Viajes por América del Sur
Capítulo 7
 
 

Encuentro con los indios. — Nuestra huida por la Sierra de Córdoba. — La Estanzuela. — Don Pedro Mojica. — El general Marcó del Pont. — La Punta de San Luis. — Vemos la gran Cordillera de los Andes. — Llegada a Mendoza.



5 de marzo. — A pesar de mis grandes empeños por salir muy temprano, eran las siete de la mañana y no habíamos montado. Hicimos hasta Santa Bárbara seis leguas. Paramos en el arroyo del mismo nombre que nace en las montañas de Córdoba y corría a la derecha de nosotros por el fondo de una gran barranca producida por las lluvias en otras épocas. En ella vi restos de una roca primitiva. El suelo y los productos eran los mismos.


Barrancas es un caserío formado por ranchos de barro. Hicimos, hasta Tambo, seis leguas cortas. Bonito paisaje, abundante en mimosas de escaso desarrollo parecidas al grosellero pero con menos follaje. Encontramos un arria de mulas que venía de Mendoza trayendo vino. Estas arrias marchan diez o doce leguas diarias. Por la noche, los arrieros disponen la carga de las mulas y las albardas, separadamente, formando un círculo dentro del cual se hace fuego y se duerme. El patrón iba muy apurado y forzaba la marcha porque tenía noticias de que los indios se dirigían hacia el norte pero nada sabía de su posición exacta y creía que podíamos llegar a la Punta de San Luis —lugar relativamente seguro— durante el día siguiente. En estas pampas en que todos andan al galope, resulta imposible saber con exactitud dónde se encuentran los indios porque pueden hallarse hoy en un sitio y mañana a ciento cincuenta millas de distancia. Con todo, me sentí más seguro después de haber encontrado el arria de mulas. Bajamos hacia el río Cuarto, un río pequeño que, en el lugar por donde lo cruzamos, corría hacia el sur. Viene de la sierra de Córdoba a la que íbamos aproximándonos durante la mañana. Este río, que se pierde en una laguna, debe de tener caudal considerable en la estación de las lluvias. En la arena de la playa se notaba una gran cantidad de mica y otras materias de un período muy primitivo.


Apenas cruzado el río, llegamos a la posta de Tambo, dos ranchos pequeños. Las noticias no fueron nada satisfactorias. El jefe chileno Carrera, descontento, había reunido cierto número de indios del sur con el pretexto de caer sobre Chile, pero, en realidad, para saquear y pillar cuanto le fuera posible; una banda de esos indios se encontraba catorce leguas al sur. Así y todo, creímos que, apresurando la marcha por el norte, podríamos pasar antes de que llegaran.


Había en esta posta (de Tambo) una linda quinta de duraznos. A las dos salimos para Aguadita, distante cuatro leguas, con toda la prisa posible, porque, de caer en manos de los indios —y en el mejor de los casos— perderíamos todo, yendo como prisioneros al sur, de donde sería imposible escapar. Llegamos a las tres y media. La casa estaba al cuidado de los hombres más viejos porque las mujeres habían sido mandadas a la montaña. No pude saber nada sobre los indios pero el que hacía de maestro de posta me prometió que los caballos seguirían con nosotros en caso de no haber nadie en Barranquitas o Chañaritas. A este sitio, distante cuatro leguas, fuimos con extrema rapidez. Doblábamos el camino, descendiendo una cuesta en dirección a la posta, cuando vimos al hijo del patrón que venía corriendo a caballo y nos gritaba que nos pusiéramos a salvo, mientras señalaba un grupo de indios desmontados que enlazaban caballos en el corral de la casa. Dimos vuelta inmediatamente para encaminarnos al punto más cercano de la Sierra de Córdoba que por fortuna todavía teníamos a la vista. Tomamos ese rumbo apurando los caballos en cuanto lo permitía la naturaleza del terreno, obstruido por grandes masas de rocas. Cuando volví la cabeza por última vez, estaban ya los indios montando apresuradamente para perseguirnos. Nuestras cabalgaduras parecían advertir el peligro de que escapábamos. Yo montaba en esa ocasión un caballo zaino, pequeño. Llegamos a la Sierra y no tomamos aliento hasta después de haber subido y bajado dos pequeños cerros en busca de un valle donde encontramos agua. Teníamos una sed extraordinaria porque habíamos hecho catorce leguas con toda la rapidez posible durante una tarde calurosa y con la natural ansiedad. Yo metí materialmente la cabeza en un manantial. Mi guía, muy colorado de cara por naturaleza, estaba completamente pálido.


Perdimos nada más que un pellón sin importancia y, no obstante la carrera cumplida, la carga de los caballos (cargueros) apenas si se desarregló.


En el valle encontramos reunidos un buen número de campesinos que habían dejado sus viviendas; algunas mujeres marchaban a caballo, cada una con tres o cuatro chicos, a la grupa y por delante; otras preparaban maíz cocido del que participamos con avidez, sobre todo mi baquiano Chiclana. En todo el día no habíamos tomado otra cosa que una taza de mate cocido para no perder tiempo. Permanecimos en este lugar —tal vez el más hermoso que yo haya visto jamás— hasta que consideramos que no ofrecía suficiente seguridad. Entonces nos empeñamos en buscar al maestro de posta y al alcalde que andaban escondidos en la sierra. Salimos con la gente lugareña y nos distribuimos las criaturas. Yo llevaba en mis brazos un pesado muchacho. Después de seguir por mucho tiempo el más escabroso y abrupto camino de montaña, nuestro postillón, un simpático mozo, nos condujo hasta el sitio donde estaban escondidos el alcalde y el maestro de posta de la aldea vecina. Por el camino encontramos al hijo del alcalde y no hubo manera de que nos mostrara el paso para llegar al escondrijo que se ofrecía a nuestra vista en la falda de la montaña. La verdad era que se desconfiaba grandemente de mí, por mi calidad de extranjero y en razón de que Carrera traía en su ejército buen número de personas extrañas al país 1. No creían al baquiano y al postillón cuando éstos afirmaban que yo venía del lado este, y tal sentimiento de desconfianza fue causa de que nadie quisiera acompañarme —y había más de cincuenta personas— cuando propuse en el valle que nos abriéramos camino a la fuerza entre los indios. Por fin nos pusimos a buscar algún sitio donde dormir. Yo era partidario de que pasáramos la noche en algún valle escondido donde hubiera agua y pasto para permanecer allí, si era necesario, dos o más días tratando de obtener alguna noticia cierta sobre la posición de los indios. El guía estuvo de acuerdo pero no encontrábamos el lugar a propósito. Por último, después de andar vagando hasta las once y media de una noche maravillosa, llegamos a dos miserables ranchos donde ya estaban las mujeres que habían salido con nosotros. Estas, al momento, y con la mejor voluntad, hicieron fuego y asaron un poco de carne poniendo algunas cebollas entre las cenizas; en seguida apagaron, el fuego por temor de que los indios pudieran ver el humo. El baquiano quería llevar los cuatro caballos nuestros a un corral distante unas cien yardas de ahí pero yo pensé que era preferible manearlos, dejándolos ocultos entre unas malezas de los alrededores; estaban cansados al extremo, como puede imaginarse, y me admiraba que hubieran podido galopar entre los escabrosos pasos cubiertos de rocas. ¡Cuántas hermosas muestras de estas últimas me vi obligado a dejar, entre ellas algunos cuarzos rosados que atraían mi curiosidad!


Tendí mi recado medio muerto de cansancio después de haber cabalgado por lo menos cuarenta leguas en el día. No habrían pasado dos horas cuando se dio el grito de alarma porque los indios se aproximaban. Todos los campesinos tomaron sus caballos y se pusieron a salvo. A mí me pareció imposible continuar, primero, porque me vería obligado a abandonar mi equipaje y luego porque los caballos no podrían seguir adelante sin algunas horas de descanso. Las mujeres habían tratado por todos los medios de persuadirme para que me uniera a ellas y cuando se dieron cuenta de que sus ruegos no surtían efecto quisieron convencer a mi baquiano recordándole la mujer y los hijos y diciéndole que no volvería a ver el puerto de Buenos Aires. Yo le dejé completa libertad para deliberar, y, después de haber discutido, tanto él como el postillón decidieron quedarse conmigo. El resto de la gente se fue. No habría pasado media hora cuando unos cuarenta indios, armados de diversas maneras, según pudimos verlos, aparecieron sobre el cerro dirigiéndose en seguida al rancho en que nos encontrábamos. Estuvimos observándolos con gran ansiedad dispuestos a permanecer echados en tierra hasta el último momento y en caso de acercarse mucho, huir para defender nuestras vidas confiando a la fragosidad de los pasos y a la oscuridad de la noche nuestra salvación. Los indios se detuvieron, juntaron bien sus caballos siguiendo después al corral, unas cien yardas de donde estábamos escondidos; era ése el corral donde hubimos de dejar nuestros caballos en la noche anterior. Sacaron del corral siete u ocho animales y se retiraron, no sé si pensando que los ranchos estaban deshabitados desde tiempo atrás o porque tuvieran miedo de aventurarse más adentro en la Sierra. Tan pronto como se alejaron salimos y avanzamos para observarlos; empezaba a aclarar y pudimos verlos a la distancia cuando trasponían el segundo cerro; en seguida nos aprestamos a partir.


6 de marzo. — Ensillamos sin demora, emprendiendo la marcha rumbo al norte, por la montaña, como la mejor solución porque así podíamos escapar hacia Córdoba o tomar al oeste, en dirección a San Juan; de hacer esto último y siguiendo la falda de los Andes, era posible llegar a Mendoza o bien, en caso de malas noticias, pasar de inmediato a Chile por el paso norteño de los Patos. No habíamos andado mucho cuando encontramos un hombre a caballo; por su aspecto me inspiró confianza y lo interesé por mi salvación prometiéndole un peso si quería conducirme a un sitio en plena sierra, llamado Piedra Blanca, donde según él mismo dijo, podríamos procurarnos mulas y atravesar a lo ancho las montañas hacia el oeste; desde allí era el caso de seguir a la Punta de San Luis o a Mendoza, orientándonos según las noticias obtenidas en el lugar. El consejo me pareció acertado y lo seguí, aunque esperaba por momentos ver aparecer a los indios en lo alto del cerro. El paisaje era de una gran belleza; el cuadro de montañas, tras la monotonía de una llanura triste, recorrida durante diez días, cobraba un encanto indescriptible. Cruzamos el río Cuarto, de escaso caudal y a las nueve estábamos en Piedra Blanca, siendo recibidos por el dueño de un mísero rancho. Una vez que mandaron buscar las mulas al campo, pudimos comer algo y nos acostamos a dormir la siesta. Apenas me había dormido cuando fui despertado por mi baquiano. Me dijo que los indios se habían acercado otra vez y que no estábamos seguros, por lo que se hacía preciso partir sin demora. Después de la advertencia, y en lugar de ensillar las mulas y preparar la partida con otro baquiano del lugar, Chiclana se puso a comer con una pachorra que acabó por agotar mi paciencia. Salimos a las doce de Piedra Blanca siguiendo la Sierra hasta escalar y bajar una cima por los pasos más escabrosos que puedan imaginarse. Estaban sembrados de terrones de cuarzo, granito, esquistos de mica y rocas basálticas de varias especies. En tres sitios vi granitos diversos, pizarras, arcilla y basaltos de hornablenda en capas regulares. En la cresta de los cerros, los hermosos cuarzos blancos formaban montones a escasa distancia uno de otro, lo mismo que las rocas basálticas. En otros lugares, grandes trozos de gneis se cruzaban unos con otros, de tal modo, que en Inglaterra se les hubiera tenido por piedras druídicas. Los pasos eran más escabrosos y ofrecían mayor peligro que los que pude ver después en plena cordillera de los Andes.


Ya entrada la tarde, y luego de haber cruzado toda esa parte de la Sierra de Córdoba, en un recorrido de doce leguas, empezamos a bajar a la llanura llegando al lugar denominado La Estanzuela. El dueño era un viejo español que, debido a esa circunstancia, había sido despojado de sus bienes por el nuevo gobierno. Se prestó a facilitarnos caballos para la mañana siguiente a fin de que pudiéramos llegar a otro sitio de nombre Salado. Poco después de llegar, un caballero ya entrado en años y de aspecto muy distinto a cuantos hombres habíamos visto en aquellos días, salió de la casa y púsose a conversar conmigo por todo el resto de la tarde. Me dio la impresión de un hombre superior, y habiendo notado que se interesaba ansiosamente por la política europea y por la de España en particular, le facilité todas las noticias que había recogido hasta entonces. El, por su parte, me favoreció con diversas informaciones sobre el estado del país y me dio referencias sobre San Martín y Carrera. El dato más interesante para mí fue que podía sentirme seguro en el lugar donde me encontraba y que, siguiendo las indicaciones que se me dieran, llegaría sin peligro a Mendoza. Todo eso fue confirmado por don Pedro Mogica. En esas circunstancias me di cuenta, por un cuchicheo del baquiano, de que la persona con quien yo conversaba era el general Marcó, antiguo gobernador de Chile. Habiendo perdido la batalla de Chacabuco, Marcó obtuvo permiso, no sin dificultad, para retirarse a este sitio y aunque ahora estaba a punto de morir por falta de asistencia médica, le era imposible conseguir un pasaporte para trasladarse a su país natal. Me relató el general Marcó todo el asunto de Chacabuco y se quejó amargamente del general San Martín 2. Debe decirse que los hispanoamericanos tienen mucho del tronco ancestral y que no debe confiárseles demasiado poder.


Tanto yo como el baquiano sentíamos hambre y nos parecía que no llegaba nunca la hora de la comida. Traté de insinuarme con una cocinera negra, de nombre Cecilia, pero nada conseguí y hubo necesidad de esperar. Por último llamaron a la mesa. Don Pedro empezó a recitar una serie de oraciones que me resultaron interminables trayéndome a la memoria aquel refrán español: “Largo rezo, poca comida”. También empezaba a temer que apareciera alguna fuente vacía. Por fortuna me equivoqué y nos dieron una cena excelente: asado, caldo y una especie de maíz cocido que llaman “humita”. Después de cenar, don Pedro nos dijo que podíamos acostarnos y dormir en el patio; no esperábamos tal cosa pero a poco advertimos que era el dormitorio común y que toda la familia —a excepción del dueño de casa y el general— dormían allí, lo que nos consoló y en verdad que dormimos muy bien.


7 de marzo. — Por la mañana muy temprano me despedí de don Pedro, creyendo que nunca más volvería a participar de su mesa. Emprendí la marcha para el Salado, cinco leguas de llanura en su mayor parte muy arenosa. En el Salado y en diversos sitios, vi muestras de granito rojo. En este lugar alquilé mulas y caballos para llegar a la Punta de San Luis —cuarenta leguas— por un camino libre de indios. Encontré un inglés con familia que había poblado en las cercanías. Era dueño de una estancia de pastoreo y se hallaba desde hacía varios años ausente de su país. Tenía ganado en gran cantidad pero en cuanto a trigo y maíz, sólo cultivaba lo necesario para la casa.


Salimos para Rosario tomando hacia la derecha por el terreno alto y dejando a la izquierda un morro aislado. El baquiano de aquellos lugares perdió el camino y no llegamos a Rosario hasta las siete de la noche. Tenía yo una carta para el dueño de la estancia y éste se mostró muy cortés permitiéndonos quedar allí por algunas horas. También prestó un caballo a mi baquiano y nos dio bien de comer. La señora fue tan bondadosa que a poco de encontrarnos allí amasó unos bollos que me obsequió para el camino. No me invitó a entrar en la casa —según me dijo— por la gran cantidad de chinches y pulgas que había en ella. Como una hora más tarde, toda la familia empezó a acostarse en el patio para dormir. El marido y la mujer lo hicieron sobre una cama de cuero. Yo y el resto de la familia nos acostamos a su alrededor. La servidumbre menuda durmió en lugar más apartado. Rosario está situado al suroeste del morro más grande.


Como era muy urgente ganar la parte occidental a fin de ponernos a salvo de los indios apostados en el morro de San José que no habíamos circunvalado todavía, pedí al dueño de casa que asustara al baquiano diciéndole que era necesario proseguir sin pérdida de tiempo. Por eso dormimos apenas tres horas y empezamos a cargar las mulas para la jornada; recomendé muy especialmente al guía que se ocupara únicamente del camino para evitar el riesgo de perderlo.


8 de marzo. — A las doce y media montamos y empezamos a caminar por entre las sinuosidades de los cerros; después de cruzar el arroyo de Rosario, llegamos a una estancia que llamaban “de ática” y desde allí seguimos al río Quinto, que vadeamos; era ancho pero poco profundo y de suelo arenoso. Bajamos todavía una sierra y subimos otra para llegar al llano y después cruzar la sierra de San Luis. La ciudad se halla situada hacia el suroeste. Todas estas tierras están compuestas principalmente de micasquistos y tierras arcillosas. En algunos lugares próximos a San Luis predominan las rocas de cuarzo. Los estratos aparecen separados de curiosa manera, en forma inclinada y en algunos sitios verticales. La sierra de San Luis es más alta que la de Córdoba y abunda en hermosos panoramas. Con mayor vegetación se parecería mucho a las montañas del Brasil. En toda ella hay plantas de menta común y las barrancas de las cercanías son muy curiosas porque presentan muros calcáreos, perpendiculares, hasta de cuarenta pies de altura y mucha extensión.


A las cuatro de la tarde estuvimos en San Luis. La ciudad está edificada en la punta de la sierra y por eso es más conocida por La Punta. La situación es muy pintoresca. Está formada por casuchas de barro que cubren una considerable extensión y la cruza una corriente de agua traída de la montaña. Rodean la ciudad grandes bosques de espinillas mimosas.


El caballo que había montado a las once del día anterior, llegó casi fresco a La Punta, no obstante haber recorrido cuarenta leguas, en gran parte por ásperos pasos de montaña y con un solo descanso de cinco horas durante la noche. Asimismo, apenas lo desensillaron, el baquiano se volvió con él en viaje de retorno. Esto muestra el esfuerzo enorme que son capaces de desarrollar los caballos de este país. Hay tanta abundancia que rara vez los turnan en el trabajo; a fuerza de látigo y espuelas los hacen galopar con violencia y al poco tiempo están cubiertos de sudor. En cuanto a enfermedades, parecen tan indemnes como sus dueños. En verdad no encontré ninguna persona enferma en todo el camino desde que salí de Buenos Aires; esta noticia puede confundir a los que sostienen que la carne es perjudicial a la salud y que los molares del hombre son aptos únicamente para masticar vegetales. Toda la gente que vimos se alimentaba de carne y nada más; muchos no habían gustado nunca el pan.


La fruta de San Luis no podía ser mejor; las uvas y los higos eran abundantes y deliciosos. El comercio se reduce en gran parte a la fruta seca y el maestro de posta me informó que él vendía mil arrobas de higos secos todos los años. No tuve oportunidad de probar el vino cosechado en la región porque había desaparecido con el éxodo de la mayoría de los habitantes a la montaña. Las mujeres manufacturan muchos artículos de lana como la tela de bayeta y jergas de caballo. Hay en la ciudad una iglesia y Cabildo o Ayuntamiento; en este último me presenté al gobernador interino quien me confió su correspondencia para Mendoza. El gobernador titular, Ortiz, había salido a campaña para combatir al general Carrera. En cuanto a las costumbres de los indios pampas, de entre cuyas manos había podido escapar, poco es lo que se sabe, aparte lo ya mencionado. Viven en las regiones meridionales del continente, a menos que sean obligados a subir hacia el norte por la crudeza del tiempo, la escasez de alimentos, o, como en este caso, por la sugestión de un jefe y atraídos por el aliciente del pillaje. Carrera, valiéndose de emisarios, los había convencido de que era el último descendiente de los incas, de cuyo poderío tenían alguna idea por tradiciones legendarias. Así logró que siguieran sus banderas. Por otra parte, no ejercía mucho dominio sobre ellos y apenas si pudo obtener la libertad de un prisionero.


No creí prudente demorarme en la Punta de San Luis y decidí continuar el viaje en la mañana siguiente. Mi resolución fue muy oportuna porque esa misma tarde los indios se apoderaron de la ciudad.


9 de marzo. — A las ocho nos pusimos en marcha y caminamos entre bosques de escaso desarrollo hasta la laguna del Chorrillo, distante siete leguas cortas. En el trayecto no encontramos agua y la que llevábamos en los chifles se calentó mucho.


Hasta las Chilquitas hicimos quince leguas largas, cambiando caballos a mitad de camino; el calor era insoportable. Poco después de pasar la Laguna del Chorrillo, llegamos a las márgenes de un lago salado llamado Bebedero que tenía siete leguas de circunferencia. En el centro las aguas aparecían claras pero hasta cierta considerable distancia de la costa, la sal, muy blanca y solidificada en forma de cubos, presentaba un hermoso aspecto. La llevan a Mendoza y otros lugares circundantes pero se consume poco debido a un prejuicio muy arraigado: la gente cree que contribuye a la vejez prematura, y las mujeres, en especial, se abstienen cuidadosamente de usarla. El camino sigue por un espeso bosque de mimosas, de aspecto mezquino; el calor y el polvo se hacían excesivamente molestos. Como en verano llueve muy raras veces, no hay riesgo alguno de dormir al aire libre y es costumbre muy generalizada. Un poco más lejos vadeamos el Desaguadero, río de aguas saladas que desemboca en el referido lago y sirve de límite entre las provincias de San Luis y Mendoza. Por una larga distancia fui examinando las márgenes de este río en espera de encontrar yeso pero no hallé ninguna muestra; predominaba la greda rojiza.


Poco después, a puestas de sol, se ofreció un espectáculo de tal naturaleza, que el tiempo no lo borrará jamás de mi memoria. La altísima muralla de los Andes, que por tanto tiempo había deseado contemplar, apareció a mi vista. Los campos que se extendían al pie de la cordillera, así como las primeras estribaciones de los cerros, oscurecieron de pronto mientras las altas cumbres ostentaban al sol sus nieves eternas. Me señalaron el Tupungato, —un volcán extinguido— como el más alto de esos picos. Lamento en verdad no ser capaz de describir todo lo que se presentó ante mis ojos y las sensaciones que experimenté. Los Andes estaban a setenta leguas de distancia.


Llegamos a Chilquitas a las siete y partimos a las ocho para Corral de Cuero, pero la tarde se ensombrecía como anunciando tormenta y el calor de la jornada nos había vencido; entonces paramos en una especie de estancia sobre el camino y nos acostamos a dormir en el patio; no podía darse nada peor que las chinches de aquella casa y el mismo baquiano se quejó más amargamente que yo y que el postillón. Eran de un tamaño intermedio entre la chinche de Inglaterra o Francia y el pequeño escarabajo negro 3. Estos bichos dejan sus escondrijos por la noche y buscan a sus víctimas en los patios. Cuando el tiempo es caluroso, nadie osaría disputarles el interior de las habitaciones. Esta aparente falta de aseo debe excusarse por la escasez de agua en la región.


10 de marzo. — Reanudamos el camino a las tres de la mañana, por el mismo monte, hasta Corral de Cuero, nueve leguas. La casa de posta era un rancho de barro. Salimos de ahí a las siete y cuarto, atravesando bosques parecidos a los anteriores por las márgenes del río Tunuyán que baja de la sierra del Portillo y termina en el lago salado ya descripto. Pasamos por la aldea de Corocorto, a nueve leguas de la última estación; componen esta aldea unas pocas casas y la circundan bosquecillos de mimosas enanas. Desde ahí hasta La Dormida hay cuatro leguas; el camino se hace, en su mayor parte, por la costa del río Tunuyán. En sus márgenes observé cierta cantidad de natrón; era casi blanco, y, en algunos lugares, de una media pulgada de espesor; en otros sitios el polvo cubría, apenas, el suelo. A Las Catitas caminamos seis leguas por entre bosquecillos de árboles muy bajos y después seguimos hasta Rodeo de Chacón donde debíamos pasar la noche. Anduvimos, desde la mañana, treinta y nueve leguas.


Legua tras legua, en esta jornada, mejoraba el aspecto de las casas y de la campaña; notábase más cuidado en el cultivo de la fruta, como la uva y el durazno, y los terrenos de cultivo inmediatos a las postas tenían riego. En Rodeo de Chacón las gentes se mostraron muy obsequiosas y me dieron de cenar tres platos excelentes con vino de Mendoza, rehusando toda retribución, salvo una taza de mate cocido que tomaron conmigo. A las ocho estábamos todos acosados padre, madre, hijas y tíos—, en el patio de la casa; la cual se hallaba tan infectada de los insectos ya mencionados, que nadie la ocupaba para dormir. Yo empecé a sentir frío y el baquiano hizo fuego preparándome un poco de mate.


11 de marzo. — La niña de la casa se mostró muy atenta y me dio un poco de leche; así pudimos desayunarnos. A las tres y media salimos para Retamo, nueve leguas largas, entre bosquecillos idénticos a los del día anterior; a las siete llegamos a la posta, la casa mejor edificada que habíamos encontrado hasta entonces. Antes de llegar al pueblito atravesamos campos muy bajos inundados por el río Tunuyán. El camino cambió después presentando el aspecto de una carretera regular orillada por álamos, de suelo arenoso con piedras pequeñas. Dejamos Retamo a las ocho y media para seguir hasta Rodeo del Medio, siete leguas entre terrenos pantanosos. A medida que avanzábamos veíanse más campos cercados y cruzamos el río Mendoza, de corriente muy rápida; viene de la sierra y desemboca en el Desaguadero; en ciertos períodos deja muchos campos bajo el agua, principalmente cuando empiezan los deshielos en la Cordillera. Durante toda la mañana nos gozamos en contemplar las magníficas estribaciones de los Andes, a las que nos acercábamos con rapidez. Llegados a Rodeo cambiamos caballos y seguimos a Mendoza, distante cinco leguas. El camino —cubierto de cantos rodados— estaba bajo el agua que corría de las montanas revelándonos que íbamos en ascenso, cosa que de otra manera no hubiéramos advertido. A uno y otro lado aparecían indicios de que nos acercábamos a una ciudad importante: campos de cultivo, cercados, y quintas en cuyos techos secábase al sol la pimienta de Chile que también se veía desparramada frente a las puertas de las casas.


Por último entramos a los extensos suburbios de Mendoza, llegando sin dificultad a la casa de don Manuel Valenzuela para quien yo tenía una carta de recomendación que me había facilitado don Juan Watson en Buenos Aires. El Sr. Valenzuela me recibió con mucha bondad, franqueándome alojamiento en su casa.