Lecciones de Historia Rioplatense
Carlos III
 
 
Carlos III ocupó el trono de España abandonando el de las dos Sicilias, conseguido gracias a su madre: Isabel Farnesio. Habíase relacionado con un grupo de cortesanos italianos, inteligentes y fervorosos cultores de las “nuevas ideas” divulgadas por los filósofos franceses —enciclopedistas y cartesianos—; y en esa escuela educó su carácter.

A la España todavía medioeval en sus costumbres: “…concentración de la Fe, masa dura, y trinchera de la Virgen María... —como la define Claudel— ...Patria de Domingo y de Juan, y de Francisco el Conquistador y de Teresa...”, traía concepciones de otros países muy avanzados en la postura renacentista —cuya secuela política era el despotismo de los principios—, entusiastas propulsores del evangelio lanzado al mundo por Maquiavelo. Los antepasados de Carlos III encargáronse de hacerlas triunfar en Francia, transformándola en una gran potencia temporal a costa de la antigua idea carolingia defendida por Carlos V y Felipe II: la del Imperio inmóvil con asiento último en Roma.

El alma del genial Richelieu diríase encarnada en el rey Luis XIV, quien inauguró una nueva moral política en el occidente protestantizado de su tiempo.

Al promediar el siglo XVIII, turbulento y revolucionario, la Teología daba paso al naturalismo; la Fe, al culto humanitario; la Guerra Santa, a las guerras seculares de conquista; la “Suma Teológica”, a las “Confesiones” y al “Contrato Social” de Rousseau, apóstol de la ideología contemporánea.

Siguiendo tales ejemplos e influenciado por el antropocentrismo que no había tenido cabida en España (endiosamiento del rey sobre todas las cosas —”L'Etat cet moi”— y afirmación de su autoridad absoluta —”politique d'abord”—), el flamante monarca atrevióse a transformar las viejas leyes y costumbres del pueblo que le tocó gobernar por un azar de la historia. Rompió de golpe con las tradiciones del reino y de las Indias. provocando tumultos, sublevaciones y protestas que, reprimidas con mano de hierro por sus ministros —camarilla de masones y liberales—, prepararon la disgregación final de aquel inmenso mundo con sede en Madrid.

Lo iremos viendo, Sres., aunque muy ligeramente a continuación. Voy a comenzar por el aspecto gubernativo más importante: la política internacional. En este orden, el famoso “Pacto de Familia” suscripto entre los Borbones de España y Francia —solidaridad obligatoria y compulsiva— fue el instrumento leonino con que los últimos, comprometieron el destino soberano de la monarquía Católica. La alianza, en efecto, establecía en su artículo; doce: “el requerimiento que uno de los dos soberanos hiciese al otro, de los socorros estipulados por el presente tratado, bastará para probar la necesidad de una parte y la obligación de la otra, de suministrarlos, sin que sea necesario entrar en explicación alguna, sea de la especie que fuere, ni bajo pretexto alguna, para eludir la más pronta y perfecta ejecución del empeño”.

Así Carlos III, ya sin voluntad propia, vióse arrastrado a la guerra angloamericana sabiendo que estaba en su interés impedir la formación de un nuevo Estado independiente vecino a sus colonias, que ya comenzaban a sublevarse. “Aún antes de que terminase la guerra —anota el mejicano Pereyra 2 —, los norteamericanos empezaron a manifestar su hostilidad hacia España. Así como en la Guerra de Siete Años, la victoria común los hizo enemigos de la potencia vencedora de Francia, la de su independencia los lanzó contra España, que era ya el único rival. En el transcurso de treinta años se habían servido de los ingleses para eliminar a los franceses, y de los franceses para ganar ventaja sobre los españoles. Sólo les faltaba el broche de oro: utilizar contra España la colaboración española”. Y así lo hicieron, sin escrúpulos, cuando fue un hecho inminente el levantamiento en masa sudamericano.

AI intervenir en aquella guerra aliado de Francia, el rey Carlos, que se había propuesto la reconquista de Gibraltar, de Menorca y de la Florida, sólo consiguió en la paz de Versalles (30 de enero de 1783) el reconocimiento de estas dos últimas posesiones, de las cuáles la Florida debió convertirse bien pronto en causa de conflicto con los norteamericanos.

Ahora bien, en punto a reformas políticas internas, una serie de decretos limitaron los poderes de las Cortes —que hasta ese momento habían ejercido el contralor sobre los actos del rey— sustituyéndolas por la exótica dictadura ministerial. Ello trajo como resultado el divorcio entre la nación y sus gobernantes, relajándose en poco tiempo la subordinación del pueblo y ocasionando hondas perturbaciones sociales frente a lo insólito de aquel nuevo sistema.

Además, y como si lo dicho no fuera bastante, pretendió Carlos III modificar hasta las modas de sus súbditos, lo cual motivó en Madrid aquel famoso motín “de los sombreros” de que nos habla la historia. Por decreto del primer ministro, marqués de Esquilache, resolvióse abolir el traje nacional considerado, anacrónico, imponiendo sin más la vestimenta parisiense. Tal medida absurda provocó un alzamiento popular que tomó caracteres graves. Esquilache fue obligado, como responsable, a dimitir para calmar los ánimos. Los conjurados habrían estado instigados por los jesuitas, según se dijo entonces, lo cual no se probó. Mas los fundamentos de la acusación tenían, en verdad, su punta política, porque la Compañía de Jesús hacía una sorda y solapada oposición a la tendencia de introducir a España las leyes, usos y costumbres francesas.

Por otra parte, esta fiebre antitradicional y modernizante no se detuvo en los estrechos límites de la península ibérica. Una serie de cambios institucionales afectaron el “status quo” colonial a raíz del viaje de los visitadores Jorge Juan y Ulloa, que redactaron una relación secreta sobre el estado de los virreinatos, decidiendo el rey modificar el régimen de gobierno de los mismos. El insigne Menéndez y Pelayo ha escrito una sabrosísima página, llena de ironía, en que alude a esta muy común disposición mental de planificar la vida que malogró el talento de tantos hombres promimentes del siglo: “... creían cándidamente y con simplicidad columbina —dice— 3 que con sólo repartir cartillas agrarias y fundar sociedades económicas iban a brotar, como por encanto, prados artificiales, manufacturas de lienza y de algodón, compañías de comercio, trocándose en edenes los desiertos y eriales, y reinando donde quiera la abundancia y la felicidad; esto al mismo tiempo que por todas partes se procuraba matar la única organización de trabajo conocida en España, la de los gremios...”.

En materia económica, eleváronse en Indias los impuestos sin consideración alguna. Decretóse la famosa Ordenanza de Intendentes destinada a limitar el poder de los virreyes en materia de gastos, tributos, comercio, aduanas y avituallamiento de milicias, guarnición y tropa. Con esto, introducíase a la administración el principio liberal de la división de poderes consagrado por Montesquieu.

Tales reformas fueron recibidas con muestras inequívocas de inquietud por el elemento criollo, y el descontento colectivo que fermentaba desde años atrás, extendióse a todas las capas sociales. Hasta entonces —exclusión hecha de la guerra guaranítica— los conflictos habían sido personales, entre conquistadores españoles y por ambiciones políticas o de predominio.

Pero a partir de las mentadas innovaciones, comienzan los levantamientos en masa en hispanoamérica.

El odio contra la dinastía que había entregado a Portugal las misiones y reducciones del Uruguay, va creciendo ahora en el Río de la Plata. Al respecto voy a leerles una página de Carlos Pereyra, ilustre evocador de nuestro pasado, que en su “Breve Historia de América” ha escrito: “El reynado de Carlos III es el de las sublevaciones de protesta contra los impuestos y las reglamentaciones. Por primera vez gritan en América: Nuevo rey y nueva ley. Las hondas causas del descontento producido por incompatibilidad entre los países americanos y su distante metrópoli, se revelan en agitaciones que ya esbozan una revolución, aunque todavía muy lejana. Es el criollismo... El criollismo, netamente español dentro del cuadro de las diferencias étnicas de los pueblos iberoamericanos, llevará bandera de indianismo contra la metrópoli... Cuando el visitador José de Gálvez llevó las primeras reformas a la Nueva España, y el Virrey marqués de Croix recibió las ordenes para la expulsión de los jesuitas, señores absolutos de las conciencias y de los corazones de los criollos, como dice ese mismo Virrey, los descontentos se agitaron en Pueblo, en Guanajato, en San Luis de la Paz, en San Luis de Potosí y en Patzcuaro. Alguien había dicho: ¡Mueran los Gachupines! (Gachupines se les llamaba a los europeos blancos). Salieron los jesuitas. Los movimientos insurreccionales, unos de criollos y otros de indios, debidos a causas muy distintas, fueron férreamente reprimidos, con una severidad que dejó aterrorizada y descontenta para siempre a la sociedad, pues, como decía un censor anónimo, las penas prodigadas por el visitador Gálvez eran de las que sólo se aplicaban a los criminales, mediante los trámites de la ley, observados con minucioso esmero... Cuando el visitador José Antonio de Areche, hombre adusto como Gálvez, impuso las reformas del despotismo ilustrado en el Perú, un estremecimiento de protesta recorrió el país. En Chunbivilcas, Llata, Urubamba, Lambayeque, Conchucos, Huaros, Yungay, Huancavélica, Pasco, Arequipa y el Cuzco, se reprodujeron, agravados cien veces, los alborotos de Quito, San Luis de la Paz y Patzcuaro”.

El grito, en Nueva Granada, de los comuneros del Socorro (1778) y la famosa sublevación de Tupac-Amarú (rico arriero educado a la española en el colegio de San Bernardo del Cuzco) que algunos invocan como antecedentes de la nuestra, tuvieron también sus orígenes en aquella protesta contra la errada política de reformas y rigores traída por la dinastía francesa. Es que el desacato de estos pueblos era, en el fondo, una desesperada explosión de esencia tradicionalista, descartando esporádicas manifestaciones de “indigenismo” sin importancia en el cuadro general. Reaccionaba contra las innovaciones que modificaban de raíz el régimen misionero y paternal de Femando, Isabel, Carlos y Felipe. ¡Nostalgia imposible!

Las colonias del nuevo mundo irán preparando, paso a paso, su espíritu contra la metrópoli regida por gobiernos despóticos, más apegados al progreso futuro que al honor y la gloria presentes. Los primeros alzamientos comenzaron en los virreinatos del Norte. Saben Vds. que allí, por razón de la riqueza en metales nobles, el sistema de las encomiendas funcionó abusivamente debido al proverbial servilismo de los indígenas. No así, en el Río de la Plata donde no mejoró las condiciones de vida de los colonos, quienes debieron trabajar de sol a sol, las más de las veces, para subsistir sin lujos excesivos ni privilegios odiosos. Por ello Carlos III, al crear el virreinato de Buenos Aires —al otorgarle categoría política— entregaba sin saberlo a los hijos de la tierra el instrumento que necesitaban para triunfar y emanciparse, con el tiempo, de la madre patria afrancesada y decadente.

Señores: es necesario que nos detengamos previamente en un punto importantísimo antes de referirnos, en detalle, a las consecuencias de la creación del último de los virreinatos hispanoamericanos. Este punto, ignorado acaso a designio por nuestros historiadores oficiales, es la expulsión de los jesuitas resuelta por el rey en 1767.