Juan Felipe Ibarra y el federalismo del Norte
Recapitulación y balance
 
 

Sumario: Conclusiones del régimen federal — Reconstrucción del industrialismo precapitalista y encauzamíento de la producción agroganadera — El mercado interior — Déficit de intercambio y exacción de metálico.



Juan Felipe Ibarra murió el 15 de Julio de 1851. Dos meses atrás, Urquiza había iniciado su insurgencia, y Buenos Aires, sin paladear todavía los goces de la paz anglo-francesa, se aprestaba a repeler las pretensiones brasileñas. Es decir, cuando un nuevo período transicional se abría, Santiago entraba a declinar su rectorado nacional en la Confederación. Su antigua hegemonía y la del federalismo norteño, habrían de desaparecer, en el momento en que otro orden político, pasaba a dirigir el país. Simbólica y definitoriamente, con Ibarra se dio fin a una vigencia que corrió pareja a la de la realización de la Provincia dentro de la Nación.


Pero como su vida y aquel ambiente, transcurrieron con ingénita sencillez, ha sido quizás, el único Caudillo olvidado por la Historia “grande”. Y sin embargo, podemos dedicarle los conceptos de Justo Díaz de Vivar, para quien Ibarra era digno de admiración, “por su reciedumbre, su capacidad comprensiva, su energía, su altivez, su notable sentido político, y que, por la modestia del medio en que le tocó actuar, no ha sido destacado como mereciera serlo, a pesar de que fue la más firme columna de la Federación en el Interior, desaparecida que fuera la grandiosa figura de su Patriarca el Brigadier santafecino”.


La guerra y las convulsiones intestinas; la intención recolonizadora europea en su doble aspecto, comercial y militar, y el agotamiento físico causado por la ingente lucha emancipadora, habían impedido el rescate de los bienes y las cosas de toda la Argentina, como entidad propia ante el mundo. Pero notables intentos preservatorios, permitieron en el balance con que cerróse el régimen federal, adjudicarle los mejores saldos positivos. Salvó el carácter nativo en trance de extinción disociadora, y defendió una modalidad económica apta para desarrollar nuestra, autarquía e independencia.


Lo que las grandes potencias de explotación mundial no pudieron obtener entonces, alcanzarían en el posterior ciclo de “puertas abiertas”. Se nos retrotrajo a la indefensión de la libre competencia y el libre cambio, pontificado por la diplomacia y el interés británico, clave de la frustración nacional.


Otra de las funestas consecuencias, traídas de arrastre en cuarenta años de introducción industrial inglesa, lo constituía el desnivel contrario al intercambio internacional. Desde entonces comenzó el signo adverso de la balanza comercial, otrora favorable, con las excepciones de la Ley de Aduanas que recién en 1851, comenzaban a nivelarse.


Todo el comercio de importación cobraba en oro y plata, mientras por su parte, sólo dejaba en trueque sus mercaderías, lo que obligara, a fin de remediar la falta de metálico, a crear el primitivo Banco de Descuentos. La liquidación de las reservas de numerario amonedado, con que se pagaban los productos extranjeros, sólo podía conjurarse con los empréstitos que ese mismo capital facilitaba. De tal aprovechamiento, nació, entre otras consecuencias, la enfeudación crónica de las finanzas nacionales y su endeudamiento hasta colmar el límite anualmente variable de la capacidad de pago 1. Este proceso repercutió con más intensidad en el interior, y en el alza del precio de la carne, artículo de primera necesidad, como resultado de la valorización de los productos ganaderos bonaerenses.


Asentada así la proletarización del campesinado independiente, como advierte Juan Alvarez, las masas nativas perdieron su libertad natural, al necesitar de jornales fijos. Estos, aseguraban su sometimiento a los fuertes hacendados, que a su vez, decidían los precios de las necesidades de consumo popular, como se lo marcaban los compradores extranjeros. No en vano, uno de los primeros actos del gobierno porteño, en días de la independencia, había declarado libre de derechos la exportación de carne, gravando con un impuesto del 20 %, la destinada al consumo del mercado interno 2. Comenzaba la filosofía de producir para el exterior, y dejar el sobrante para el alimento y las necesidades del país y su pueblo. Y como la producción siempre estuvo limitada a un destino pastoril, los términos de ese intercambio sufrían cada vez más, el deterioro desfavorable, mientras los artículos industriales se encarecían.


En empecinada subsistencia, que perduraba a través de las dificultades del sistema, las reservas ganaderas vacunas de la provincia de Santiago, permitían alentar una reconstrucción económica, dentro del espíritu imperante, si la política estatal se hubiera orientado en sentido protector. Hacia la consolidación institucional que siguió a Pavón, Buenos Aires, Entre Ríos y Corrientes, encabezaban las cifras de cabezas vacunas dentro del país, seguidas de Santiago del Estero. Ocupaba el cuarto lugar estadístico, por arriba de Santa Fe, Córdoba y otros estados que florecieron con posterioridad, a impulsos de la deformación geopolítica que padecimos. Igualmente, en el stock de lanares, Santiago figuraba en quinto lugar en el país 3.


Es que, como indica el economista Ricardo M. Ortiz, “la totalidad de las actividades agropecuarias realizadas con un criterio capitalista, es decir, las que el país realizó no con el propósito de consumir, sino con el de alimentar al consumo del exterior, se limitaron a la zona litoral”4. Tal crecimiento ectógeno, se reflejaba en cuanto al volumen demográfico consecuente con esa impulsión materialista, en que el Litoral, encabezado por Buenos Aires concentraba el 49 % de la población argentina. Proporciones que al finalizar el Siglo XIX aumentaron al 63 %, con un porcentaje de crecimiento vegetativo del 75,5 mientras que por detrás, la zona central más cercana, sólo registraba un 9,0 ya en declinante, y cada vez menor gravitación 5.


No debe olvidar este somero balance de las causas inferiorizantes del desarrollo nacional, que toda esta compleja trama obedecía a manejos de la política británica. De ahí que la mayor explicidad de sus efectos, sea la que denunciara Raúl Scalabrini Ortiz, al sostener que “dentro de cada nación, Inglaterra fue centralista”, y agregar: “En la República Argentina apoyó enérgicamente al puerto de Buenos Aires. Cuanto esfuerzo se irguió a favor del interior, fue ahogado sin misericordia y estigmatizado con el sello de barbarie. Buenos Aires asumió la representación excluyente de la cultura, no porque fuera más culta en realidad, sino por que la cultura significó ante todo, comulgar enteramente con la moral y las miras de los comerciantes ingleses portuarios”6.


Reaparecida la oligarquía centralizante, volvíase a la absorción a duras penas contenida por el Caudillismo interior, y la antigua metrópoli acogía en sede plena al monopolista inglés. Aún a costa de sus masas bonaerenses, cuyo lamento recogió después Martín Fierro, debemos explicarnos la causa de esa férrea consolidación del unicato, en la imposición de los capitales ingleses, para establecerse al amparo de un equilibrio interior uniformemente asegurado por un solo poder político. A ello conducen las observaciones anteriores, si se las correlaciona con el desenlace obtenido en el 80.


Las comunidades mediterráneas como Santiago del Estero, fueron víctimas de esa aguda distorsión, cuyo traumatismo económico se personificaba en el orden centralizador y despótico de la gran Buenos Aires. Se cumplieron con exceso, las predicciones de los opositores al comercio libre ya que desde esa época, estaba naufragando nuestra capacidad de autoabastecimiento. El agente inglés Woodbine Parish en su libro “Buenos Aires y las Provincias del Río de la Plata”, lo hace notar: “En la población del campo, sobre todo, las manufacturas de la Gran Bretaña han llegado a ser artículos de primera necesidad. El gaucho anda todo cubierto de ellas. Tomad todos sus arreos, examinad todo su traje, y lo que no está hecho de cuero es de fábrica inglesa. El vestido de su mujer sale también de los telares de Manchester, la olla en que prepara su comida, los platos en que la toma, el cuchillo, el poncho, las espuelas, el freno, todo viene de Inglaterra” 7.


Bajo tan impresionantes signos, se hallaba la tierra que a puro coraje nativo, sin ayuda externa ni corrupción hedonista, había obtenido por la acción de sus masas populares, la emancipación política ante el mundo. Para mayor aberración futura, los felices poseedores del capital ganadero y el comercio de importación, se aprestaban a resucitar el empeño rivadaviano. Como bajo los poderes triunviros y directoriales, iba a erigirse la sede imantadora del poder político, en la metrópoli virreynal, ya ganada del espíritu colonialista.


Los despiadados crímenes cometidos contra los Generales Benavídez y Peñaloza, entre otros, aleccionarían a los demás, sobre el carácter del “orden legal” que se instauraba. Y a él adherían, haciendo escarnio de la memoria ibarrista, sus sucesores en el gobierno santiagueño, desde entonces, prontos a seguir los dictados capitalinos.


Si Buenos Aires fue llamada en el pasado hispánico la provincia metrópoli”, aspiraban sus núcleos dirigentes convertirla en la “ciudad estado” del futuro. La egoísta ambición de lucro, se unía a los intereses coaligados alrededor del puerto. De ahí que su engrandecimiento y capitalización social y económica, no era resultante de una madurez natural. Se vio en su inusitado desarrollo, las conveniencias del comercio internacional, ansioso de diagramar una garganta de entrada gigantesca, colocada de espaldas al país y frente al mar colonizador.


El destino metropolitano estaba ligado a las necesidades económicas de las grandes potencias, ansiosas por destruír la autarquía y el autoabastecimiento del país. Para completarlo, bastaba con abrir la llave del puerto que enriquecía Buenos Aires, mientras arruinaba las industrias provinciales. Una clase parasitaria de poseedores de la tierra, donde pastaba y se reproducía libremente el ganado, comenzó a ligarse por intereses recíprocos a los introductores y consignatarios ingleses. Junto con la valorización de sus haciendas, difundió la idea de que aquella era la exclusiva riqueza nacional, y su zona de aprovechamiento, la necesario a la concentración de los poderes del Estado. Lo cual venía a realizar en perfección, el ideal preconizado por Cobden: “Inglaterra será el taller del mundo y América del Sud la granja de Inglaterra”. Ya era bien notable, como señala Mendoza, que “el hacendado criollo forma una casta, la clase acaudalada de la sociedad porteña que tanto habría de influir en la vida institucional de la República8.


Así se destruyeron las producciones y manufacturas regionales, pasando a ser Buenos Aires, la capital enriquecida por el sacrificio y la ruina nacional. Y las provincias mediterráneas sus tributarias, cuando en el pasado fundacional fuera a la inversa. Así también, se configuró sobre la base de la riqueza pastoril, el diagrama general de una estructura en pirámide, que sin competencia converge hacia ella. Mientras se aisla e incomunica a comunidades hermanas, complementarias e interrelacionadas, que se obligan a vegetar .en dependencia del puerto, asiento desfigurador de una población desligada de responsabilidad histórica y de autenticidad espiritual.


Lo trágico fue que tras del interés porteño, se enajenara el potencial económico de toda la Nación. Determinóse una misión exclusivamente complementaria de la economía capitalista; monoproductora de materias primas agroganaderas como necesitaba Europa en sus planes de distribución internacional del trabajo. No era esa la conveniencia de nuestro destino, de nuestras necesidades de desarrollo, malogradas por extraños intereses, y de la mayoría de nuestras poblaciones, condenadas a la miseria al desaparecer sus producciones sustentadoras. Las que, sanamente protegidas, hubieron de ser la base de una impulsión económica adecuada, con formas técnicas superiores, ampliatorias del mercado interno para hacerlas prosperar al ritmo del progreso, y colocar las estructuras económicas a la par de las transformaciones mundiales.


Apenas si se extendía al litoral, un poco más allá del Arroyo del Medio, esa zona del privilegio material. Pero la generosidad encubría el interés del tráfico ultramarino de encontrar nuevas bases de aprovechamiento, donde los granos y cereales complementarían a las carnes y los cueros. Ello, en razón de las mayores urgencias de consumo debidas a las concentraciones humanas masivas de introducción industrial, luego de las revoluciones del maquinismo y la fabricación en serie. Sólo dichas explicaciones, justificaban en los importadores y ganaderos la ampliación geográfica de sus dominios, en dos áreas repartidas con dos grandes puertos terminales de salida; el vacuno bonaerense y el agrícola rosarino.


El Litoral, cuna heroica de Artigas, Ramírez, López y demás Caudillos, pagaría su adscripción al nuevo orden, con la pérdida de espíritu de autoctonía, y pasaba a ser el semental reproductor de las inundaciones étnicas e inmigratorias con que Europa se desembarazaba de sus excedentes humanos. Desde Pavón, toda la empresa civilizadora se redujo a la suplantación masiva del hombre argentino, y a radicar en el litoral vastas colonias con idioma, escuela y cerradas tradiciones antinacionales.


Esa sinergia devastadora, asumió tan graves y aniquiladoras características que, si se calculaba en el primer censo argentino, 13 extranjeros por cada 100 nativos; en los 30 años posteriores de colonización, la cifra alcanza la alarmante progresión del 34 % al fin de siglo. En esa ascendente graduación, le cabe a la zona bonaerense-litoral, 75 extranjeros en cada 200 % 9. Este compuesto demográfico determina el éxito de una política de racismo antinativo, con la cual el litoral fue victimado, como asiento o instalación de una inmensa factoría.


El pathos que presidió toda esa concepción catártica en que fundióse el país desde entonces, no podía encontrar resonancias santiagueñas. De ahí que, muerto sobre el pórtico de la nueva era don Juan Felipe Ibarra, su gran intérprete, se tendió el silencio y el olvido sobre el pueblo que había engendrado humana y doctrinariamente, la mejor parte del federalismo nacional.


Estas graves consecuencias etnográficas y sociológicas, incidieron en el logro de un desarrollo condicionado al interés y la conveniencia de las potencias imperiales. Lo cual trajo, como consecuencia mayor, una verdadera “deformación del desarrollo”. Esta desviación premeditada del destino natural del país, es lo que los economistas denominan técnicamente “oasis”. En el caso argentino, resalta, al intensificarse la explotación de determinadas áreas económicas o geográficas, que dejan en el atraso, desintegrado, el resto del territorio nacional.


Impúsose una economía subsidiaria, dependiente de los mercados extranjeros. Por un lado, como proveedores suyos, en producciones que el capitalismo imperial necesita para su alimentación o como materia prima para su industria. Por el otro, de consumidores de sus importaciones predeterminadas y que expresamente nos está vedado producir, impidiendo el proceso de industrialización local. La producción nacional aparece así, desvinculada de su consumo interno y de todas las necesidades emergentes del mismo. Es una mera productividad exportadora, a la que desde el exterior se le fijan precios de compra y venta a su antojo. El resultado fue el desarrollo desequilibrado de ciertas áreas geoeconómicas a expensas de otras, donde inclusive sus producciones son “oasis” sin relación con las demás necesidades locales.


Como el país está impedido de integrarse por sí mismo, resultaron contrastes tan agudos, como los de la región bonaerense-litoral con el noroeste argentino. Llegaron inclusive a desaparecer los medios normales de comunicación entre los ángulos horizontales de nuestros territorios. Durante muchos años, la publicidad imperial difundió el mito de una supuesta división fatalista de la Argentina, entre “provincias ricas y provincias pobres”. A nadie se le dejó discernir, que la riqueza o el empobrecimiento de regiones determinadas del interior, no era resultante de una conformación de la naturaleza sino de los factores internacionales. Porque ello obedecía a esa planificación que por una ventaja del comercio extranjero o una simple orden administrativa, encumbraba o mataba a toda una región del país. Y sus resultados fueron, imponer la economía agraria de monocultivo, suplementaria de la economía inglesa en especial.


La política del federalismo había tendido a lo contrario, quizás sin mayor capacidad dialéctica ni teórica, pero acertada en la intuición nacional. Desde 1835 se la había dirigido inteligentemente, mediante la Ley de Aduanas de ese año. Posteriores modificaciones en los aforos y avalúos, según las necesidades, acondicionaban el desarrollo capitalista ganadero porteño en procura de una armonización con el artesanado fabril del interior. Lo cual, daría como síntesis, en una etapa superior, un capitalismo nacional y una valorización de las producciones regionales en un amplio intercambio, abastecedor del mercado interno.


Esta política se reflejó también, en la estabilización de nuestra balanza comercial, que venía signada por un desnivel adverso desde 40 años atrás. En 1851 había arrojado $ 10.550.000 en importación, contra $ 10.663.525 de la exportación; mientras por el norte se vendía a Bolivia artículos del país cobrados en plata potosina 10. No era sólo un índice de la recuperación del comercio internacional con ventaja argentina, sino del fin de la evasión de moneda metálica.


La reconquista del mercado altoperuano, significaba que el grado de desenvolvimiento comercial no era exclusivamente para Buenos Aires. Al recuperarse como otrora, la imperante plaza de Potosí, se daba impulso notable por esa vía intercomunicante al comercio norteño. Potosí constituía un gran mercado para la producción del Norte, que en 1846 alcanzaba a vender por importe de $ 246.000, base de un cálculo de Maeso, que ascendía a $ 500.000 fuertes, el total de productos exportados por esa plaza “.


Toda una sabia y práctica política económica, tendiente a posibilitar un desarrollo autónomo, cayó frustrada en aquellos días. Y hasta se perdieron las reservas metálicas acumuladas por el largo esfuerzo del trabajo nacional, al decretarse como primera medida de la victoria liberal, el 24 de Febrero de 1852, “la libre exportación de oro y plata”, con lo cual volvió a salir del país el ahorro de años.


Interrumpidas ante el nuevo giro de la política argentina, las inquietudes con que el interior mediterráneo descolló en nuestra evolución histórica, su pueblo cayó también, condenado a la indiferencia, la miseria o el denuesto. Pero no se extinguió entre tantas vicisitudes, el carácter peculiar del federalismo interior. La trayectoria que hemos historiado, ejemplificando en Santiago del Estero y su caudillo Juan Felipe Ibarra, responde a sólidas raíces de un ayer que al proyectarse, forjó las verdaderas Bases de la constitución espiritual y política de la argentinidad. Defenderlas y revindicarlas, es tarea y compromiso de las nuevas generaciones.