Autobiografía
Introducción
Nada importa saber o no la vida de cierta clase de hombres que todos sus trabajos y afanes los han contraído a sí mismos, y ni un solo instante han concedido a los demás; pero la de los hombres públicos, sea cual fuere, debe siempre presentarse, o para que sirva de ejemplo que se imite, o de una lección que retraiga de incidir en sus defectos. Se ha dicho, y dicho muy bien, "que el estudio de lo pasado enseña cómo debe manejarse el hombre en lo presente y porvenir"; porque desengañémonos, la base de nuestras operaciones siempre es la misma, aunque las circunstancias alguna vez la desfiguren. Yo emprendo escribir mi vida pública -puede ser que mi amor propio acaso me alucine- con el objeto que sea útil a mis paisanos, y también con el de ponerme a cubierto de la maledicencia; porque el único premio a que aspiro por todos mis trabajos, después de lo que espero de la misericordia del Todopoderoso, es conservar el buen nombre que desde mis tiernos años logré en Europa con las gentes con quienes tuve el honor de tratar cuando contaba con una libertad indefinida, estaba entregado a mí mismo, a distancia de dos mil leguas de mis padres, y tenía cuanto necesitaba para satisfacer mis caprichos. El lugar de mi nacimiento es Buenos Aires; mis padres, don Domingo Belgrano y Peri conocido por Pérez, natural de Onella, y mi madre, doña María Josefa González Casero, natural también de Buenos Aires. La ocupación de mi padre fue la de comerciante, y como le tocó el tiempo del monopolio, adquirió riquezas para vivir cómodamente y dar a sus hijos la educación mejor de aquella época. Me proporcionó la enseñanza de las primeras letras, la gramática latina, filosofía y algo de teología en el mismo Buenos Aires. Sucesivamente me mandó a España a seguir la carrera de las leyes, y allí estudié en Salamanca; me gradué en Valladolid, continué en Madrid y me recibí de abogado en la cancillería de Valladolid. Confieso que mi aplicación no la contraje tanto a la carrera que había ido a emprender, como el estudio de los idiomas vivos, de la economía política y al derecho público, y que en los primeros momentos en que tuve la suerte de encontrar hombres amantes al bien público que me manifestaron sus útiles ideas, se apoderó de mí el deseo de propender cuanto pudiese al provecho general, y adquirir renombre con mis trabajos hacia tan importante objeto, dirigiéndolos particularmente a favor de la patria. Como en la época de 1789 me hallaba en España y la revolución de Francia hiciese también la variación de ideas, y particularmente en los hombres de letras con quienes trataba, se apoderaron de mi las ideas de libertad, igualdad, seguridad, propiedad, y sólo veía tiranos en los que se oponían a que el hombre, fuese donde fuese, no disfrutase de unos derechos que Dios y la naturaleza le habían concedido, y aun las mismas sociedades habían acordado en su establecimiento directa o indirectamente. Al concluir mi carrera por los años de 1793, las ideas de economía política cundían en España con furor y creo que a esto debí que me colocaran en la secretaría del Consulado de Buenos Aires, erigido en el tiempo del ministro Gardoquí, sin que hubiese hecho la más mínima gestión para ello; y el oficial de secretaría que anejaba estos asuntos aún me pidió que le indicase individuos que tuvieran estos conocimientos, para emplearlos en las demás corporaciones de esta clase, que se erigían en diferentes plazas de comercio de América. Cuando supe que tales cuerpos en sus juntas, no tenían otro objeto que suplir a las sociedades económicas, tratando de agricultura, industria y comercio, se abrió un vasto campo a mi imaginación, como que ignoraba el manejo de la España respecto a sus colonias, y sólo había oído el rumor sordo a los americanos de quejas disgustos, que atribuía yo a no haber conseguido sus pretensiones, y nunca a las intenciones perversas de los metropolitanos, que por sistema conservaban desde el tiempo de la conquista. Tanto me aluciné y me llené de visiones favorables a la América, cuando fui encargado por la secretaría, de que en mis Memorias describiese las Provincias a fin de que sabiendo su estado pudiesen tomar providencias acertadas para su felicidad: acaso en esto habría la mejor intención de parte de un ministro ilustrado como Gardoqui, que había residido en los Estados Unidos de América del Norte, y aunque ya entonces se me rehusaran ciertos medios que exigí para llenar como era debido aquel encargo, me aquieté; pues se me dio por disculpa que viéndose los fondos del Consulado, se determinaría. En fin, salí de España para Buenos Aires: no puedo decir bastante mi sorpresa cuando conocí a los hombres nombrados por el Rey para la junta que había de tratar la agricultura, industria y comercio, y propender a la felicidad de las provincias que componían el virreinato de Buenos Aires; todos eran comerciantes españoles; exceptuando uno que otro, nada sabían más que su comercio monopolista, a saber: comprar por cuatro para vender por ocho, con toda seguridad: para comprobante de sus conocimientos y de sus ideas liberales a favor del país, como su espíritu de monopolio para no perder el camino que tenían de enriquecerse, referiré un hecho con que me eximiré de toda prueba. Por lo que después he visto, la Corte de España vacilaba en los medios de sacar lo más que pudiese de sus colonias, así es que hemos visto disposiciones liberales e iliberales a un tiempo, indicantes del temor que tenía de perderlas; alguna vez se le ocurrió favorecer la agricultura, y para darle brazos, adoptó el horrendo comercio de negros y concedió privilegios a los que lo emprendiesen: entre ellos la extracción de frutos para los países extranjeros. Esto dio mérito a un gran pleito sobre si los cueros, ramo principal de comercio de Buenos Aires, eran o no frutos; había tenido su principio antes de la erección del Consulado, ante el Rey, y ya se había escrito de parte a parte una multitud de papeles, cuando el Rey para resolver, pidió informe a dicha corporación: molestaría demasiado si refiriese el pormenor de la singular sesión a que dio mérito este informe; ello es que esos hombres, destinados a promover la felicidad del país, decidieron que los cueros no eran frutos, y, por consiguiente, no debían comprenderse en los de la gracia de extracción en cambio de negros. Mi ánimo se abatió y conocí que nada se haría en favor de las provincias por unos hombres que por sus intereses particulares posponían el del común. Sin embargo, ya que por las obligaciones de mi empleo podía hablar y escribir sobre tan útiles materias, me propuse, al menos, echar las semillas que algún día fuesen capaces de dar frutos, ya porque algunos estimulados del mismo espíritu se dedicasen a su cultivo, ya porque el orden mismo de las cosas las hiciese germinar. Escribí varias memorias sobre la planificación de escuelas: la escasez de pilotos y el interés que tocaba tan de cerca a los comerciantes, me presentó circunstancias favorables para el establecimiento de una escuela de matemáticas, que conseguí a condición de exigir la aprobación de la Corte, que nunca se obtuvo y que no paró hasta destruirla; porque aun los españoles, sin embargo de que conociesen la justicia y utilidad de estos establecimientos en América, francamente se oponían a ellos, errados, a mi entender, en los medios de conservar las colonias. No menos me sucedió con otra de diseño, que también logré establecer, sin que costase medio real el maestro. Ello es que ni éstas ni otras propuestas a la Corte, con el objeto de fomentar los tres importantes ramos de agricultura, industria y comercio, de que estaba encargada la corporación consular, merecieron la aprobación; no se quería más que el dinero que produjese el ramo destinado a ella; se decía que todos estos establecimientos eran de lujo y que Buenos Aires todavía no se hallaba en estado de sostenerlos. Otros varios objetos de utilidad y necesidad promoví, que poco más o menos tuvieron el mismo resultado, y tocará al que escriba la historia consular, dar una razón de ellos; diré yo, por lo que, hace a mi propósito, que desde el principio de 1794 hasta julio de 1806, pasé mi tiempo en igual destino, haciendo esfuerzos impotentes a favor del bien público; pues todos, o escollaban en el gobierno de Buenos Aires o en la Corte, o entre los mismos comerciantes, individuos que componían este cuerpo, para quienes no había más razón, ni mas justicia, ni más utilidad ni más necesidad que su interés mercantil; cualquiera cosa que chocara con él, encontraba un veto, sin que hubiese recurso para atajarlo. Sabido es la entrada en Buenos Aires del general Beresford, con mil cuatrocientos y tantos hombres en 1806: hacía diez años que era yo capitán de milicias urbanas, más por capricho que por afición a la milicia. Mis primeros ensayos en ella fueron en esta época. El marqués de Sobremonte, virrey que entonces era de las provincias, días antes de esta desgraciada entrada, me llamó para que formase una compañía de jóvenes del comercio, de caballería, y que al efecto me daría oficiales veteranos para la instrucción: los busqué, no los encontré, porque era mucho el odio que había a la milicia en Buenos Aires; con el cual no se había dejado de dar algunos golpes a los que ejercían la autoridad, o tal vez a esta misma que manifestaba demasiado su debilidad. Se tocó la alarma general y conducido del honor volé a la fortaleza, punto de reunión: allí no había orden ni concierto en cosa alguna, como debía suceder en grupos de hombres ignorantes de toda disciplina y sin subordinación alguna: allí se formaron las compañías y yo fui agregado a una de ellas, avergonzado de ignorar hasta los rudimentos más triviales de la milicia, y pendiente de lo que dijera un oficial veterano, que también se agregó de propia voluntad, pues no le daban destino. Fue la primera compañía que marchó a ocupar la casa de las Filipinas, mientras disputaban las restantes con el mismo virrey de que ellas estaban para defender la ciudad y no salir a campaña, y así sólo se redujeron a ocupar las Barrancas: el resultado fue que no habiendo tropas veteranas ni milicias disciplinadas que oponer al enemigo, venció éste todos los pasos con la mayor facilidad: hubo algunos fuegos fatuos en mi compañía y otros para oponérsele; pero todo se desvaneció, y al mandarnos retirar y cuando íbamos en retirada, yo mismo oí decir: "Hacen bien en disponer que nos retiremos, pues nosotros no somos para esto". Confieso que me indigné, y que nunca sentí más haber ignorado, como ya dije anteriormente, hasta los rudimentos de la milicia; todavía fue mayor mi incomodidad cuando vi entrar las tropas enemigas y su despreciable número para una población como la de Buenos Aires: esta idea no se apartó de mi imaginación y poco faltó para que me hubiese hecho perder la cabeza: me era muy doloroso ver a mi patria bajo otra dominación y sobre todo en tal estado de degradación, que hubiese sido subyugada. por una empresa aventurera, cual era la del bravo y honrado Beresford, cuyo valor admiro y admiraré siempre en esta peligrosa empresa. Aquí recuerdo lo que me pasó con mi corporación consular, que protestaba a cada momento de su fidelidad al rey de España; y de mi relación inferirá el lector la proposición tantas veces asentada, de que el comerciante no conoce más patria, ni más rey, ni más religión que su interés propio; cuanto trabaja, sea bajo el aspecto que lo presente, no tiene otro objeto, ni otra mira que aquél: su actual oposición al sistema de libertad e independencia de América, no ha tenido otro origen, como a su tiempo se verá. Como el Consulado, aunque se titulaba de Buenos Aires, lo era de todo el virreinato, manifesté al prior y cónsules, que debía yo salir con el archivo y sellos adonde estuviese el virrey, para establecerlo donde él y el comercio del virreinato resolviese: al mismo tiempo les expuse que de ningún modo convenía a la fidelidad de nuestros juramentos que la corporación reconociese otro monarca: habiendo adherido a mi opinión, fuimos a ver y a hablar al general, a quien manifesté mi solicitud y defirió a la resolución; entretanto, los demás individuos del Consulado, que llegaron a extender estas gestiones se reunieron y no pararon hasta desbaratar mis justas ideas y prestar el juramento de reconocimiento a la dominación británica, sin otra consideración que la de sus intereses. Me liberté de cometer, según mi modo de pensar, este atentado, y procuré salir de Buenos Aires casi como fugado; porque el general se había propuesto que yo prestase el juramento, habiendo repetido que luego que sanase lo fuera a ejecutar; y pasé a la banda septentrional del río de la Plata, a vivir en la capilla de Mercedes. Allí supe, pocos días antes de hacerse la recuperación de Buenos Aires, el proyecto, y pensando ir a tener parte en ella, llegó a nosotros la noticia de haberse logrado con el éxito que es sabido. Poco después me puse en viaje para la capital, y mi arribo fue la víspera del día en que los patricios iban a elegir sus comandantes para el cuerpo de voluntarios que iba a formarse, cuando ya se habían formado los cuerpos de europeos y habían algunos que tenían armas; porque la política reptil de los gobernantes de América, a pesar de que el número y el interés del patricio debía siempre ser mayor por la conservación de la patria que el de los europeos aventureros, recelaba todavía de aquéllos a quienes por necesidad permitía también armas. Sabido mi arribo por varios amigos, me estimularon para que fuese a ser uno de los electores: en efecto, los complací, pero confieso que desde entonces, empecé a ver las tramas de los hombres de nada, para elevarse sobre los de verdadero mérito; y no haber tomado por mi mismo la recepción de votos, acaso salen dos hombres obscuros, más por sus vicios que por otra cosa, a ponerse a la cabeza del cuerpo numeroso y decidido que debía formar el ejército de Buenos Aires, que debía dar tanto honor a sus armas. Recayó al fin la elección en dos hombres que eran de algún viso, y aún ésta tuvo sus contrastes, que fue preciso vencerlos, reuniendo de nuevo las gentes a la presencia del general Liniers, quien recorriendo las filas conmigo, oyó por aclamación los nombres de los expresados, y en consecuencia, quedaron con los cargos y se empezó el formal alistamiento; pero como éste se acercase a cerca de 4.000 hombres puso en expectación a todos los comandantes europeos y a los gobernantes y procuraron, por cuantos medios les fue posible, ya negando armas, ya atrayéndolos a los otros cuerpos, evitar que número tan crecido de patricios, se reuniesen. En este estado y por si llegaba el caso de otro suceso igual al de Beresford, u otro cualquiera, de tener una parte activa en defensa de mi patria, tomé un maestro que me diese alguna noción de las evoluciones más precisas y me enseñase por principios el manejo del arma. Todo fue obra de pocos días: me contraje como debía, con el desengaño que había tenido en la primera operación militar, de que no era lo mismo vestir el uniforme de tal, que serlo. Así como por elección se hicieron los comandantes del cuerpo, así se hicieron los de los capitanes y en los respectivos cuarteles por las compañías que se formaron, y éstas me honraron llamándome a ser su sargento mayor, de que hablo con toda ingenuidad, no puede excusarme, porque me picaba el honorcillo y no quería que se creyera cobardía al mismo tiempo en mí, no admitir cuando me habían visto antes vestir el uniforme. Entrado a este cargo, para mí enteramente nuevo, por mi deseo de desempeñarlo según correspondía, tomé con otro anhelo el estudio de la milicia y traté de adquirir algunos conocimientos de esta carrera, para mí desconocida en sus pormenores; mi asistencia fue continua a la enseñanza de la gente. Tal vez esto, mi educación, mi modo de vivir y mi roce de gentes distinto en lo general de la mayor parte de los oficiales que tenía el cuerpo, empezó a producir rivalidades que no me incomodaban, por lo que hace a mi persona, sino por lo que perjudicaban a los adelantamientos y lustre del cuerpo, que tanto me interesaban y por tan justos motivos. Ya estaba el cuerpo, capaz de algunas maniobras y su subordinación se sostenía por la voluntad de la misma gente que le componía, aunque ni la disciplina, ni la subordinación era lo que debía ser, cuando el general Auchmuty intentaba tomar a Montevideo; pidió aquel gobernador auxilios, y de todos los cuerpos salieron voluntarios para marchar con el general Liniers. El que más dio fue el de patricios, sin embargo de que hubo un jefe, yo lo vi, que cuando preguntaron a su batallón quién quería ir, le hizo señas con la cabeza para que no contestase. Entonces me preparé a marchar, así por el deseo de hacer algo en la milicia, como por no quedar con dos jefes, el uno inepto y el otro intrigante, que sólo me acarrearían disgustos, según a pocos momentos lo vi, como después diré. Tanto el comandante que marchó cuanto toda la demás oficialidad que le acompañaba, representaron al general que no convenía de ningún modo mi salida, y que el cuerpo se desorganizaría si yo lo abandonaba: así me lo expuso el general en los momentos de ir a marchar y me lo impidió. Quedé, y no tardó mucho en verificarse lo mismo que yo temía: se ofreció poner sobre las armas un cierto número de compañías a sueldo, y me costó encontrar capitanes que quisieran servir, pero había de los subalternos doble número que aspiraban a disfrutarlo, no hallé un camino mejor para contentarlos que disponer echaran suertes: esto me produjo un sinsabor cual no me creía, pues hubo oficial que me insultó a presencia de la tropa y de esos dos comandantes que miraron con indiferencia un acto tan escandaloso de insubordinación; entonces empecé a observar el estado miserable de educación de mis paisanos, sus sentimientos mezquinos y hasta dónde llegaban sus intrigas por el ridículo puesto, y formé la idea de abandonar mi cargo en un cuerpo que ya preveía que jamás tendría orden y que no sería más que un grupo de voluntarios. Así es que tomé el partido de volver a ejercer mi empleo de secretario del Consulado, que al mismo tiempo no podía ya servirlo el que hacía de mi sustituto, quedando por oferta mía dispuesto a servir en cualquier acción de guerra que se presentase, dónde y cómo el gobierno quisiera; pasó el tiempo desde el mes de febrero hasta junio, que se presentó la escuadra y transporte que conducían al ejército al mando del general Whitelocke en 1807. El cuartel maestre general me nombró por uno de sus ayudantes de campo, haciéndome un honor a que no era acreedor: en tal clase serví todos aquellos días: el de la defensa me hallé cortado y poco o nada pude hacer hasta que me vi libre de los enemigos; pues a decir verdad el modo y método con que se hizo, tampoco daba lugar a los jefes a tomar disposiciones, y éstas quedaban al arbitrio de algunos denodados oficiales, de los mismos soldados voluntarios, que era gente paisana que nunca había vestido uniforme, y que decía, con mucha gracia, que para defender el suelo patrio no habían necesitado de aprender a hacer posturas, ni figuras en las plazas públicas para diversión de las mujeres ociosas. El general dispuso que el expresado cuartel maestre recibiese el juramento a los oficiales prisioneros: con este motivo paso a su habitación el brigadier general Crawford, con sus ayudantes y otros oficiales de consideración: mis pocos conocimientos en el idioma francés, y acaso otros motivos de civilidad, hicieron que el nominado Crawford se dedicase a conversar conmigo con preferencia, y entrásemos a tratar de algunas materias que nos sirviera de entretenimiento, sin perder de vista adquirir conocimientos del país, y muy particularmente respecto de su opinión del gobierno español. Así es que después de haberse desengañado de que yo no era francés ni por elección, ni otra causa, desplegó sus ideas acerca de nuestra independencia, acaso para formar nuevas esperanzas de comunicación con estos países, ya que les habían sido fallidas las de conquistas: le hice ver cuál era nuestro estado, que ciertamente nosotros queríamos el amo viejo o ninguno; pero que nos faltaba mucho para aspirar a la empresa, y que aunque ella se realizase bajo la protección de la Inglaterra, ésta nos abandonaría si se ofrecía un partido ventajoso a Europa, y entonces vendríamos a caer bajo la espada española; no habiendo una nación que no aspirase a su interés sin que le diese cuidado de los males de las otras; convino conmigo y manifestándole cuánto nos faltaba para lograr nuestra independencia, difirió para un siglo su consecución. ¡Tales son en todo los cálculos de los hombres! Pasa un año, y he ahí que sin que nosotros hubiésemos trabajado para ser independientes, Dios mismo nos presenta la ocasión con los sucesos de 1808 en España y en Bayona. En efecto, avívanse entonces las ideas de libertad e independencia en América y los americanos empiezan por primera vez a hablar con franqueza de sus derechos. En Buenos Aires se hacía la jura de Fernando VII, y los mismos europeos aspiraban a sacudir el yugo de España por no ser napoleonistas. ¿Quién creería que don Martín de Alzaga, después autor de una conjuración fuera uno de los primeros corifeos? Llegó en aquella sazón el desnaturalizado Goyeneche: despertó a Liniers, despertaron los españoles y todos los jefes de las provincias: se adormecieron los jefes americanos, y nuevas cadenas se intentaron echarnos y aun cuando éstas no tenían todo el rigor del antiguo despotismo, contenían y contuvieron los impulsos de muchos corazones que, desprendidos de todo interés, ardían por la libertad e independencia de la América, y no querían perder una ocasión que se les venía a las manos, cuando ni una vislumbre habían visto que se las anunciase. Entonces fue, que no viendo yo un asomo de que se pensara en constituirnos, y sí a los americanos prestando una obediencia injusta a unos hombres que por ningún derecho debían mandarlos, traté de buscar los auspicios de la infanta Carlota, y de formar un partido a su favor, oponiéndome a los tiros de los déspotas que celaban con el mayor anhelo para no perder sus mandos; y lo que es más, para conservar la América dependiente de la España, aunque Napoleón la dominara pues a ellos les interesaba poco o nada ya sea Borbón, Napoleón u otro cualquiera, si la América era colonia de la España. Solicité, pues, la venida de la infanta Carlota, y siguió mi correspondencia desde 1808 hasta 1809, sin que pudiese recabar cosa alguna: entretanto mis pasos se celaron y arrostré el peligro yendo a presentarme en persona al virrey Liniers y hablarle con toda la franqueza que el convencimiento de la justicia que me asistía me daba, y la conferencia vino a proporcionarme el inducirlo a que llevase a ejecución la idea que ya tenía de franquear el comercio a los ingleses en la costa del río de la Plata, así para debilitar a Montevideo, como para proporcionar fondos para el sostén de las tropas, y atraer a las provincias del Perú por las ventajas que debía proporcionarles el tráfico. Desgraciadamente cuando llegaba a sus manos una memoria que yo le remitía para tan importante objeto, con que yo veía se iba a dar el primer golpe a la autoridad española, arribó un ayudante del virrey nombrado, Cisneros, que había desembarcado en Montevideo, y todo aquel plan varió. Entonces aspiré a inspirar la idea a Liniers de que no debía entregar el mando por no ser autoridad legítima la que lo despojaba. Los ánimos de los militares estaban adheridos a esta opinión: mi objeto era que se diese un paso de inobediencia al ilegitimo gobierno de España, que en medio de su decadencia quería dominarnos; conocí que Liniers no tenía espíritu ni reconocimiento a los americanos que lo habían elevado y sostenido, y que ahora lo querían de mandón, sin embargo de que había muchas pruebas de que abrigaba, o por opinión o por el prurito de todo europeo, mantenernos en el abatimiento y esclavitud. Cerrada esta puerta, aún no desesperé de la empresa de no admitir a Cisneros, y, sin embargo de que la diferencia de opiniones y otros incidentes, me habían desviado del primer comandante de patricios, don Cornelio Saavedra; resuelto a cualquier acontecimiento, bien que no temiendo de que me vendiese, tomé el partido de ir a entregarle dos cartas que tenía para él de la infanta Carlota: las puse en sus manos y le hablé con toda ingenuidad: le hice ver que no podía presentársenos época más favorable para adoptar el partido de nuestra redención, y sacudir el injusto yugo que gravitaba sobre nosotros. La contestación, fue que lo pensaría y que le esperase por la noche siguiente a oraciones en mi casa: concebí ideas favorables a mi proyecto, por las disposiciones que observé en él: los momentos se hacían para mí siglos; llegó la hora y apareció en mi casa don Juan Martín de Pueyrredón y me significó que iba a celebrarse una junta de comandantes en la casa de éste, a las once de la noche, a la que yo precisamente debía concurrir; que era preciso no contar sólo con la fuerza, sino con los pueblos y que allí se arbitrarían los medios. Cuando oí hablar así y tratar de contar con los pueblos, mi corazón se ensanchó y risueñas ideas de un proyecto favorable vinieron a mi imaginación: quedé sumamente contento, sin embargo de que conocía la debilidad de los que iban a componer la junta, la divergencia de intereses que había entre ellos, y particularmente la viveza de uno de los Comandantes europeos que debían asistir, sus comunicaciones con los mandones, y la gran influencia que tenía en el corazón de Saavedra, y en los otros por el temor. A la hora prescrita vino el nominado Saavedra con el comandante don Martín Rodríguez a buscarme para ir a la Junta: híceles mil reflexiones acerca de mi asistencia, pero insistieron y, fui en su compañía; allí se me dio un asiento, y abierta la sesión por Saavedra, manifestando el estado de la España, nuestra situación, y que debía empezarse por no recibir a Cisneros, con un discurso bastante metódico y conveniente: salió a la palestra uno de los comandantes europeos con infinitas ideas, a que siguió otro con un papel que había trabajado, reducido a disuadir del pensamiento y contraído a decir agravios contra la audiencia por lo que les había ofendido con sus informes ante la Junta Central. Los demás comandantes exigieron mi parecer; traté la materia con la justicia que ella de suyo tenía, y nada se ocultaba a los asistentes, que después entrados en conferencia, sólo trataban de su interés particular, y si alguna vez se decidían a emprender, era por temor de que se sabría aquel congreso y los castigaran; mas asegurándose mutuamente el silencio volvían a su indecisión y no buscaban otros medios ni arbitrios para conservar sus empleos. ¡Cuán desgraciada vi entonces esta situación! ¡Qué diferentes conceptos formé de mis paisanos! No es posible, dije, que estos hombres trabajen por la libertad del país; y no hallando que quisieran reflexionar por un instante sobre el verdadero interés general, me separé de allí, desesperado de encontrar remedio, esperando ser una de las víctimas por mi deseo de que formásemos una de las naciones del mundo. Pero la providencia que mira las buenas intenciones y las protege por medios que no están al alcance de los hombres, por triviales y ridículos que parezcan, parece que borró de todos hasta la idea de que yo hubiese sido uno de los concurrentes a la tal junta, y ningún perjuicio se me siguió: al contrario, a don Juan Martín de Pueyrredón lo buscaron, lo prendieron y fue preciso valerse de todo artificio para salvarlo. En la noche de su prisión ya muchos se lisonjeaban de que se alzaría la voz patria: yo que había conocido a todos los comandantes y su debilidad, creí que le dejarían abandonado a la espada de los tiranos, como la hubiera sufrido, si manos intermedias no trabajasen por su libertad: le visité en el lugar en que se había ocultado y le proporcioné un bergantín para su viaje al Janeiro, que sin cargamento ni papeles del gobierno de Buenos Aires salió, y se le entregó la correspondencia de la infanta Carlota, comisionándole para que hiciera presente nuestro estado y situación y cuanto convenía se trasladase a Buenos Aires. Acaso miras políticas influyeron a que la infanta no lo atendiera, ni hiciera aprecio de él, esto y observar que no había un camino de llevar mis ideas adelante, al mismo tiempo, que la consideración de los pueblos y lo expuesto que estaba en Buenos Aires después de la llegada de Cisneros, a quien se recibió con tanta bajeza por mis paisanos, y luego intentaron quitar, contando siempre conmigo, me obligó a salir de allí y pasar a la banda septentrional para ocuparme en mis trabajos literarios y hallar consuelo a la aflicción que padecía mí espíritu con la esclavitud en que estábamos, y no menos para quitarme de delante para que, olvidándome, no descargase un golpe sobre mí. Las cosas de España empeoraban y mis amigos buscaban de entrar en relación de amistad con Cisneros: éste se había explicado de algún modo, y, a no temer la horrenda canalla de oidores que lo rodeaba, seguramente hubiera entrado por sí en nuestros intereses, pues su prurito era tener con qué conservarse. Anheló éste a que se publicase un periódico en Buenos Aires, y era tanta su ansia, que hasta quiso que se publicase el prospecto de un periódico que había salido a la luz en Sevilla, quitándole sólo el nombre y poniéndole el de Buenos Aires. Sucedía esto a mi regreso de la banda septentrional, y tuvimos este medio ya de reunirnos los amigos sin temor, habiéndole hecho éstos entender a Cisneros que si teníamos alguna junta en mi casa, sería para tratar de los asuntos concernientes al periódico; nos dispensó toda protección e hice el prospecto del Diario de Comercio que se publicaba en 1810, antes de nuestra revolución; en él salieron mis papeles, que no era otra cosa más que una acusación contra el gobierno español; pero todo pasaba, y así creíamos ir abriendo los ojos a nuestros paisanos: tanto fue, que salió uno de mis papeles, titulado Origen de la grandeza y decadencia de los imperios, en las vísperas de nuestra revolución, que así contentó a los de nuestro partido como a Cisneros, y cada uno aplicaba el ascua a su sardina, pues todo se atribuía a la unión y desunión de los pueblos. Estas eran mis ocupaciones y el desempeño de las obligaciones de mi empleo, cuando habiendo salido por algunos días al campo, en el mes de mayo, me mandaron llamar mis amigos a Buenos Aires, diciéndome que era llegado el caso de trabajar por la patria para adquirir la libertad e independencia deseada; volé a presentarme y hacer cuanto estuviera a mis alcances: había llegado la noticia de la entrada de los franceses en Andalucía y la disolución de la Junta Central; éste era el caso que se había ofrecido a cooperar a nuestras miras el comandante Saavedra. Muchas y vivas fueron entonces nuestras diligencias para reunir los ánimos y proceder a quitar a las autoridades, que no sólo habían caducado con los sucesos de Bayona, sino que ahora caducaban, puesto que aun nuestro reconocimiento a la Junta Central cesaba con su disolución, reconocimiento el más inicuo y que había empezado con la venida del malvado Goyeneche, enviado por la indecente y ridícula Junta de Sevilla. No es mucho, pues, no hubiese un español que no creyese ser señor de América, y los americanos los miraban entonces con poco menos estupor que los indios en los principios de sus horrorosas carnicerías, tituladas conquistas. Se vencieron al fin todas las dificultades, que más presentaba el estado de mis paisanos que otra cosa, y aunque no siguió la cosa por el rumbo que me había propuesto, apareció una junta, de la que yo era vocal, sin saber cómo ni por dónde, en que no tuve poco sentimiento. Era preciso corresponder a la confianza del pueblo, y todo me contraje al desempeño de esta obligación, asegurando, como aseguro, a la faz del universo, que todas mis ideas cambiaron, y ni una sola concedía a un objeto particular, por más que me interesase: el bien público estaba a todos instantes a mi vista. No puedo pasar en silencio las lisonjeras esperanzas que me había hecho concebir el pulso con que se manejo nuestra revolución, en que es preciso, hablando verdad, hacer justicia a don Cornelio Saavedra. El congreso celebrado en nuestro estado para discernir nuestra situación, y tomar un partido en aquellas circunstancias, debe servir eternamente de modelo a cuantos se celebren en todo el mundo. Allí presidió el orden; una porción de hombres estaban preparados para a la señal de un pañuelo blanco, atacar a los que quisieran violentarnos; otros muchos vinieron a ofrecérseme, acaso de los más acérrimos contrarios, después, por intereses particulares; pero nada fue preciso, porque todo caminó con la mayor circunspección y decoro. ¡Ah, y qué buenos augurios! Casi se hace increíble nuestro estado actual. Mas si se recuerda el deplorable estado de nuestra educación, veo que todo es una consecuencia precisa de ella, y sólo me consuela el convencimiento en que estoy, de que siendo nuestra revolución obra de Dios, él es quien la ha de llevar hasta su fin, manifestándonos que toda nuestra gratitud la debemos convertir a S. D. M. y de ningún modo a hombre alguno. Seguía pues, en la junta provisoria, y lleno de complacencia al ver y observar la unión que había entre todos los que la componíamos, la constancia en el desempeño de nuestras obligaciones, y el respeto y consideración que se merecía del pueblo de Buenos Aires y de los extranjeros residentes allí: todas las diferencias de opiniones se concluían amistosamente y quedaba sepultada cualquiera discordia entre todos. Así estábamos, cuando la ineptitud del general de la expedición del Perú obligó a pasar de la Junta al doctor Castelli para que viniera de representante de ella, a fin de poner remedio al absurdo que habíamos cometido de conferir el mando a aquél, llevados del informe de Saavedra y de que era el comandante del cuerpo de arribeños y es preciso confesar que creíamos que con sólo este título, no habría arribeño que no le siguiese y estuviese con nuestros intereses. Debo decir, aquí, que soy delincuente ante toda la Nación de haber dado mi voto, o prestándome sin tomar el más mínimo conocimiento del sujeto, por que fuera jefe. ¡Qué horrorosas consecuencias trajo esta precipitada elección! ¡En qué profunda ignorancia vivía yo del estado cruel de las provincias interiores! ¡Qué velo cubría mis ojos! El deseo de la libertad e independencia de mi patria, que ya me había hecho cometer otros defectos como dejo escritos, también me hacía pasar por todo, casi sin contar con los medios. A la salida del doctor Castelli, coincidió la mía, que referiré a continuación hablando de la expedición al Paraguay, expedición que sólo pudo caber en unas cabezas acaloradas que sólo veían su objeto y a quienes nada era difícil, porque no reflexionaban ni tenían conocimientos. |
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