Autobiografía
Memoria sobre la Batalla de Tucumán -1812 (fragmento)
 
 
Había pensado dejar para tiempos más tranquilos, escribir una memoria sobre la acción gloriosa del 24 de septiembre del año anterior; lo mismo que de las demás que he tenido, en mi expedición al Paraguay, con el objeto de instruir a los militares del modo más acertado, dándoles lecciones por medio de una manifestación de mis errores, de mis debilidades y de mis aciertos para que se aprovechasen en las circunstancias y lograsen evitar los primeros, y aprovecharse de los últimos.

Pero es tal el fuego que un díscolo, intrigante, y diré también, cobarde atentado introdujo en el ejército, sin efecto en este pueblo y en la capital; y su osadía para haberme presentado un papel que por sí mismo lo acusa, cuando trata de elogiarse y vestirse de plumas ajenas, que no me es dable desentenderme y me veo precisado en medio de mis graves ocupaciones a privarme de la tranquilidad y reposo tan necesario, para manifestar a clara luz la acción del predicho 24 y la parte que todos tuvieron en ella.

Confieso que me había propuesto no hablar de las debilidades de ninguno, que yo mismo había palpado desde que intenté la retirada de la fuerza que tenía en Humahuaca a las órdenes de don Juan Ramón Balcarce, autor del papel que acabo de referir, pero habiéndome incitado a ejecutarlo, presentaré su conducta a la faz del universo con todos los caracteres de la verdad, protestando no faltar a ella, aunque sea contra mí, pues éste es mi modo de pensar y de que tengo dadas tantas pruebas, muy positivas, en los cargos que he ejercido desde mis más tiernos años y de los que he desempeñado desde nuestra gloriosa revolución no por elección, porque nunca la he tenido, ni nada he solicitado, sino porque me han llamado y me han mandado: errados a la verdad en su concepto.

Todos mis paisanos y muchos habitantes de la España saben que mi carrera fue la de los estudios, y que concluidos éstos debí a Carlos IV que me nombrase secretario del Consulado de Buenos Aires en su creación; por consiguiente mi aplicación poca o mucha, nunca se dirigió a lo militar, y si en el 1796 el virrey Melo, me confirió el despacho de capitán de milicias urbanas de la misma capital, más bien lo recibí como para tener un vestido más que ponerme, que para tomar conocimientos en semejante carrera.

Así es, que habiendo sido preciso hacer uso de las armas y figurar como capitán el año 1806, que invadieron los ingleses, no sólo ignoraba cómo se formaba una compañía en batalla, o en columna, pero ni sabía mandar echar armas al hombro, y tuve que ir a retaguardia de una de ellas, dependiente de la voz de un oficial subalterno, o tal vez de un cabo de escuadrón de aquella clase.

Cuando Buenos Aires se libertó, en el mismo año de 1806, de los expresados enemigos y regresé de la Banda Oriental a donde fui, después que se creó el cuerpo de patricios, mis paisanos haciéndome un favor, que no merecía, me eligieron sargento mayor, y a fin de desempeñar aquella confianza, me puse a aprender el manejo de armas y tomar sucesivamente lecciones de milicia. He aquí el origen de mi carrera militar, que continué hasta la repulsa del ejército de Whitelocke, en el año 1807, en la que hice el papel de ayudante de campo del cuartel maestre, y me retiré del servicio de mi empleo, sin pensar en que había de llegar el caso de figurar en la milicia: por consiguiente, para nada ocupaba mi imaginación lo que pertenecía a esta carrera, si no era ponerme alguna vez el uniforme para hermanarme con mis paisanos.

Se deja ver que mis conocimientos marciales eran ningunos, y que no podía yo entrar al rol de nuestros oficiales que desde sus tiernos años, se habían dedicado, aun cuando no fuese más que a aquella rutina que los constituía tales: pues que ciertamente, tampoco les enseñaban otra cosa, ni la Corte de España quería que supiesen más.

En este estado sucedió la revolución de 1810; mis paisanos me eligen para uno de los vocales de la Junta provisoria, y esta misma me envía al Paraguay de su representante, y general en jefe de una fuerza a que dio el nombre de ejército porque había sin duda en ella de toda arma, y no es el caso hablar ahora de ella, ni de sus operaciones de entonces.

Pero ellas me atrajeron la envidia de mis cohermanos de armas y en particular el grado de brigadier, que me confirió la misma junta, haciendo más brecha en el tal don Juan Ramón Balcarce, que además, había sido el autor para que no fuese en mi auxilio el cuerpo de húsares de que era teniente coronel, intrigando y esforzándose con sus oficiales en una junta de guerra, hasta conseguir que cediesen a su opinión, exceptuándose solamente uno, que en su honor debo nombrar: don Blas José Pico.

Era, pues, preciso que sostuviese un hecho tan ajeno de un militar amante de su patria, y que ahora he comprendido, era efecto de su cobardía y de una revolución intentada efectuada por otros fines, y cuyos autores jamás pensaron en vejarme, ni abatir, mis tales cuales servicios, honrados, y patrióticos, le dio lugar a que valiéndose de él, pidiese la recíproca, e hiciese que los oficiales de aquel cuerpo que por sí mismo se había degradado, no concurriesen al socorro de sus hermanos de armas abandonados, se empeñaron y agitaron los ánimos, para que se me quitase el grado y el mando de aquel ejército, que ya aterraba a los de Montevideo.

Bien se ve que hablo de la revolución de 5 y 6 de abril de 1811, y no tengo para calificar ante mi Nación y ante todas las que han sido instruidas de ellas cual será don Juan Ramón Balcarce, cuando lo presente como un individuo que cooperó a ella, y que acaso en todo lo concerniente a mi, puedo asegurar, fue el primero y principal promovedor.

Conocía esto yo y lo sabía muy bien, cuando el gobierno me envió a tomar el mando de este ejército y le hallé que estaba en Salta con una fuerza de caballería: consulté con el general Pueyrredón sobre su permanencia en el ejército, no por mi (hablo verdad) sino por la causa que defendemos, y me contestó que no había que desconfiar.

Con este dato, creyendo yo al general Pueyrredón un verdadero amante de su patria, apagué mis desconfianzas, y habiéndome escrito con expresiones excedentes a mi mérito, le contesté en los términos de mayor urbanidad y traté desde aquel momento de darle pruebas de que en mí no residía espíritu de venganza, sin embargo de haber observado por mí mismo, que su conciencia le remordía en sus procedimientos contra mí, y de los que con tanto descaró había ejecutado su hermano don Marcos, de que en el gobierno hay pruebas evidentes.

Así es que llegado al Camposanto donde se me reunió inmediatamente, lo hice reconocer de mayor general interino del ejército por hallarse indispuesto el señor Díaz Vélez y sucesivamente fié a su cuidado comisiones de importancia, dejándolo con el mando de lo que se llamaba ejército, mientras mi viaje a Pumamarca. A mi regreso, lo ocupé también, cuando la huida del obispo de Salta, o su ocultación, y no había cosa en que no le manifestase el aprecio que hacía de él.

Llega el caso de poner en movimiento el ejército, no porque estuviese en estado, porque con dificultad podía presentarse una fuerza más deshecha por sí misma, ya por su disciplina y subordinación, ya por su armamento, ya también por los estragos del chucho (terciana, o fiebre intermitente), sino porque convenía ver si con mi venida y los auxilios que me seguían podía distraer al enemigo de sus miras sobre Cochabamba.

Inmediatamente eché mano de él y lo mandé a Humahuaca con la tal cual fuerza disponible que había, quedándome yo con el resto con que fui a Jujuy a situarme, para poder trabajar en lo mucho que debía hacerse de reponer un cuerpo enteramente inerme y casi en nulidad que era el ejército en donde no se conocía la filiación de un soldado y había jefe que en sus conversaciones privadas se oponía a ella, cual lo era el comandante de húsares don Juan Andrés Pueyrredón, sin duda para que todo siguiera en el mismo desorden.

Me hallaba en Jujuy y por sus mismos partes (de Balcarce) y oficios y aun cartas amistosas clamaba porque le dejase salir a perseguir algunas partidas enemigas, que me decía, recorrían el campo se lo permití y llegado hasta Congrejillos, y aun antes, me insinuaba que no convenía separarse tanto del cuartel general le hice retirarse, así porque supe que no había enemigos hasta Suipacha y aquellas cercanías, como porque veía que mi intento no se lograba de poner en movimiento al enemigo, que sabía, si cabe decirlo así, tanto o más que yo lo que era el tal ejército.

Se retiró, según mis órdenes, de Cangrejillos y tiene la osadía de decirme en el papel que me ha dado mérito a esta memoria, que había ido hasta Yaví y había ahuyentado a todas las partidas enemigas, cuando no encontró una, ni en aquella salida hubo más que mandar a don Cornelio Zelaya y don Juan Escobar a traer al tío del marques de Tojo (o Yaví, pues con los dos nombres era designado) de su población de Yaví.

Es verdad que en Humahuaca promovió el reclutamiento de los hijos de la quebrada, que tanto honor han hecho a las armas de la patria, y se empeñó en su disciplina, para lo que él confieso que es a propósito y si en mi mano estuviera lo destinaría la enseñanza y particularmente de la caballería, pero de ningún modo a las acciones de guerra.

Empecé a desconfiar de su aptitud para ellas en los momentos en que me avisó lo movimientos del enemigo de Suipacha puede juzgarle de su cavilosidad y cobardía por sus mismos oficios y consultas repetidas, tanto que me vi precisado a mandar al mayor general Díaz Vélez, a hacerse cargo del mando, y aun a escribirle una carta reservada del estado de mi corazón respecto de aquél, pues ya no confiaba en sus operaciones, y me llenaba de desconfianza de si quería, o no hacer lo que hizo con Pueyrredón de darle un parte de que los enemigos bajaban, para que se retirase cuando aquéllos ni lo habían imaginado.

Llegado el mayor general Díaz Vélez a Humahuaca con el designio de distraer al enemigo por uno de los flancos, no pudiendo verificarlo por su proximidad, dictó sus órdenes para que se retirasen las avanzadas, que hizo firmara Balcarce por la mayor prontitud y aun al día siguiente se privase de esto, para decir de su honrosa retirada, cuando todas las disposiciones eran debidas al expresado mayor general, y cuando jamás se le vio a retaguardia de la tropa, pues al contrario en la vanguardia con los batidores era su marcha.

Esto lo presencié por mí mismo, cuando habiéndome dado parte, en la Cabeza del Buey, de que el enemigo avanzaba y sólo distaba cuatro cuadras del cuerpo de retaguardia, mandé que se replegase a mi posición y me dispuse a recibirlo: vi, pues, entonces, que con los batidores, y a un buen trote, el primer oficial que se me presento fue el don Juan Ramón, y sé que sucesivamente hizo otro tanto hasta que vino envuelto entre el cuerpo dicho de retaguardia, perseguido de los enemigos. Cuando éstos se me presentaron en el río de las Piedras y logré rechazarlos con 100 cazadores, cien pardos y otros tantos de caballería y entre los cuales no fue el primero a presentárselas, ni a subir una altura que ocupaban, y en que se distinguió el capitán don Marcelino Cornejo; habiendo quedado a retaguardia el mencionado don Juan Ramón.

Como, desde esta acción, ya mi cuerpo de retaguardia, viniese a corta distancias resuelto a sostenerme para no perderlo todo consultando con el mayor general, en la Encrucijada los medios y arbitrios que pudiéramos tomar para el efecto, que apuntó el nominado don Juan Ramón, para enviarlo con anticipación a ésta (Tucumán), donde tenía concepto por haber estado en otro tiempo de ayudante de las milicias y me resolví; dándole las más amplias facultades para promover la reunión de gente y armas y estimular al vecindario a la defensa.

Desempeñó esta comisión muy bien, dio sus providencias para la reunión de gente así en la ciudad como en la campaña, bien que más tuvo efecto la de ésta, en que intervinieron don Bernabé Aráoz, don Diego Aráoz y el cura doctor don Pedro Miguel Aráoz, pues de la ciudad, la mayor parte, con vanos pretextos, o sin ellos no tomaron las armas siendo los primeros que no asistieron los capituladores exceptuándose solamente don Cayetano Aráoz, y habiéndose ido dos o tres días antes de la acción, el gobernador intendente de Domingo García, y no pereciendo en ella el teniente gobernador don Francisco Ugarte.

El dia que me acercaba a esta ciudad, se anticipó el ayudante de don Juan Ramón, don José María Palomeque, a anunciarme la reunión de gente, noticia que recibí con el mayor gusto, y que ensanchó mi ánimo. Volé a verla por mí mismo y hablé con aquél en la quinta de Avila, donde nos encontramos, y haciendo toda confianza de él, y tratando de nuestra situación, le hice ver las instrucciones que me gobernaban, las más reservadas, manifestándole mi opinión acerca de esperar al enemigo: convino, lo mismo que había hecho en la Encrucijada, exponiéndome que no había otro medio de salvarnos, en cuya consecuencia, escribí al gobierno el 12 de setiembre; y aún le enseñé allí mismo el borrador, haciendo toda confianza de él.

Sucesivamente se reunieron hasta 600 hombres a sus órdenes, en que había húsares, decididos y paisanos, y les dio sus lecciones constantemente, contrayendose en verdad a su instrucción y a entusiasmarles en los días que mediaron, con un celo digno de aprecio, pero ya empecé a entrever su insubordinación respecto del mayor general Díaz Vélez, y una cierta especie de partido que se formaba, habiendo llegado a término de escándalo la primera, aun a las inmediaciones de la tropa y paisanaje, que me fue necesario prudencia por las circunstancias y en particular por no descontentar a los últimos, que, como he dicho, tenían un gran concepto formado de él. Es preciso no echar mano jamás de paisanos para la guerra, a menos de no verse en un caso tan apurado como en el que me he visto.

Dispuse pues dividir aquel cuerpo, dándole a mandar el ala derecha, que la componía una mitad (de dicho cuerpo) y a don José Bernáldez el ala izquierda, que era la otra mitad con orden expresa de que se dividieran del mismo modo las armas de fuego, orden que no se cumplió y de que fui exactamente cerciorado, cuando al marchar para el frente del enemigo, me hace presente Bernáldez, la falta de armas de fuego, por no haberse ejecutado mi expresada orden.

El momento de la acción del 24 llega: la formación de la infantería era en tres columnas, con cuatro piezas para los claros y la caballería marchaba en batalla, por no estar impuesta, ni disciplinada para los despliegues, ni podía ser en tanto corto tiempo como el que había mediado del 12 al 24.

Hallándome con el ejército, a menos de tiro de cañón del enemigo, mandé desplegar por la izquierda las tres columnas de infantería, única evolución que habían podido aprender en los tres días anteriores, en que habíamos hecho algunas evoluciones de lineal y que se podía esperar que se ejecutase la tropa con facilidad y sin equivocación, quedando los intervalos correspondientes para la artillería. Se hizo esta maniobra con mejor éxito que en un día de ejercicio.

El campo de batalla no había sido reconocido por mí, porque no se me había pasado por la imaginación, que el enemigo intentase venir por aquel camino a tomar la retaguardia del pueblo, con el designio de cortarme toda retirada, por consiguiente me hallé en posición desventajosa, con partes del ejército en un bajío, y mandé avanzar siempre en línea que ocupaba una altura y sufría sus fuegos de fusilarla sin responder con artillería, hasta que observando mas que ésta había abierto claros y que los enemigos ya se buscaban unos a otros para guarecerse mandé que avanzase la caballería, y ordené que se tocase paso de ataque a la infantería.

Confieso que fue una gloria para mí, ver que resultado de mis lecciones a los infantes para acostumbrarlos a calar bayoneta al oír aquel toque, correspondió a mis deseos; no así en la caballería del ala derecha que mandaba don Juan Ramón Balcarce, pues lejos de avanzar a su frente, se me iba en desfilada por el costado derecho en esta situación, observé que el enemigo, desfilaba en martillo a tomar flanco izquierdo de mi línea y fiando al cuidado de los jefes de aquel costado, aquella atención, me contraje a que la caballería del ala derecha ejecutase mis órdenes.

Hallándome en aquellos apuros, no sé quién vino a decirme de la parte de Balcarce, que luego que la infantería hubiese destrozado al enemigo, avanzaría la caballería: entonces se redoblaron mis órdenes de avanzar y empezándolas a cumplir, marchando el ejército, le mandé decir con mi edecán Pico, que no era aquél modo de avanzar, que lo ejecutase a galope. Sin embargo tomó dirección, no a su frente sino sobre la derecha, y viéndome así burlado en mi idea, volví a retaguardia y presentándoseme en el cuerpo de reserva el capitán don Antonio Rodríguez, al frente de la caballería que había allí, le mandé avanzar por el punto donde me hallaba, y lo ejecutó con un denuedo propio. Observaba este movimiento, y vuelvo sobre mi costado izquierdo, para saber el éxito de aquella tropa del enemigo, que había visto desfilar y me encuentro con el coronel Moldes que se venía hacia mí y me pregunta: "¿Dónde va usted a buscar mi gente?" (su gente debía decir, porque el coronel Moldes no mandaba ninguna). Entonces me manifiesta que estaba cortado: "pues vamos a buscar a la caballería" -le dije- y tomó mi frente que los enemigos habían abandonado.