Viajes por América del Sur
Capítulo 11
La partida. — Travesía nocturna del territorio Guaycurú. — Cuartel general de López, gobernador de Santa Fe. — Ramírez. — Hacia Buenos Aires. — El río Paraná. — La señora de Carrera. — Llegada a Buenos Aires. — Me embarco para Río de Janeiro. A cien yardas de Córdoba, no se advertía ya un solo vestigio de la ciudad. El suelo estaba cubierto de mimosas pequeñas y la tierra era de arcilla rojiza. Me detuve en la casa de don Fabián Galende, pequeño propietario y maestro de posta. Conversando sobre los productos del suelo vinimos a dar en el tema de los diezmos. Me informó don Fabián que el impuesto del diezmo no pesaba mucho sobre los propietarios porque estaban acostumbrados a pagar en especie, aunque, si querían, podían también transarlo y no lo consideraban muy gravoso. Los diezmos eran percibidos por los canónigos de “Pero entonces han de tener casamientos todos los días”... Si el cura demuestra el menor descuido en sus deberes, los feligreses quedan libres de pagar la primicia. Muchos de los curas cobran hasta mil doscientos pesos anuales. 22 de junio. — Me puse en marcha por la mañana muy temprano llevando una carta de don Fabián para un sobrino suyo residente en el Tío; le pedía que me prestara toda la atención posible. Alejándonos de la casa, entramos en una llanura desprovista de árboles por una distancia de dos o tres leguas; al acercarnos al río Segundo reaparecieron los árboles en mucha cantidad y de gran tamaño. Después de cruzar el río llegamos directamente a la casa de posta de Los Ranchos o San Rosario. A partir de este lugar seguimos el camino entre mucho monte y pasamos algunos caseríos en la orilla del río que volvimos a cruzar en Monte Redondo. Desde aquí —entre bosques más grandes— fuimos a la posta de Rivarola que queda siete leguas de Los Ranchos. El propietario y su familia me parecieron gente de bien, y como la posta próxima estaba a diez leguas largas de distancia, decidí pasar la noche en este lugar. Se componía la familia, de un hombre de alguna edad, su mujer y cuatro hijas; la mayor era viuda, aunque existían dudas sobre el particular. Tantas que, como yo sabía escribir, me pidió que dirigiera una carta a su querido finado, formulándole diversas preguntas para dilucidar la cuestión. Terminada la carta, se la confió a Dávila para ser entregada en Buenos Aires, donde, según le habían dicho, su marido había muerto. La escena tenía algo de divertida y yo apenas podía dejar de sonreír, no obstante las lágrimas que corrían por el rostro de la mujer. Había en la casa dos o tres perros pelados parecidos a los de raza turca. Ya antes había encontrado varios de ellos y me informé con sorpresa de que se les empleaba mucho para curar catarros y flemas. Las personas afectadas se acuestan con los perros contra el pecho y dicen que el calor del animal les produce mejoría. Por la noche nos reunimos todos los de la casa; el viejo cerró la puerta y sacó su rosario. Yo temblé pensando en que aquello sería muy largo. Dio comienzo con una oración a la que todos dijeron Amén; luego empezó a pasar las cuentas repitiendo las preces hasta terminar. Cansado de estar de pie, y con hambre, parecíame que aquel rosario no terminaba nunca. Después me dijeron las hijas que su padre había rezado el rosario de Cuaresma en honor del huésped. Como algunas leguas más adelante iba a encontrarme en el límite del territorio guaycurú, el anciano me aconsejó que me levantara lo más temprano posible a fin de llegar al Fuerte del Tío antes de que el sol estuviera alto. 23 de junio. — Siguiendo el consejo del dueño de casa estuvimos a caballo y partimos antes de las tres de la mañana. Casi en todo el trecho el camino atravesaba bosquecillos de pequeñas mimosas. Esta circunstancia, la oscuridad de la mañana y el mal estado de los caballos hizo que llegáramos al Tío después de las diez. Este Fuerte está rodeado por un foso profundo y una empalizada con cuatro cañones pequeños distribuidos en las puertas de entrada. Después de algunas dificultades, fuimos admitidos a entrar y conducidos hasta el jefe que firmó mi pasaporte. En seguida fui a ver a don Pedro Duque para quien tenía una carta. Duque me dijo que le era imposible darme caballos, pero me llevó adonde estaba un criollo viejo de nombre Juan José, el que consintió acompañarme hasta el monte de José Nudo o del Socorro, distante cuarenta leguas, por la suma de veinticinco pesos. Me dijo que debíamos viajar siempre de noche para evitar los indios. El deseaba salir al día siguiente, pero estaba de buen talante y lo convencí de que emprendiéramos viaje esa misma tarde. Al parecer, los habitantes de esta población eran ochocientos. Estaban de baile por la noche y las mujeres se ocupaban en peinar y trenzar el cabello a los hombres. Me hicieron varias invitaciones para la fiesta pero consideré más discreto abandonar el Fuerte antes de que algún indio de los que merodeaban pudiera ponerse en acecho. En la semana anterior habían llegado hasta la empalizada del fuerte llevándose muchas cabezas de ganado. Poco después de entrado el sol, Juan José, armado con fusil y sable, Dávila y yo, franqueábamos la puerta del Fuerte. Fuimos primero al rancho de Juan José, como a una milla de distancia. Allí se nos unieron dos peones. Reunidos los veinte caballos que debíamos llevar por delante, esperamos hasta la nochecita y al trote corto emprendimos la marcha en dirección a José Nudo. Antes habíamos arreglado bien las armas de fuego de las cuales cuatro pistolas eran mías. En las primeras diez leguas, el terreno era muy desparejo, lleno de vizcacheras y en parte cubierto por una capa de sal. También anduvimos entre pastos altos que llegaban al pecho de los caballos. A eso de media noche llegamos a un árbol solitario que el baquiano se alegró de encontrar por cuanto era una prueba de que no había errado el camino. Allí nos apeamos diez minutos y Dávila sacó algunas provisiones para cenar. Juan José me contó muchas historias de los indios. Unos seis meses atrás, salía de su rancho cuando oyó unos quejidos entre los pastos y, acercándose, encontró una mujer joven, extenuada y desnuda. La reconoció en seguida y la llevó con cuidado hasta el Fuerte del Tío. Esa mujer había estado cautiva entre los indios, de los que fugó con gran dificultad y en estado miserable. —Aquí justamente, abajo de este arbolito —dijo— me atacaron una vez unos cuantos indios pensando que éramos pocos pero, en cuanto se levantaron de entre los pastos matamos cinco y los demás huyeron. Estas historias, ciertas o falsas, hicieron mucho efecto en el pobre Dávila que empezó a pensar en Por diversas causas, la gran nación de los guaycurúes que se extendía hacia el norte, en considerable distancia, ha quedado casi extinguida; eran considerados estos indios por los españoles como sus enemigos más crueles y en otro tiempo vino a ser un término común que se aplicaba a las tribus consideradas más bárbaras que las otras. Los guaycurúes, cuya comarca atravesaba yo en esos momentos, se mantienen en constante estado de guerra contra los criollos. Son tan inclinados a la vida errante y al merodeo, que, a partir de la revolución, se han unido voluntariamente a toda provincia en trance de atacar a su vecina. Los guaycurúes son altos y bien parecidos, de gran actividad y valentía y luchan hasta morir. Cuando pierden compañeros en la batalla, vuelven siempre y se llevan consigo los cadáveres. Viven en tiendas de escasa altura construidas de cueros que pueden removerse con gran facilidad y marchan de continuo a caballo, muy bien montados. Llevan malones a todas las poblaciones criollas y se roban las mujeres y el ganado. Su número se calcula —aunque el cálculo es poco autorizado— en ochocientos o novecientos individuos. Hablan castellano y se han hecho algunos intentos para reunir-los en pueblos pero hasta ahora sin resultado. 24 de junio. — Continuamos el viaje durante la noche y tan pronto como estuvimos listos. Amaneció cuando todavía nos faltaban diez leguas para llegar al Socorro. Estas leguas fueron las más penosas; vimos rastros frescos de los indios, sobre todo en los pastos altos pisoteados, lo que mostraba que aquéllos no andaban lejos. Los caballos iban cansados y además Dávila y yo sufríamos molestias de estómago por haber comido pan amasado con grasa de potro. La marcha se hacía muy desagradable; felizmente, cuando aclaró por completo, no vimos nada en el horizonte. Por último, el deseado monte de José Nudo apareció como una mancha negra en la lejanía. Cuando no quedó ninguna duda fue grande nuestra alegría y como a las once estábamos a sólo una milla de distancia; pero en eso cayó sobre nosotros una partida de soldados a todo galope. Pertenecían a la provincia de Santa Fe y formaban parte de la vanguardia de López, el gobernador, que debía llegar al Monte esa misma noche. Cinco minutos después estábamos instalados en un gran rancho de paja perteneciente al Comandante don José Santos Méndez. Le presenté la carta del diputado por Santa Fe. El Comandante y su mujer (ésta era joven y bonita y tenía un hijo pequeño) se ocupaban en prepararlo todo para la llegada del gobernador. Me recibieron con mucha civilidad. Con toda franqueza me dijo el Comandante que debía darle en depósito lo que llevaba conmigo porque no hacía responsable de la gente que nos rodeaba en esos momentos. Yo, naturalmente, obedecí. Su Excelencia no llegó esa noche. Había solamente un catre de cuero en la pieza y al verlo pregunté a la mujer u no lo ocupaban ella o su madre. Me aseguró que ella dormía en un rancho contiguo y que el catre se había puesto para mí. Estuve escuchando la conversación de la soldadesca y hasta tomé parte en ella pero me sentía tan cansado que me quedé dormido. En otras circunstancias quizá no hubiera cerrado los ojos tan pronto, porque la conversación giraba por entero sobre lances sangrientos de la guerra y venganzas cumplidas por los hombres del bando. La mujer del Comandante, sentada a mi lado, se estremecía de miedo. 25 de junio. — Al despertar esta mañana me sorprendió ver a la señora durmiendo en el suelo cerca de mi cama. Le dije que había procedido mal engañándome y confesó que al verme tan cansado y temiendo que yo tuviera escrúpulos de acostarme en su cama le pareció mejor decirme que ella dormía en otro lado. Nunca olvidaré este rasgo de bondad y delicadeza. Después, con gran cuidado, impidió que la soldadesca diera cuenta de mi breakfast y con aguja e hilo cosió mis prendas de vestir y mis alforjas en lo que demostró mucha habilidad. Como a eso de las nueve hizo su aparición el general López. Tan pronto como lo vi sentado en un rancho próximo fui hasta él para presentarle mis saludos. Estaba tomando aguardiente con agua por medio de una bombilla, manera ésta de beber bastante general por aquí. Era un hombre alto, de tez menos morena que la común y demostraba treinta años de edad. Tenía sobre el ojo derecho la marca de un terrible sablazo. Después de los saludos de práctica hablamos de la guerra y del aspecto que presentaba, así como de los negocios de Buenos Aires y Córdoba. En cuanto a los de Chile y Perú, manifestó poco interés por ellos y conocía escasamente la situación de esos países. Se mostró conmigo muy franco; me dijo que sabía dónde estaba apostado Ramírez, el jefe oriental, agregando que el viernes próximo lo atacaría y le cortaría la cabeza. Para concluir le pregunté si tenía despachos que quisiera confiarme para llevar a Buenos Aires. —“Tengo”, me contestó. López fue por varios años soldado raso en el ejército de Santa Fe antes que se le presentara la ocasión de mostrar su valor y su pericia en el mando. Con todo, ascendió muy pronto y, siendo apenas Mayor, fue nombrado por las tropas Capitán General. Después de ser elevado a ese rango, algunos disturbios de origen diverso le proporcionaron la oportunidad de distinguirse más todavía y debe decirse en justicia que, a excepción de cierta ligera tendencia al rigor, ha conducido los negocios de su Provincia con notable habilidad. Al año siguiente de haberme entrevistado con él los santafecinos declararon que los grados militares establecidos no bastaban para premiar sus méritos y que debía ser nombrado en seguida General. En cuanto a la amenaza contra Ramírez, le dio cumplimiento. El viernes siguiente lo atacó, lo derrotó y le cortó la cabeza que fue enviada desde Córdoba a Santa Fe y a Buenos Aires 1. Nadie lamentó la muerte de Ramírez, que era un gaucho ignorante aunque de talento natural. Cuando fue con su ejército hasta Buenos Aires, permaneció fuera de la ciudad y recibía la visita de muchas personas que deseaban conocer aquel hombre tan singular. Cuando las cosas iban a su gusto, Ramírez parecía tener apenas aliento para murmurar: —“Está muy bien”, pero en cuanto se veía contrariado, sus ojos brillaban como los del gato salvaje y nadie podía contenerlo. Con López estuvo unido por algún tiempo y al parecer en estrecha amistad; juntos atacaron a Buenos Aires y fueron afortunados en su campaña; pero el poder adquirido exigió grandes gastos y esto fue causa de que se hicieran grandes enemigos. Ramírez mantuvo en aquella ocasión la más perfecta disciplina en sus tropas y expidió órdenes para evitar el pillaje. Uno de sus soldados le quitó un poncho a una mujer que se había aproximado al campamento. Ramírez al verla muy afligida le preguntó lo que le pasaba y al saberlo hizo formar a toda la tropa para que fuera reconocido el culpable. La mujer lo señaló en seguida; estaba con el poncho robado. —“¡Amigo! —dijo el general al soldado— Un paso adelante y de rodillas”. El soldado obedeció y recibió de Ramírez un tiro en la cabeza. Su sistema de seguridad para con los prisioneros, era muy singular pero muy del gusto del país: les envolvía el torso y los brazos con cuero húmedo que al secarse se contraía y al oprimirlos, en muchos casos les producía la muerte. Cuando supe que Su Excelencia llevaba consigo un secretario me sentí más tranquilo por temor de que si él tomaba la pluma me hiciera quedar hasta la mañana siguiente. Después de esperar con tranquilidad durante dos horas, empecé a pensar que el Gobernador había olvidado sus despachos o no pensaba mandarlos entonces. Anduve paseando frente al campamento hasta que los despachos aparecieron. He observado una cosa muy general en toda América y es que la gente no tiene idea del tiempo ni del espacio. Lo mismo les da una hora que dos y una cuadra que una legua. Cumplidos todos los requisitos, el Comandante me devolvió el recado y las maletas en perfecto estado. Me despedí de la señora y del baquiano Juan José, y seguí camino en dirección a Coronda escoltado por dos dragones. Antes de dejar el campamento, dos indios guaycurúes de una partida de cuarenta que acompañaban a López, me siguieron de muy cerca tratando de arrebatarme una manta que me cubría, pero llevé la mano a las pistolas y me dejaron. Después de este inconveniente y hasta que me vi libre de aquellos vagabundos, me mantuve entre los dos soldados de la escolta. Ya era noche avanzada cuando entramos en Coronda, distante unas diez leguas del Monte; habíamos atravesado una llanura en que abundaban mucho las perdices. Vadeamos un río salado; los ranchos por donde pasamos estaban todos rodeados por fosos y empalizadas y tenían mangrullos. Coronda se hallaba también fortificada de esa manera. Se compone de unas ciento veinte casas hechas de adobe. 26 de junio. — Conseguidos los caballos, nos alejamos de Coronda y atravesamos un espeso bosque, saliendo a la orilla del río Paraná. Allí nos tomó una tormenta de truenos y relámpagos: cruzamos un río salado y seguimos camino hasta Gómez, cinco largas leguas, entre un trebolar abundante que llegaba a las rodillas de los animales. Cambiamos caballos y seguimos la marcha por un terreno muy llano hasta cruzar el río de las Mongas (Arroyo del Monje). Mi baquiano agarró un armadillo y no haciendo caso de mis súplicas, lo degolló. Después vimos un venado que marchó delante de nosotros incomodándonos porque era de los que huelen mucho. En Carcarañá, el maestro de posta no quiso darnos caballos por lo que nos vimos obligados a seguir dos leguas más después de esperar tres horas. Bajamos entonces al río Carcarañá, nombre que toma el río Tercero en este lugar y lo pasamos haciendo nadar a los caballos. Estaba muy crecido a causa de las lluvias. Vino la noche y el caballo del baquiano rodó, pero él salió corriendo como lo hacen todos en estas provincias; poco después y en pleno galope también cayó mi caballo como si le hubieran pegado un tiro y me apretó un pie, provocando la risa de mis acompañantes. La noche se puso muy oscura y el guía perdió el camino; después empezó a llover y tuvimos que marchar al trote. Todo esto, agregado a la humedad de las ropas por el cruce del río y al dolor que sentía en el pie, formaba un buen conjunto de calamidades. Hablábamos ya de la forma en que podríamos acampar para pasar la noche, cuando oímos ladridos de perros. A las nueve llegamos a 27 de junio. — Esta mañana obsequié a la mujer que me había dado hospedaje, con el resto de yerba y azúcar que traía conmigo porque no hubiera aceptado otra cosa. Como no madrugué mucho, no llegué a Rosario, distante cinco leguas, hasta las once del día. Rosario es una villa de alguna extensión pero sin ninguna clase de fortificaciones. Entregué al comandante militar una carta que tenía del diputado por Santa Fe y lo mismo hice con el cura don Pascual Braga. Este se mostró en extremo bondadoso y me invitó a permanecer en su casa por una semana pero sólo acepté quedar hasta después de la comida. Supe que la mujer de José Miguel Carrera se encontraba en Rosario y decidí hacerle una visita; tomamos mate juntos y quedé encantado por su físico y elegancia. Ella vivía como prisionera en el lugar, y pensé que podría serle grato tener noticias de sus parientes chilenos, muchos de los cuales yo conocía. Quizás me encargara también de llevar alguna carta. La señora de Carrera estaba en Rosario con sus cuatro hijos pequeños. Después volví a casa del cura para comer. Estando allí la sirvienta de la señora de Carrera me llamó en secreto y me dio dos cartas para Montevideo. El cura me colocó a la cabecera de la mesa y él se sentó a mi izquierda. El Ayudante se sentó frente a mí y las otras sillas fueron ocupadas por el sacristán y su hijo. La cena se compuso de sopa, muy sazonada con pimienta, seis aves colocadas en una fuente, un trozo de carne de vaca, asada, cerdo con salsa, pan de trigo y vino tinto. Poco después de comer, salimos para Arroyo Seco; el camino corría por un campo de trébol a la orilla del río Paraná. Podía verse apenas la costa opuesta de Entre Ríos. Cruzamos el arroyo Pavón y dormimos en 28 de junio. — Salimos en dirección a Ramallo, siete leguas, cruzando algunos arroyos que corren perezosamente hacia el río Paraná. Pasamos por San Nicolás dejándolo a mano izquierda y nos dimos prisa en llegar a Las Hermanas, distantes cinco leguas. Las orillas del río estaban cubiertas por bandadas de aves que me parecieron del tipo de las cigüeñas. Pasado San Pedro, nos alejamos de la costa del río. En este último sitio podía verse una roca calcárea. Aparecieron los cardos en medio del trébol, lo que me reveló la proximidad de Buenos Aires y vi pájaros en gran cantidad. Hicimos la marcha en dirección a Arrecifes, seis leguas; en parte, el camino era bueno pero al llegar a un bajo se convertía en un verdadero fangal. Tuvimos que pasar el río Tala, bastante profundo y sucio y poco después el río Arrecifes que estaba muy crecido, de tal suerte, que al principio no nos decidíamos a atravesarlo pero como la noche estaba clara y podía verse la otra orilla, nos atamos los ponchos y ropas alrededor del cuello para no mojarlas y así lo cruzamos. A las nueve de la noche estábamos en Arrecifes; había mucha iluminación porque celebraban la fiesta de San Pedro. 29 de junio. — Poco después de salir el sol continuamos la marcha y llegamos a Cañada Vellaca. Observé que las mujeres montaban a caballo como los hombres llevando las hijas a la grupa. Tréboles y cardos cubrían el suelo en igual proporción. Andando doce leguas más estuvimos en Areco. En las orillas del río del mismo nombre fueron descubiertos los huesos del mastodonte. Gran cantidad de pájaros. Predominaban los cardos sobre el trébol y el ganado comía las puntas más tiernas de aquella planta. Había pocos árboles y todos ombúes. Llegamos a Pilar en las primeras horas de la tarde. La casa de posta se encuentra un poco a la izquierda del pueblito. 30 de junio. — Muy temprano emprendimos la marcha para el arroyo de Pinazo, distante cuatro leguas. Cruzamos después el río que estaba hondo y peligroso, en dirección a Las Conchas, cuatro leguas cortas; el río de las Conchas, que también atravesamos, mostraba estratos horizontales de piedra caliza. Veíase mayor cantidad de ganado y de casas. Andando cuatro leguas más, tuve el gran placer de entrar nuevamente en la ciudad de Buenos Aires. Fui de inmediato a casa de un comerciante establecido desde mucho tiempo en el país y le entregué las cartas que traía para él, haciendo luego lo mismo con otras casas inglesas de la ciudad. Las preguntas que me hacían en todas partes eran inacabables, porque desde varias semanas atrás la ciudad estaba incomunicada con el interior. Lo que resultaba más sorprendente era la ruta por la cual había llegado yo. Visité a varios funcionarios del gobierno y luego conseguí que el capitán de un barco de bandera norteamericana que estaba a punto de partir, aceptara llevarme como pasajero hasta Río de Janeiro. Después de cenar fui a una tertulia y bailé hasta muy tarde. 1º de julio. — Me levanté al amanecer y dejé todo preparado para ir a bordo. Tuve después algunas dificultades para arreglar mi pasaporte; el gobernador deseaba que aplazara mi viaje por veinticuatro horas. Le dije que no tendría ningún inconveniente y por el contrario me parecía muy bien pero que aplazara él la salida del barco. Por último me firmó el pasaporte y le di entonces todos los informes que podía sobre el estado de las cosas en Chile, Perú y las pampas, de todo lo cual hizo tomar nota por su secretario. Concluido esto fui a embarcarme en el brig “New Jersey”. Dos días después estábamos fuera del Río de |
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