Bosquejo biográfico del Gral. Don José de San Martín
Bosquejo biográfico
En el pueblo de Yapeyú, capital de la provincia de Misiones, nació el día 25 de febrero de 1778, el personaje a quién está dedicada la presente biografia. Hijo de un Coronel español que gobernaba militarmente los antiguos dominios jesuíticos, fueron sus pasatiempos de niño, alardes de guerra, voces de mando y aspiraciones a distinguirse en una carrera ilustrada ya por su familia. A la edad de seis años, comenzó a aprender las primeras letras en una escuela de Buenos Aires: a los ocho se trasladó a España con toda su familia. A pesar de su tierna edad dejó en América impresiones vivas de sus prematuras cualidades, pues uno de sus condiscípulos decía de él: "San Martín estaba destinado a ser un grande hombre: en la escuela era un niño muy notable, y si hubiese muerto sin alcanzar a ilustrar su nombre, yo me habría acordado de él siempre". San Martín tuvo la fortuna de educarse en el mejor colegio de la Península, en el de Nobles de Madrid, cuyo plan de estudios abrazaba los conocimientos generales de humanidades, filosofía e historia, como indispensables para emprender con provecho el estudio de las ciencias matemáticas y sus aplicaciones al arte de la guerra, que era el principal objeto de aquel colegio. A la edad de 21 años, dejó las aulas para pasar a Cádiz en clase de ayudante del gobernador de aquella plaza, el general D. Francisco María Solano, a cuyo lado acabó de adquirir el porte y las maneras marciales en armonía con su carácter e inclinaciones. Amigo de su jefe inmediato, tuvo ocasión de relacionarse con los más notables generales españoles de aquella época, y de iniciarse en la Política de la Europa, estudiándola especialmente con relación a los intereses americanos. Los acontecimientos de la época y la situación especial de la España, fueron propicios al desarrollo de la inteligencia de San Martín, ofreciéndole ocasión de tomar parte, como pensador y liberal, en las asociaciones secretas que tenían por objeto modificar las propensiones absolutas del Monarca y del favorito y como soldado en los hechos de armas que tuvieron lugar con motivo de la invasión francesa. Encargado el general Solano de formar una división de 6.000 hombres para obrar sobre Portugal, repartió sus tareas con su ayudante predilecto, manteniéndole a su servicio inmediato hasta que regresó a Cádiz investido con el cargo de Capitán General de Andalucía. A esta sazón Murat ocupaba a Madrid, y los españoles estaban divididos, aunque en proporciones muy desiguales en número, en afrancesados y leales. Solano seducido por el buen éxito de los primeros pasos de la invasión y por la confianza que le dispensaron sus principales cabezas, se hizo sospechoso al pueblo por su conducta delante de la escuadra francesa surta en la Bahía de Cádiz. Un motín movido y acaudillado por algunos vecinos exaltados, estalló contra el Capitán General en la tarde del 29 de mayo, logrando los amotinados saciar cruelmente sus resentimientos en la persona del general afrancesado. Cúpole a San Martín hallarse de guardia en el Palacio de su jefe en este momento crítico. Resuelto y sereno, cerró las puertas, las franqueó con algunas piezas de artillería y se dispuso a una defensa formal. Pero el pueblo, resuelto también por su parte, tuvo a su favor la orden terminante de Solano de que por ningún motivo se le hiciese fuego. No queriendo deber su salvación a las armas, buscó un asilo en la casa de un amigo, donde le acompañó San Martín con mucho peligro de su propia vida. De este lugar de refugio fue de donde arrancaron a Solano para arrastrarle sin compasión por las murallas y plazas públicas. El recuerdo de este sangriento suceso, no se apartó nunca de su memoria, dice un biógrafo francés de San Martín. él le inspiró ese profundo horror por las asonadas populares, que, mezclándose en su pecho al culto ardiente de la libertad, llegó a constituir el fondo de su carácter político, dictándole sus palabras y determinando sus acciones. Si en el curso de su larga e ilustre carrera, no cedió en un ápice de sus principios; si sabía y decía con más firmeza que nadie, que el gobierno de este mundo pertenece a la inteligencia; si según él la libertad Política no era posible, y la dignidad humana no podía tener una salvaguardia segura, sino a condición del mantenimiento inflexible del orden, debemos atribuirlo a las vivas impresiones que dejaron en su espíritu esta sublevación de Cádiz y los atroces crímenes que la mancharon. Los corazones firmemente templados, guardan eternamente, como el bronce, las impresiones que una vez recibieron. San Martín, joven y destinado a contribuir bien pronto a la libertad de una parte de América, no debía sucumbir como su jefe que se hallaba por sus años casi al término de su carrera. La casa de un amigo y compañero de armas le sirvió de defensa contra las pesquisas de los amotinados hasta que logró huir a Sevilla, en donde le destinaron al ejército del general Castaños. La noble guerra de la independencia comenzaba para los españoles. El pundonor, el amor patrio, todos los sentimientos dignos que se levantan alrededor de un gran propósito, se exaltaron naturalmente en el americano que llevaba sangre castellana en las venas. Si los franceses eran usurpadores en España, los españoles habían llegado a serlo también en América, y por consiguiente el sentimiento de la independencia adquiría en el corazón de San Martín una fuerza doble al recuerdo de la esclavitud de su patria. Pensando en ella, se consagró al cumplimiento de sus nuevos deberes. El teatro en que se presentaba era el mejor para adquirir experiencia militar y para estudiar en grande las operaciones de la guerra. Iba a combatir al lado y al frente de valientes, en alianza con los batallones británicos, contra los soldados más victoriosos y aguerridos del mundo. Más parece resultado de sus deseos de adquirir luces y experiencia, que de la casualidad, la circunstancia de haber pertenecido a diferentes armas durante su permanencia en la Península. Fue infante ligero en el regimiento de Campomayor, como lo había sido también en el de Murcia; comandante de caballería en el regimiento "Dragones de Numancia". Trece meses permaneció, por los años de 1798, a bordo de la fragata de la real armada "Dorotea", y en ella se halló en un encuentro sangrientos con el navío inglés "León", el día 15 de julio de aquel mismo año. Tuvo por generales a los mejores de España al comenzar el siglo, a Castaños, al marqués de Coupigny, al marqués de la Romana. Se halló en Bailén el 19 de julio de 1808, mereciendo una mención honrosa en el parte de esta famosa jornada; en la de Albufera, el 15 de mayo, de 1811, alcanzando por su notable conducta y el brío de su sable en este día, y sobre el campo mismo de batalla, el grado de Comandante efectivo. Fue, pues, completo y feliz el aprendizaje de San Martín. Leales y bravos fueron sus jefes; noble la causa de la lucha; elevado el rango en que prestó sus variados e importantes servicios. Cuando se decidió a regresar a América era un militar aguerrido y lleno de experiencia. Así que llegó a conocimiento de San Martín el paso atrevido dado por sus compatriotas en Mayo de 1810, volvió su atención hacia los lugares que había abandonado en los tiernos años de su edad, y siguió con interés y emoción las primeras escenas del drama en que deseaba ser actor. Espiando desde entonces una oportunidad para desligarse de sus compromisos con la España, la halló en el carácter caballeroso y en las ideas liberales de su amigo el general Sir Carlos Stuart, quien, aunque aliado decidido de los españoles, simpatizaba con la causa de la emancipación americana. Así que éste se impuso del deseo que tenía San Martín de servirla y de dirigirse inmediatamente a un puerto de Europa para pasar desde él a Buenos Aires, dióle varias cartas de recomendación para sujetos respetables de Londres, y especialmente para el Lord Maeduff, que acababa de militar en la Península. San Martín llegó a la capital del Reino Unido a fines de 1811. El tiempo que residió allí no fue perdido para los intereses de América, pues contrayendo relaciones con varios venezolanos y argentinos, devotos ardientes de la causa de la emancipación, estableció con ellos una Sociedad secreta para servir con todo género de elementos a aquel generoso y patriótico objeto. Las personas a quienes iba recomendado pusieron empeño en facilitarle medios de transporte, hasta que logró embarcarse acompañado de Don Carlos Alvear y de Don Matías Zapiola, a bordo de la fragata Jorge Canning, en un día de enero del año 1812. El 13 de marzo siguiente llegaban al puerto de Buenos Aires estos tres argentinos que debían señalarle muy luego en los campos de la lucha en que hallaba comprometida la patria. El gobierno de Buenos Aires encomendó inmediatamente a San Martín la creación de un cuerpo de caballería, y el 7 de diciembre del mismo año 1812 le extendía los despachos de coronel del Regimiento de "Granaderos a Caballo". Esta falange de bravos formada bajo la más acertada disciplina, tuvo por destino el pasearse victoriosa por la mitad de América, llevando por todas partes la victoria y la honra del nombre argentino. Pero San Martín, en los primeros tiempos de su llegada a la patria, no se contentó con crear soldados. él sabía que para que una revolución llegue airosa a su término, es indispensable asociar las ideas a la fuerza, y concentrar la dirección de unas y otra en pocos hombres de inteligencia superior y de corazón bien templado. Pudo equivocarse en los medios; pero su intención fue prudente o al menos análoga con su carácter positivo, anheloso siempre de alcanzar los resultados por el camino más seguro y corto. San Martín ayudado eficazmente por su compañero Alvear estableció en Buenos Aires la famosa logia de "Lautaro", sociedad secreta, de miras puramente políticas, cuya primera idea se atribuye al famoso general caraqueño Miranda, fundador de la Gran Reunión Americana, cuyo centro, establecido en un puerto de la península, derramó según creen algunos, su influencia liberal sobre varios puntos de América. Lo que hay de cierto es que San Martín y sus dos compañeros de navegación fueron los fundadores de la masonería política en el Río de la Plata, según lo asegura el bien informado historiador de Belgrano. Según este mismo escritor, la Logia de Lautaro, influyó en los sacudimientos internos, llevó al poder los hombres elegidos por ella, atrajo a sus miras a miembros de los cuerpos deliberantes y llegó a la reguladora de nuestra política interna a fin del tercer año de la revolución de Mayo. La vida puramente militar de San Martín en América se inició a las márgenes del Paraná al comenzar ese mismo año 12, sobre cuyos destinos políticos había ejercido una influencia tan notable como disimulada. Los marinos españoles dueños del puerto de Montevideo afligían a nuestras poblaciones del Litoral con ataques inesperados. En el mes de octubre de 1812, una escuadrilla española había saqueado los pueblos de San Nicolás y de San Pedro. Para librar de semejante consternación a los pacíficos moradores de la costa, fue enviado al pueblo del Rosario de Santa Fe el regimiento de caballería al mando de su coronel San Martín. Informado éste de que los marinos se preparaban a practicar un desembarco en un punto más al Norte, denominado "San Lorenzo", tal vez con la esperanza de posesionarse del territorio intermedio entre la capital y las provincias, se trasladó allí sin ser sentido de los señores del Río, y les tendió una red digna de la sagacidad y sangre fría del experimentado coronel de Granaderos. San Lorenzo es un antiguo convento de franciscanos situado en la planicie inmediata a las empinadas barrancas del Paraná. A espaldas de los macizos claustros, se colocaron durante la noche, burlando con la oscuridad y el silencio a los espías del enemigo, los pocos pero denodados Granaderos, con sus briosos caballos de la brida, esperando la voz de su jefe. Sobre las bóvedas de la iglesia, impaciente por que asomara las primeras vislumbres del día, estaba San Martín informándose con el oído y con la vista de los movimientos del enemigo. Eran las cinco de la mañana cuando doscientos cincuenta infantes desembarcados en el puerto tomaron la dirección del convento, confiados, contentos, marchando a tambor batiente con las banderas desplegadas. Estarían a cien varas de distancia del punto que ya consideraban en su poder, cuando divididos los jinetes de la patria en dos divisiones de a sesenta hombres cada una, cayeron sobre el enemigo con una intrepidez irresistible y sable en mano, según la expresión del parte oficial. Los invasores también se sostuvieron con esfuerzo; pero pronto se vieron obligados a replegarse en fuga hacia las barrancas protegidos bajo los fuegos de las embarcaciones de guerra. Cuarenta cadáveres, catorce prisioneros, doce heridos, dos cañones, cuarenta fusiles y una bandera arrancada con la vida al que la custodiaba, fueron los trofeos de la victoria del 3 de febrero. La de San Lorenzo está colocada en nuestro Himno Nacional entre las de San José y de Suipacha y es por consiguiente una de las primeras en nuestros gloriosos anales. La carrera de triunfos de que ella es el punto de partida no debía terminar sino a las márgenes del Rimac, extendiéndose desde los 12 hasta los 33 grados de latitud sur en la América independiente. La nueva de la victoria de San Lorenzo vino a completar en Buenos Aires la confianza en la situación y a robustecer el espíritu público como una demostración práctica de nuestra superioridad material sobre el enemigo. El poder de las armas se aunaba a las fuerzas morales del país que en ese momento se veían converger hacia esta capital, representadas por los miembros de la Asamblea Constituyente, cuya solemne apertura Acababa de tener lugar en el último día del mes de enero. Este cuerpo, llamado según el sentimiento de aquellos días, "a desterrar con la energía de sus resoluciones, hasta la esperanza en los tiranos de triunfar sobre el país", comenzó sus notables tareas bajo los auspicios de la victoria y en medio de una población llena de entusiasmo y de confianza en lo venidero. Hasta este momento la vida del general San Martín se había confundido con la de la generalidad de los militares valientes. Pero desde la jornada de San Lorenzo comenzó a tomar lugar en el catálogo de los hombres célebres del siglo, según la oportuna observación de un escritor extranjero. La suerte de las armas fue varia como de costumbre para los ejércitos de la revolución. El desastre de Ayohuma había puesto una parte de la opinión pública en contra del virtuoso general Belgrano que mandaba en jefe el ejército del Perú. Bajo el peso de dos derrotas y una seria enfermedad contraída por las fatigas de campañas penosas, había solicitado del Gobierno su relevo, fundándose más en razones de conveniencia pública que en su situación personal. En consecuencia de este paso de Belgrano, el Gobierno le comunicó con fecha 18 de enero de 1814, que había nombrado para subrogarle en el mando, al coronel de Granaderos a Caballo D. José de San Martín. El 30 de aquel mismo mes, el nuevo general estaba dado a reconocer como jefe del Ejército, y al comunicar al Gobierno este acontecimiento se expresó en estos términos: "Me encargo de un ejército que ha apurado sus sacrificios durante el espacio de cuatro años; que ha perdido su fuerza física y sólo conserva la moral; de una masa disponible a quien la memoria de sus desgracias irrita y electriza y que debe moverse por los estímulos poderosos del honor, del ejemplo, de la ambición y del noble interés. Que la bondad de V. E. hacia este ejército desgraciado se haga sentir para levantarlo de su caída." El tenor de estas palabras tanto cuadran a favor del ejército, como forman el mejor elogio del general que lo había creado. A pesar de la desmoralización a que le habían conducido los repetidos desaires de la fortuna, aun conservaba su vigor moral y era capaz de acciones heroicas sin más estímulos que los del honor. Y este testimonio lo daba el mismo sucesor de Belgrano, que tenía la nobleza de decir la verdad y que confiaba tanto en su mérito que no temía envidioso la sombra del ilustre personaje en cuyo lugar se colocaba por obedecer al Gobierno. "Es un espectáculo digno de la atención de la posteridad, dice el historiador de la época de Belgrano, el momento en que dos hombres eminentes se encuentran en la historia a la sombra de una misma bandera; y si ambos llegan a comprenderse y estimarse, haciéndose superiores a las innobles pasiones que les impiden hacerse recíproca justicia, entonces la escena es tan interesante como moral. Tal sucedió con San Martín y Belgrano, los dos hombres verdaderamente grandes de la revolución argentina, y que merecen el título de fundadores de la Independencia". Un estudio reflexivo de este encuentro de los dos famosos guerreros, desmiente la especie de que existiera entre ellos una rivalidad poco noble. Al contrario, apenas se recibió San Martín del mando del ejército, interpuso su valimiento a fin de que la Comisión establecida en Buenos Aires para juzgar a Belgrano por sus contrastes de Vilcapugio y Ayohuma, dejase a un lado la prosecución del proceso para facilitar así la reorganización de las fuerzas desmoralizadas por la derrota. Insistiendo el Gobierno, sin embargo, en la necesidad de llevar adelante la averiguación de las causas de los desastres mencionados y habiendo dispuesto que Belgrano pasase a la ciudad de Córdoba después de entregar el mando del regimiento Nº 1 que hasta entonces conservaba, todavía encontró un apoyo y un amigo en San Martín, quien tuvo bastante entereza para negarse a cumplir las terminantes órdenes recibidas, apoyándose en las siguientes consideraciones: "He creído de mi deber, escribía San Martín al Gobierno con fecha 13 de febrero, imponer a V. E. que de ninguna manera es conveniente la separación del General Belgrano de este ejército: en primer lugar, porque no encuentro otro oficial de bastante suficiencia y actividad que le subrogue en el mando de su regimiento, ni quien me ayude a desempeñar las diferentes atenciones que me rodean con el orden que deseo, e instruir la oficialidad... Me hallo en unos países cuyas gentes, costumbres y relaciones me son absolutamente desconocidas y cuya topografía ignoro; y siendo estos conocimientos de absoluta necesidad para hacer la guerra, sólo el general Belgrano puede suplir esta falta, instruyéndome y dándome las noticias necesarias de que carezco (como lo ha hecho hasta aquí) ... Su buena opinión entre los principales vecinos emigrados del interior y habitantes del pueblo es grande: que a pesar de los contrastes que han sufrido nuestras armas a sus órdenes lo consideran como un hombre útil y necesario en el ejército, porque saben su contracción y empeño, y conocen sus talentos y su conducta irreprensible... En obsequio de la salvación del Estado dígnese V. E. conservar en este ejército al brigadier Belgrano". Bien considerado este documento, se hallará que no sólo honra sobremanera a su autor por la generosidad y sentimientos de justicia de que da muestra, sino porque encierra un sacrificio del amor propio, hecho en obsequio de la verdad y de los intereses de la patria. San Martín no vacila en presentarse despojado de un prestigio ante la opinión, que cualquiera otro menos honrado, puesto en su caso, habría fingido y exagerado, y declara que las simpatías de la gente importante del país no le llegaban a él sino reflejadas por la digna persona del héroe abatido a quien con tanta nobleza sostenía, aunque sin fruto. San Martín se entregó con empeño a la reorganización de las fuerzas que quedaban exclusivamente a su mando, y dio al arma de caballería la forma y disciplina que con tan buen éxito estaban ya ensayadas en los escuadrones de Granaderos. Modificó la táctica sacándola de las viejas vías de la rutina, y levantó el espíritu marcial de los oficiales, dando a la delicadeza en la honra personal el estímulo del desafío severamente prohibido hasta entonces por su antecesor. Para remontar al ejército, pidió contingentes de reclutas a todas las provincias argentinas, especialmente a la de Santiago del Estero; fundó una Academia Militar, a la que asistía personalmente, para instrucción de los jefes y subalternos; y por último, logró reunir bajo la bandera de aquel ejército que encontró reducido a 1.800 hombres, el número de tres mil. Convencido de la necesidad de sostener la posición de Tucumán, dispuso la construcción de un campo atrincherado en sus inmediaciones, no sólo para apoyo y punto de reunión del ejército en caso de un contraste, sino para facilitar su pronta organización, dando ocupación a los reclutas, cortando los conatos de deserción, y adiestrando a la oficialidad en las obras de defensa. Este campo se hizo célebre en los fastos de las hazañas argentinas, bajo el nombre de la "Ciudadela de Tucumán". En 1833, visitando este sitio un viajero argentino, sólo halló en él ruinas cubiertas por la maleza, soledad y silencio. Mientras San Martín moralizaba sus soldados noveles, tomó algunas medidas que no constituían en realidad un plan completo de campaña. Era necesario hacer frente al enemigo engreído por la fortuna de sus armas; pero habría sido peligroso comprometerse contra él en operaciones serias y decisivas. En esta situación, contentóse San Martín con confiar la defensa de las fronteras de la revolución a algunos valientes comandantes de milicias, entre los cuales se distinguió por su constancia y pericia de guerrillero el famoso D. Martín Güemes, caudillo de los paisanos de la provincia de Salta. Y ya que le faltaba la fuerza material para ahuyentar a los enemigos, recurrió en esta vez, como en tantas otras, a lo que pudiera llamarse su estrategia diplomática. Por medio de combinaciones ingeniosas, en que era fértil su cabeza, logró persuadir al enemigo de que las avanzadas de caballería al mando de Güemes eran la vanguardia de un ejército considerable que maniobraba más allá de Salta, para evitar la reunión de las fuerzas al mando de dos de los principales jefes españoles. Sobrecogidos éstos con las consecuencias que podría tener un movimiento aislado en caso de tropezar con fuerzas superiores de los insurgentes, dejaron pasar la estación y el tiempo más adecuados para adelantar las posiciones que habían logrado ocupar. San Martín no estaba satisfecho con los elementos militares que tenía a su disposición, ni ellos podían proporcionarle un resultado definitivo, a que aspiraba. él quería dirigir un ejército en el cual reinase la unidad y la disciplina estricta a que se oponían en el territorio argentino, tanto la naturaleza del terreno como las propensiones de sus moradores. Estaba convencido, por otra parte, que el centro del poder español no debía ser atacado por el camino largo y peligroso que ofrecía el alto Perú sino por otro más corto y más inesperado para el enemigo, y que la guerra en esta parte de América no tendría término sino con la ocupación de Lima. Con su permanencia en el Norte, tocando de cerca la ineficacia de los esfuerzos pasados, y meditando como general en jefe la solución del gran problema militar de la revolución, llegó a concebir el plan que constituye su mayor gloria. Fue en la ciudad de Tucumán en donde tuvo la visión de lo que realizó más tarde. Los Andes y el Océano Pacífico, que otro genio menos atrevido que el suyo, hubiera considerado como barreras insuperables, fueron consideradas por él como auxiliares de sus designios. Colocado a la falda argentina de la Cordillera, se dijo a sí mismo: crearé un ejército pequeño, pero que se mueva como un solo hombre. Los esfuerzos del gobierno de Buenos Aires y el patriotismo chileno, engrosarán sus filas y le abastecerán de recursos, y el día menos pensado, cruzando los desfiladeros, caerá como un torrente sobre los enemigos que dominan en Chile. Este país, abundante en elementos de guerra marítima, por la extensión de sus costas, me dará una escuadra bien tripulada, y el virrey del Perú nos verá llegar a sus puertas, atacándole por tierra y por las aguas del Callao bajo las banderas combinadas de Buenos Aires y de Chile. Este pensamiento que entonces no habría sido comprendido ni aceptado sino por muy pocos, quedó secreto en la cabeza de quien lo concibió. Pero, desde aquel momento, se puso San Martín en camino de realizarlo, empleando su paciencia y su sagacidad características. Su primer paso debía ser su separación del mando del ejército. Para llegar a este fin, comenzó a quejarse de una enfermedad al pecho, se retiró a un lugar de campo y desde allí se trasladó a Córdoba, dejando el ejército a cargo del general D. Francisco Cruz. El Director Posadas aceptó la renuncia que San Martín le dirigió desde aquella ciudad, y movido por las instancias de los amigos de éste, residentes en Buenos Aires, le nombró gobernador de la provincia de Cuyo, empleo poco solicitado por lo general, pero ambicionado disimuladamente por San Martín, como punto de partida para el desenvolvimiento de sus planes. El 10 de agosto de 1814 se le confirió a San Martín el cargo de gobernador intendente de la provincia de Cuyo, que comprendía entonces los territorios de Mendoza, San Juan y San Luis. Es fácil de comprender el placer con que el nuevo intendente de Cuyo se apresuró a trasladarse a Mendoza, punto casi de tránsito indispensable entre la República Argentina y Chile y desde donde podía informarse diariamente del estado de las cosas que tenían lugar al lado opuesto de la Cordillera. La situación de la revolución de Chile no era en manera alguna lisonjera y se hallaba en la víspera de grandes desastres. La noticia del de Rancagua, que entregaba aquel país al poder español, llegó a Mendoza el 9 de octubre y poco después comenzaron a descender a la llanura cuyana los jefes derrotados, los soldados dispersos y las familias comprometidas que buscaban seguridad. San Martín recibió a los restos del ejército de Chile y a sus jefes con las distinciones que se merecían, y apuró sus recursos para facilitar a las familias emigradas los auxilios que exigía su situación. Mil mulas y abundantes víveres les salieron al encuentro en el descenso de las ásperas cumbres de las montañas. Entre los patriotas chilenos y a la cabeza de las dos parcialidades en que se dividían, estaban dos hombres importantes y rivales, O'Higgins y Carrera. San Martín les conocía por sus antecedentes, pero aquella era la primera vez que se acercaba a ellos y les trataba. Carrera se presentó petulante y descomedido ante el gobernador de Cuyo; O'Higgins, por el contrario, se manifestó en aquella ocasión -a propósito para mostrar el fondo del verdadero patriotismo- disciplinado, caballeroso y desprendido. Carrera era el señor voluntarioso, formado en la escuela aristocrática de la colonia; O'Higgins educado en Inglaterra, trabajado en la juventud por la desgracia, era el tipo de la prudencia y de las virtudes sociales que constituyen el verdadero valor del individuo destinado a mandar. La simpatía de San Martín no vaciló un momento. Colocado entre el arrojado y brillante caudillo y el hombre de propósitos maduros, acordó desde luego su confianza y su amistad al último de los dos ilustres chilenos. La profunda desavenencia entre ambos jefes compatriotas, el carácter inquieto de Carrera, dieron muchos cuidados a San Martín, poniéndole en el caso de desenvolver una gran energía y atención de espíritu para mantener el brillo de su autoridad y hacerse dueño de los elementos que la emigración chilena le proporcionaba para realizar su plan predilecto. El día 30 de octubre, dio el último golpe para sofocar las tentativas anárquicas. Al frente de la caballería miliciana apoyada en dos piezas de artillería, se presentó delante del cuartel de los soldados de Carrera, a quien intimó que desde aquel momento los emigrados de Chile quedaban bajo la protección del Supremo Gobierno de las Provincias Unidas, y que en el término de diez minutos pusiese sus fuerzas a las órdenes del Comandante General de Armas D. Marcos Balcarce. Desde ese día cesó la turbación y la alarma que las tropas chilenas habían introducido en Mendoza. San Martín remitió a Buenos Aires la gente de Carrera, no queriendo, según sus propias palabras, "emplear soldados que sirven mejor a su caudillo que a la Patria". San Martín había convertido a la antes silenciosa ciudad de los mendocinos, en un foco de ruido y actividad militar. Un Ejército improvisado estaba a espera de momento propicio para comenzar la campaña; pero convencido su Jefe de que ese momento aun no era llegado, comunicó al Gobierno de Buenos Aires la necesidad de resguardar contra los realistas los desfiladeros de la Cordillera y de mantenerse a la defensiva. Consecuente con esta idea previsora, destinó al entonces Teniente Coronel Las Heras a que se estableciese con la División de Auxiliares cordobeses en Uspallata, dándole instrucciones para que procediese con acierto en cualquiera eventualidad. Asegurado así contra las consecuencias de un ataque imprevisto, se propuso ganar tiempo, distrayendo mañosamente la atención de los principales Jefes realistas, Ossorio y Pezuela. San Martín comprendió que era preciso desvanecer en el primero el temor de ser atacado, por que así se mantendría quieto; e inspirar al segundo confianza en los progresos de la reacción Española en Chile. Realizó este pensamiento, presentándose ante el vencedor de Rancagua con autorización suficiente para entrar en negociaciones con él, tendientes a evitar las sucesiva efusión de sangre y restablecer las relaciones de comercio entre uno y otro lado de la Cordillera, interrumpidas desde el desastre de los patriotas. Al mismo tiempo, para desorientar a Pezuela, hizo llegar al Ejército del Perú por conductos dignos de crédito para los españoles, rumor de que la Provincia de Cuyo acababa de ser invadida y tomada por las tropas victoriosas de Ossorio. Estos ardides surtieron su efecto: Osorio y el Virrey de Lima permanecieron inactivos, esperando de un momento a otro la noticia definitiva del descalabro de los insurgentes tan mal tratados ya por la suerte de las armas. Mientras tanto no cesaba San Martín en sus aprestos militares. Puso a contribución todos los recursos de la provincia de su mando, valiéndose de las sutilezas de su ingenio para despertar el patriotismo de los ciudadanos quienes acudieron a las necesidades del Ejército con su dinero, caballerías, y demás productos de aquel territorio feraz y agricultor. En sus notas oficiales al Gobierno de Buenos Aires tuvo buen cuidado de ponderar los peligros en que se encontraba, y lo hizo con tanta eficacia que a pesar de la apurada situación de aquel Gobierno, consiguió que le remitiese auxilios de artillería al mando de buenos oficiales, de armamentos y municiones, de soldados excelentes de todas armas. A pesar de la carga que imponía a la Provincia de Mendoza la residencia en ella de un ejército numeroso y necesitado, cada día crecía más en su vecindario el respeto y la afición a su Jefe. Un incidente vino a demostrar esta verdad. Para apremiar más al Gobierno de Buenos Aires a fin de que le prestase mayor cooperación que hasta allí, ponderó tanto los peligros a que estaba expuesto el territorio de su mando, que llegó a pedir su relevo pues sólo podía hacer frente a aquella situación un militar de salud más robusta que la suya. La nota en que así se expresaba llegó a Buenos Aires a la sazón en que el Directorio estaba desempeñado por un hombre que tenía celos por de los laureles de San Lorenzo, y dispuso que inmediatamente pasase un Coronel a Mendoza a tomar la dirección de la Intendencia. Así que supo en aquel pueblo semejante nueva, se llena las calles de protestas escritas convocando al pueblo a un Cabildo abierto, en el cual se resolvió mantener en su puesto al antiguo Gobernador. Mientras tanto, el recién nombrado por el Director se presentó en Mendoza el 21 de febrero de 1815. Inmediatamente después de su llegada ofició San Martín al Cabildo para que se reconociese a su sucesor; pero esta corporación lejos de cumplir con los deseos del Jefe de sus simpatías, se negó a aceptar al nuevo mandatario y dispuso que se sostuviese a San Martín y que se despachase un enviado a Buenos Aires para explicar al Director las razones en que se fundaba la conducta de la Municipalidad mendocina. El Gobernador desechado, regresó inmediatadamente a la Capital, sin que su nombramiento hubiese servido más que para hacerle blanco de un terrible desaire que de lleno iba a herir el amor propio del Director. San Martín quedó vengado. Este fue uno de los sucesos precursores de la revolución de abril que obligó al Director Alvear a buscar un asilo en la Capital del imperio vecino. Este cambio en el personal del Gobierno General levantó al poder a los amigos del Gobernador de Cuyo, cuyos planes favorecieron, agitando el envío de fuerzas y pertrechos para el Ejército que se formaba al pie de la Cordillera. Un cuerpo de Granaderos a Caballo al mando del Teniente Coronel Zapiola, armamentos, vestuarios, oficiales de artillería al frente de varios cañones y obuses con las dotaciones correspondientes de soldados y pertrechos, tales fueron los auxilios importantes con que concurrió Buenos Aires después de la desaparición de Alvear. Mientras los elementos materiales se acumulaban y se les daba distribución, San Martín estudiaba su próxima campaña, examinando el terreno y tratando de penetrar en los secretos todos de la situación del país sobre que se proponía operar. En lo más riguroso de la estación fría de aquel clima, inspeccionó personalmente los desfiladeros de los Andes, especie de colosales hendiduras que prestan paso al través de las moles. Pero ésta no, era la más difícil de sus indagaciones. La verdadera dificultad consistía en la adquisición de noticias sobre la situación de Chile, las disposiciones de sus mandatarios y el estado de la opinión. Para salvarla, discurrió San Martín un arbitrio, ingenioso que no nos es dado referir aquí con los pormenores que le dan un interés original. Comenzó a hacer circular la especie de que los emigrados chilenos eran maltratados por el gobernador de Mendoza, a punto de que les era preferible el regresar a su país y someterse a sus dominadores. Las "Gacetas" realistas de Santiago fueron el eco de estas voces; y así que tomó la ficción colores de verdad para las autoridades españolas, despachó a algunos oficiales chilenos, decididos por la causa de la independencia, con encargo de comunicarle desde su país las noticias que le eran absolutamente necesarias acerca de lo que allí se pensaba sobre operaciones militares. Estos falsos arrepentidos prestaron a más el servicio no menos importante, de avivar las esperanzas en la revolución y de confortar los ánimos de los patriotas chilenos, abatidos por el yugo de la reconquista. San Martín que quería guardar con cien llaves, el secreto de sus designios, no confiando solo en su reserva, se propuso extraviar al enemigo de sus juicios. Para conseguir este objeto se valió de algunos españoles, acérrimos partidarios de la causa realista, que estaban desde el tiempo de Carrera desterrados en las ciudades de Cuyo, especialmente de un tal Albo, de quien sacó un partido digno de referirse. Albo era hombre firme, sin disimulo, conocido por su decisión a la causa de su gobierno: por consiguiente, era tenido por los dominadores de Chile por el leal de los leales. Una persona de la confianza de San Martín estaba encargada de mantener una activa correspondencia sobre asuntos insignificantes con el porfiado peninsular, obteniendo así una gran cantidad de papeles a cuyo pie se leía el nombre del respetable Albo, con su garabato correspondiente. Mientras corría este inocente comercio epistolar, San Martín había emprendido otro de diferente naturaleza. El corresponsal que el futuro vencedor en Chacabuco y Maipo había escogido, era nada menos que el Presidente Marcó, quien recibía las misivas de Mendoza en la creencia de que le iban de manos de Albo, pues siempre las acompañaba una firma de puño y letra de éste. La supuesta correspondencia que proporcionaba frecuentes ratos de alegría al Presidente y a sus favoritos inmediatos, contenía un tejido de invenciones acerca de lo que se hacía y se pensaba en Mendoza, que como puede presumirse, era todo lo inverso de la realidad. Este ardid puso una venda sobre los ojos de Marcó, detrás de la cual no podía ver sino lo que se le antojaba al Intendente de Mendoza. Así preparaba y maduraba éste sus planes. Mientras allanaba los obstáculos que podemos llamar morales, iban creciendo los elementos de fuerza, que por entonces se acrecentaron con 600 plazas del Regimiento de Negros, al mando del valiente coronel D. Pedro Conde, enviado de Buenos Aires. La derrota de Sipesipe que llenó de consternación a los independientes, fue motivo para que San Martín, que no se desalentaba con los contrastes, diese nuevo impulso a los trabajos. Los primeros días del año 1816 le encontraron completamente decidido a emprender su expedición a Chile. Trasladando su habitación al campamento mismo para dirigir personalmente los ejercicios militares y trabajo de los talleres, les infundió mayor actividad que la que habían tenido hasta entonces. Haciendo de su rancho centro de todas las operaciones de ensayo, presidía el ejercicio de los infantes, las evoluciones de la gente de a caballo y hasta la construcción de las cartucheras, del calzado y de los uniformes para la tropa. A fines de febrero creyó San Martín que ya era tiempo de comunicar francamente su pensamiento al gobierno de las Provincias Unidas. Con este objeto y con el de solicitar mayores recursos, despachó a Buenos Aires un enviado especial, que desempeñó con acierto la comisión que le había confiado. El gobierno general a pesar de hallarse rodeado de dificultades, escuchó benévolamente al representante del gobernador de Cuyo, y le acordó una fuerte suma de dinero para el equipo de la expedición proyectada. Balcarce que gobernó interinamente el Estado poco después, remitió también a Mendoza con el mismo objeto, armamentos, municiones, artillería de campaña y muchos otros artículos de guerra. San Martín supo entenderse siempre con los hombres de mérito. El Congreso instalado en Tucumán el 24 de marzo de 1816, había nombrado al General Pueyrredón, que era uno de sus miembros, Director Supremo del Estado. Al dirigirse a la Capital a tomar su puesto al frente de los negocios públicos debía pasar por Córdoba y allí fue a encontrarle San Martín para inclinarle a favor de su gran pensamiento. La entrevista entra estos dos personajes, sobre la cual se han propalado algunos rumores absurdos, fue digna y cordial y tuvo por resultado un perfecto acuerdo de miras. Desde el día 15 de julio en que se verificó la entrevista, San Martín pudo contar con la cooperación del nuevo Director como lo demostraron después los hechos. Por ejemplo: El Gobierno de Buenos Aires, contribuyó mensualmente con veinte mil pesos fuertes para el mantenimiento y equipo del Ejército que se creaba en Mendoza, cantidad muy considerable para aquel tiempo en que las rentas eran escasas y el país se hallaba empobrecido por la guerra. Más tarde, el 17 de octubre, el Gobierno de Buenos Aires confirió a San Martín las facultades de Capitán General de Provincia con tratamiento de Excelentísimo. De regreso a Mendoza el Gobernador de Cuyo redobló su actividad y aceleró sus aprestos, comenzando por engrosar las filas de sus soldados con los esclavos del vasto distrito de su mando, que fueron por su influjo declarados libres. Pronto puso al Ejército en estado de comenzar una campaña que ya no podía envolverse en el misterio. En la necesidad de preparar el campo para las operaciones bien meditadas de antemano, fomentó sublevaciones de patriotas al otro lado de las Cordilleras, que distrajesen la atención de las autoridades españolas, al mismo tiempo que por medio de parlamentos con los indios del Sud de Chile, persuadió a las mismas autoridades a que en caso de invadir tomaría una ruta que estaba muy lejos de su verdadera intención. El campamento de Mendoza tomó la actitud que la tomar en realidad muy pronto al frente del enemigo. Desde la primera luz ya estaba San Martín en él: un tiro de cañón anunciaba la formación de todos los cuerpos y las maniobras militares duraban todo el día prolongándose a veces a la claridad de la luna. Pero el Ejército no podía aventurarse en los desfiladeros, sin un reconocimiento formal practicado de antemano. San Martín que ayudado del espíritu de la revolución había sabido convertir en director de sus parques a un fraile franciscano, halló un hábil ingeniero de campaña entre los jóvenes capitanes de su artillería. Alvarez Condarco fue encargado del reconocimiento facultativo del camino de las Cordilleras, disfrazado con el carácter de parlamentario, portador de una nota dirigida al presidente de Chile contraída a noticiarle la declaración de la Independencia Argentina proclamada por el Congreso de Tucumán. Puede calcularse la impresión que causaría a Marcó esta embajada, verdadero desafío a su poder puesto en ridículo, mucho más cuando forzosamente tenía que disimular su enojo, por temor a empeorar la suerte de sus compatriotas prisioneros en el territorio de Cuyo. Mientras se practicaba por aquel medio ingenioso el reconocimiento del tránsito, dividió San Martín el Ejército en tres cuerpos principales de los cuales él se reservó el mando de la reserva confiando al mayor general D. Miguel Estanislao Soler la vanguardia y el centro al general Alvarado, O’Higgins, Zapiola, Crámer, Las Heras, Plaza, etc., eran los principales entre los valientes jefes que le acompañaban. La infantería montaba al número de tres mil hombres, la caballería regular a 600 granaderos, la artillería compuesta de diez cañones de a seis, de dos obuses y de cuatro piezas de montaña, la servían trescientos hombres. Mil doscientos milicianos montados y algunos hombres destinados a conducir los víveres y forrajes y a despejar el camino, aumentaban el número de estas fuerzas hasta componer un Ejército de cinco mil y tantos soldados de las tres armas. Los Andes argentinos se levantaban delante de esta expedición que llevaba la libertad a la falda que mira al Océano Pacífico. Cumbres más elevadas que el Chimborazo, nieves perpetuas que se mantienen a la altura de cuatro mil metros, montañas de granito que se suceden unas a otras desnudas de toda vegetación, constituyen la naturaleza de esa Cordillera en cuyos valles angostos en que serpentean los torrentes, no encuentra el viajero más que peligros. Estos valles, algunos de los cuales se prolongan con el nombre de quebradas de un lado al otro, facilitan la comunicación entre nuestra República y la de Chile. El Ejército se internó por dos de estas quebradas, la de los Patos y la de Uspallata, que corren próximamente paralelas entre sí. En el término de diez y ocho días y después de caminar al borde de los abismos más de ochenta leguas, comenzaron aquellos bravos a descender las primeras pendientes occidentales, y el 4 de febrero de 1817, reunidas las vanguardias de las dos divisiones invasoras comenzaron a guerrillar al enemigo. Dos brillantes jóvenes de Buenos Aires, célebres más tarde en la gran guerra de la Independencia, Necochea y Lavalle, tuvieron la principal parte en estos primeros encuentros. Los españoles, después de varios movimientos en diversas direcciones que demostraban la sorpresa y el terror que les infundía el denuedo de los independientes, concentraron sus fuerzas al mando del general Maroto al pie de la Cuesta de Chacabuco. Allí les fue a buscar San Martín, el día 12 de febrero. El Ejército se previno desde la noche anterior, arrojando sus equipajes y municionándose cada soldado con setenta cartuchos. A las dos de la madrugada del 12 comenzaron a moverse los patriotas divididos en dos cuerpos; el uno a las órdenes de Soler, y el otro a las de O'Higgins. San Martín los seguía de cerca rodeado de su estado mayor. A media legua de la cuesta donde se hallaba el enemigo, las divisiones comenzaron a operar, la una a la derecha y la otra a la izquierda. La acción se trabó poco después, y las cargas a la bayoneta dirigidas por el general O'Higgins, el empuje de los granaderos a caballos mandados por Zapiola y el concurso oportuno de Necochea, pusieron en completo desorden al enemigo y le obligaron a huir, dejando dueño del campo al general San Martín. La pérdida del enemigo se computó en 500 hombres muertos y 600 prisioneros. Poco después del medio día estaban en poder de los vencedores todo el parque de los realistas, sus cañones, armamentos y el estandarte del batallón de Chiloe. Más tarde y a consecuencia de esta victoria, se tomaron seis banderas más, tres de las cuales se conservan en la Catedral de Buenos Aires. El vencedor en Chacabuco quedó inscripto desde el memorable 12 de febrero, en el número de los grandes capitanes del mundo. Su paciente habilidad, su arrojo calculado con madurez, su admirable travesía de las más ásperas y elevadas montañas de la tierra, le colocaron naturalmente al lado de Aníbal y Bonaparte. El pueblo de Buenos Aires recibió la plausible noticia catorce días después. A las tres de la tarde del 26 de febrero, el Director, rodeado de un lucido cortejo de empleados civiles y militares, tomaba en sus manos la bandera rendida en Chacabuco, que colocada en lo alto de las casas consistoriales, sirvió de trofeo a las banderas nacionales de los batallones de patricios. El pueblo se agolpó a presenciar aquel espectáculo, y sus alegres aclamaciones se mezclaron a las salvas de la artillería y a los repiques de las campanas de los templos. Al describir el júbilo que embargaba a nuestra población, la prensa de aquellos días exclamaba con entusiasmo: "Gloria inmortal a cuantos han tenido la dicha de merecer el elogio sublime del regocijo público de sus compatriotas!"... El gobierno del Directorio manifestó su agradecimiento al vencedor, con algunas honras, entre las cuales son de mencionarse una pensión vitalicia de 600 pesos, a favor de su hija Doña María Mercedes Tomasa de San Martín, y el uso, para el general, de un escudo con las siguientes inscripciones: La Patria en Chacabuco. Al vencedor de los Andes y Libertador de Chile. Las fuerzas derrotadas en Chacabuco no eran las únicas de que podía disponer el Presidente de Chile para oponer a los vencedores. Habían quedado en Santiago diez y seis piezas de artillería de campaña, servidas por más de doscientos hombres, y acababan de llegar a aquella ciudad, los batallones de Chiloe y de Chillán. Estas fuerzas, unidas a un escuadrón de húsares y a una fuerte partida de dragones, estaban destinadas para concurrir, bajo el mando del coronel Barañao, a reforzar el ejército de Maroto. Marcharon en efecto, pero tropezaron en el camino con los compañeros dispersos que huían de los sables de los húsares de Chacabuco. El desaliento comienza a cundir; el Presidente, indeciso, pierde el tiempo en discutir con sus jefes medidas militares que quedaban en proyecto: la verdad de la situación penetraba en la capital, a pesar de las ingeniosas disposiciones tomadas para que la población no se apercibiese del estado en que se encontraban sus opresores. éstos, desmoralizados totalmente, tomaron en desorden el camino de Valparaíso, dejando a los patriotas de Santiago entregados al regocijo y a la tarea de organizar un gobierno provisorio y de establecer el orden, mientras las fuerzas libertadoras se aproximaban. El 13, poco después de medio día, entraron a Santiago algunos cuerpos pertenecientes a la división del general Soler, siendo de los primeros, un escuadrón de granaderos a cuyo frente iba el comandante Necochea. El entusiasmo del pueblo a la presencia de aquellos valientes no puede ponderarse bastante. Mientras tanto, el general San Martín quiso evitar a todo trance las ovaciones de triunfo. Dos horas antes de su entrada a la capital, era allí ignorada de todos. Muy preocupado todavía con la idea de realizar sus vastos planes, miraba en menos esas fútiles manifestaciones que a nada conducían. En esos momentos, sólo pensaba en los recursos que debía proporcionarle la victoria para llevar adelante la grandiosa obra en que estaba empeñado. La noticia de estos acontecimientos, corrió con la rapidez de la electricidad por todos los ángulos de Chile y los pueblos comenzaron a deponer las autoridades que emanaban del Presidente en huida. Por la parte del Sur, Talca y sus inmediaciones caían en poder del jefe patriota Freire, quien habiendo salido de Mendoza veintitantos días antes que el ejército expedicionario, llegaba a aquellos destinos por los territorios montañosos de Colchagua, en donde engrosaba sus fuerzas con guerrilleros insurgentes, que voluntariamente le salían al encuentro. El comandante Cabot, que a fines de diciembre había salido de San Juan y cortado la Cordillera por el camino de los Patos, ayudaba al restablecimiento de las autoridades patriotas en la Provincia de Coquimbo, y ocupaba la importante ciudad de la Serena, después de haber dispersado en un encuentro feliz las fuerzas realistas que aun permanecían en el Norte. La influencia militar de la España, declinaba como por encanto a consecuencia del paso del ejército libertador, de las medidas hábilmente tomadas por su jefe desde antes de entrar en campaña, y por el mágico efecto de la aterradora noticia de Chacabuco. Para no malograr estas ventajas y para llevar adelante la misión libertadora asumida por el general vencedor, era de toda necesidad el establecimiento de un gobierno que emanara de la voluntad general. Con este objeto, publicó un bando el general San Martín convocando al vecindario de Santiago para que erigiese un jefe supremo. El voto de la junta fue unánime a favor del héroe de Chacabuco, confiándole el gobierno del país sin restricción de ninguna especie. Pero el general San Martín era demasiado patriota y discreto, para aceptar semejante posición en un país que no era el de su nacimiento y a los pocos días de una victoria con la cual había avasallado las voluntades y el agradecimiento de todos los patriotas chilenos. Dando por sin efecto la reunión popular del 15, provocó de nuevo otra, que se compuso de más de doscientos ciudadanos, y en la cual fue proclamado Director Supremo del Estado el brigadier D. Bernardo O'Higgins. Este nombramiento que no era más que la ratificación de un decreto del gobierno argentino, expedido antes de la jornada de Chacabuco, fue aplaudido por el general San Martín, como se hizo saber inmediatamente por medio del santafecino doctor Vera, patriota avecindado en Santiago desde muchos años atrás. Las primeras medidas del nuevo gobierno, tuvieron por objeto el rescate de los patriotas que gemían deportados en el presidio de la isla desierta de Juan Fernández, y proveer a la seguridad de los numerosos prisioneros españoles. El mariscal de campo D. Francisco Marcó del Pont, era de este número. No habiendo podido llegar para salvarse a uno de los puertos de la costa, tuvo la mortificación de presentarse ante su vencedor, a quien entregó de una manera ridícula su espadín de parada. El general San Martín, sin ocultar el desprecio que le inspiraba aquel aborrecido mandatario, y sin aceptar una manifestación que tanto se estima cuando procede de un valiente, le dijo con laconismo irónico: "Si he de poner ese florete donde no pueda ofenderme, en ninguna parte está mejor que en el cinturón de usted". La parte de trabajo y responsabilidad que cupo al general San Martín en el gobierno que acababa de instalarse puede medirse por el estado en que los españoles habían dejado el país sobre el cual pesaban todavía con el influjo y con la fuerza. Las arcas estaban vacías; los archivos sin documentos; el orden público sin base; y sin ningún género de dirección el espíritu revolucionario que se manifestaba por hechos de armas y políticos, independientes de la voluntad gubernativa. San Martín asumió, por decirlo así, la dirección militar de la nueva administración, obteniendo en pocos días, resultados satisfactorios. Mientras el comandante Freire se oponía a lo largo del Maule a la reunión de los dispersos que se dirigían hacia el Sur y apresaba algunos tejos de oro que prestaron oportuno recurso al erario de la patria, reuníanse en Santiago los oficiales prisioneros de Chacabuco para ser trasladados desde allí a la provincia de Cuyo que estaba bajo el mando del coronel D. Toribio Luzuriaga. Entre quinientos de esos prisioneros que atravesaron los Andes iba el obispo de Santiago, que se había señalado por su adhesión al gobierno colonial y por su empeño en desacreditar las ideas de libertad y de independencia. Este acto de energía por parte del Director estaba en perfecto acuerdo con las ideas de San Martín, a juzgar por su modo de proceder en el Perú en circunstancias idénticas. Allí, viendo que el arzobispo de Lima pretendía disfrutar de los respetos debidos a su carácter y de una entera libertad de pensamiento y de acción para combatir las miras del gobierno independiente, "le levantó en peso para Europa, según sus textuales palabras, para que fuese a echar sus bendiciones a los peninsulares, puesto que quería ser pastor de una iglesia americana sin reconocer la independencia". La empresa de libertar a Chile y al Perú estaba en su principio, y era indispensable prepararse para realizarla en la vasta escala en que habla sido concebida desde antes del paso de los Andes. O'Higgins y San Martín contaban con la decisión de los pueblos ansiosos de gobernarse por sí mismos; pero más confianza depositaban en la disciplina y en la instrucción de sus soldados para llegar a aquel grandioso resultado. Crearon una academia militar bajo un buen plan de estudios y abrieron las puertas de ella a la juventud de Chile y de las Provincias de Cuyo, que quisiese dedicarse a la carrera de las armas. A la necesidad de reforzar el ejército vencedor en Chacabuco se unía otra consideración. Compuesto éste en su mayor parte de jefes argentinos, y debiendo emprenderse nuevas campañas en territorio chileno, bajo la dirección de las autoridades del país, aconsejaba la política y el buen deseo de armonizar los elementos que iban a decidir de la suerte de una gran porción de la América, que una nueva organización de aquel ejército permitiese la entrada en él a los militares que se habían distinguido en la lucha de la independencia chilena. La base de lo que se llamó el ejército de Chile, se formó de un batallón de infantería organizado en Aconcagua; de un cuerpo de artillería formado por el coronel D. Joaquín Prieto, una compañía de jinetes para el servicio de la capital y un regimiento de cazadores a caballo bajo una forma de organización parecida a la de los famosos granaderos. Al mismo tiempo el ejército de los Andes abría sus filas a los soldados chilenos decididos por la causa de su país, y el gobierno coronaba estos primeros esfuerzos dando a reconocer por general en jefe del ejército chileno al coronel mayor D. José de San Martín. Todo esto fue obra de pocos días. La situación de las cosas así combinadas había traído de nuevo y con mayor viveza que nunca a la cabeza del activo general, el proyecto de la invasión al Perú por las aguas del Pacífico y quiso personalmente ponerse de acuerdo con el gobierno argentino, representado entonces por el general Pueyrredón, acerca de los auxilios que éste podría prestar a la expedición y sobre los medios más eficaces de realizar el pensamiento. La intervención del Director era tanto más indispensable, cuanto que gran parte de las armas que debían abrir esa campaña eran argentinas y grande la influencia que ejercía en la política de la revolución el pueblo que tan gloriosamente la había iniciado en mayo de, 1810. El general San Martín hizo sus adioses al ejército con estas palabras: "Vuestro bien y el de la patria me obligan a separarme de vosotros por muy pocos días". El 12 de marzo llegó a la Cuesta de Chacabuco. Esta fecha está señalada con uno de los actos de desprendimiento propios del carácter de aquel noble argentino. El Cabildo de Santiago había puesto a su disposición la cantidad de diez mil pesos en onzas de oro para los gastos de viaje, acompañando este obsequio con palabras sentidas y sinceras. El general no quiso contestarlas sino desde el camino y en el punto indicado, reservándose hacerlo detenidamente desde Mendoza. Apenas llegó a esa ciudad cumplió con este deber, y negándose a aceptar la dádiva, suplicó al Cabildo que aplicase la cantidad que tan generosamente se le destinaba, a la formación de una biblioteca pública en Santiago, fundándose en que: "la ilustración y fomento de las letras es la llave maestra que abre las puertas de la abundancia y hace felices a los pueblos". "Yo deseo, añadía, que todos se ilustren en los sagrados derechos que forman la esencia de los hombres libres". La antigua residencia del general San Martín, la heroica ciudad de Mendoza, a cuyo Cabildo no había olvidado en medio de las emociones y fatigas de la victoria, dándole parte de ella con estas lisonjeras palabras: "Gloríese el admirable Cuyo de ver conseguido el objeto de sus sacrificios," quiso excederse en manifestaciones de entusiasmo así que supo que se aproximaba a ella su ilustre huésped, el creador del ejército de los Andes. Las banderas de los alegres colores patrios flameaban sobre las habitaciones y coros numerosos de niños de ambos sexos regaban las calles con las fragantes flores de los jardines de aquel país, amigo del cultivo de la tierra. Su residencia en Mendoza fue de horas: su pensamiento estaba fijo en la capital de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Sin embargo, en ese corto tiempo tuvo el suficiente para dar una nueva prueba de su modestia. A 17 de marzo, está datada una comunicación suya al Director, devolviendo a éste, con palabras dignas y agradecidas el despacho de brigadier de los ejércitos de la patria a que se le creía acreedor por la gloriosa restauración de Chile. Este despacho le fue devuelto a su vez con expresiones que debieron halagar al discreto personaje a quien se dirigían. El 18 de abril regresaba el general San Martín para Chile, a cuya capital llegó el día 11 de mayo. El corto tiempo que permaneció como de incógnito en Buenos Aires le fue bastante para desempeñar los arduos objetos de su misión. ¿Cuáles fueron éstos? La vulgaridad y la malevolencia glosó de diversas maneras este vuelo del águila que en silencio atravesaba cordilleras y llanuras, dando la espalda al teatro de sus recientes triunfos. Pero el tiempo ha desvanecido las sombras para dar tránsito a la luz y los historiadores imparciales se han encargado de revelarnos lo que pasó entre el vencedor de Chacabuco y el gobierno residente en Buenos Aires. En los pocos días que residió en esta ciudad, dice uno de ellos, tuvo varias entrevistas con el general Pueyrredón, allanó las dificultades que se presentaban sobre varios puntos del servicio público y arregló todo lo necesario para que uno de sus ayudantes, el capitán de ingenieros don José Antonio álvarez Condarco, se embarcase para Inglaterra con el encargo de comprar buques y contratar oficiales de marina por cuenta del gobierno de Chile. San Martín hizo todavía mucho más que esto. En virtud de los amplios poderes que le había conferido el gobierno de Chile, confió a D. Manuel Hermenegildo de Aguirre, el 17 de abril, el encargo de pasar a Estados Unidos con una comisión semejante a la de álvarez. Debía hacer construir dos fragatas de guerra de 34 cañones, tripularlas con oficiales y marineros hasta llegar a Chile, y además otros dos buques de 18 y 24 cañones. Para esto le entregó 200.000 pesos por cuenta del gobierno de Chile y el Director Pueyrredón le dio letras por 500.000, a cuenta del tesoro argentino. Estas estipulaciones tuvieron lugar en medio del más discreto sigilo, como lo requería su naturaleza y el carácter reservado del negociador. En Buenos Aires nadie las tradujo y ni siquiera rastro de ellas quedó en los archivos públicos. La prensa, sujeta entonces por su calidad oficial a la dirección gubernativa, no hizo mención de lo que pasó durante la permanencia de San Martín en la capital de las Provincias Unidas. Este misterio, a que fue prudente recurrir para asegurar mejor los resultados y desorientar a los enemigos, todavía poderosos en estas regiones, dio margen para que los mal prevenidos contra San Martín y especialmente los parciales de la familia Carrera, esparcieran rumores ofensivos a la probidad y al desinterés del infatigable patriota que no ahorraba sacrificios para llegar al noble objeto a que había consagrado su existencia. Pero el general San Martín tenía una singular manera de castigar la vulgaridad de sus enemigos: se complacía en verles descender al fango de las sospechas viles, aunque él mismo fuese el blanco y la víctima momentánea de esos pensamientos bajos. Cuéntase que mientras residía en Mendoza, dio orden a uno de los empleados receptores de rentas, que le trajese al fin de la semana cuanta onza de oro sellado colectase en su oficina. El mandato del gobernador se cumplía semanalmente al pie de la letra, no sin escándalo y murmuraciones en voz baja por parte del empleado y de sus dependientes. Una onza sobre otra acumuladas, llegaron a formar un montón considerable que ya no le fue dado ocultar a San Martín; y entonces, llamando al recaudador, le preguntó secamente, si en cumplimiento de su deber tenía constancia escrita del oro amonedado, entregado hasta aquel día. Oyendo el gobernador la contestación afirmativa del buen empleado, alzó un paño que cubría las hileras de onzas apiñadas sobre una mesa, y le dijo: examine usted y vea si están exactas nuestras cuentas. Lo estaban en realidad: ni una moneda de menos había allí comparada su cifra con el total que resultaba del libro del empleado. Aquel dinero se aplicó pública e inmediatamente a objetos de urgente necesidad que no podían adquirirse sino pagándoles al contado; y los murmuradores quedaron corridos ante aquella demostración que encerraba tantas lecciones. La casualidad ofreció a San Martín la ocasión de intentar en Buenos Aires la remoción de un obstáculo más a las altas miras que le preocupaban. Los Carrera estaban allí presos por disposición del gobierno. Habían llegado a las aguas del Plata con elementos navales y con un considerable número de jefes extranjeros reclutados en Estados Unidos, para expedicionar sobre el Pacífico. La presencia de los Carrera en las costas de aquel mar en momentos en que la fuerza de los acontecimientos y el patriotismo y bravura de O'Higgins y de San Martín daba a éstos la legítima dirección de la guerra de la independencia en el territorio chileno, la habría sin duda alguna comprometido, y hubiera sido más que probable que las desavenencias civiles incendiando al país, le imposibilitasen para contraerse exclusivamente a perseguir al enemigo extranjero. El ejército aliado no habría podido coronarse con los laureles de Maipú y de Lima. El día 15 de abril, visitó el general San Martín a D. José Miguel Carrera, con el objeto de excitar su Patriotismo, disuadirle de sus intenciones sobre el regreso a su patria en aquellos momentos, y de proponerle una honrosa misión a los Estados Unidos, como representante de los gobiernos aliados de Chile y Buenos Aires. La entrevista tomó poco a poco, como es fácil comprenderlo, un tono vivo, a pesar de los esfuerzos de San Martín por mantenerla dentro de términos urbanos y benévolos. Carrera, no podía comprender cómo era que se confiaba en el buen éxito de la independencia de Chile sin la cooperación de su persona y sin el prestigio de su familia, y se avanzó a decir que el empeño en apartarlo de su país provenía del temor que le tenían los vencedores en Chacabuco. "No crea usted general Carrera, exclamó entonces el argentino, que nosotros temamos a nadie. Por mi parte, yo no tengo inconveniente alguno para que usted y sus hermanos regresen a Chile porque O'Higgins y yo estamos dispuestos a ahorcar, en el término de media hora, a todo aquel que trate de hacer oposición al gobierno y lo ejecutaremos con prontitud y energía porque no tenemos que consultar la voluntad de nadie". A pesar de la viveza de estas expresiones, volvió a suplicar a Carrera, meditase sobre las proposiciones con que había comenzado su visita y se separó de él colmándole de demostraciones de amistad y de aprecio. No obstante los felices acontecimientos militares, que como consecuencia de la victoria del 12 de febrero hemos mencionado poco antes, la presencia de un jefe español de conocimientos y de arrojo en el Sur de Chile, hacía necesarios nuevos esfuerzos por parte de los soldados patriotas. D. José Ordóñez, intendente de Concepción, había logrado reunir fuerzas considerables pertenecientes al ejército vencido, que reconcentraba hacia Talcahuano. El coronel D. Juan Gregorio de Las Heras, recibió la honrosa comisión de hacer frente al jefe español y desbaratar sus planes, teniendo la fortuna de abrir su campaña con la notable victoria de Curapaligüe, en la que repelió al enemigo apoderándose de sus cañones, tomando inmediatamente después la importante ciudad de Concepción. Pero el valiente capitán insurgente no disponía más que de 1.290 hombres de todas las armas, mientras que su antagonista, amparado de Talcahuano, podía hacer una defensa fructuosa y sostenida a la larga, con mucho mayor número de soldados. En vista de esta situación, resolvió el Director salir en persona a campaña, al frente de un pequeño cuerpo de ejército, dejando por su sustituto en el mando al coronel D. Hilarión de la Quintana. Pero, por mucha diligencia que el Director pusiese en su marcha, no pudo evitarse que el enemigo, reforzado con auxilios de todo género enviados por mar desde el Perú y sabedor de la próxima reunión de O'Higgins con Las Heras, hiciese una nueva y desesperada tentativa de ataque. Ordóñez cayó en efecto sobre el vencedor en Curapaligüe, y las armas de la patria recogieron nuevos lauros en el Gavilán, causando al enemigo, perseguido hasta sus posiciones de Talcahuano, la pérdida de más de doscientos hombres y de gran copia de armas y municiones. O'Higgins se incorporó a Las Heras en los momentos mismos del triunfo, continuando las operaciones sobre el Sur, cuya varia fortuna no nos corresponde relatar. Al comenzar esta campaña bajo los auspicios del Director, se presentó en Santiago -el 11 de mayo- el general San Martín de regreso de su rápido y fructuoso viaje a la capital de las Provincias Unidas. Encontró en el mando provisorio del Estado al coronel Quintana, cuya administración a pesar de las grandes dificultades que la rodeaban, fue guiada por las más sanas intenciones según el testimonio de los chilenos mismos que han podido estudiar en sus pormenores aquella época de labor y de conflictos. El general San Martín tuvo gran influencia en esa administración, durante la cual ganó mucho la policía de seguridad de Santiago, se creó una maestranza en grande escala, y se tomaron medidas eficaces para asegurar el triunfo de la lucha del momento y de la más seria que se columbraba en lo futuro. Bajo la misma influencia se premiaron a los partidarios fieles de la revolución, se devolvieron los bienes confiscados a los patriotas, y se agració con lotes de tierra a los campesinos que se habían distinguido como guerrilleros o como emisarios en los días de la expedición al través de los Andes. Los caudales se administraron con tan religiosa economía, que bastaban 60.000 pesos mensuales para pagar todas las fuerzas existentes en el territorio de Chile, la mayor parte de ellas en campaña; y con el mismo orden y economía se administraban, por personas hábiles y próbidas, los almacenes de armas, de víveres y municiones. El gobierno de Quintana duró hasta 7 de setiembre, día en que el poder delegado hasta entonces en su persona, pasó a manos de tres distinguidos ciudadanos chilenos, interviniendo en esta mutación del personal del gobierno el consejo del mismo General San Martín, como medio para acallar algunas murmuraciones que la calidad de deudo suyo y de argentino, ocasionaba en el pueblo la permanencia de Quintana en un rango tan espectable. No podemos leer sin respeto por aquellos tiempos y por los hombres de la revolución, las siguientes palabras que encontramos en un honorable escritor chileno, refiriéndose al proceder de San Martín en esta circunstancia: "Es una gran fortuna que los pronombres tanto argentinos como chilenos, que dominaban la situación, no hubiesen separado un solo instante de su memoria las lecciones del tiempo pasado, y amoldando a ellas su conducta, hubiesen pospuesto siempre toda consideración personal ante el interés de conservar la concordia, requisito que ellos miraban como el más imprescindible para el triunfo". El General San Martín se empeñó en dar gran solemnidad y trascendencia al acto del recibimiento de los nuevos mandatarios, quienes juraron el buen desempeño de sus cargos en presencia de un gran gentío y ante todas las corporaciones del Estado. Aquel hombre superior y discreto quería aprovechar aquella oportunidad, para alejar de la mente del pueblo toda idea desfavorable contra los libertadores argentinos. El General San Martín declaró de la manera más solemne en aquella ocasión espectable que la única misión del ejército puesto a sus órdenes por el gobierno de su patria era mantener la absoluta independencia de Chile. Declaración que fue confirmada por el Diputado de las Provincias Unidas, allí presente, expresándose con elocuencia y energía contra las especies diseminadas en sentido opuesto por los perturbadores de la fraternidad entre su gobierno y el de Chile. La nueva Junta no podía dudar de la sinceridad de estos sentimientos, y la influencia benéfica de San Martín en la milicia y en la política de la como bajo la de reciente administración continuó como bajo la de Quintana. Gracias a esta influencia acertada e infatigable, al acercarse el día 18 de setiembre, que es el 25 de mayo de los chilenos, los ánimos de éstos se abrían placenteros a la confianza en la libertad. Ellos veían que el ejército destinado a asegurarla para siempre, constaba de 8.000 hombres briosos y morales; que las escuelas dotaban las filas de subalternos instruidos; que la artillería estaba montada bajo un pie brillante y abastecidas las salas de armas con más de 14.000 fusiles. Contemplaban al mismo tiempo un espectáculo verdaderamente nuevo, la asociación de las fuerzas morales a la acción militar. El Instituto Nacional, nacido del calor de las ideas de progreso que distinguió a la revolución de 1810. Y casi muerto a los golpes de la restauración española, se reorganizaba y ensanchaba en el Plan de sus estudios; en tanto que la biblioteca pública, iniciada por San Martín, se fundaba a expensas de su liberalidad. El aniversario de la patria tuvo lugar bajo los augurios más lisonjeros; y para dar nuevas ocasiones a la explosión de regocijo y del entusiasmo del Pueblo, el General San Martín y el Diputado de Buenos Aires, D. Tomás Guido, dispusieron dos espléndidos banquetes en los cuales los brindis Patrióticos, los himnos nacionales, se armonizaban con el ruido de las orquestas, con el brillo de la concurrencia y con los colores de las banderas de Buenos Aires y Chile, entrelazadas bajo doseles tricolores para significar la fraternal alianza y la unidad de acción entre ambos países. "Nadie en aquellos momentos -se ha dicho treinta años después de aquella fiesta- habría recordado los azares que aun necesitaba recorrer la patria de los chilenos para cimentar sólidamente su independencia; o si tal pensamiento llegaba a abrirse paso en algún espíritu apocado, allí estaban presente, para alejar la desconfianza, los triunfadores de Chacabuco". Bien necesitaba el espíritu público levantarse a la altura del entusiasmo porque muy pronto iba a sonar la hora de nuevas pruebas para el patriotismo y la constancia de los independientes. Al General O'Higgins habíale sido adversa la fortuna en el glorioso desastre de Talcahuano, y un Ejército al mando del Brigadier D. Mariano Ossorio, compuesto de más de 3.000 hombres, formado en el Perú por el Virrey Pezuela, se dirigía sobre Chile con la intención de reconquistarse. El General San Martín estaba perfectamente informado por sus agentes de Lima, de los elementos de que se componía aquella expedición: no la temía; pero con cordura meditaba los medios de organizar la defensa y de burlar los nuevos esfuerzos del enemigo. El 18 de enero de 1818, anclaban en la bahía de Talcahuano las naves que conducían a los soldados de Ossorio. Cuando esta noticia llegó a conocimiento de San Martín tuvo un presentimiento de los nuevos triunfos que le esperaban y no pudo ocultar su alegría: sintióse como regenerado, olvidó las incomodidades físicas que le aquejaban y se dio al trabajo con la decisión de costumbre. Con su mirada previsora y acertada, midió de un golpe la situación, y con el conocimiento que tenía del país y de las propensiones del enemigo, trazó inmediatamente un bosquejo de plan de campaña que comunicó al General O'Higgins, con las siguientes expresiones: "La conservación de este Estado pende de que no aventuremos acción alguna cuyo éxito sea dudoso. El proyecto del enemigo es probablemente interponerse entre nuestras fuerzas para batirnos en detalle y apoderarse de Valparaíso para asegurar su comunicación con Lima y el recibo de los auxilios que pueda necesitar. La fuerza que tengo a mis órdenes asciende a lo más a 3.600 hombres; unidos somos invencibles, separados débiles. Ossorio puede hostilizarnos en más de 400 leguas: es decir, que si cargamos nuestras fuerzas al Sur, pueden ellos embarcarse y darnos un golpe por el Norte; y si atendemos a éste, lo darán quizá por el Sur, teniendo, como tienen, la superioridad del mar. Por tanto, nuestro plan de campaña debe ser reconcentración de todas nuestras fuerzas para dar un golpe decisivo y terminante. Asegure, pues, con tiempo V. E. la retirada a este lado del Maule, tomando por defensa este río y cubriendo la parte más interesante de la Provincia de Concepción con destacamentos cuya retirada quede expedita, sin comprometimiento alguno, al Cuartel General, en caso de ser atacados por fuerzas superiores. Haga también V. E. retirar con anticipación de esa Provincia cuanto pueda ser útil al adversario. Vengan a este lado familias, subsistencias de todo género y caballadas, que hecho esto, es imposible que ningún cuerpo enemigo subsista en ella sin perecer de necesidad". Al mismo tiempo que de esta manera tan terminante iluminaba San Martín el camino que debía seguir en sus operaciones el Director en campaña, sugería al Gobierno de Santiago mil providencias para realizar sus miras militares. Impartiéronse órdenes a los Gobernadores de Provincia para que remitiesen a Santiago todas las personas sindicadas como enemigas de la revolución; se retiraron de Valparaíso los caudales públicos y de particulares; se concentraron en la Capital todas las fuerzas que guarnecían el Norte, y se mandó poner sobre las armas a las milicias de caballería, alejando del litoral cuanto pudiera ser de auxilio o de valimiento para los invasores. El Ejército que se trataba de reconcentrar, se componía de nueve mil y tantos hombres, de cuya moralidad y disciplina estaba satisfecho San Martín, a pesar de lo exigente que era en estas materias. Restábale la elección del punto estratégico en que debía formar el campamento general para esperar desde él los movimientos del enemigo. Después de reflexionarlo bien, decidióse por la hacienda de las Tablas, situada al Sur de Valparaíso, a treinta leguas de buen camino de la Capital; y desde mediados de diciembre comenzaron moverse hacia aquel punto las fuerzas acantonadas en Santiago, marchando a la cabeza de los diferentes cuerpos, el Comandante Alvarado, el Teniente Coronel D. Ambrosio Crámer, etc., y el Jefe del Estado Mayor, D. Hilarión de la Quintana. A retaguardia de las columnas, caminaban en carros los víveres y forrajes, las municiones, el hospital militar; y era aquella la primera vez que se presentaba en Chile un Ejército que llevase entre sus bagajes una imprenta como elemento militar. Cuando toda aquella masa de hombres y de cosas, se extendió por el risueño camino que media entre los suburbios de Santiago y la hacienda de las Tablas, seguro ya el General San Martín de que había apurado las medidas que le aconsejaba su experimentada previsión, siguió el derrotero de sus valientes el día 21 de diciembre. Así que llegó al campamento, confió el mando provisorio del Ejército al virtuoso y aguerrido Brigadier D. Antonio González Balcarce, cuya carrera habla comenzado ilustrándose en los campos de Suipacha y Cotagaíta, en donde la revolución de Mayo recogió sus primeros laureles. Aquella delegación debía durar el tiempo necesario para que San Martín en persona se trasladase a Valparaíso, se informase del estado de aquel importante puerto, visitara sus fortificaciones y las pusiese en estado de defensa. Estos trabajos eran urgentes según las ideas de aquel general, porque estaba resuelto a moverse hacia el Sur en busca de la incorporación de O'Higgins, tan luego como el principal puerto chileno quedase fortificado y en situación de resistir a las fuerzas españolas de la expedición de Ossorio. El plan de éste era conocido: ignorando la capacidad organizadora de San Martín, se imaginaba que llegaba a Chile a sorprenderle desprevenido, y que dispersando las fuerzas que militaban en el Sur, después de un desembarco en Talcahuano, le sería facilísimo caer por Valparaíso sobre la capital y apoderarse de ella. Las operaciones de O'Higgins, inspiradas por San Martín, tuvieron por objeto burlar estos planes trazados de antemano en el Gabinete de Lima, y por lo tanto los movimientos del Ejército chileno del Sur tendían exclusivamente a efectuar su reunión con el que se organizaba en las Tablas. Pero las operaciones del enemigo, desorientado ya, no eran tan rápidas como para no dar lugar al general San Martín a que solemnizase mientras tanto, uno de los actos más augustos de la Nación que ayudaba a fundar. El 12 de febrero, aniversario de Chacabuco, fue el día que el gobierno destinó para "declarar solemnemente a nombre de los pueblos en presencia del Altísimo y hacer saber a la gran confederación del género humano que el territorio continental de Chile y sus islas adyacentes, forman de hecho y por derecho un Estado libre, independiente y soberano, y quedan para siempre separados de la monarquía de España". El sol de aquel día fue saludado con triples salvas de cañón y con los himnos cantados por los alumnos de las escuelas agrupados en torno de la bandera patria. Estando reunidas en el palacio directorial todas las corporaciones y el clero, se presentó en él el general San Martín, e incorporándose a aquella concurrencia, se dirigieron todos a la plaza principal en donde se había levantado un tablado cuyo adorno más visible era el retrato del vencedor en Chacabuco. Allí se leyó el acta de la independencia. Después que el jefe del ejecutivo pronunció la fórmula del juramento, lo tomó al general San Martín como a coronel mayor de los ejércitos de Chile y general en jefe del ejército unido. Cuando éste puso las manos sobre los Evangelios, volvióse hacia el pueblo, pronunciando un entusiasta ¡viva la patria! El Presidente del Cabildo pasó después de la ceremonia, acompañado de una numerosa comitiva a casa del general San Martín a felicitarle por el acontecimiento que acababa de tener lugar. él a su turno, devolvió las felicitaciones, y renovó la protesta de consagrarse a la defensa y a la libertad de Chile, empleando tan felices palabras, que según los escritores de aquel país, nadie pudo escucharle sin conmoverse y presagiar victorias a la Patria. El Acta de la independencia había sido redactada por el argentino Monteagudo, y otro argentino, el mismo sacerdote que prestaba los auxilios espirituales a los pocos granaderos heridos en la acción de San Lorenzo, pronunció en la Catedral de Santiago una oración análoga al nuevo destino que la Providencia destinaba desde aquel momento a la viril y joven Nación Chilena. El juramento que acababa de pronunciar Chile ante Dios, era un reto al enemigo que avanzaba sus marchas, un acto de valentía y de esfuerzo que confortaba los corazones en los altares de la patria y levantaba los ánimos a una altura de que ya no se podía descender sino con la muerte. Alentado con estas consideraciones se despojó San Martín de su traje de parada, apenas terminó la fiesta cívica, y tomando sus viejos arreos de granadero se trasladó al campamento del General O'Higgins, situado en las inmediaciones de Talca. En cinco días había atravesado la considerable distancia que media entre la Capital y las aguas del Maule, y los dos guerreros se abrazaban y conferenciaban sobre la manera cómo debiera procederse en vista de los movimientos probables del ejército invasor. El tiempo urgía, la entrevista fue corta: el día 24 estaba ya San Martín de regreso para San Fernando, lugar intermedio entre Santiago y Talca, donde debía situarse y permanecer para atender a las operaciones de la nueva campaña. El ejército de las Tablas púsose inmediatamente en movimiento hacia este punto a donde llegó el 8 de marzo, efectuándose su incorporación con las fuerzas que se habían retirado del Sur, a marchas regulares, al mando del General O'Higgins. Chile contó desde este día con un ejército de 6.600 soldados de línea bien equipados, mandados por jefes valerosos y acreditados por su pericia. Colocados a la cabeza de sus divisiones, O'Higgins, Balcarce, Brayer, rompió su marcha en la mañana del 14, llevando la vanguardia la caballería, bajo el mando de este último jefe. El enemigo, como lo deseaba el General San Martín, había avanzado al Norte del Maule y llegado hasta el Lontué; pero así que sintió los movimientos de los patriotas se apresuró a repasar este río amparado de la oscuridad de la noche. Aquellos lo atravesaron también a la luz del día, en prosecución del plan concebido por el General San Martín. Sus intenciones eran decidir la contienda en una sola batalla, de cuyo buen éxito no podía dudar porque sus soldados, sus oficiales y jefes contaban con la seguridad de la victoria, desde el momento que se encontrasen con el grueso de los enemigos. El paso del Lontué tuvo lugar el 16 y desde ese día se puso San Martín a la cabeza de la primera división a vanguardia, dejando a O'Higgins al mando del resto de las fuerzas, con orden de seguirle inmediatamente hacia el Quechereguas. El enemigo continuó su retirada hacia el Sur en busca de la ciudad de Talca, mientras que el ejército chileno, siguiéndole casi paralelamente, marchaba lleno de entusiasmo espiando el momento de alcanzarle antes que se guareciese en las posiciones de aquella ciudad, para pulverizarle. El día 19 distaban ambos ejércitos entre sí apenas legua y media y una planicie vasta interpuesta entre las márgenes del Lincai y la ciudad mencionada tentaba al General San Martín al encuentro decisivo, para cuya realización tomó algunas disposiciones de ataque que no fueron felices a causa del terreno, que a pesar de sus aparentes ventajas contribuyó a burlar el arrojo de las caballerías de Balcarce. Con la última luz de aquel día, pudieron los enemigos contemplar la superioridad del ejército independiente y persuadirse de que la mañana siguiente se verían en la necesidad de aceptar un combate desventajoso para ellos. El General Ossorio, considerándose perdido y sin retirada posible después de una derrota, declaró a sus jefes que no tenía confianza sino en el cielo; pero uno de entre ellos, el Brigadier Ordóñez, más animoso y arrojado, propuso que se buscase la salvación intentando una salida sigilosa y nocturna. Esta opinión triunfó en el consejo de los oficiales del campo español y se prepararon a realizarla en esa misma noche. A pesar de la confianza en su posición que asistía al General San Martín y del desaliento que suponía en el enemigo, trató de precaverse contra una sorpresa dando órdenes para cambiar los campamentos. No se habían ejecutado del todo estas modificaciones repentinas en el orden del ejército, cuando se sintieron los disparos de las avanzadas patriotas, causando grande alarma en sus filas. A pesar de ella, la intrepidez y sangre fría del General Ordóñez vino a estrellarse contra la firme división de O'Higgins, a quien tampoco le abandonó su serenidad a pesar de haber perdido el caballo al golpe de una bala del cañón enemigo. Pero si el ímpetu de las armas españolas pudo ser contenido por los esfuerzos del valor, no fue posible evitar el desorden y la confusión que causaban las mulas de carga, los caballos que huían espantados en todas direcciones y la oscuridad de la noche que no permitía a los jefes patriotas distinguir los puntos a donde se dirigía el ataque ni la disposición de él. Cuando los fuegos del enemigo cubrieron toda la línea patriota, ésta comenzó a vacilar y a desorganizarse, quedando sin embargo en salvo y aun intactas algunas divisiones del ejército sorprendido. Este episodio inesperado en una campaña que comenzaba bajo los mejores augurios, se conoce en la historia con el nombre de Desastre de Cancha Rayada, y es al mismo tiempo el preludio de una espléndida victoria, que vino pocos días después a llenar las miras del General San Martín, quien deseaba librar a Chile de sus opresores en el espacio de una sola jornada definitiva. Con razón, se ha dicho también, que si aquella acción se hubiese empeñado a la luz del día o a la claridad de la luna, el Ejército realista habría sido destrozado en mil pedazos. Y efectivamente, la primera división quedó intacta y ella habría podido cargar al enemigo, primero por el flanco cuando salía de Talca y después por la retaguardia. El General San Martín que ocupaba unos cerrillos llamados de Baeza, habría podido organizar su defensa y batir de frente al enemigo. Pero aquella noche fue extremadamente oscura: espesos nubarrones toldaban el cielo y ocultaban hasta la luz de las estrellas, impidiendo que el General patriota pudiese distinguir lo que ocurría en el campo de batalla. El peligro que corrió el General San Martín fue grande en esa noche. Varios jefes y ayudantes que le rodeaban, fueron testigos de su despecho y de sus imprecaciones en presencia de una catástrofe que no le era dado remediar. Pero recobrando bien pronto su serenidad habitual, comenzó a tomar disposiciones para salvar al ejército, y concentrarle de nuevo en algún punto para rehacerle, vengar la audacia del enemigo a quien favorecía en aquel momento la fortuna. Ordenó la retirada hacia el Norte. El Mayor Borgoño marchó en esa dirección con la artillería chilena, municiones y forrajes, y el Coronel D. Juan Gregorio de Las Heras, colocado por sus compañeros al frente de la primera división, tomó camino en aquel mismo rumbo, señalándose por su valor y por el acierto con que logró salvar aquellas importantes columnas. San Martín y O'Higgins llegaron juntos en la noche del 20 a la villa de San Fernando, en donde encontraron a Balcarce, quien les anunció que comenzaban a reunirse allí los dispersos y que el Coronel Zapiola marchaba hacia Rancagua para impedir la retirada de los demás. Al día siguiente, pasaron ambos jefes una revista a las fuerzas salvas hasta entonces, y el General San Martín pasó al Supremo Director delegado el siguiente parte que es poco conocido, y resume en cortas palabras las circunstancias de la funesta sorpresa del 19: - "Campado el ejército de mi mando a las inmediaciones de Talca, fue batido entre 9 y 10 de la noche de antes de ayer por el enemigo que se hallaba concentrado en aquella ciudad. Este sufría una pérdida doble respecto al mío entre muertos y heridos, y el nuestro una dispersión casi general que me obligó a retirarme a esta villa, donde me hallo reuniendo mis tropas con feliz resultado, pues, ya cuento cerca de 4.000 hombres entre Caricó a Pelequen, entre la caballería y los batallones de cazadores de Chile y de los Andes, número 1, número 11 y número 7, hallándose también por otra parte el Comandante del número 8 reuniendo su cuerpo; y espero muy luego juntar toda la fuerza y seguir mi retirada hasta Rancagua. La premura del tiempo y las atenciones que demanda esta laboriosa y pronta operación, no me permiten dar a V. E. un parte individual de lo acaecido; pero lo haré oportunamente, anunciando por ahora, que aunque perdimos la artillería de los Andes, conservamos la de Chile". Al anochecer de aquel mismo día 21, llegó el Coronel Las Heras a San Fernando con su virtuosa división, en la cual se habían esparcido noticias alarmantes acerca de la suerte del General en jefe a quien tenía por muerto. Con este motivo se presentó a ella el General San Martín, y pasándola en revista, dio gracias a los jefes y oficiales por su loable conducta en la retirada, con lo cual se alentó el ánimo de aquellos buenos soldados, que prorrumpieron en vivas entusiastas al escuchar las palabras de su general, a quien veían tan brioso y confiado como en la víspera de Cancha Rayada. Mientras tanto la consternación era grande en la capital, a tal punto, que los generales O'Higgins y San Martín, se vieron en la necesidad de trasladarse a ella a serenar a sus habitantes, con la presencia de ambos. Pero la confianza no podía menos que restablecerse, pues el General San Martín al llegar a Santiago, tenía el ánimo sereno, libre de todo temor, y revolvía en su fecunda cabeza mil planes para borrar el desaire que acababa de experimentar y vengar gloriosamente la causa de la independencia de Chile, que lo era a la vez de una vasta porción de América. La población de Santiago, formando grupos de gente de toda condición y sexo, rodeó en la plaza principal al general en jefe del ejército, montado todavía en su caballo, cubierto de polvo y respirando apenas de cansancio. Entonces, interpretando el deseo de aquella inmensa concurrencia, que quería oír de la propia boca del hombre de su confianza la profecía del porvenir, dirigió al pueblo las siguientes palabras, que la tradición ha conservado religiosamente en prueba de la profunda sensación que produjeron: "¡Chilenos! Una de aquellas casualidades que no es dado al hombre evitar, hizo sufrir un contraste a nuestro Ejército. Era natural que un golpe que jamás esperabais, y la incertidumbre, os hiciese vacilar. Pero ya es tiempo de que volváis sobre, vosotros mismos y observéis que el Ejército de la Patria se sostiene con gloria al frente del enemigo; que vuestros compañeros de armas se reúnen apresuradamente; y que son inagotables los recursos de vuestro patriotismo. Al mismo tiempo que los tiranos no han avanzado un punto de sus atrincheramientos, yo dejo en el Cuartel General una fuerza de más de cuatro mil hombres, sin contar con las milicias. Me presento a aseguraros del estado ventajoso de vuestra suerte; y regresando muy en breve a nuestro cuartel general, tendré la felicidad de concurrir a dar un día de gloria a la América del Sur". Puede juzgarse de la influencia que tendrían estas palabras para levantar los espíritus abatidos, por la importancia que daba el pueblo todo de la capital a la posesión en su seno del General San Martín. En esa noche se despacharon circulares a todos los Partidos, comunicándoles aquel fausto acontecimiento y asegurándoles que se hallaba salvo y dispuesto a nuevos esfuerzos por la salud de Chile, el vencedor en Chacabuco. En esa circular, se decía: "El General ofrece con su cabeza no dejar una de las del enemigo, si los súbditos del Estado creen en su palabra, y si los ciudadanos le ayudan en la esfera de sus alcances". Para prepararse a cumplir con su palabra, realizada poco después, se trasladó San Martín a dos leguas de Santiago, sobre el llano entonces abierto, estéril y despoblado de Maipo, cuyo nombre estaba destinado a ser inmortal. Allí, tomando por base la columna salvada tan bizarramente por Las Heras, se formó un campo de instrucción para ordenar y disciplinar a los soldados dispersos, los cuerpos de granaderos y cazadores, y todos los demás elementos destinados a esperar al enemigo, cuyas marchas eran observadas por las caballerías situadas en Rancagua. El 19 de abril, revistado el ejército por los generales O'Higgins y San Martín, pudo atestiguarse que constaba de 4.000 hombres, bien armados y equipados, y completamente restablecidos de la impresión moral causada por la ingrata noche de Cancha Rayada, sobre la cual habían pasado menos de quince días. Así que se tuvo noticia de la proximidad del enemigo, el General San Martín impartió unas instrucciones notables, dividió el ejército en tres cuerpos a cargo de Las Heras, Alvarado y Quintana, y él se reservó el mando de la caballería, encomendando el de la infantería al brigadier Balcarce. El 5 de abril, los dos ejércitos estaban sobre el campo de Maipo. El General San Martín practicó en la madrugada un reconocimiento sobre las posiciones tomadas el día anterior por el enemigo, y dijo a los ayudantes que le acompañaban: "El sol que asoma en la cumbre de los Andes, va a ser testigo del triunfo de nuestras armas. Ossorio es mucho más torpe que lo que yo pensaba". El enemigo ocupaba el caserío de Espejo, cuyas tapias formaban un callejón de dos cuadras de largo, y unas lomas dispuestas en forma triangular, entre las cuales y otras alturas llamadas cerrillos de Errazuris y Loma Blanca, se interpone un valle llano y estrecho. Poco antes de medio día, el ejército patriota marchaba por su derecha para enfrentar al enemigo, colocándose sobre el último cordón de los cerrillos indicados; de manera que sólo le separaba de aquel la faja angosta del llano intermedio. Los dos ejércitos se contemplaron un momento, como desafiándose a acometer la atrevida operación de dejar las alturas y descender al campo abierto para tomar la iniciativa. En este estado, el General San Martín ordenó que las artillerías situadas en sus flancos, cañoneasen al enemigo; pero viendo que éste no daba un solo paso a vanguardia, inspirado y audaz, dio al ejército la orden de marcha, que se ejecutó inmediatamente, llevando las columnas patriotas el arma al brazo, en tanto que el fuego de la artillería lanzaba sus proyectiles a las posiciones de los españoles, por sobre las cabezas de los valientes que descendían en el mejor orden, a pesar del fuego terrible con que les quemaban los cañones contrarios. Los escuadrones de dragones del enemigo que se atrevieron a descender, fueron cargados sable en mano por los granaderos a caballo, a las inmediatas órdenes del coronel Zapiola, y puestos en fuga vergonzosa. El jefe de la izquierda patriota al frente de sus infanterías, empeñó por su parte un encuentro sobre la derecha del enemigo, en el cual no fue afortunado, a pesar del denuedo de sus tropas y de la serenidad del comandante Martínez, a causa de la superioridad numérica de los contrarios. Este momento de la batalla pudo dar la esperanza del triunfo a los invasores. Pero redoblando el esfuerzo de los independientes en proporción al peligro, acudieron a la parte que flaqueaba, primeramente el denodado Las Heras y enseguida D. Hilarión de la Quintana con la división del centro, en cumplimiento de las órdenes del General San Martín, el cual colocado en el corazón del campo y del peligro, seguía con su vista experimentada los incidentes de aquel terrible combate. Aquellas fuerzas se comportaron con tal valor que obligaron al enemigo a abandonar varias de sus posiciones y a situarse desmoralizado a la retaguardia del grueso de su ejército. Entonces, aprovechándose los patriotas de este movimiento, que daba un aspecto favorable a su situación, empeñaron con mayor encarnizamiento su ataque contra las fuerzas españolas concentradas en poco espacio, ataque que se mantuvo valerosamente por una y otra parte, durante media hora, al cabo de la cual comenzaron a retroceder los batallones realistas, al empuje de las bayonetas de las columnas patriotas. En este momento glorioso para la causa de la independencia, avanzó el General San Martín acompañado de una pequeña escolta, y dictó varias medidas para que todo su ejército emprendiese la persecución de los vencidos; y lleno de la satisfacción que experimentaba al ver vengados los desaires recientes, escribió al Director este parte que debió llenar de entusiasmo y de gozo al pueblo de Chile, para siempre redimido de sus opresores: "Acabamos de ganar completamente la acción. Un pequeño resto huye: nuestra caballería lo persigue hasta concluirlo. La patria es libre.- San Martín." En efecto, la fortuna estaba decidida a favor de los independientes, pero aun faltaba sangre que derramar para completar la victoria. Las casas de Espejo de que hemos hecho mención en el bosquejo de esta batalla, ofrecieron un refugio último a las fuerzas en retirada, bajo la serena dirección del brigadier Ordóñez. Este jefe colocó sus infantes y su artillería en el fondo del callejón del caserío y sobre las alturas inmediatas. La posición era fuerte; pero las tropas patriotas encargadas de la persecución, no debían detenerse delante de ningún obstáculo. El comandante D. Isaac Thompson, disponiendo en columna a su batallón, avanzó, dejando un lamentable reguero de sangre generosa por entre aquellos cercos funestos, mientras que diez y siete bocas de cañón hacían fuego sobre los cuadros enemigos formados a la derecha de la hacienda de Espejo. Este episodio honroso para el valor americano, y de baldón para los que resistían sin esperanza y sin gloria, cerró a las seis de la tarde la serie de peripecias multiplicadas que constituyen la acción de las llanuras de Maipo, cuyo resultado fue más de 1.000 muertos por parte del enemigo, 1.300 prisioneros entre jefes y oficiales, y la pérdida de todo el parque de artillería, armas y vestuarios de que abundantemente estaban provistas las fuerzas expedicionarias de Ossorio. ¡Gloria al salvador de Chile! Tales fueron las palabras con que saludó el Director O'Higgins al vencedor sobre el campo mismo de batalla; y la posteridad las repite. A las diez de la noche de aquel día memorable, entró San Martín a la capital en medio de los entusiastas vivas del vecindario y del repique general de las campanas de todos los templos. La ciudad se iluminó, los himnos patrióticos resonaron en todas las plazas, mientras que el vencedor recibía en el palacio de gobierno las felicitaciones de los vecinos más notables. Puede decirse que aquella noche descansó el General San Martín de las duras fatigas de los días anteriores, sobre una almohada de laureles. Otros más modestos, pero no teñidos en sangre, supo añadir a la gloria de su nombre. Uno de sus ayudantes había recibido la comisión especial de perseguir a Ossorio y capturarle en la desdorosa huida que emprendió antes de terminar la batalla. El jefe español salvó de aquel peligro, pero no pudo salvar sus papeles que vinieron íntegros a manos de San Martín. éste les examinó detenidamente y encontró entre ellos varias cartas de personas de Santiago, que felicitaban al afortunado en Cancha Rayada, bajo la impresión del terror que había inspirado aquel desastre en el ánimo de los débiles. "Otro hombre menos sagaz que San Martín, dice un escritor chileno, y nosotros decimos, menos generoso, habría convertido cada una de esas cartas en un auto cabeza de proceso contra los ciudadanos que las escribieron, y habría llenado las cárceles de patriotas bien intencionados, cuyo único delito era su debilidad de carácter; pero aquel General se abstuvo de mostrarlas a nadie; y ocho días después de la batalla, el domingo 12 de abril, las quemó secretamente en el lugar denominado el Salto, a dos leguas de Santiago, donde había ido aquella vez a pasar un día de campo". Y tal es la fuerza de las acciones morales y de los actos magnánimos, que mientras sobre el campo de Maipo no existe monumento alguno que conmemore la batalla de que fue teatro, se levanta uno elocuente por su misma modestia, en aquel lugar en donde ardió en las llamas la cartera acusadora de Ossorio. La noticia del suceso memorable del 5, fue llevada a Mendoza en menos de tres días por el mayor D. Mariano Escalada, hermano político de general San Martín. El emisario de la victoria al otro lado de los Andes, llegó a aquella ciudad poco después que los hermanos D. Juan José y D. Luis Carrera, detenidos por mucho tiempo en los calabozos de Mendoza, habían sido pasados por las armas en virtud de sentencia pronunciada en una causa de conspiración que se les siguió según las formas ordinarias. Los afectos a la familia de aquellas interesantes víctimas, y los que se dejan llevar por las apariencias y las probabilidades, han querido hacer pesar sobre el nombre del general San Martín la responsabilidad de una catástrofe que sólo fue consecuencia de los extravíos y de las pasiones de aquellos desventurados hermanos. San Martín está absuelto de toda inculpación fundada a aquel respecto; y si faltasen documentos para probar su ninguna participación en un acto de que sólo deben dar cuenta las autoridades que dictaron la sentencia definitiva, bastaría para descargo de aquel General, la siguiente página que tomamos de un libro notable consagrado a la historia de la independencia de Chile, y escrito por un hijo de esa república: "El día 11 de abril, cuando la población de Santiago estaba embargada por el júbilo producido por el triunfo, la esposa de D. Juan José Carrera se presentó al general San Martín, a pedirle el perdón de su marido, o al menos que se le tratase con lenidad, en virtud de los servicios que había prestado a su patria. San Martín accedió en el acto, y escribió a O'Higgins la nota siguiente: "Excmo. Señor: Si los cortos servicios que tengo rendidos a Chile merecen alguna consideración, los interpongo para suplicar a V. E. se sirva mandar se sobresea en la causa que se sigue a los señores Carrera. Estos sujetos podrán ser tal vez algún día útiles a la patria, y V.E. tendrá la satisfacción de haber empleado su clemencia en beneficio público". éste era el lenguaje de aquel a quien se pinta por algunos, como enemigo inapeable de las víctimas de Mendoza. El autor del "Ostracismo de los Carrera", que se había hecho el eco de rumores siniestros que inculpaban a San Martín el envío de un emisario para acelerar la muerte de los Carrera, se congratula más tarde, en el "Ostracismo de O'Higgins", por haber hallado documentos "que lavan una mancha, que, como el reflejo de una afrenta nacional, la tradición desautorizada hacía pesar sobre dos nombres tan grandes como queridos", los nombres de San Martín y de O'Higgins. El General San Martín no quiso descansar un momento de sus fatigas. Para él, la victoria del 5, no era sino un paso adelante en el derrotero que se había trazado muy de antemano, y cuyo término era el Perú, centro de los recursos y del poder de los españoles. Mas, para realizar el pensamiento de esa cruzada libertadora, era necesario organizar una expedición considerable, transportarla en numerosas embarcaciones, y darla por apoyo una marina de guerra capaz de secundar las operaciones terrestres sobre el vasto litoral peruano. Era este plan demasiado arriesgado y grande, para que no tuviera participación en él el gobierno de las provincias Unidas, a cuyos esfuerzos generosos se debía la formación del ejército que había iniciado la libertad de Chile. A más, entraba en los cálculos de San Martín y del gobierno chileno, combinar las operaciones de las fuerzas que debían atacar los puntos de la costa del Pacífico, con los movimientos del ejército argentino que ocupaba las provincias del Norte, para conseguir de este modo la destrucción de un poder que permanecía tan dueño del imperio de los Incas, como antes de 1810. Tales eran los puntos que exigían el acuerdo de los gobiernos argentino y chileno, y de cuyo arreglo se hizo plenipotenciario oficioso el mismo General. El domingo 10 de mayo de 1818, la población de Buenos Aires no quería dar crédito a la noticia que cundía por todas partes, de que el vencedor de Maipo se hallaba a sesenta y dos leguas de la capital; pues apenas hacía quince días que la gaceta ministerial había dado a luz el parte oficial de aquella jornada, con caracteres de tinta celeste como nuestra bandera. Mayor fue la sorpresa, cuando el General, esquivando las demostraciones que disponía en su obsequio la gratitud pública, entró a su casa en las primeras horas de la mañana del lunes siguiente, dando de este modo nuevas pruebas de su modestia. Sin embargo, tanto el Congreso reunido entonces en Buenos Aires, como el Director Pueyrredón, habían dictado disposiciones honoríficas a favor del libertador de Chile y señalado el día 17 para tributarle el respeto a que se había hecho acreedor por el tamaño de sus servicios. Acompañado del Director, fue conducido por entre banderas, soldados de parada y arcos de triunfo, hasta la casa del Congreso donde recibió los agradecimientos de este cuerpo por el órgano de su Presidente, así como recibía del pueblo las aclamaciones y los vivas más entusiastas. El General San Martín contribuyó con su presencia a exaltar las demostraciones de patriotismo con que en aquel año se celebró el aniversario del 25 de mayo en la capital de las Provincias Unidas. El invierno que interrumpe el tránsito de las cordilleras obligó a San Martín a permanecer en su simpática Mendoza hasta fines de octubre en que se presentó en la capital de Chile, entrando en ella casi sin ser sentido, para evitar el recibimiento espléndido que le tenía preparado el agradecido vecindario. El gobierno argentino no había podido facilitar los auxilios, especialmente pecuniarios, que esperaba San Martín para realizar la expedición del Pacífico y llegaba a Chile con este desconsuelo, mitigado un tanto por los progresos que durante su ausencia había hecho la marina chilena, la cual a las órdenes del contraalmirante Blanco, acababa de apresar a la fragata española "María Isabel" en las aguas de Talcahuano, y varios transportes destinados al Callao. El General San Martín, en el largo espacio que media entre su viaje a Buenos Aires y su salida para el Perú, experimentó muchos disgustos en sus relaciones con la autoridad argentina, a la que prestaba el mayor respeto y con cuya cooperación no podía menos que contar para sus planes militares. El gobierno de las Provincias Unidas que se veía amenazado por la ruidosa expedición española de 20.000 hombres al mando de La Bisbal y por los disturbios interiores, reclamaba la presencia del General San Martín en el territorio argentino, en tanto que el gobierno de Chile le llamaba con urgencia para que se pusiese al frente de la expedición al Perú. Entre estas dos fuerzas contrarias, el conflicto del General San Martín era terrible. Si se dejaba llevar de la primera, era probable que la moral de las tropas, que él deseaba conservar para los fines generales de la causa americana, se comprometiese al contacto de los bandos anárquicos y se alentase de nuevo con este resultado la esperanza del Virrey de Lima de restablecerse de los golpes que había recibido en la gloriosa campaña de Chile. El General San Martín expuso estas consideraciones al Directorio, y consta que no tomó la determinación de embarcarse definitivamente para el Perú antes de haber recabado del Gobierno Argentino el asentimiento necesario. Las órdenes dadas por éste para que el ejército de los Andes repasase las cordilleras, en la suposición de que era imposible realizar la proyectada expedición a Lima, fueron revocadas así que el mismo Directorio se persuadió de la posibilidad de verificarla a esfuerzos del patriotismo chileno, y autorizó al mismo tiempo al General San Martín para que hiciese pasar al Occidente de los Andes los escuadrones de cazadores a caballo que existían en las Provincias de Cuyo. Las consideraciones en que se fundan estas resoluciones hacen honor a la discreción y al patriotismo de las autoridades que residían entonces en Buenos Aires, pues muestran un decidido anhelo por llevar adelante la guerra contra el enemigo común, dejando al cuidado de la política el arreglo de las desavenencias internas, menos peligrosas sin duda que la existencia de los antiguos dominadores en el corazón de la América. Las previsiones de San Martín se confirmaron muy pronto con las sublevaciones que se sintieron en el ejército del General Belgrano y en las fuerzas más brillantes del ejército de los Andes, de las cuales pudo salvar dos mil hombres el General D. Rudecindo Alvarado, poniéndolos fuera del incendio de la guerra civil argentina al otro lado de las cordilleras. Aun en aquella aciaga época en que no quedó en pie más autoridad regular que la del Cabildo de Buenos Aires, que podía considerarse como encargado del gobierno de un municipio, no pretendió el General San Martín desconocer las obligaciones que tenía para con el pueblo argentino ni su dependencia de él como jefe del ejército de los Andes. Así lo prueba la nota que en la víspera de marchar para el Perú dirigió a aquella corporación reconociéndola como representante "del pueblo heroico, del pueblo virtuoso, el más digno de la gratitud de la historia", protestándole al mismo tiempo "que desde el momento en que se erigiese la autoridad central de las Provincias, estaría el ejército de los Andes subordinado a sus órdenes superiores, con la más llana y respetuosa obediencia". La marina que tanto propendió a fundar el poder de la España en el nuevo continente, arrojada del Río de la Plata desde los primeros años de nuestra revolución, asilaba parte de sus gloriosos restos en las aguas del Pacífico, en donde, en la extensa costa que media entre las provincias meridionales de Chile y los castillos del Callao, hallaba fortificaciones poderosas en que estacionarse con seguridad. Cupo al pueblo chileno la fortuna de arrojar para siempre de aquellas aguas a esas naves que eran uno de los obstáculos para que la obra de la independencia se consumara. La revolución, inspiradora de tantos pensamientos fecundos, reveló a aquella república su destino escrito por la naturaleza con los signos de su geografía. Encerrada entre una cadena de montes y las aguas de un Océano, comprendió que no podía agrandarse ni preponderar entre los pueblos que nacían para libertad, sino echando sobre ese mar los pinos de sus bosques convertidos en embarcaciones que dilatasen su comercio y su fuerza más allá de los reducidos limites de su territorio abundante en frutos, porque lo es en hombres laboriosos. Los gobiernos de Chile no perdieron un solo día para consumar la realización de aquel pensamiento; y así, es admirable observar, y es glorioso para el nombre americano, que la escuadra de aquel país que en 1813 se componía apenas de una fragata y de un bergantín, que no sirvieron por su mala organización sino para comprometer su causa, contaba en 1820, un navío, el "San Martín", cuatro fragatas, una corbeta, cuatro bergantines y dos goletas, con un total de 324 cañones. Esta fuerza naval llena de disciplina y regularizada en su administración económica y militar, había contribuido al incremento de la marina mercante y adquirido gran preponderancia en las aguas del Pacífico, sobre las cuales fue siempre favorecida de la fortuna. Era su Almirante uno de los marinos más notables de ese siglo, el Lord Tomás Cochrane, Conde de Dundonald, hombre sin par en el arrojo, de talento fértil en recursos, de gran experiencia en lances de mar; pero tan pagado de sus opiniones y valor, que según el juicio de sus compatriotas, se hizo siempre odioso a sus superiores y fue víctima de los defectos de su carácter descontentadizo. Este hombre esclarecido, que tantos servicios prestó a la causa de la independencia en América y de la libertad en todo el mundo, no ha contribuido poco para agigantar el mérito personal de San Martín, de quien se declaró émulo y rival, desde que fue confiado a éste el mando en jefe de la expedición al Perú a que también él aspiraba. Sería difícil establecer un paralelo entre estos dos personajes; pero puede decirse, que la paciente grandeza, que la moderación y el acierto del General argentino en todas sus relaciones con el impetuoso Almirante que despreciaba las combinaciones sabias de la estrategia militar, por no confiar más que en la audacia impremeditado de los golpes de mano que con tanta frecuencia burla la fortuna, triunfaron de éste, y le dejaron desairado ante los ojos imparciales, por más que en largas y apasionadas Memorias de su vida, haya querido deprimir a quien confió su defensa exclusivamente y en silencio al fallo de la posteridad. Así que el día 6 de mayo, fue nombrado el General San Martín jefe del ejército y de la expedición libertadora al Perú, pasó al puerto de Valparaíso a entender en los aprestos últimos, y a vencer las dificultades que el Almirante oponía al embarco de las tropas, cuyo número le parecía excesivo. En la última de las conferencias que con aquel motivo tuvieron ambos jefes, el General San Martín, con demostraciones claras y con su lenguaje preciso y militar, le hizo ver que los intereses y las circunstancias de América, exigían que la expedición se verificase con el número de fuerzas designadas, y que era resolución del pueblo y del gobierno el emprender la marcha de cualquier manera. El Almirante, no pudo menos que convenir en las razones imponentes del General y la expedición se puso en marcha. Pero el antiguo jefe del ejército de los Andes no abandonó aquellas playas sin volver antes sus ojos al país de su nacimiento, que en aquel instante estaba envuelto en el caos de una disolución política: dirigió palabras de respeto al Cabildo de Buenos Aires en los términos que hemos visto, y sacó de su corazón y de su inteligencia, consejos afectuosos encaminados a hacer odiosa la división intestina a los habitantes de las Provincias del Río de la Plata: "Yo os hablo con la franqueza de un soldado, decía a sus compatriotas en un Manifiesto que lleva la fecha de 22 de julio de 1820. Si dóciles a la experiencia de diez años de conflictos, no dais a vuestros deseos una dirección más prudente, temo de que cansados de la anarquía, suspiréis al fin por la opresión y recibáis el yugo del primer aventurero feliz que se presente, quien lejos de fijar vuestro destino, no hará más que prolongar vuestra incertidumbre". A continuación de estas palabras sensatas, cuya lectura tienen hoy la eficacia de una profecía, en vista de humillaciones que no podemos olvidar, el General San Martín hace una exposición rápida de su carrera desde que regresó a su patria, para fundar en ella su defensa "contra la severa actividad de la calumnia de sus enemigos". Por fortuna, resulta de ese mismo documento, que si tenía razón para quejarse de actos de ingratitud, era ésta hija y resultado natural del desorden en las cosas y en las ideas que en aquella época reinaba, puesto que según las mismas expresiones del General, "sólo después de haber triunfado la anarquía, había entrado en el cálculo de sus enemigos el calumniarse sin disfraz". Pero si los resentimientos de que era víctima, no tuviesen esta explicación, él contesta allí mismo de una manera satisfactoria a los cargos que pudieran hacérsele por haberse negado a oponer la influencia de su prestigio a la insubordinación de los pueblos contra el gobierno de la Nación. "El General San Martín, dice en aquel mismo Manifiesto, jamas derramará la sangre de sus compatriotas, y sólo desenvainará la espada contra los enemigos de la independencia de Sud América". Dado a reconocer el General San Martín por jefe de mar y tierra, y por consiguiente, por único director de las operaciones de la expedición, zarpo ésta del puerto de Valparaíso en la tarde del 20 de agosto de 1820. Veinte eran las velas que se daban al viento, y el general San Martín con su Estado Mayor montaba el navío de su nombre. Diez y ocho días después, las tropas de la expedición, cuyo número total no pasaba de 4.000 hombres, tomaron tierra en las cercanías del pueblo de Pisco, en donde se estableció el cuartel general. Pisaba al fin el general San Martín el suelo ansiado del Perú. Lima, punto de sus miras, no distaba más que sesenta leguas del lugar en que se encontraba. La libertad de un millón de almas diseminadas desde Atacama hasta el Amazonas, era la misión del reducido número de valientes que le acompañaban. Mas para realizar esta empresa verdaderamente colosal, tenía que combatir a veinte y tres mil soldados aguerridos, que luchar con la obra envejecida de tres siglos, y que vencer las inclemencias de una naturaleza extremoso, cuyas montañas frías y ásperas son inhospitalarias, y cuyos valles esconden la enfermedad y la muerte en el perfume y la dulzura de sus frutos. Aunque San Martín era un soldado colocado al frente de un ejército acostumbrado a batallar y a vencer, y en cuyas virtudes confiaba, contaba más que con las victorias sangrientas, con el poder moral de las miras que le conducían al Perú; y consideraba a su expedición como un gran punto de apoyo ofrecido por quienes ya gozaban los beneficios de la independencia, al resto de los americanos que aun gemían bajo el régimen colonial y aspiraban a gobernarse por sí mismos. Este modo de considerar su misión era verdaderamente argentino, porque las armas que la revolución de Mayo puso en manos de tanto valiente, llevaron siempre en sus puntas, no sólo la fuerza material, sino también la fuerza de los principios y de las ideas sociales, en consonancia con las aspiraciones de los tiempos modernos. Donde nuestros ejércitos han puesto el pie, allí han dejado el germen fecundo de la libertad, de la independencia y de la política generosa. Y efectivamente, cuando San Martín se retiró del Perú, la independencia de este país estaba consumada y echadas las bases de su régimen representativo, fundado en la existencia de un Congreso que representaba a la Nación peruana, soberana e independiente de todo poder extranjero. Sin embargo, la acción de las armas era indispensable, y el general San Martín, antes de moverse de Pisco, tomando en cuenta la naturaleza física y la disposición moral de los diversos habitantes del Perú, trazó su plan de campaña con el acierto que va a verse. Aquel país, usando las mismas palabras del sabio Unanue, "se divide en dos porciones de terreno muy desiguales entre sí. El de la costa está compuesto de arenales estériles y valles pequeños aunque fecundos, y el de las Sierra, de cordilleras elevadísimas y de quebradas profundas". Los habitantes de estas dos regiones son de carácter en armonía con la naturaleza que les rodea. El indio de la Sierra aferrado todavía a sus costumbres primitivas es capaz de esfuerzos corporales, ágil y amigo de la libertad personal por lo mismo que no la disfruta. La población de la costa, en la cual se ejerce más directamente la influencia de la Europa, es inteligente, amiga de las novedades, pero un tanto muelle e indolente. Sobre esta carta geográfica trazó el general San Martín el itinerario de sus soldados. El general Arenales, varón a la antigua, nacido entre montañas y de una constancia a toda prueba, es destinada al corazón de la Sierra con mil hombres de todas armas. Desde Jauja, situada al Oriente y en la latitud de Lima privaría a esta ciudad de recursos, mientras que San Martín atacando hacia la parte Norte de aquella capital con el resto del ejército se pondría en comunicación con la expedición a la Sierra y promovería la sublevación de las provincias altas intermedias entre uno y otro General. Estas disposiciones tenían por objeto insurreccionar a los habitantes de las montañas, con cuya buena disposición se contaba, bloquear a Lima por hambre y obligar al Virrey Pezuela a una capitulación. La entrada del ejército libertador a la ciudad de los Reyes, debía ser una consecuencia, y el resultado de este plan, mediante el favor de la fortuna. A la aparición de las fuerzas independientes acudieron las turbas indígenas a recibirlas en triunfo, y formando como la vanguardia cívica del aguerrido Arenales, contribuyeron al buen éxito de la empresa confiada a este general, que se cubrió de gloria, batiendo en Paseo una fuerza de más de mil hombres al mando del brigadier español O'Reylly. No menos favorables a los libertadores se presentaban los vecinos de la costa; muchos de ellos abandonaban sus familias y se dirigían a lca en donde se comenzaba a formar una división de naturales. Mientras tanto el general San Martín en prosecución de su plan dirigiese al puerto de Huacho, situado un grado más al Norte de Lima, haciendo en su travesía una importante adquisición con la fragata "Esmeralda" cuya captura es una de las glorias de la marina independiente del Pacífico. En las cercanías de la costa de Huacho se extiende hacia el interior el valle de Huaura, cuyo temperamento participa de las ventajas y de los inconvenientes de los climas ardientes. Allí estableció el general San Martín el campamento de su ejército, atendiendo a los resultados de los movimientos de la Sierra, obrando con su presencia sobre la opinión del país y debilitando la fuerza y la disciplina de los soldados de Pezuela, más eficazmente que con sangrientas batallas. Cada día tenía nuevos motivos para persistir en su plan primitivo y para mantener el asedio que debía abrirle las puertas de la capital del Perú. A la noticia de su arribo a aquellas costas habíanse conmovido muchas provincias y partidos importantes declarándose independientes, desde Guamanga hasta Guayaquil; batallones enteros, como el de Numancia, abandonando las banderas reales vinieron a ampararse bajo las del libertador. La permanencia del general San Martín en aquel punto del litoral peruano, si no hubiese sido resultado de sus cálculos lo habría sido de la necesidad. Sus soldados, hijos de regiones templadas sucumbían a las fiebres intermitentes de los valles cálidos, y su mismo jefe pierde la salud aunque mantiene sano el espíritu. A pesar de esta situación que llegó a ser verdaderamente lamentable, la acción de los libertadores se hacía sentir por todas partes y especialmente en el corazón del poder del Virreinato. Mientras la escuadra bloqueaba el puerto del Callao, el general Arenales emprendía nuevas operaciones en la Sierra y San Martín redoblaba su vigilancia por la parte norte del litoral, reduciendo de este modo, a un completo aislamiento la ciudad de Lima, dentro de la cual fermentaba ya la independencia tanto como se abatía el prestigio de la autoridad de Pezuela. La imprenta del ejército libertador, dirigida por escritores de singular talento, derramaba por todas partes el convencimiento de la justicia de la causa de los pueblos americanos y contribuía a formar el espíritu público. Los soldados españoles estaban moralmente vencidos. En número de más de ocho mil hombres mandados por jefes como Canterac, La Serna, Valdez, etc., no se atrevieron nunca a atacar al reducido número de independientes, situados al amparo de fortificaciones pasajeras en aquellos valles mortíferos. Verdad es que habían mostrado brío y una constancia a prueba, en todas las ocasiones en que se encontraron con el enemigo. La expedición al mando del coronel Miller con destino a Pisco, castigó la altanería del general español Loriga, tomó a viva fuerza la villa y puerto de Arica, y obtuvo dos victorias más en Mirabé y en Moquegua, antes de regresar a su punto de partida. Hasta los episodios de aquella campaña del general San Martín, tomaban dimensiones heroicas que avasallaban la imaginación de los españoles porque sólo pueden compararse con las acciones de los tiempos caballerescos. En un reconocimiento de vanguardia por ejemplo, había quedado el capitán Pringles al mando de sólo veinte y cinco granaderos a caballo: tres escuadrones de españoles le atacan y él toma, batiéndose, la retirada sobre la costa del mar en las playas de Chancay. Viéndose el valeroso capitán con menos de la tercera parte de sus soldados y con sus caballos rendidos por la sed, el cansancio y la aridez del terreno, concibe la idea de arrojarse al mar con el puñado de sus valientes y lo ejecuta. Pero, en presencia de semejante acto de heroísmo, el jefe español ofrece una capitulación que acepta el capitán Pringles, al cual puede considerársele victorioso después de vencido. Pero si la conducta militar del ejército fue honrosa para el valor siempre acreditado de los soldados de la libertad, la sabia política dirigida por el general en jefe, lograba el mayor de los triunfos que pudo alcanzar en el Perú la causa americana. San Martín repitió a las puertas de la capital del Perú el ejemplo dado por el pueblo de Buenos Aires en los primeros días de la revolución, cuando derribó al suelo el prestigio de uno de esos ídolos que representaban en el nuevo mundo al monarca español. El virrey Pezuela, minado en su poder, y acusado de impotente para desempeñar las funciones de su alto empleo, fue depuesto por sus propios subordinados el día 29 de enero de 1821: acontecimiento sin ejemplo en el Perú desde los días de la conquista, y que dejaba presagiar que la revolución se acercaba a su triunfo definitivo. El general La Serna se sentía tan vencido como su antecesor, y pocos meses después de haber asumido el carácter de virrey, celebró un armisticio con el general San Martín, que había tomado tierra al efecto en el puerto de Ancon, sirviendo aquella suspensión de armas como de preliminar a un tratado de paz entre los beligerantes. El jefe del ejército libertador, no quiso presentarse como un obstáculo para que cesase la efusión de sangre; pero trató de dar a las bases de la paz un carácter generoso y elevado, que sus contrarios eran incapaces de comprender. Propúsoles que se proclamase de común acuerdo la independencia del Perú, y que se recabase del gobierno de la Península, el reconocimiento de la nación peruana. Los jefes del ejército real no accedieron a estas proposiciones, y las hostilidades comenzaron de nuevo, con gran ventaja para los independientes. Después de haber cumplido con su deber como hábil político y como hombre de nobles sentimientos, el general San Martín, libre de toda responsabilidad con respecto a la sangre que se derramase en adelante se felicitó hasta cierto punto de la tenacidad de sus contrarios. Según se expresaba él mismo, dando noticia de estas transacciones, ellas eran ventajosas, en su concepto, para la independencia americana, pues no se exigía más que un armisticio de diez y seis meses durante los cuales la fuerza de la opinión consumaría la libertad del Perú. A más, el general San Martín contaba con la desmoralización de los soldados enemigos y con su deserción, y no vacilaba, según sus propias palabras, en prolongar un poco más de tiempo los males, para gozar después tranquilamente los beneficios de la paz al amparo de la libertad. Estas previsiones se realizaron en todas sus partes, pues, estrechados los realistas por las operaciones militares del ejército libertador y privados del apoyo de la opinión pública, cada día más inclinada a favor de los independientes, se vieron forzados a abandonar la ciudad de Lima, ocupándola inmediatamente las fuerzas patriotas en los primeros días del mes de julio. Al abandonar los españoles la metrópoli peruana, se cebaron en las personas y bienes de los naturales que habían dado pruebas de adhesión hacia los libertadores y dejaron tras de sí el silencio y la consternación. Todo quedaba en ruinas, y hasta los templos despojados de sus principales riquezas. En el espacio que media entre el puerto del Callao y la ciudad de Lima, no se advertía el más leve síntoma de movimiento mercantil. La aduana sin efectos en sus capaces almacenes mantenía desde tiempo atrás cerradas sus puertas a todo tráfico, y en las calles antes bulliciosas de la ciudad de las fiestas y ceremonias cortesanescas, no se encontraban más que transeúntes entristecidos por los efectos de una dominación insoportable, agravada con el peso de una soldadesca autorizada para todos los excesos. Pero semejante situación iba a cambiar como por encanto a la influencia de las armas de la Patria. Lima en poder de los independientes era una conquista para la libertad, y un baluarte perdido para los dominadores de América, de quienes era el gran centro de sus recursos. Aquella ciudad, antes asilo del despotismo inquisitorial y de la tiranía española, cambiaba enteramente su ser y entraba en el espíritu del tiempo, desprendiéndose para siempre de la cadena que la ligaba a los siglos antiguos, según las conceptuosas palabras de un periodista de aquellos días. Y así era la verdad. "La capital ha entrado ya en el número de los pueblos libres de América", decía el general San Martín en su primer proclama a los vecinos de Lima. "Yo me complazco en saber que sus habitantes gozan de tan señalado beneficio, y haré tantos esfuerzos para promover su felicidad, cuantos he practicado para acelerar su independencia". Era también entonces la primera ocasión que escuchaban aquellas poblaciones las palabras de "olvido" y "tolerancia", que como eco de los principios conquistados por la revolución, eran el hálito de la nueva vida que iba cundiendo del Sur hacia el Ecuador desde las llanuras argentinas. "Yo estoy resuelto (continuaba el general), a correr un velo sobre todo lo pasado, y desentenderme de las opiniones políticas que antes de ahora hubiese manifestado cada uno". El Cabildo de Lima, condenado desde su creación a servir de escolta ceremoniosa en la comitiva de los Virreyes, comenzó a ejercer más nobles funciones, y en nombre del Libertador abrió sus salas capitulares para que los vecinos más respetables expresasen "si la opinión general se hallaba o no decidida por la independencia". Esto tenía lugar el 14 de julio, al día siguiente de la entrada del general San Martín a Lima, y el 29 estaba jurada solemnemente la independencia del Perú, que le colocaba en el número de los pueblos libres, y permitía pocos días después, decir lleno de entusiasmo a su Libertador: "La capital del Perú y casi todos sus Departamentos, han proclamado la independencia. Un solo sentimiento anima a todos los que habitan entre la tierra del Fuego y la del Labrador: los pueblos que no lo han manifestado, están ya en la víspera de ejecutarlo, y no hay fuerza bastante para impedirlo". Pero era indispensable que la nueva nación se manifestase digna de sus destinos, y se pusiese en aptitud de hacer frente a sus enemigos, todavía en armas y numerosos, y de reformar su administración económica en armonía con las ideas de gobierno proclamadas por las otras secciones libres de América. Vióse pues el General vencedor, en la necesidad de constituir un gobierno con los elementos de autoridad suficiente para acometer esta tarea, difícil en el Perú más que en ninguna otra de las colonias españolas del Sur, porque era el centro de todos los abusos y de todos los errores que son como la enfermedad moral de los pueblos esclavos. El general San Martín se declaró cabeza de ese gobierno con el título de "Protector de la libertad del Perú". Pero como el poder que iba a ejercer en medio de tantas dificultades y en una época en que era necesario que se mantuviesen en una misma mano las espadas de la fuerza y de la justicia le venía de la victoria, quiso dictar un Estatuto provisional que fuese una verdadera constitución reglamentaria de las atribuciones del Protectorado. Según ese documento, que el general San Martín ofreció observar y cumplir bajo la lealtad de su palabra y la fe de su juramento, las facultades que iba a ejercer emanaban del imperio de la necesidad, de la fuerza de la razón y de la exigencia del bien público. El Estatuto creaba un consejo de Estado compuesto de doce individuos, cuyas funciones eran dar dictamen al gobierno en los casos de difícil resolución, y examinar los planes de reforma concebidos por el jefe de la administración; establecía la completa independencia del Poder judicial, como única y verdadera salvaguardia de la libertad del pueblo; sancionaba la de imprenta, cuyo uso se reglamentó más tarde en un decreto especial; reconocía el derecho que compete a los que disienten de la creencia católica. Por último, el general San Martín dio una prueba más de sus deseos de acertar en su administración y de hacerla fructuosa para el bien y el progreso del Perú, rodeándose de ministros de la capacidad y de la experiencia de los señores Monteagudo, García del Río y Unanue; un argentino, un colombiano y un hijo del Perú, que han dejado ilustrado su nombre por sus trabajos en favor de la independencia y de la cultura intelectual de la América. Esta administración cambió en pocos meses las formas de todos los establecimientos que constituían el régimen antiguo, y dio a las ideas del pueblo que nacía a la libertad, once años más tarde que Buenos Aires y Chile, la dirección que constituía la honra y el progreso de estas dos repúblicas. Contrájose antes que todo a levantar la dignidad de los individuos hasta allí humillada por los cálculos del poder que sólo exigía docilidad y obediencia de los ciudadanos. Para desarraigar los abusos que reinaban a este respecto, abolió la pena de azotes para los adultos y los niños, el suplicio de la horca, y dignificó a las esposas y a las madres, señalándoles premios y honras por los actos que recomendasen las virtudes propias de su sexo. Convencida aquella administración de que la libertad no progresa ni brilla sino apoyada en las buenas costumbres, persiguió los vicios, hijos de la ociosidad y de la apatía pasada, especialmente el juego, y llevó su atención hasta sobre aquellos detalles más minuciosos que contribuyen a la decencia y al decoro de las poblaciones civilizadas. La instrucción pública, primera necesidad de las sociedades, recibió un gran impulso. Permitióse el libre comercio y la introducción sin restricciones de las obras impresas y se creó una sociedad que bajo el título de "Patriótica", era un verdadero instituto científico y literario, con el objeto de discutir las cuestiones que tienen un influjo directo o indirecto sobre el bien público, en materias políticas, económicas o científicas; se fundó la biblioteca pública, a la cual regaló el general San Martín los libros más selectos de la suya particular. Nombráronse comisiones de personas idóneas, para levantar el censo de los Departamentos, planos topográficos de los mismos, para proponer cuanta mejora creyesen ser practicable en beneficio de la agricultura, de la industria y de la instrucción pública en general. Viéronse entonces por primera vez en el Perú las instituciones de crédito y se establecieron bancos de descuento y de emisión para acercar el capital a las manos de los industriales y especialmente para fomentar la explotación de los metales preciosos que se hallaba en una lamentable decadencia; vióse también, ayudar con disposiciones liberales, el desarrollo del comercio y de la marina mercante reducida a un corto número de embarcaciones insuficientes para promover el cambio de los productos entre los puertos mismos del litoral peruano. Esta reseña breve de las medidas dictadas por la nueva administración a cuya cabeza estaba el Protector, basta para inferir cuál sería su actividad y la ilustración de sus miras. Su alcance social fue inmenso. Cada decreto llegaba al pueblo precedido de considerandos luminosos que demostraban la conveniencia de la resolución dictada: fundándose en las más sanas doctrinas, contribuían a crear la escuela del verdadero gobierno democrático, que no tiene más fin que la felicidad pública y la mejora moral de la sociedad. Por una coincidencia digna de notarse, la administración del Perú nacida de entre el humo de la guerra, marchaba paralela con la que en aquellos mismos días rehacía en Buenos Aires todo el orden social volcado desde sus cimientos por los trastornos del año veinte. No es de extrañar esta armonía de principios: ellos eran frutos de las semillas de Mayo cultivadas en la mente vasta de San Martín, de Monteagudo y de Rivadavia, quienes mil veces se habían encontrado en el foro de la plaza de la Victoria en los momentos primeros y más solemnes de la lucha contra el antiguo régimen. La sabiduría de esta política era más poderosa que los cañones para vencer a los antiguos opresores del Perú, y así lo reconoció este pueblo por conducto de su Municipalidad, agradeciendo por medio de una declaración pública de fecha 21 de noviembre, la filantropía, el respeto por las personas y las propiedades, las virtudes en fin del Protector y de su ejército que habían sabido afianzar los derechos legítimos de los ciudadanos con hechos considerados hasta entonces como sueños y teorías irrealizables. Esta manifestación espontánea es la mejor gloria de San Martín, a quien en esa ocasión parangonaba la misma Municipalidad con Jorge Washington. En tanto que se mostraba tan acertado como administrador el general San Martín, no lo había sido menos como militar desde que ejercía el cargo de Protector. El enemigo guarecido en las sierras, descendió de ellas en número de más de cuatro mil hombres con el intento de recobrar la capital, y comenzó con este motivo una nueva campaña, que el mismo San Martín llama singular, por cuanto derrotó en ella a sus contrarios a fuerza de habilidad y de persistencia en un solo plan concebido de antemano. Haciendo movimientos rápidos e inesperados en virtud de los cuales se apoderaba siempre de las posiciones más ventajosas, acosó al enemigo, le redujo a los extremos del hambre, a tal punto, que los que pretendían recobrar a Lima, abandonaron escarmentados su intento, dejando en poder del Protector los famosos castillos del Callao guarnecidos por más de ochocientos cañones de todos calibres. Sin embargo, el general San Martín no había podido coronarse con los laureles de un nuevo Maipo en el imperio de los Incas, y el poder armado de la España aun permanecía en pie sobre aquel territorio. Mientras tanto el general Bolívar se presentaba en las inmediaciones de aquella escena con un ejército vencedor y rodeado de un prestigio de que el mismo general San Martín se congratulaba, puesto que ese prestigio había sido conquistado en el servicio de la gran causa de la América. Incapaz de cálculos egoístas y dispuesto siempre a sacrificar los intereses personales en aras de la Patria miró en el guerrero de Colombia no a un rival ni a un futuro usurpador de su gloria, sino a un nuevo cooperador, a un aliado, para completar con mayor copia de elementos, la gran obra comenzada el día de su desembarco en las costas peruanas. Por otra parte, la comunidad de acción entre las armas argentinochilenas y las colombianas, hablan tenido ya su ensayo feliz a las faldas de Pichincha en donde los granaderos de San Lorenzo mostraron una vez más el temple de sus espadas. Considerando bajo este punto al general Bolívar, lanzóse San Martín a su encuentro a fin de estrechar en sus brazos al hombre que a par de él había escogido la Providencia para que compartiesen la responsabilidad de hacer estable el destino de América. La atención de aquellas regiones se concentró en el espectáculo que iba a presentar aquel encuentro de dos hombres extraordinarios, que partiendo desde dos extremos del mundo nuevo, el uno desde el Plata, el otro desde el Orinoco, se daban cita bajo el Ecuador, a la sombra de los laureles de la victoria. Aquella conferencia que vino a tener lugar en la ciudad de Guayaquil, el 25 de julio de 1822, y que duró tres días, durante los cuales no se separaron un momento los dos héroes, fue cordial, afectuosa; pero lo que en ella se pasó, ha quedado envuelto en el misterio hasta ahora. La conducta posterior de San Martín, ha dado lugar a creer que aquellos dos hombres no pudieron ponerse de acuerdo, ya por diversidad de miras, ya por desarmonía de carácter; y que al decirse adiós, la frialdad y el desencanto se pusieron de por medio entre ambos. La historia, cuando pueda ser más explícita e imparcial que ahora, desentrañará el misterio del seno mismo de los hechos, tomando en cuenta las calidades del uno y del otro de los dos grandes actores de la célebre Conferencia a las orillas del Guayas. Entonces, habrá motivo para admirar más todavía, el patriotismo y el desinterés nunca desmentido del General San Martín, a quien cupo su parte de gloria en las jornadas de Junín y de Ayacucho, puesto que allí admiraron con su valor los capitanes y los soldados de la severa escuela del vencedor en Maipo. El día 19 de agosto estuvo de regreso el Protector en la ciudad de Lima, y reasumió el mando supremo, que interinamente y durante su ausencia había desempeñado el marqués Torre Tagle. Lleno de la idea de asegurar la independencia del Perú, destinó fuerzas escogidas a que desalojaran al enemigo de las provincias de Arequipa y del Alto Perú, y encomendó al viejo práctico de las asperezas de la Sierra, el general Arenales, que arrojase de ellas a los españoles que la ocupaban de nuevo. Pero, al proveer con estas medidas a la seguridad del Perú, no quiso que su independencia quedara a merced del éxito inseguro de las operaciones militares, y como si previese otro género de peligros para esa misma independencia, no quiso que ella quedase a merced tampoco de la virtud personal de nadie, sino basada en la virtud del pueblo, representado según las formas que constituyen las nacionalidades independientes. San Martín revuelve en su cabeza la idea de ausentarse del Perú, pero no quiere separarse de aquella escena en que había obrado tan grandes acciones, sin dar nuevos ejemplos de patriotismo y de magnanimidad, para vencer a su manera, a la ingratitud y la envidia que fermentaban al calor de su gloria. El día 18 de setiembre decretó desde su palacio la reunión de todos los diputados cuyos poderes estuviesen expeditos para el 20; y en esta fecha, el primer cuerpo constituyente del Perú, declaraba, bajo el patrocinio del Libertador, que se hallaba solemnemente instalado, que la soberanía residía esencialmente en la nación, y su ejercicio en el Congreso que legítimamente la representaba. En la sesión de apertura presentóse el general San Martín ocupando la testera de la sala del congreso bajo un dosel suntuoso, y así que los representantes ocuparon sus asientos, despojóse el Protector del Perú de la banda bicolor que había ceñido durante un año como insignia de Jefe Supremo del Estado, y pronunció la siguiente alocución: "Al deponer esta investidura, no hago sino cumplir con mi deber y con los votos de mi corazón. Si algo tienen que agradecerme los peruanos, es el ejercicio del supremo poder que el imperio de las circunstancias me hizo obtener. Hoy que felizmente lo dimito, pido al Ser Supremo el acierto, luces y tino necesarios a los representantes del pueblo, para hacer su felicidad. ¡Peruanos! Desde este momento queda instalado el Congreso Soberano, y el pueblo reasume el poder supremo en todas partes". Tales fueron las palabras con que el general San Martín saludó a los Representantes de la Nación que se levantaba a la faz del mundo por los esfuerzos de su genio. Y esas palabras eran bien sinceras. Instado por el Congreso para que permaneciese en el país al frente de las armas con el título de generalísimo, dio en términos explícitos las razones que le asistían para no aceptar ese cargo y para persistir en la determinación de abandonar al Perú después de constituido. "Mi presencia, Señor, en el Perú - dijo nuevamente al Congreso - con las relaciones del Poder que he dejado, y con las de la fuerza, es incompatible con la moral del Cuerpo Soberano y con mi propia opinión porque ninguna prescindencia personal por mi parte alejaría los tiros de la maledicencia y de la calumnia". Al separarse el general San Martín del seno del Congreso, dejó sobre la mesa de los secretarios varios pliegos cerrados: en dos de ellos recomendaba y ponía bajo la protección de la Patria, dos instituciones creadas por él para favorecer los intereses morales de Perú -La Orden del Sol- que recompensaba los méritos contraído en servicio de la causa de la Independencia, y la Sociedad Literaria, encargada de difundir las luces y de recompensar los talentos aplicados al progreso social. En el día en que espontáneamente se desprendió del poder para depositarlo en manos de la Soberanía Nacional, el general San Martín encontró en su alma inspiraciones al nivel de aquel acto sublime. Su despedida a los peruanos, que tiene la misma fecha de la instalación del Congreso, es un documento memorable, una de esas páginas cuya lectura eleva y enorgullece. "Diez años pasados, en medio de la revolución y de la guerra, están recompensados para mí, decía, con dejar de ser hombre público". Y cifrando su orgullo en haber presenciado la declaración de la independencia de Chile y del Perú y en poseer el estandarte que Pizarro tremoló sobre el imperio esclavizado de los Incas, recomendaba a los peruanos que depositasen su confianza en la Representación Nacional para evitar los males de la anarquía. Y, levantándose más alto todavía sobre el pedestal que se labraba con el desprendimiento de estos actos, pronunciaba las siguientes palabras eternamente memorables: "La presencia de un militar afortunado por más desprendimiento que tenga es temible a los Estados que de nuevo se constituyen; por otra parte, estoy cansado de oír decir que quiero hacerme soberano". Sus calumniadores quedaban desmentidos con los hechos. El Supuesto ambicioso, constituía la nación peruana, abdicaba un poder que podía contar con la fuerza de las bayonetas, se asilaba en la vida privada y hasta huía de los lugares en que tanto se había ilustrado, para no dar pretexto a los celos que se levantan frecuentemente en las democracias alrededor de los héroes El general San Martín dejó el suelo del Perú para siempre, el día 21 de setiembre, a bordo de la goleta "Motezuma" que le condujo a Chile, donde no permaneció más que el tiempo necesario, para recobrarse de una enfermedad de dos meses. Decaído en su salud, sin más fortuna que ciento y tantas onzas de oro, reducido a recibir la hospitalidad de su amigo O'Higgins, cuyo poder tocaba también a su término, perseguido encarnizadamente por el jactancioso lord Cochrane, se vio forzado a atravesar como un fugitivo, aquellas, mismas montañas que le habían visto al frente de sus nobles legiones, marchar en demanda de la libertad del pueblo chileno que le recibía ahora con tan ingrata indiferencia. Aquella ciudad de Mendoza que el general San Martín recordaba con tanto cariño y en la cual hubiera deseado pasar el resto de su vida, feliz, y alejado de los negocios públicos, se le presentó esta vez sombría para su corazón, pues fue allí donde recibió la amarga noticia del fallecimiento de su esposa, mujer de notable mérito, perteneciente a una distinguida y virtuosa familia de Buenos Aires, que había asociado a su suerte, desde los primeros días de su regreso de España. De este matrimonio quedábale una hija tierna, su único vínculo con la tierra, y a cuyo cuidado y educación determinó consagrarse en Europa, para hacerla digna heredera de su nombre y apoyo dulce de la aislada vejez que le esperaba. El general, acelerando su viaje, llegó a Buenos Aires el día 4 de diciembre de 1823. A mediados del mismo mes, un periódico de Buenos Aires anunciaba la presencia entre nosotros del vencedor de San Lorenzo, del libertador de Chile, del Pacificador del Perú, en términos tan lacónicos que el artículo referente al huésped glorioso, ocupa la mitad del espacio que a continuación se consagra en la misma página a lamentar la despedida del "Centinela" de la escena periodística. He aquí las palabras del "Argos", a que nos referimos: "Tenemos la satisfacción de anunciar al público, el arribo a esta capital del general D. José de San Martín. Sin traicionar los deberes de patriotas, no hay quien pueda mostrarse indiferente a la presencia de un héroe que ha coronado a la nación de tantos triunfos y laureles. Su alma, más grande que la fortuna, echó en olvido su persona por acordarse de la nuestra, y por un camino erizado de peligros, elevó nuestra reputación y gloria nacional, a un grado fuera de los cálculos de la esperanza. No es dudable que nuestros nobles conciudadanos le tributen las señales de gratitud que corresponden al beneficio." Los escasos recursos de fortuna con que contaba el ex Protector del Perú, le decidieron a fijarse en Bruselas, país barato y libre, después de haber hecho algunos viajes por Escocia e Italia. Allí pasó una vida llena de privaciones, contando regresar a América y entregarse al cultivo de la tierra, así que su querida hija hubiese terminado su educación. Parecióle a fines de 1828, que era llegado el momento de realizar estos proyectos: la heredera de su nombre se hallaba ya en estado de ser esposa de un caballero adornado de méritos personales y de un apellido recomendado por muchas virtudes (1). Buenos Aires, objeto constante de sus pensamientos, después de tres administraciones ilustradas y llenas de patriotismo, había acreditado su nombre en todo el mundo, y daba lugar a creer que sus instituciones liberales, estaban afianzadas para siempre bajo la protección del orden. Con la impresión de estas dulces ilusiones, se embarcó en Falmouth para el Río de la Plata, a cuyo puerto principal llegó en febrero de 1829, en momentos en que los valientes de Ituzaingó sostenían una lucha cruel con el paisanaje de las campañas del litoral, acaudillados por López y Rosas. Al saber esta noticia, aquel hombre que cien veces había declarado que no se mezclaría en la lucha intestina de los países por cuya independencia había combatido, volvió triste la espalda a los lugares en que buscaba su último asilo, y desoyendo proposiciones que hubieran tentado a un militar ambicioso, se resolvió a regresar al viejo mundo, en donde probablemente le esperaban la escasez y los sinsabores del aislamiento. Y en verdad que llegó a ser apurada su situación allí. Estaba en París, contaba por único caudal dos partidas de a tres mil pesos, provenientes de la venta de sus propiedades de Mendoza y de una remesa del Perú; su salud estaba comprometida por los efectos del cólera y por el reumatismo adquirido en la intemperie de los campamentos militares. El ilustre servidor de América, tierra de los metales preciosos, no tenía en aquella situación más esperanza que en la bondad de la Providencia, y ella vino en su auxilio. Mientras él había consagrado su vida al triunfo de la causa de América, un compañero suyo de regimiento, el señor D. Alejandro Aguado, se encontraba poseedor de una inmensa fortuna, con la cual y empleando una exquisita delicadeza, salió al encuentro de las necesidades del ilustre camarada a quien tenía la dicha de abrazar después de largos años de una separación que ambos creían eterna. Aguado conocía la dignidad del carácter de San Martín, y le asoció a sus consejos, depositando en él la más ilimitada confianza. Oigamos a este mismo: "Hace pocos años, escribía en 1842 a uno de sus antiguos colegas en Chile, mi situación fue bastante crítica, y tal, que sólo la generosidad del amigo que acabo de perder, me libertó morir en un hospital, tal vez. Esta generosidad se ha extendido hasta después de su muerte, dejándome heredero de todas sus joyas y diamantes, cuyo producto me pone a cubierto de la indigencia en el porvenir". Este amigo generoso era el señor Aguado. Pero algo más precioso para éste que sus diamantes, confió a la honradez y al juicio del compañero que le sobrevivía, pues le dejó la tutela y curatela de sus hijos menores, herederos de una fortuna de príncipes. El general San Martín se estableció definitivamente en las cercanías de la capital de Francia, en una posesión denominada Grand-Bourg. Allí pasó el resto de su vida, rodeado de sus nietos, cuidado por la más virtuosa de las hijas, respetado de cuantos le conocían, y visitado y acatado por todos los viajeros distinguidos de Sud América, a quienes recibía con sencillez y cordialidad en su modesto y sereno hogar. Grand-Bourg era la casa de Cincinato. La hospitalidad que en ella se dispensaba a los amigos y compatriotas, era perfumada con las flores de un esmerado jardín y amenizada con la franqueza de buen tono, propia del soldado que desde su juventud frecuentaba la sociedad más escogida. Su corva espada de combate, las grandes pistolas del arzón de su silla de granadero, su retrato envuelto en pliegues de la bandera que él ennobleció en Chacabuco, y el estandarte de Pizarro, bordado por la madre de Carlos V, tales eran los adornos de sus habitaciones en el asilo que le prestaba una tierra extranjera. Allí vivió hasta 1848, enterrado en la grave tristeza de sus recuerdos, como hoy yace inmortal, a la sombra de atributos de gloria. Antes que la última enfermedad se apodere del noble y robusto anciano, hagamos conocimiento con su persona y con su aspecto físico. Cuando San Martín estaba en la fuerza de su virilidad y en sus años activos, era alto, grueso, bien hecho, de formas señaladas, de rostro interesante, moreno y ojos negros, rasgado, y penetrantes. Era su metal de voz grueso y varonil: conservó notable agilidad hasta en los últimos años. Una persona que le visitó en su retiro de Grand-Bourg en 1843, ha escrito, que las grandes cejas negras del general le subían hacia el medio de la frente, cada vez que abría sus ojos llenos aún del fuego de la juventud, y que su sonrisa simpática dejaba en su boca, a descubierto una dentadura fuerte aún hasta entonces. Pero desde principios del año 18449 la estatura prócer del general comenzó a agobiarse, su voz a perder de su timbre sonoro, su inclinación al retiro y al silencio a crecer, y considerando "su salud en mal estado", escribió sus últimas voluntades con entrañas de padre y de patriota, legando su corazón a la ciudad de Buenos Aires. Las acreditadas aguas de Enghien, no pudieron restituirle las fuerzas perdidas, ni tampoco los aires y los baños tónicos del mar a cuyas orillas se estableció más tarde, en la risueña ciudad de Boloña, en donde finalmente dio al Creador su grande alma, a las tres de la tarde del 17 de agosto de 1850. Su cadáver, rodeado de deudos y amigos, fue depositado en la Catedral de aquella ciudad en la mañana del día 20. Allí descansaron estos preciosos restos, hasta que fueron trasladados al cementerio del pueblo de Brunoy, en el Departamento del Sena y Oisa, en donde posee una propiedad el señor Balcarce, y ha levantado un sepulcro para su familia. Esta inhumación fue solemne: la caja mortuoria, durante las ceremonias religiosas propias de aquel acto, estuvo cubierta con el estandarte de Pizarro, que en ese mismo día pasó a poder del Representante del Perú, de acuerdo, con las disposiciones del general San Martín. La tierra extranjera no debe pesar por más tiempo sobre las cenizas del ilustre argentino. Buenos Aires, tiene derecho al corazón del gran hombre, que le fue legado por él mismo. Es una reliquia de gloria, de la cual emanarán las virtudes de humanidad, de heroísmo, de amor puro a la Patria, que deben formar la atmósfera moral de un pueblo republicano que aspira a ser grande por el ejercicio de la libertad. |
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