Viaje al Plata en 1861
La vida en Buenos Aires
 
 

Sumario: El comedimiento de los empleados de Aduana. Las calles de Buenos Aires. La Plaza de la Victoria. El Club de Residentes Extranjeros. Los dulces y el mate. La Bolsa. Baja progresiva del papel moneda. Libertad de cultos. La Recoleta. “Asesinado por sus amigos”. Una quinta porteña. El ombú. Pamperos y tormentas de tierra. Jugadores de cricket. Un caballo muerto. Los flamencos.




Tuve el placer de que me recibiera mi primo Mr. Parish, el cónsul inglés, con quien caminé a lo largo del muelle de pasajeros, precedidos ambos por dos diligentes negros que llevaban mi equipaje sobre la cabeza. Al extremo del muelle hay un curioso edificio, semejante a una glorieta o cenador, donde el equipaje de los pasajeros es examinado por los empleados de Aduana, y en seguida me impresionó gratamente, por el gran comedimiento con que se lleva a cabo esa operación. La verdad es que rara vez había sido tan bien tratado en Europa y puedo asegurar, con verdad, que esta favorable impresión se confirmó a diario, y más y más, durante una residencia de varios meses. El general brillo y limpieza de la ciudad llama la atención, sobre todo a los que llegan de la suciedad tropical del Brasil, Los altos domos y blancas torres de las iglesias y del Cabildo resaltan en claro relieve sobre el nítido azul del cielo, y la pureza maravillosa del aire ejerce una acción estimulante sobre el organismo. La parte principal de la ciudad se encuentra al mismo nivel de la anchurosa pampa, unos cincuenta pies sobre el nivel del río, y como todas las calles que dan a él, terminan en brusco declive, cada lluvia las lava por entero, arrastrando las basuras hacia el amplio seno del Plata. Dos series de calles se cruzan en ángulo recto a distancia de unas ciento cincuenta yardas y dividen a Buenos Aires en un sistema de cuadrados iguales, exactamente como un damero. El plano oficial de la ciudad presenta treinta y una calles que corren de este a oeste y veintinueve que corren de norte a sur; muchas de ellas tienen poca edificación en los suburbios, pero las principales están edificadas en extensión de unas dos millas y media de longitud. Los cuadrados (manzanas), no están, naturalmente, vacíos; son conjuntos de viviendas cuyas fachadas dan a las calles. Todas las casas antiguas y gran parte de las nuevas tienen un solo piso, y están distribuidas con dos o tres patios, a cada uno de los cuales se abren varias piezas. Sin embargo, ahora se construyen muchas sobre el conocido plano de altos, con frente muy elevado y decoraciones bien trabajadas.




Un rasgo muy notable de la región es que, sobre la costa bonaerense, o sea en la orilla derecha del río, no hay una partícula de piedra, por cientos de millas, sino suelo aluvial; y ya puede uno buscar en la superficie por mucho tiempo (aun cavando un pozo de varios pies) alguna piedra para arrojarla a la cabeza de los muchos y molestos perros sueltos que lo atacan: no la encontrará. Por el contrario, en la costa montevideana del río, hay abundancia de gneis y granito y se hallan sin la menor dificultad. Toda esta tierra, desde las estribaciones orientales de los Andes hasta las orillas del Uruguay, parece ser un inmenso depósito aluvial acarreado por innumerables ríos, cubriendo el lecho de un antiguo mar cuya primitiva presencia puede inferirse de los numerosos depósitos de conchas marinas y acaso también del sabor salado que todavía caracteriza una gran proporción de los ríos interiores. En la isla de Martín García, frontera al lugar donde el Paraná derrama sus aguas en el río de la Plata por el canal del Guazú, están las canteras de donde sacan. la piedra con que se pavimentan las calles de Buenos Aires y se construyen las mejores casas, aunque el material más empleado para esto último sea el ladrillo revocado. Esta isla de Martín García queda muy cercana a la costa de la Banda Oriental, y como todos los navíos, a excepción de los barquichuelos, se ven obligados, por falta de profundidad en el río, a mantenerse próximos a ella cuando' remontan o descienden el Paraná, está cuidadosamente fortificada y es muy mirada por el gobierno de Buenos. Aires y tenida por una especie de Gibraltar occidental.


La piedra se trae sin desbastar y las calles son pavimentadas con grandes fragmentos de tamaño de un pie cúbico, más o menos, pero la superficie, aunque resistente, es en extremo irregular y causa desesperantes deterioros. y roturas en los carruajes elegantes. No digamos nada del terrible traqueteo que aflige los nervios y músculos de los ocupantes. Con mucha probabilidad, en unos años más,. las autoridades, tratando siempre de introducir mejoras, remediarán este inconveniente, empleando a los presidiarios para escuadrar las piedras. Ya trabajan ahora muchos obreros en pavimentar las calles: trabajan en cuadrillas, y no apisona cada hombre una piedra, sino que cuatro de ellos trabajan a la vez con un pisón de cuatro mangos. Las aceras son muy estrechas y casi siempre se levantan uno” o dos pies sobre la calzada, por lo que se hace necesario poner dos o tres escalones.


Buenos Aires se ha extendido tanto desde que se libró del yugo español, y ha venido a ser terreno tan fértil y provechoso para la emigración, que merece más curiosidad que la concedida generalmente por los europeos. Poco sabe del país el común de las gentes y sólo llegan de vez en cuando noticias comerciales sobre cueros, lanas, sebo y onzas; pero apenas si hay quien esté enterado del extenso campo que abre la República Argentina para un futuro desarrollo. A fin de formar opinión de lo que es la ciudad en sí misma, debe el extranjero comenzar por hacer a un lado muchos prejuicios y colocarse, para empezar, ya realmente, ya con la imaginación, en plena Plaza de la Victoria. Es ésta una linda plaza situada a mitad de la parte de la ciudad que da frente al río. Hacia el oeste de la plaza, está el Cabildo o Ayuntamiento, con su alta torre y un lindo reloj inglés; a su derecha e izquierda, respectivamente, están la Corte de Justicia y la Policía; sobre el lado norte de la misma plaza está la Catedral, hermoso edificio al que se llega por una gradería, y junto a la iglesia se halla el palacio del Obispado. En la esquina nordeste se levanta el teatro Colón, que podrá ser interior a los mejores de Europa pero muy superior a todos los teatros de segundo orden. El lado este de la plaza, paralelo al río, está formado por una larga serie de arcadas, llena de tiendas 1 y a mitad de las arcadas se abre una entrada o puerta que da sobre el amplio square y antigua plaza de armas de los españoles, frente al viejo Fuerte, reemplazado ahora por una linda Aduana, tín la parte sur, hay casas de comercio y buenos edificios. La plaza es amplia y plantada con hileras de paraísos, entre los cuales y en los días de fiesta, se congrega el pueblo en gran número para ver los fuegos artificiales y otras diversiones; en medio se levanta un lindo obelisco rodeado por una verja de hierro y coronado por una figura de la libertad para conmemorar la liberación del poder de España.


No hay berlinas pequeñas de alquiler 2, pero tanto en esta plaza como en algunas cocheras, hay siempre carruajes de dos caballos para alquilar, mejores que los que yo he visto en cualquier ciudad de Europa. Un viaje en coche a cualquier parte de la ciudad cuesta veinticinco pesos papel, o sea poco más de cuatro chelines; pero, considerado el diferente valor de la moneda y la excelencia del carruaje, el precio no es nada excesivo. Cerca de la Catedral, en la calle San Martín, está el Club de Residentes Extranjeros3 cuyas ventajas cualquier extranjero puede disfrutar si es presentado por un socio; y es tal la hospitalidad de los residentes, que pocos visitantes respetables de Buenos Aires quedan —aun tratándose de unas horas— sin el correspondiente billete por el cual se les admite gratis con todos los privilegios del Club, durante tres meses; pasado este tiempo, pueden, o bien hacerse socios, abonando la cuota de entrada, o si su estada ha de ser corta, pagar solamente una pequeña suscripción mensual.


En este Club, además de los diarios del país, pueden encontrarse los mejores periódicos de Inglaterra, Francia, Alemania e Italia, traídos por las malas europeas; y si cada residente de Buenos Aires no tiene el Punch, Charivari, y el Times, como si viviera en Londres o en París, cinco semanas después de su publicación, es porque no lo desea. El Club tiene una hermosa sala de billar y las bebidas de toda clase corren, como es natural, por cuenta de sus consumidores.


Los productos nacionales, con excepción de los artículos alimenticios, son muy limitados, pero hay cientos de casas de comercio, propiedad de alemanes, franceses, italianos y españoles, que proveen de todo lo necesario y de la mayor parte de los lujos y regalos de la vida europea. Los italianos se especializan en confiterías, o sea en la preparación y venta de pastas y dulces, y el gusto por los dulces de melcocha o arrope es exagerado entre gentes de toda condición; el consumo desordenado de estas pastas daña los dientes con menoscabo de la general belleza de las mujeres. Si en el teatro de la Opera alguien abandona su palco, es para volver con un paquete de dulces que se ofrece a las señoras, y mucho guante blanco queda deteriorado por esas golosinas tan pegajosas.


No sólo hay casas de comercio, sino también varios mercados excelentes donde se encuentran, además de la carne y el pan, cantidad de hermosas aves vivas, pieles, plumas, y toda especie de curiosidades del país. La famosa yerba o té del Paraguay, hecha de las hojas de una especie de ilex que crece en este lujuriante clima, se vende en grandes cantidades para hacer la bebida nacional; otro artículo muy principal es una calabacilla con un tronco pequeño que sirve de agarradera: hace las veces de taza y se llama mate; de ella sale, como en el refresco de Jerez, la bombilla, o tubo de plata que se pone dentro del mate antes de echar el agua caliente. Se trata de una bebida muy generalizada entre ambos sexos y en todas las clases de !a sociedad y se acepta a cualquier hora del día, lo mismo en la ciudad que en la campaña. En cuanto a mí, debo decir que no podía soportarla, pero me veía obligado a participar de ella constantemente. En el interior del país y en cada rancho donde se detiene un viajero con su caballo, la buena mujer de la casa se retira en seguida para hacer el mate y para ofrecerlo al recién llegado, que seria tenido por un salvaje si rechazara tal delicadeza; por eso tomé el partido de quemarme los labios tranquilamente con la bombilla y chupar torpemente, llenándome la boca con palitos quemantes; luego volvía la vasija a la señora con todo el buen talante y la aparente libertad que había simulado para la ocasión. Cuando me alejé del país, estaba para terminarse un lindo edificio destinado a Bolsa de Comercio, pero el edificio viejo era sin duda cosa miserable. Aunque también resultaba muy exótico, durante la actividad del día, ver las filas de caballos esperando en las calles mientras sus dueños hacían transacciones dentro del edificio. Los caballos de andar, en el Río de la Plata, se mantienen generalmente muy quietos con las riendas que apenas si se les arrojan sobre la cabeza o arrastran por el suelo; pero, a veces, se usan también las maneas para mayor seguridad. Lo cierto es que nadie paga un muchachuelo para que cuide el caballo, y muy raro es el caso en que el caballo se eche a andar por haber perdido la paciencia esperando a su dueño.


Aquí en la Bolsa se pone de manifiesto algo que constituye una verdadera rémora para la prosperidad del país, y los yanquis podrían aprender una lección muy útil en cuanto a la suerte que puede esperar a su poderoso dollar si juegan mucho con él.


Hace cuarenta años, un peso valía un peso, es decir algo más de cuatro chelines, en el Río de la Plata, tal como en América del Norte, pero en mala hora el Banco de Buenos Aires fue convertido en Banco Nacional, y cayó de tal modo bajo el control del gobierno, que pronto se vio compelido a proporcionarle todos los favores que le pidió. “Las consecuencias muy pronto se hicieron patentes —observa Sir W. Parish—; las necesidades del gobierno crecieron, el Banco, para proveer a ellas, fue obligado a aumentar sus emisiones de valores, las que, antes de mucho, alcanzaron un monto sin duda muy por encima de su capital real. La ayuda de la legislatura fue otra vez solicitada y los billetes fueron declarados moneda legal por su valor nominal; el Banco fue eximido por ley de la obligación de pagarlos en metálico y a la vista; su crédito cayó al extremo y sus billetes vinieron a ser proporcionalmente depreciados. El descenso fue progresivo y muy rápido: en los primeros tres años del experimento, de 1825 a 1828, el equivalente del peso se redujo a un chelín, con lo que perdió el 75 % de su valor. Terminada la guerra con el Brasil, el peso en descenso hizo un esfuerzo y pareció reanimarse; por algún tiempo logró mantenerse en dos chelines, pero todo aquello no fue más que sonrisa de enfermo condenado: cayó a seis peniques, o medio chelín, y al final pareció muy bonito a dos peniques y medio”. En la inquietud del último año de guerra, mientras yo me encontraba en Buenos Aires, el partido que estaba en el poder pedía severamente más y más dinero para aniquilar a la facción urquicista y quedó resuelto que, tratándose de la sagrada causa del progreso y de la libertad, el pobre, el miserable peso, fuera exprimido y sangrado una vez más. Se hicieron así grandes emisiones de papel moneda y los necios y radicales periódicos, fanfarroneaban y cacareaban como si hubieran descubierto una mina de oro. En los últimos meses del año, estaban tan entusiasmados con el buen éxito, que pidieron papel por cincuenta millones más; pero los médicos, con conocimiento del caso, tomaron el pulso a su viejo amigo y declararon gravemente que el peso no daba ya más. De hecho, el peso papel, moneda corriente en Buenos Aires, está ahora a menos de dos peniques y bien se advertía que con otras emisiones de la misma naturaleza, habría de reducirse a un valor no mayor que el del mismo papel en que había sido impreso.


Los perjuicios de tal moneda en circulación, son múltiples: el primero es que la gente mira con indiferencia las sumas pequeñas. Se hace casi imposible contar los paquetes de papelitos sucios que os ponen en las manos, y sumas que parecerían equivaler a chelines, resulta muy pronto que apenas si representan poco más que peniques en Inglaterra. Pero el daño que sufre el comercio es enorme a causa de las rápidas fluctuaciones de valores, producidas por cada suceso de pública resonancia. La onza de oro, o doblón, vale generalmente unos sesenta y seis chelines ingleses y es tenido como el tipo de cambio. El precio de las onzas, es decir su valor en pesos papel, puede ser considerado como un barómetro político en un clima tormentoso. “¿Cómo andan las onzas?”... es la primera pregunta que se hacen los hombres en la calle. Y la violencia del cambio en tiempos de exaltación puede ser juzgada por el hecho de que, durante un mes, nada más (en los últimos meses de 1861), mientras yo me encontraba ausente en Entre Ríos, el precio de la onza varió entre 390 y 440, dando una diferencia extrema de cincuenta pesos papel sobre cada onza. En tales circunstancias, nadie habrá de maravillarse de que muchos hombres respetables no osen mover un pie en el comercio regular (visto el momento que se atraviesa) y se vean reducidos a la especulación de onzas en la Bolsa, Bandas de pequeños cambistas e intrusos, poco más que vulgares jugadores, andan rondando por las vecindades de la Bolsa, mientras los jefes se quedan adentro, y el arte de inventar canards se ha llevado a un grado de perfección tal, que asombraría hasta en Capel Court.


Las últimas noticias del Río de la Plata informan que el gobierno de Buenos Aires, en su afán por rectificar errores de los gobiernos precedentes, está para inaugurar un nuevo sistema que ha de ir restaurando gradualmente su moneda sobre base más sana y consistente. Entre los muchos arbitrios adoptados con prudencia para el mejoramiento y progreso del país y de sus recursos, éste, probablemente, será uno de los más útiles. Diré, entretanto, que hube de cambiar libras esterlinas al precio de 125 pesos papel cada una, porque el peso se había reducido a una vigésima quinta parte de su valor original.


Un rasgo muy satisfactorio de la vida en Buenos Aires es la completa libertad religiosa imperante. La Catedral y las principales iglesias de la ciudad están, naturalmente, monopolizadas por los católicos romanos; pero, al parecer, el clero no ejerce la más mínima influencia sobre aquellos que se alejan voluntariamente del rebaño o prefieren ponerse bajo la tutela de otros pastores. No hay procesiones religiosas en las calles y hasta es raro ver un religioso en público. Una devoción de tal naturaleza parece relegada al bello sexo. Las mujeres más devotas visten de negro, con negras mantillas y se perfuman de tal manera con pastillas de incienso, antes de ir a la iglesia, que el aire que las rodea en cierta distancia, se perfuma con el aroma de la santidad. Una prueba de antigua superstición se mantiene todavía y la constituye cierto número de parches negros sobre la torre de la iglesia de Santo Domingo, que, según se dice, son las balas de cañón arrojadas por los herejes ingleses bajo el mando del general Whitelocke, balas que perdieron su poder gracias a la naturaleza sagrada del edificio. En algunos días de gran fiesta, la Iglesia y el Estado combinan sus pompas y vanidades para impresionar las mentes de las multitudes con procesiones y genuflexiones, pero el entusiasmo de la entente cordiale dura poco. No quiero decir con esto que mantengan querellas pero cada uno sigue su propio camino. Los clérigos administran sus congregaciones de mujeres y el gobierno se preocupa de sus propios asuntos. Pocos países hay, probablemente, en el mundo, donde la Iglesia tenga tan poca oportunidad de intervenir en los negocios del Estado. Los . extranjeros gozan de absoluta libertad de conciencia. Los ingleses tienen una iglesia principal y un excelente capellán; los emigrantes irlandeses someten sus juicios y sus conciencias a la opinión y guarda de un clérigo compatriota; y creo que el espíritu liberal es generalmente aplicado. Los protestantes de varias naciones tienen un cementerio tan excelente como pueda desearse, al oeste de la ciudad; está bien arbolado con plantas de paraíso y los panteones y tumbas se hacen en el mejor estilo europeo.


Pero uno de los lugares más curiosos e interesantes de Buenos Aires es la Recoleta, o cementerio de los católicos, nativos o extranjeros. Se trata de un espacio muy grande de terreno en los suburbios, hacia el lado norte, y está completamente rodeado por un alto muro con troneras, que permitiría a un pequeño cuerpo de soldados desde dentro, guardar la calle contra un atacante. Se entra en el cementerio por hermosas puertas de hierro, y al lado se levanta una capilla para los oficios de difuntos. La gente pobre es enterrada en el suelo, al fondo del recinto, en tumbas sencillas como en Europa; pero la parte principal está dividida por calles estrechas bordeadas por bóvedas y mausoleos de familia. Estos últimos están construidos, en su mayoría, con mármol blanco y tienen la apariencia de templos pequeños, cubiertos por lo común con una cúpula. Una puerta de hierro permite ver todos los ataúdes de la familia colocados sobre especies de anaqueles en los tres lados del espacio interior y decorados con siemprevivas y flores artificiales. Muchos de los principales vecinos han gastado grandes sumas de dinero en tales construcciones y el efecto general es muy favorable. Visto desde las vecindades, el vasto conjunto de cúpulas blancas y torrecillas que sobresalen por encima de los muros, haría creer a un visitante que se trata de una ciudad oriental.


He caminado más de una vez por esta Recoleta, observando los epitafios en varios idiomas, y un día, precisamente junto al sitio en que una inglesa católica había sepultado a su marido, escribiendo en su tumba el recurrido “Tu esposa afligida que siempre te recuerda...” me encontré, sobre un obelisco, la más concisa y terrible inscripción que había visto yo hasta entonces. Era ésta:


don francisco alvarez


asesinado por sus amigos


1828


¡Asesinado por sus amigos!... Impresionado por tan extraordinario epitafio, inquirí cuál era el motivo de la inscripción y me contaron que un grupo de jóvenes de buenas familias de la ciudad tenían el hábito de jugar por dinero, hasta que, en cierta ocasión, Alvarez les ganó a todos una buena suma y ellos determinaron pagar la deuda desembarazándose de su acreedor, para lo cual lo atrajeron a un lugar solitario con propósito de asesinarlo; así lo hicieron; luego pusieron el cadáver en un coche que esperaba y lo arrojaron en un pozo de las inmediaciones. Habían discurrido el plan de tal manera, que el descubrimiento parecía imposible; pero, por rara coincidencia, un testigo del crimen denunció a los asesinos. Mediaron grandes influencias de familia para salvarlos, pero en vano; fueron ejecutados 4 y el hermano de la víctima erigió el obelisco a su memoria. En otra parte de la Recoleta había una enorme fosa donde habían sido arrojadas las victimas de la tiranía de Rosas, una junto a otra; pero aquellos tiempos han pasado, felizmente, y sólo quedan sus huellas en la memoria de los porteños.


No lejos de la Recoleta, y en el más agradable suburbio de la ciudad, estaba la quinta o casa de campo de mi primo Mr. Parish, donde tuve el placer de encontrar buena acogida y deliciosa morada durante mi permanencia en Buenos Aires. Vivíamos a unas dos millas del centro de la ciudad, fuera del ruido y del bullicio y cerca de varias casas amigas, algunas de apariencia muy hermosa. Pero el gran atractivo del lugar consistía en su ubicación sobre la barranca desde la cual el terreno desciende, algo escarpado, hasta el nivel del río. Llegábase a la casa por una avenida de grandes olivos, árboles que crecían allí con exuberancia sin que nadie pareciera darse el trabajo de recoger sus frutos. El jardín era muy abundante en flores europeas y americanas y las rosas florecían en forma notable, pero se hacia menester rodearlas con un platillo de agua como defensa contra el ataque de las hormigas. Violetas, geranios y muchas de las flores comunes en Europa veíanse crecer allí a la perfección, y una verbena muy suave llamada Margarita sobresalía entre las más fragantes. Abundaban los higos y los duraznos. Bajo la densa sombra de un enorme ombú, había unos asientos de jardín desde donde podía contemplarse el anchuroso río. Los terrenos en declive, entre las quintas y el río, estaban casi todos sembrados con alfalfa, que allí da con notable vigor y parece capaz de producir buena cosecha cuando el pasto común del país se seca por falta de lluvia. Los campos de alfalfa dividíanse uno de otro por setos de cactos, áloes e higueras silvestres, mezclados con gran variedad de plantas florecidas y arbustos: de estos últimos, uno de los más lindos tiene la hoja elegante de una mimosa pero con flores arracimadas como grandes repollos de madreselva, adornados con muy largos estambres carmesíes. El cacto del Río de la Plata crece en gran manera y forma setos impenetrables de diez a catorce pies de altura, pero, por regla general, no tiene nada de agradable a la vista. La flor es pequeña y los tallos siempre se ven muy dañados por los insectos. Las higueras ofrecen sombra deliciosa y crecen en forma exuberante. Pero los áloes hacían mi especial deleite: son verdaderamente magníficos; las flores, con el tallo, miden de veinte a treinta y cinco pies, forman callejuelas espléndidas y tienen la forma de candelabros naturales. Yo he .medido una simple hoja que tenía más de diez pies de largo, y tallos que, con su flor, eran como pequeños abetos jóvenes. El ombú es un árbol muy singular; su rápido crecimiento y su espeso follaje lo hacen muy estimable en una tierra en que los buenos árboles son extremadamente raros y donde la sombra, para los hombres y para los animales, es por lo general muy escasa. En campo abierto, .será muy rara la estancia, o pulpería, o casa de posta, que no tenga uno o más ombúes bajo los cuales puede uno atar su caballo y fumar una pipa según el gusto de cada uno y las circunstancias. Todos bendicen al ombú como a un amigo. Aunque los humanos están siempre dispuestos .a sacrificar a los amigos, una vez tentados por la ambición o la codicia y el ombú lleva en esto su ventaja... Es un amigo cuya vida y cuya prosperidad resultan infinitamente más útiles que todo resultado proveniente de su caída o de su ruina; su enorme tronco no sirve absolutamente para nada, y como su madera es poco mejor que la pulpa seca de cualquier vegetal; como su corteza se parece a la piel del elefante, el beneficio que puede prestar el ombú en vida, es algo indiscutible y nadie espera beneficio alguno con su muerte. La consecuencia de todo esto es que vive siempre amado por todos y cuando cae abatido por la furia del pampero, muere realmente lamentado por todos también. ¡Feliz ombú!...


Estas quintas, blancas como la nieve, y rodeadas por árboles y jardines, adornan las barrancas en una considerable distancia hacia el norte de la ciudad y son verdaderamente agradables, vistas desde el río, a cuya orilla corre un lindo y ancho camino que se tiene por paseo de moda para andar a caballo o en coche: es, en verdad, el Rotten Row de Buenos Aires. El árbol más común es el sauce llorón, llamado aquí simplemente sauce, y gran número de “ellos han sido plantados para adornar el espacio entre el camino y el río. Por desdicha, en una de las guerras civiles, que son la maldición del país, la mayor parte de estos sauces fueron cortados por el partido que representaba la ciudad, porque se supuso que podrían proporcionar demasiado abrigo a los guerrilleros hostiles; pero ahora están recobrando su belleza original. Uno de los grandes inconvenientes que ofrece un río enorme en anchura pero de escasa profundidad, es que se halla expuesto a sufrir la violencia de los vientos que levantan el agua a extraordinaria altura y la derraman en distancias de varias millas, sacándola de su cauce natural. Pocos meses antes de mi arribo a Buenos Aires se había producido un fuerte temporal del sudeste que levantó la masa de agua del río a. una altura alarmante. Yo vi las armazones de algunos barcos de buen tamaño que habían quedado en seco entre los bosques de sauce, junto al camino principal, dejados allí. donde habían sido arrastrados por el huracán. En Otra ocasión pude internarme caminando hasta cosa de dos millas sobre el lecho natural del río, porque el agua, empujada por un furioso pampero, había salido de su cauce; encontré cantidad de peces, grandes y pequeños, muriéndose en la arena por la rápida retirada del río. Todavía recuerdan los porteños que, en una ocasión, entraron por el desierto lecho del río, y con infantería, caballería y artillería, atacaron a una fuerza bloqueadora de barcos, que se rindió por falta de agua.


Estos pamperos vienen acompañados por tormentas de polvo, y su furia, entonces, no es para descripta. Mientras residió W. Parish en Buenos Aires, se produjo una de ellas: en su transcurso, oyéronse, contra puertas y ventanas cerradas, golpes continuos, y cuando la tormenta, con la oscuridad que siempre la acompaña, hubo pasado, se encontraron en el patio gran cantidad de cuervos aturdidos que, arrastrados por el viento, habían chocado contra el edificio. De una carta que fue escrita a Mr. Parish, muy poco después, extracto la siguiente descripción: “Ayer tuvimos otra de esas terribles tormentas de tierra de las que usted ha sido ya testigo: se produjo a eso de las doce y cuarto. La rapidez con que se desencadenó y la horrible oscuridad que sobrevino, alarmaron a toda la población; en un instante pasamos de la claridad del mediodía a la más intensa oscuridad. Inmensas bandadas, o mejor dicho una sola inmensa bandada de pájaros la precedió, y de hecho, por increíble que pueda parecer, la oscuridad empezó a producirse por el número tan grande de estos pájaros. Duró la tormenta once minutos y medio; el tiempo de la total oscuridad fue de ocho minutos y medio, por reloj, observado por el Dr. S. y por mí mismo, a la luz de una vela. Fue acompañada por un fuerte batir de truenos, pero los relámpagos no se veían, no obstante que los truenos parecían cercanos. Después de once minutos y medio comenzó a caer la lluvia en grandes gotas negras que, sobre las paredes blancas, y cuando el sol apareció otra vez, parecían manchas de tinta. Yo nunca había visto un fenómeno tan imponente y pavoroso como éste. La consternación fue general: todos corrían a refugiarse en la casa más próxima; otros se empeñaban en cerrar las puertas a los fugitivos. Todavía no he oído decir que hayan ocurrido accidentes, pero, sin duda, han debido producirse muchos. El viento, por supuesto, era del sur-suroeste”.


En las vecindades de estas quintas hay algunas huertas excelentes que proveen de frutas, flores y legumbres a la ciudad. Los naranjos eran tan grandes como nuestros manzanos más crecidos y estaban cubiertos de frutas maduras, pero de especie amarga y de inferior calidad; la naranja dulce, que se pregona todo el día por las calles, viene generalmente del Paraguay y de las provincias ribereñas de arriba. El amor por las flores constituye una pasión entre las lindas mujeres de Buenos Aires; hay gran demanda de ramos bien escogidos y de los mejores que puedan encontrarse, para gran provecho de los jardineros. Las legumbres extranjeras se van cultivando en gran parte, poco a poco, y pude observar un curioso procedimiento que emplean los jardineros para proteger las plantas de los posibles estragos del pampero. Toman las grandes hojas de los áloes, las cortan en un largo de unos dos pies y las hunden en tierra del lado del viento, junto a la planta, de manera que cada una de ellas quede provista de una defensa eficaz. El suelo y el clima son poco apropiados para los helechos, pero en el enladrillado interior de los pozos, abiertos en estos jardines, verifiqué con interés la existencia de tres especies que se daban allí y crecían con exuberancia.


A cosa de una milla hacia el norte, y en el camino de Palermo, está el campo de cricket inglés. Esta importante institución se mantiene en Buenos Aires tan arraigada como en otras partes del mundo donde se congrega un moderado número de ingleses y yo tuve ocasión de presenciar muy buenos partidos. El suelo no estaba tan liso como hubiera sido de desear y a menudo excesivamente calcinado por el sol; en consecuencia, el juego rápido podía traer fácilmente alguna herida. En cierto día, unos equipos de los buques ingleses Ardent y Curlew entraron a jugar: la calma con que exponían a los golpes las piernas indefensas, me llevó a pensar que tampoco vacilarían en exponerlas a las balas de cañón. Los expertos del cricket admitirán que la emoción de “la pelota perdida” 5 se ha difundido por el hecho de hallarse el club bastante perdido entre unos setos de áloes y cactos gigantes. Durante el último sitio de Buenos Aires, las fuerzas de Urquiza estaban entre la ciudad y este campo de cricket; los ingleses se hallaban en gran disgusto ante la perspectiva de perder un partido proyectado y tuvieron ánimo para preguntar si podrían atravesar las líneas. Les fue concedido el permiso y el partido se jugó; pero era un procedimiento arriesgado, en verdad, para unos pocos hombres pasar el día rodeados por gente de la índole que podía esperarse tratándose de los últimos cuadros del ejército de Urquiza. Recuerdo que un día, mientras empezábamos la partida, sentimos un hedor intolerable cuya fons et origo era un caballo muerto, según se descubrió. La pobre bestia había venido, perdida, a morir en el campo de cricket y fue tratada según la costumbre del país. Le había sacado el cuero el primero que lo encontró, y luego lo dejó ahí para corromper el aire: el efecto era bien desagradable y buscamos un hombre que le echó un lazo a las patas y salió galopando con él a la rastra. He visto osamentas horribles en este mismo estado, empleadas para tapar algún agujero en un seto bajo las narices de toda una familia, en el campo, y siempre se las considera utilísimas para rellenar pantanos y pozos llenos de barro, en los caminos suburbanos. Entre el campo de cricket y el río, hay una ancha faja de terrenos pantanosos donde, a despecho de los paseos que hacen en días festivos los barberos franceses y los deportistas ingleses, pueden hallarse todavía becacinas y patos silvestres. Allí vi por primera vez, con sorpresa y deleite, los grandes flamencos de alas rosadas.


El clima, en general, me pareció muy agradable, aunque los cambios de temperatura son, a veces, repentinos al exceso. El viento norte, caliente, húmedo y enervante, es detestado por la mayoría de la población porque ejerce una extraña influencia, física y moral. Se cuenta que ha habido quienes invocaron el viento norte como única excusa para explicar homicidios cometidos, declarando que no eran en ese momento responsables de sus actos. Yo no puedo decir que me viera sometido a estado semejante, pero la verdad es que una vez sufrí de una especie de abominable cefalalgia que se mantuvo precisamente mientras ese viento sopló. Duró el viento varios días y fue muy molesto. Un día, la dolencia cambió de barrio y se me alojó en la espalda: ensayé un fuerte galope de varias horas pero no hice más que empujarla otra vez a la cabeza, peor que nunca. Después me llevaron a ensayar un remedio nativo cuya simplicidad puede hacer sonreír, aunque todos los habitantes creen firmemente en él. Se toma un haba grande y se parte por la mitad; la parte inferior se roe ligeramente con los dientes y se humedece con la lengua; luego cada mitad del haba se aplica como emplasto sobre las sienes. Yo me había reído mucho de una negra, profusamente adornada siempre con estos emplastos blancos. Lo cierto es que el ensalmo no me produjo ningún efecto. En cambio, un poco de aceite de castor actuó con gran éxito; y me complace mucho decir que el referido inconveniente, sin, importancia, fue el único amago de enfermedad que experimenté durante todo el tiempo que permanecí ausente de Inglaterra.


La humedad del viento norte se deja sentir mucho a veces en las vecindades del río y todo lo que es susceptible de humedecerse no tarda en cubrirse de un moho verde; pero nunca observé esos efectos desagradables en el campo abierto. Hasta donde puede ir mi experiencia, es imposible desear un clima más delicioso que aquél.


Tuve la suerte de que me tocara un invierno excepcionalmente seco, y con eso, mis andanzas a caballo por el campo fueron más placenteras y frecuentes de lo que a menudo pueden ser en esa estación del año. A veces' hizo mucho frío en junio y julio, y en la primera semana de este último mes, por tres o cuatro noches de viaje tuvimos fuertes heladas que dejaron el campo por entero blanco hasta las diez de la mañana; el hielo tenía el espesor de la moneda de una corona.


Con el mes de agosto, el frío disminuyó y después de unos pocos meses de tiempo delicioso y temperado, la temperatura se puso, para Navidad, decididamente calurosa, porque el termómetro ascendía con frecuencia a 90° y a veces alcanzaba a 100° 6. Estos, sin embargo, eran días de calor excepcional, porque después de algunos pocos días, el pampero vuelve con nuevo acopio de influencias tonificantes.