Camperadas
1. CAMPERADAS
 
 
Es todavía corriente en las zonas ganaderas del campo argentino, escuchar el adjetivo, la calificación de «campero», aplicado a una persona. Quizás sea uno de los galardones más apreciados, sino el más, que se puede otorgar a un hombre de nuestras llanuras pastoriles. Verdadera orden del mérito que no se obtiene por compromisos políticos, sino por muchos años de andar en la huella, mucha experiencia, baquía, lucidez, serenidad, señorío, en fin todos los atributos que llevan a un hombre a ganarse el respeto y la admiración de los demás. Orden del mérito que no la otorgan gobiernos ni instituciones, sino el mismo poblador de la campaña, que califica de esa forma a quienes considera merecedores del título, por habérselo ganado en buena ley. Desde luego que para obtenerlo debe ser hombre de a caballo, jinete cabal, baqueano en todas las tareas ecuestres. Se trata pues de una verdadera «Orden de Caballería».

«Campero» es término y calificativo netamente rioplatense. Se lo usa en Argentina, Banda Oriental y Río Grande del Sur.

El diccionario de argentinismos de Lisandro Segovia define a Campero como «persona muy práctica en las faenas de una estancia».

La denominación de tal no hace distingos sociales. Campero puede ser tanto un estanciero, como un mayordomo, capataz, puestero, mensual o tropero. Lo esencial es que domine las tareas rurales y además sea un hombre sereno, valiente, curtido, tenga buen trato y no se achique ante nada ni nadie.. Para él no debe haber distancias que no pueda alcanzar, inclemencias que no pueda soportar, rumbos que no pueda encontrar, obstáculos que no pueda salvar.

Debe arreglarse solo en los trances más difíciles. Domina el lazo y las boleadoras. Maneja con destreza el cuchillo, ya sea para carnear y despostar una res, lonjear y cortar un cuero, como también para defenderse en un caso de apuro.

Sabe trenzar, echar un botón, tejer una bomba o un pasador, injerir un lazo, sobar un maneador. Con los caballos es maestro, tanto en el arte de amansar, como en hacer un chuzo para el trabajo o componer un parajero para correr en el camino. Su tropilla es siempre la más pareja y la mejor entablada. Domina a fondo la ciencia gaucha de la medicina veterinaria. No obstante ser «hombre de a caballo» conoce también de trabajos de «a pie»: sabe tirar líneas de alambrados, entiende de molinos y aguadas, maneja el hacha, la pala y toda clase de herramientas como el mejor.

Es hombre muy conocedor de pagos, caminos, callejones, huellas, estancias, ferias, boliches; sabe por dónde vadear un río o un arroyo, aunque no haya un puente cerca. En todos lugares es conocido, bien recibido y tiene parada segura; no obstante, si lo agarra la noche lejos de población, sabrá acomodarse y tender al raso el recado, aunque amanezca blanqueando el poncho con la escarcha.

He tenido la suerte de conocer varios criollos de esta laya, andar y trabajar con ellos. Muchos emprendieron ya el largo viaje, otros viven aún. Mayordomos como Juan María Collins y Serafín Espinosa. Capataces: Honorio Espinosa, Hernán Núñez, Ramón Aguilera, Gregorio Castillo y Carlos Aroca. Puesteros que se llamaron Teófilo Rolón, Ricardo Torres, Justo Roda, Hermito Arce. Mensuales y domadores: Mauricio álvarez, Eustaquio Molina, Camilo Rolón, Teófilo Sandoval, Pastor Sánchez, Lázaro Núñez y muchos otros que sería largo mencionar.

Compartiendo juntos trabajos, recogidas, arreos, viajes, pude ir conociendo y aprendiendo la ciencia campera.

Esa ciencia que se adquiere en largas jornadas de a caballo; de esas que entumecen el cuerpo y las piernas de tal manera que, al llegar a las casas y descolgarse al suelo, parece que se resistieran a dar un paso, obligándonos a caminar con dificultad y balanceándonos como pato mudo.