un presidente; éste fue el virrey en el caso de que la audiencia estuviese en la capital del virreynato. La institución de referencia se tomó de las existentes en Castilla, pero en América sus atribuciones fueron mucho más amplias y trascendentes, pues además de constituirse en el tribunal más alto de justicia existente aquí, tuvo funciones de gobierno y hacienda de relieve. En cuanto a la justicia, era juzgado de apelación de los fallos dictados por cabildos y gobernadores, e intervenía originariamente en casos determinados. Dentro de sus prerrogativas de gobierno, colaboraba con el virrey en cuestiones importantes; cuando el asunto era grave y urgente conformaba el Real Acuerdo, esto es, se constituía en una especie de senado que dictaminaba respecto de la crítica situación dada. Reemplazaba al virrey en circunstancias de muerte o ausencia del mismo. Responsabilidad grave suya era defender al indio; escribe Haring: “La protección de los intereses de los aborígenes se consideraba una de las funciones más importantes de Expone también Haring: “Las Audiencias ubicadas en la ciudad principal de cada una de las provincias importantes, constituían el freno principal contra el ejercicio arbitrario del poder por parte de un virrey o capitán general” 473. Ots Capdequi confirma esta aseveración: “Actuando en corporación, como Reales Acuerdos, controlaron, en buena parte, las altas funciones de gobierno de los propios virreyes” 474. La real cédula del 5 de septiembre de 1610 ordenaba: “Las Audiencias en cuerpo de Oidores o cuerpo de Audiencia, hallando que conviene avisarnos en nuestro Consejo Real de las Indias, alguna cosa que toque a los Virreyes o Presidente de ella o su familia, lo pueden hacer y Pero En el campo de la hacienda, vigilaban la labor de los propios oficiales reales. Por lo que concluye Ramos Pérez: “Como se ve, pues, este alto tribunal indiano venía a ser como un pequeño Consejo de Indias, con funciones intermedias entre él y las autoridades; por eso pudo decir Villarroel que “son las Audiencias imágenes de sus príncipes”, carácter que se reafirma en las palabras del propio Felipe II, cuando manifiesta: “Los dichos nuestros oidores, por representar como representan nuestra persona real” 476. Las demarcaciones limítrofes de las futuras naciones iberoamericanas, están en general contestes los autores, se debieron a las jurisdicciones que España otorgó a las diversas audiencias que creó. Sierra hace afirmaciones al respecto, y además transcribe la opinión de quien investigó esta temática: “La influencia que las Reales Audiencias llegaron a tener en América fue extraordinaria. Las divisiones judiciales de sus respectivas jurisdicciones llegaron a constituir grupos en cierta forma autónomos, demostrándose que la justicia constituía un elemento de aglutinación social especialmente poderoso, como se vio en el hecho de que, en general, el origen de los Estados nacionales que surgieron en el Nuevo Mundo al producirse la disgregación del Imperio Español hay que buscarlo más que en la sede de los virreyes, en la de dicha institución. La significativa inferencia fue hecha por el profesor Pelsmaker en su obra sobre las Audiencias en Aspecto que impresiona en la labor desarrollada por las audiencias, es la acrisolada honradez con que se manejaron los oidores. Uno recorre las páginas escritas por los investigadores y se va formando sólidamente esa convicción. Por ello ha podido escribir Sierra: “La fácil literatura sobre la honestidad de los funcionarios peninsulares se estrella contra la probidad y la ciencia que fue el signo de la mayoría de los oidores” 479. Y Ramos Pérez: “Pero todo lo dicho no es más que una enumeración fría de lo que son las Audiencias. Cabe referirse a la escrupulosidad con que En cuanto a los cabildos, comencemos por decir que en los territorios regidos por España, el núcleo político-económico fundamental estaba en las ciudades y no en la zona rural, en contraposición con lo ocurrido en las colonias inglesas de América del Norte, donde ocurría exactamente lo contrario. Esto lo han puntualizado investigadores como Zorraquín Becú y Haring, por ejemplo 481. De allí la trascendencia que tuvo el gobierno de las ciudades, gobierno que ejercieron los cabildos precisamente. Una de las primeras cosas que hacía el fundador de una ciudad, era designar los miembros de su cabildo; no había ciudad sin cabildo ni cabildo sin ciudad. Aclaremos que Buenos Aires, al fundarla Garay en 1580, sólo tuvo originariamente sesenta y tantos habitantes, y fue ciudad desde el primer momento, y por ende tuvo cabildo. éste era un cuerpo colegiado que ejercía el gobierno de la ciudad y su zona rural de influencia. El antecedente histórico de nuestros cabildos lo fueron los cabildos o concejos españoles del medioevo. No hubo legislación española especial para los cabildos americanos; ellos se rigieron por la costumbre y por una que otra ordenanza aislada. Los cabildantes representaron a los vecinos, cuyas primeras expresiones fueron los conquistadores y sus descendientes. Más adelante, con la venta de los oficios concejiles, integrantes del vecindario más pudiente, que muchas veces no eran los descendientes de los fundadores de la ciudad, tuvieron fuerte influencia en estos cuerpos. Con los borbones y el proceso de centralización operado en el siglo XVIII, los cabildos fueron perdiendo ascendiente a favor de una burocracia de funcionarios advenedizos, lo que suscitó la disconformidad del vecindario, a punto tal que se menciona a este fenómeno como una de las causales del movimiento emancipador. Fueron integrantes del cabildo los alcaldes ordinarios de primero y segundo voto, magistrados judiciales; los regidores, miembros naturales del cuerpo. Funcionarios especiales completaban la planta de este organismo: alférez real, alguacil mayor, provincial de la hermandad, depositario general, fiel ejecutor, receptor de penas de cámara, síndico procurador general, procuradores, alcaldes de hermandad, alcaldes de barrio, escribano, mayordomo, defensores de pobres y menores. ¿Quién nombraba a los cabildantes? Ya se ha dicho que al erigirse la ciudad, los primeros miembros del cabildo eran nominados generalmente por el fundador; alguna vez los eligieron los vecinos, o el rey, o el gobernador de una lista que le presentaban los cabildantes salientes. La forma de elección más común fue la que practicaban los cabildantes salientes de los que debían reemplazarlos cada año. Como en tiempos de Felipe II el erario estaba muy necesitado, se tomó la mala costumbre de vender los cargos concejiles rematándolos, con la excepción de las dignidades de alcaldes, que siguieron siendo elegibles. Luego, en parte, tornaron a ser discernidas las plazas mediante elección de los cabildantes salientes Los cargos concejiles sólo podían ser ocupados por vecinos. éstos debían ser españoles peninsulares o criollos, casados, que vivieran en la ciudad en casa propia. No podían ser elegidos cabildantes los que debían al fisco, los procesados, los oficiales reales, los extranjeros, parientes del gobernador o de los otros cabildantes, los que tuvieran negocios al menudeo u oficios viles, los militares en servicio activo fuera de la ciudad, los sacerdotes o religiosos, los solteros, los dependientes, los transeúntes. Se distinguían los cabildos cerrados, que era el propio cuerpo sesionando con sus alcaldes, regidores y funcionarios especiales, y el cabildo abierto, en cuanto a esos integrantes natos se agregaban los vecinos de relieve y principales dignidades civiles, militares y eclesiásticas. Esas verdaderas asambleas públicas se convocaban para abordar problemas de gran interés o gravedad: un ataque del malón indio, enfrentar una emergencia económica, la provisión de agua, la amenaza de una agresión pirata, etc. Los autores han vertido disímiles opiniones respecto de la trascendencia de esta institución. Sierra afirma que las funciones de jueces de primera instancia que tuvieron los alcaldes, sumadas en ciertos casos al gobierno de toda una provincia por ausencia o muerte del gobernador, la fijación de precios, condiciones de trabajo y normas de producción y comercialización de los abastecimientos, el control de precios y medidas, las obras públicas, la beneficencia, la enseñanza primaria, la defensa contra el malón indio, la policía de costumbres y el cuidado de las cárceles, constituyeron a los cabildos en “la expresión más concreta de la política del Estado” 482. Vista la cosa desde otro ángulo, si los cabildos, como las demás Instituciones de gobierno residentes en América, podían mantener permanente comunicación con Tampoco queda duda que los cabildos fueron, desde el punto de vista institucional con proyección de futuro, origen de nuestro federalismo. Así lo explicitan autores con enfoques históricos diversos como Levene 483, por un lado, y José María Rosa 484 por el otro. Es interesante observar, a partir de 1811, cómo, comenzando por Montevideo en relación con Que los cabildos fueron la cuna de nuestra vocación democrática, es cosa a la que se inclina la opinión de los estudiosos, con excepciones. Juan B. Alberdi, que se caracterizó por su antihispanismo, supo reconocer lo que sigue en la última etapa de su vida: “Antes de la proclamación de 2. ¿Las Indias fueron colonias? ¿Fuimos tratados por España como colonias, o como un conjunto de reinos dentro del Imperio, con los mismos derechos que los demás reinos metropolitanos? En una palabra: por ejemplo, el virreynato de Méjico, ¿fue colonia o reino? La tesis de Ricardo Levene fue que “Las Indias no eran colonias”, tesis que sintetizó así: “Las Indias no eran Colonias según expresas disposiciones de las leyes: Porque fueron incorporadas a Víctor Tau Anzoategui y Eduardo Martiré, en su valiosa obra, objetan esta tesis, con argumentos que nos parecen poco convincentes, como por ejemplo, que “el órgano superior del gobierno indiano residía en la península y no en América”; ¿qué se pretende, que Carlos I se trasladara con su Corte a Méjico o Perú, inclusive el Consejo de Indias, para gobernar desde allí todo el Imperio? También expresan que la legislación castellana era supletoria en Indias, pero que la legislación de Indias no lo era de la castellana; este argumento no resiste el menor análisis, pues la legislación de Indias fue ocasionada por los específicos problemas que planteaba América, que por supuesto la metrópoli no tenía. Razonan que si bien jurídicamente indios, españoles peninsulares y criollos eran iguales, no lo eran en los hechos. Esto, en la medida que existió, lo que resulta harto discutible, fue producto o de las desigualdades inherentes a las propias características accidentales de los distintos pobladores de América, o a los defectos que en la aplicación de las leyes han tenido todas las administraciones del orbe, desde que el mundo es mundo, pero no achacable a Tampoco es aceptable que “la economía estaba regulada en función de los intereses peninsulares, sirviendo las Indias como proveedora de materias primas y de mercado consumidor de las mercaderías manufacturadas”494. Refutar esta aserción nos llevaría a un examen extenso que nos es imposible en este trabajo. Digamos sí, que tal afirmación puede ser admisible en relación con la política económica desarrollada por los borbones, especialmente en la segunda mitad del siglo XVIII, pero no respecto de la que desenvolvieron los austrias. De lo contrario, ¿cómo puede explicarse, por ejemplo, que el Tucumán, para referirnos al ámbito nuestro, fuese una región de economía predominantemente industrial artesanal, que producía casi todo lo necesario para desarrollar una vida civilizada? Sintetizando: nosotros aceptamos la tesis de Levene: las Indias no fueron colonias sino provincias de un gran imperio; las diferencias accidentales que podían existir entre Aragón y Méjico, verbigracia, no hacen al hecho sustantivo de que ambos fueron reinos que formaban parte, en paridad esencial, del mismo Imperio. Puede admitirse, no obstante, que con los borbones y la introducción del despotismo ilustrado como filosofía política, especialmente a partir de Carlos III, deban hacerse concesiones a nuestro convencimiento, pues la conducción de América se endureció y centralizó en detrimento de vecinos y organismos locales de gobierno; y desde el punto de vista económico-financiero se buscó potenciar los intereses de la metrópoli. Pero con los austrias las cosas fueron muy diferentes 495. Concluímos con esta apreciación de Humboldt: “España no miró como colonias sus posesiones ultramarinas, sino como partes integrantes de la monarquía... De esto ha resultado una legislación más justa que la que se observa en el gobierno de las demás colonias” 496. |
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