Camperadas
Baños de hacienda
 
 
En los meses de verano, de noviembre a marzo, en las zonas de garrapata era obligatorio bañar toda la hacienda una vez al mes. En ese entonces se utilizaba como único garrapaticida el arsénico. Es sabido que este producto provocaba fiebre en los animales que se bañaban y que ésta se hacía más fuerte con el calor ambiente. Tampoco se debía bañar la hacienda sedienta, dada la toxicidad del arsénico y el peligro de que ingirieran el veneno al caer al bañadero. Por todo ello, en días de mucho calor se acostumbraba trabajar de noche, con la fresca.

De todas maneras el rodeo se movía temprano por la mañana y se encerraba antes del medio día. Las ensenadas, por lo general, tenían depósitos con pasto y sobre todo agua abundante, allí la hacienda descansaba hasta el atardecer, en que comenzaba la tarea del baño.

La encerrada de esos grandes rodeos de más de mil y hasta dos mil cabezas, que venían de lejanos potreros, era toda una ciencia. Para comenzar había que ganarle al día saliendo bien de madrugada, cosa que al aclarar ya estuviera la hacienda en movimiento y al llegar el día, saliendo del potrero. La gente se distribuia por ambos costados del arreo, quedando una buena parte en la culata, con el Capataz que desde allí dirigía toda la maniobra.

El arreo debía mantener una marcha constante y uniforme, sin detenerse, sin cortarse, sin disparar. Si llegaba a detenerse, los terneros de la culata con seguridad buscarían volver al campo y detrás de ellos se irían las madres y todo el rodeo, siendo imposible sujetarlos por más esfuerzos que se hicieran. Para que esto no ocurriera, los peones de los costados debían apurar constantemente la hacienda, cosa que la cabeza del arreo fuera haciendo punta y detrás de ella se viniera solo el rodeo. Si era necesario se cortaba una punta en la delantera y se la arreaba a modo de señuelo entre dos o tres hombres, para que el arreo la siguiera por detrás. De esa manera el rodeo se iba solo y en la culata bastaba con atajar los terneros, que eran siempre los que hacían el zafarrancho porfiando por volver a la querencia.

Al llegar al límite del potrero, el Capataz mandaba abrir el alambrado en un torniquetero puesto allí de exprofeso. Se abría un claro de unos doce a quince metros, cosa que pudiera pasar fácil el rodeo, sin volverse ni arremolinarse. Esto era fundamental, pues si se pretendía sacarlo por la tranquera acostumbrada, al no poder hacerlo con la rapidez suficiente, sin detener la marcha por lo angosto de aquella, seguro que la culata se sentaba y empezaba a volverse por más esfuerzos que se hicieran por sujetarla. Para más seguridad y evitar que los terneros se refugaran, el Capataz hacía bajar unos cuantos hombres del caballo para que atajaran de a pie hasta que el arreo terminara de pasar el portillo abierto en el alambre.

Una vez dejada la querencia del potrero, la hacienda no porfía tanto por volverse; de todas maneras conviene mantener un ritmo sostenido de marcha, evitando siempre el amontonamiento de animales en la culata. Para ello el Capataz mandaba hacer dos o tres cortes en el arreo para que así fuera más liviana la tropa. Esos cortes, sin embargo, no debían apurar tanto la marcha que perdieran contacto con los que venían detrás; cada lote hacía de señuelo al que precedía y de esta manera la tropa se iba sola sin mayores sobresaltos. El peligro siempre estaba en la culata, donde venían los más mañeros y una gran proporción de terneros; sí ésta quedaba cortada porque los punteros apuraban demasiado, se ponía muy pesado su arreo y empezaban las corridas detrás de los refugiados; la gente se cansaba y los montados se aplastaban, corriéndose el riesgo de desparramar terneros por los potreros o campos vecinos. Si había mucha ternerada tierna, porque el rodeo estaba en parición, se agregaba un carro o chata provisto de improvisadas barandas, donde se iban cargando los más chiquitos y aquellos que daban muestras de cansancio.

Llegando el arreo a la ensenada, se carneaba, se hacía fuego y con la carne palpitante aún, se ponían los asados a la parrilla para churrasquear al medio día. Mientras se asaba la carne, el personal cambiaba de caballo para empezar el trabajo enseguida, si todavía era temprano y hacía fresco; si no se dejaba para la tardecita cuando refrescara.

Una vez comenzada la bañada, se continuaba hasta terminar. Si se trabajaba de noche, dos faroles incandescentes colocados estratégicamente en la manga y en la caída del bañadero, alumbraban lo necesario para realizar la tarea sin mayores inconvenientes.

Ubicado sobre una plataforma encima del brete, el Capataz dirigía toda la maniobra, controlando tanto los embretadores y la hacienda que entraba a la manga, como la que caía al baño y la que iba saliendo al escurridero; vigilando sobre todo que no se produjeran taponamientos en el bañadero, con riesgos de algún animal ahogado o intoxicado por tragar el fluido arsenical. Desde esa posición estratégica, manejaba también la tranca corrediza, dando entrada o cortando la caída al bañadero.

La largada de vuelta al campo de esos grandes rodeos, también tenía su ciencia. A la inversa que en la recogida y encerrada, había que colocar en la cabecera la mayor parte de la gente, atajando la hacienda que porfiaba por regresar a la querencia. Si no se hacía así, podía ocurrir una disparada de la tropa, llevándose por delante tranqueras, alambrados y cuanto se opusiera a su paso.

Hay que considerar que el rodeo llevaba un encierro de 24 horas por lo menos, y aunque los depósitos tuvieran agua y pasto nunca bebían y comían a estómago lleno. Además las madres, en su gran mayoría, extraviaban a las crías en la confusión, y porfiaban desesperadas por volver al potrero donde creían que las habían dejado.

De salida no más, se atajaba todo el rodeo hasta que el último animal hubiera traspuesto la puerta de los corrales. Luego se comenzaba a marchar despacio, evitando la disparada y esperando a la culata donde venían siempre el chiquitaje, los bichocos y los toros mañeros.

En el viaje de retorno los portillos de los alambrados debían estar bien abiertos y con suficiente anticipación a la llegada del arreo, caso contrario éste podía llevárselos por delante con el consiguiente riesgo de postes quebrados, hilos cortados y animales estropeados.

Una vez de regreso en el potrero se sujetaba y rondaba la hacienda en un estero o laguna donde pudieran beber a discreción sin molestarse entre sí, al mismo tiempo que las madres tenían oportunidad de encontrar a sus crías. Cuando el rodeo se había sosegado y se lo veía comiendo a boca llena, mientras los terneros mamaban a topetazos de las ubres colmadas de leche, los peones, a una señal del Capataz, abandonaban la ronda al tranco, retornando a las casas entre bromas y comentarios de los episodios transcurridos en la ruda jornada de esa faena campera.

Por más que se previeran al detalle los posibles contratiempos, no faltaban disparadas y corridas detrás del vacuno matrero; tiros de lazo, rodadas, caídas, animales bravos que atropellaban, lazos cortados que chicoteaban dejando el tajo; en fin, todas las alternativas propias de esos trabajos bravíos, donde cada jinete trataba de sobresalir sobre los demás, como en un torneo de las antiguas caballerías.

El Capataz campero, además de dirigir todo el trabajo con singular capacidad y maestría, sobresalía también individualmente en las corridas, enlazadas, embestidas y pechazos para sujetar a los matreros que sólo entendían del rigor de un caballazo para aquietar sus ímpetus y volver mansamente al rodeo.

En esas ocasiones lucía también su habilidad de «parador» el hombre que sabía «echar el dos» en una rodada en toda la furia furia; así como debía sufrir las burlas y risas de los compañeros el que quedaba apretado debajo del caballo.

Hablando de «paradores», recuerdo una anécdota que me supo contar un viejo Mayordomo de ascendencia irlandesa. Siendo criatura todavía, su padre, hombre muy campero y de a caballo, para demostrar su baquíoa y como si fuera jugando, se hacía pialar el caballo llevando al hijo con él, para salir corriendo adelante con la criatura en brazos. Como él carecía aún de uso de razón, no supo de la hazaña del padre hasta que llegó a hombre y tuvo la oportunidad de estar presente en un encuentro entre aquél y el amigo cómplice de la misma. Allí escuchó azorado cuando ambos rememoraban el episodio del que había sido parte involuntaria e inconsciente; «¿te acordás-le decía el amigo al padre- cuando yo te pialaba el caballo y vos llevabas a éste, que era una criatura en el recado, para demostrar que sabías salir parado con el chico en brazos?»

Un hermano de este Mayordomo a que hago mención, heredó también la habilidad del padre y la satisfacción de hacer alarde de su condición de «parador». En ocasión en que se estaba haciendo una plantación de paraísos en una estancia nueva, llegaba con su montado y enderezaba a la carrera a los hoyos recién cavados para provocar la rodada y «echar el dos» ante la vista asombrada de los patroncitos, que admiraban y aplaudían las demostraciones de baquía y dominio de la equitación gaucha.