Buenos Aires en el centenario /1810-1834
Dorrego y Lavalle (1827—1828)
Sumario: El coronel borrego. — Sus perfiles morales: su personalidad política: sus ligerezas geniales. — Dificultades y responsabilidades de su gobierno. — Su política guerrera con el Imperio del Brasil. — Cómo fue considerada la convención de paz con el Imperio. —El partido Directorial-unitario: influencias que daban auge a la conspiración de este partido. — Cómo es saludado el regreso de las divisiones del ejército que peleó contra el Imperio. — La prensa de los unitarios y las medidas represivas del Gobierno. — Coacción gubernativa en las elecciones de representantes. — Dorrego ante los anuncios de la revolución contra su Gobierno: sus alucinaciones a este respecto. — El general don Juan Lavalle; perfiles de su personalidad. — La revolución del lo de Diciembre de 1828. — La reunión en San Roque aclama al general Lavalle Gobernador provisorio de la Provincia. — El Gobernador Dorrego reúne milicias en la campaña: acertadas previsiones del coronel Rozas. — Lavalle dispersa las fuerzas de Dorrego. — Los comandantes Acha y Escribano aprisionan a Dorrego y se dirigen con éste a la Capital. — Los prohombres unitarios deciden que Escribano retrograde a Navarro y escriben a Lavalle sobre la necesidad de que Dorrego sea sacrificado. — El sacrificio por el sacrificio, que revelan estas cartas. — El fusilamiento de Dorrego. — Lavalle después del fusilamiento del jefe del Estado. — Su actitud ante los hombres principales. El coronel Manuel Dorrego, jefe de la resistencia al Congreso y a la Presidencia que acababan de caducar, y cuya actuación es ya conocida en estas páginas, habíase distinguido en las batallas por la independencia suramericana, como se distinguiera en la tribuna, en la prensa, y en la sociedad de Buenos Aires, cuyas etapas abarcaba con ventaja, merced a sus extensas vinculaciones y a sus cualidades singulares para merecer el respeto de los más encumbrados y el cariño de los más humildes que son los que cimentan la reputación de los generosos. Tal como resulta del estudio de sus acciones publicas y privadas, de sus rasgos peculiares y de su idiosincrasia, Dorrego era una de las expresiones típicas del criollo de la antigua comuna porteña cuya especie se ha perdido al través de la evolución étnica que nos ha transformado. Sano, sincero, abnegado, magnánimo, y al mismo tiempo, quisquilloso, petulante, provocativo; mezcla de niño por los arranques sentimentales, y de atleta por los empujes soberbios; corazón que se apasionaba por todo lo noble, poniéndose al servicio de los más humildes, y tuerza propulsora que se erguía contra los que pretendían dirigir desde lo alto de un autoritarismo que provocaba su risa; en su alma se confundían el fuego sacro que ardió en el alma de Moreno, y las audacias de adolescente de Alvear. Los viejos que le conocieron y con quienes he conversado cuando el tiempo ya había apagado el fuego de la pasión deprimente o enaltecedora, presentan a Dorrego como un político de vistas clarísimas respecto de la organización definitiva de su país; sin vacilaciones que repugnaban a su fe y sin descender jamás del nivel moral que encuadraban sus virtudes, su honradez incontrastable y su ecuanimidad muchas veces puesta a prueba. Y sus escritos, sus arengas, sus cartas reservadas que poseo, su vida de continuada labor patriótica y hasta su muerte trágica —ordenada para eliminar una fuerza que hacia prevalecer la razón de la opinión pública sobre el preceptismo autoritario que pretendía perpetuarse— lo presentan como un republicano convencido, que si bien no transigía con las especulaciones de la política gubernativa que combatía, y cuyas iras sobre su cabeza se habían amontonado, en lo más recio de la lucha quería llevar a todos, amigos y adversarios, a la arena cívica, íntimamente persuadido de que en ello estribaba el éxito del gobierno del pueblo sobre el pueblo, en lo cual se cifraban sus ambiciones levantadas. Con tan bellas cualidades, Dorrego adolecía de ligerezas imperdonables en un hombre de su valer y de su posición. Fuese por el ingenuo error de medir la ecuanimidad de los demás por la que a él le caracterizaba, o por temperamento, o por tomar revancha apetitosa del desdén quijotesco y rabioso con que pretendían desacreditarlo los políticos directoriales y unitarios a quienes desde la prensa y los clubs había fustigado, el hecho es que menudeaba, con éxito, sátiras cuya mordacidad producían esos rasguños en la epidermis que incomodan a los débiles más que las heridas profundas; y ponía en ridículo los títulos de que otros pomposamente blasonaban, con frases que ardían como la legía de Rabelais, y que pasaban de boca en boca, suscitándole la malquerencia de ciertos hombres que todo lo esperan de la seriedad que se lleva en la cara, como la lleva el burro; de todo lo cual Dorrego reía, reía sin pensar que avivaba cada vez más la saña vengativa de sus terribles adversarios (1). A un hombre con estas cualidades no podía ocultársele que para el que desempeñare en esos días el gobierno de Buenos Aires, la senda estaba efectivamente «sembrada de espinas» como Dorrego lo había dicho en su discurso de recepción. A las responsabilidades que le alcanzaban como uno de los principales adversarios de las autoridades nacionales caducadas, uníase la exigencia pública de concluir la guerra con el imperio del Brasil de manera tan digna como lo demandaba la victoria de Ituzaingó, y en armonía con la protesta de que había sido objeto la convención firmada en Río Janeiro, de acuerdo con las instrucciones del presidente Rivadavia, la cual, el mismo Dorrego, había fustigado en su Tribuno. Y ello aparecía tanto más difícil cuanto que el Imperio recobró fuerzas de sus propias derrotas cuando vio que las Provincias Unidas no podían aumentar las tropas, exhaustas en esos momentos, y se propuso no firmar la paz sino a condición de conservar como suya la provincia Oriental del Uruguay. Así lo declaró el emperador don Pedro en su mensaje a las Cámaras Legislativas. Dorrego contrajo desde luego sus anhelos a reducir el Imperio por todos los medios que aconseja la política en tos casos extremos en que hasta la nacionalidad peligra. Era necesario poseer energías singulares y mucha confianza en si mismo para encarar en tal forma los sucesos. Véase cómo describe la situación el entonces ministro de Hacienda de la provincia de Buenos Aires: «Cuando el señor Dorrego reemplazó al señor Rivadavia no encontró ni ejército organizado, ni escuadra, ni dinero. Nadie quería ser ministro de hacienda; la situación parecía desesperada. Mi lenguaje al aceptar ese cargo, fue el siguiente: Conozco el Brasil desde mis primeros años: así deshechos como estamos, tenemos cuatro armas terribles. En primer lugar, en el Brasil existe un gran partido republicano compuesto de jóvenes, algunos de los cuales me buscaban manifestando el deseo de seguir nuestro ejemplo; por consiguiente» no hay más que atizar el fuego. En segundo lugar, proclamar la abolición de la esclavitud. La tercera arma, que nos ha conservado la previsión del general Bartolomé Mitre cuando fue presidente, era la guerra del corso. La cuarta arma era emprender la guerra de corso por tierra poniéndonos en contacto con los republicanos del Río Grande, Porto Alegre y San Pablo para que se declaren independientes, uniéndose o no a nosotros. A los treinta y cinco años, yo era un político poco escrupuloso y le había repetido al señor Dorrego, latinista, el famoso verso: «Una salus victis nullam esperare salutem», la salvación del vencido es no esperar ninguna. La política guerrera, desenvuelta con éxito por Dorrego (2), y la mediación del lord Pomsomby, decidieron al emperador del Brasil a suscribir la Convención del 27 de Agosto de 1828, por la cual ese monarca renunció para siempre al dominio de la Provincia Oriental del Uruguay, y el Brasil y la Argentina la reconocieron como Estado libre e independiente. De manera que lo que no había podido obtener Rivadavia, lo obtenía Dorrego contra todas las previsiones. Y como era consiguiente, este triunfo diplomático afirmó los prestigios nacionales de Dorrego y dejó a, los hombres de las provincias la impresión de que el país estaba representado por un estadista de cualidades poco comunes. Esta impresión se exteriorizó en inequívocas manifestaciones de adhesión que, desde Jujuy hasta Santa Fe, le llegaron a Dorrego, y en el nombramiento de los convencionales encargados de dar al país la constitución republicana federal. Fuera de este consenso quedaba una fuerza poderosa con prestigios conquistados en el gobierno y a través del tiempo: el partido directorial unitario. El partido unitario avivaba en el despecho sus rencores contra el periodista y el tribuno que lo había vencido desde el llano, contribuyendo a derrocar el directorio monarquista de Pueyrredón y el Congreso y la Presidencia unitarios. Desde que cayó Rivadavia, los directoriales unitarios conspiraban para derrocar a Dorrego, ¿Por qué, después de las pomposas declaraciones que desde el gobierno del general Martín Rodríguez hicieron los hombres de ese partido respecto de la necesidad de cimentar los gobiernos legalmente constituidos? La autoridad que investía Dorrego derivaba del derecho y de la ley. Nadie lo había puesto en tela de juicio; que hasta el mismo Congreso unitario, empeñado en ejercitar funciones legislativas, había consagrado esa legalidad examinando las actas electorales de los representantes del pueblo y campañas de Buenos Aires que eligieron a Dorrego Gobernador de la Provincia con arreglo a las leyes vigentes de 1821 y de 1823. Y no era solamente la resistencia de los unitarios, sino la anarquía de las influencias que habían dado ser al gobierno de Dorrego, lo que hacía vacilar la situación. Dorrego sentía sobre sí todo el peso de las responsabilidades que los gobiernos de provincia de buen grado le habían deferido para eludirlas por su parte en presencia de una nación sin autoridades nacionales, después de haber derrocado las que existían, aunque fuesen de hecho, como las titulaban; sin constitución después de haber rechazado la que dio el Congreso, y cuando la Convención de Santa Fe, si algo demostraba en su impotencia para dar la constitución federal, era que las aspiraciones estrechas y el sentimiento localista de algunos dirigentes de provincia imposibilitaba por entonces todo régimen de gobierno que no fuese el que les asegurase a cada uno de ellos el modus vivendi permanente para sí y los suyos; substraídos a la obediencia de un gobierno general; sin crédito, después de haber distraído los recursos que dejó la Presidencia en satisfacer las exigencias de los jefes de provincia que eran insaciables para demandarlos; sin más ejército regular que las dos divisiones que regresaban de la campaña del Brasil ya tocadas por los que trabajaban la caída del Gobernante. El regreso de estas divisiones, para cuya recepción el Gobierno hacía grandes preparativos, fue saludada por la prensa de los unitarios casi como un triunfo de la revolución, como si, en efecto, el ejército de la Nación no tuviera más que entrar en Buenos Aires para que cayese el gobierno legal que la representaba. Hablábase públicamente de la revolución y hasta se anticipaba cómo se llevaría a cabo, asi, en 21 de Noviembre (1828) ya le escribía desde Buenos Aires al general Fructuoso Rivera, su agente y amigo don Julián de Gregorio Espinosa: «La llegada de estas tropas hace recelar a algunos de que van a servir para hacer una revolución contra el Gobierno, de cuya revolución hace ocho días que se habla públicamente; por los datos que yo tengo, no encuentro dificultad en que se verifique, mucho más si se hace militarmente. Me han asegurado que piensan poner al general don Juan Lavalle de Gobernador y que van a desconocer la Junta de la Provincia; si esto sucede, vendremos a quedar gobernados por la espada, como ha estado la Provincia Oriental en todo este tiempo anterior...» (3). La prensa de los unitarios, salida de quicio, extremaba la licencia estampando pura y simplemente que el señor Dorrego descendería mal que le pesara; y el Gobierno, que sentía por todos lados la bocanada revolucionaria, estaba tomando medidas cuyo alcance dependía de su poder para hacerlas cumplir. A la ley de 8 de Mayo que restringía la libertad de imprenta, se sucedió la política de exclusivismo, de desconfianzas y de represión que estrechaba cada vez más las filas del partido gubernista; los ataques a mano armada a los periodistas adversarios del Gobierno, y las destituciones de empleados y de jefes como el coronel Rauch que desde tiempo atrás prestaba importantes servicios en la frontera. Se sabe cual es, en tales circunstancias, el resultado de estas medidas coercitivas; retemplar el espíritu de los excluidos y dar nuevas armas a la oposición. Esta se sintió incontrastable con la presencia de la fuerza veterana y se preparó a levantar a sus hombres principales, haciendo triunfar sus listas en las elecciones de representantes a la Legislatura que iban a verificarse. El Gobierno cometió ese día la imprudencia de colocar gruesos piquetes de soldados en el atrio de los templos. Cuando los unitarios concurrieron a votar allí, sus contrarios prorrumpieron en manifestaciones hostiles. El general Lavalle, Jefe de la 1º División del ejército recién llegado, se aproximó a un atrio. Un oficial le cerró el paso. Lavalle, que había contenido a Bolívar en sus raptos de vanidad, contuvo al oficial diciéndole: «Es indecoroso que un militar que debe honrar su espada esgrimiéndola contra los enemigos de la Patria, la desnude contra el pueblo indefenso que viene a ejercer el primero de sus derechos: dé usted paso al general Lavalle». Y pasó e hizo pasar a sus amigos (4). En alguna otra parroquia, Jefes de alta graduación obtuvieron igual acatamiento de parte de la fuerza de línea apostada; pero, en general, la oposición, que estaba evidentemente en minoría, no pudo o no quiso votar, como que de ello no había menester para realizar el plan que tenía preconcebido. El coronel Dorrego conocía los méritos militares del general Lavalle. Pero no imaginó que Lavalle comenzaba a ser jefe de partido, a pesar de que se lo indicaban claramente las manifestaciones de que aquél había sido objeto de parte de los dirigentes de la oposición, y la espontaneidad con que los más encumbrados de entre éstos habían aceptado su dirección en esos días. Así fue que cuando uno de los amigos le repitió que Lavalle era el jefe de la revolución, Dorrego le contestó con franca sonrisa: No lo creo; Lavalle es un veterano que no sabe hacer revoluciones con la tropa de línea, Y como el mismo personaje agregase que hombres como Agüero, Carril, Cruz, Díaz Vélez, Gallardo, Várela, Alsina y toda la oposición estaban de acuerdo a ese respecto, Dorrego mandó llamar con urgencia a Lavalle y le dijo a su interlocutor: «Ya verá usted: Lavalle es un bravo a quien han podido marear sugestiones dañinas, pero que dentro de dos horas será mi mejor amigo». El coronel Dorrego padeció esta vez del mal de la alucinación. Todo lo que había oído era exacto. Lavalle, aclamado en reuniones secretas como jefe de la oposición, y tomando sobre sí la responsabilidad de los sucesos, estaba resuelto a deponer al coronel Dorrego y a quebrar para siempre su influencia poderosa. Cuando se le comunicó la orden superior, respondíale airado al edecán del Gobernador; «Dígale usted al coronel Dorrego que mal puede ejercer mando sobre un jefe de la Nación quien, como él, ha derrocado las autoridades nacionales para colocarse en un puesto del que lo haré descender, porque tal es la voluntad del pueblo al cual tiene oprimido». Esta respuesta perfilaba al aclamado jefe de los unitarios quien condenaba lo mismo que iba a hacer, personalmente, por medio de la fuerza. El general don Juan Lavalle era el tipo del soldado caballero, que se había creado fama singular con su sable corbo de granaderos a caballo, batallando por la independencia de América desde las riberas del Paraná hasta las montañas del Ecuador. Culto, apuesto y atrayente, distinguíase por el orgullo que tenía de su valer y por la altivez genial con que se levantaba para inclinar a los hombres o traer las cosas dentro de la órbita de sus miras limitadas, pero iluminadas por cierta perspicacia en la que confiaba con el fervor de la sangre española que inflamaba sus venas. El entusiasmo fácil se apoderaba de su espíritu impresionable y se diría que actuaba como un explosivo. Sus resoluciones saltaban como ímpetus, y los obstáculos suscitábanle arranques violentos, como esas bocanadas del pampero que a todo se sobreponen. Cuando Bolívar estaba en el apogeo de su gloría, refieren que Lavalle, Mayor entonces, osó replicarle con entereza. «Estoy acostumbrado a fusilar generales insubordinados» díjole colérico el libertador. «Esos generales no tenían espada como esta» exclamó Lavalle. En épocas medioevales, Lavalle habría ostentado brillante empresa en su escudo; que en justas galantes y en lides de romance, habríale disputado el paso al primer barón cristiano, y lanzádose adelante, sable en mano y el pecho dilatado por los alientos del combate, para satisfacer las exigencias de su idealismo heroico. En la persecución de Chacabuco trabóse en singular pelea con un arrogante granadero realista; y en Río Bamba, repelido trece veces por un enemigo muy superior, llevó todavía una carga más hasta quedar vencedor. Tal era el hombre que, como jefe de los unitarios, debía por la primera vez en su vida mandar a sus soldados derramar la sangre de sus hermanos y morir a manos de éstos. Al amanecer del 1° de Diciembre de 1828, el general Lavalle y el coronel Olavarría, al frente de la infantería y .caballería de la primera división del ejército, penetraron en la plaza de la Victoria después de guarnecer los puntos más importantes de la Ciudad. Todos los directoriales y unitarios acudieron a victorear al general Lavalle. Este explicó la presencia de las tropas declarando que iban a apoyar la voluntad del pueblo, y después de dejarlas a las órdenes del coronel Olavarría, se dirigió al Cabildo acompañado de los hombres que figuraron bajo la presidencia de Rivadavia. Sin elementos para contrarrestar la fuerza de línea, el gobernador Dorrego abandonó la Fortaleza y se dirigió al campamento del comandante general de milicias don Juan Manuel de Rozas, quien le entregó las fuerzas de su mando, en número de 1000 hombres, incluso los indígenas sometidos. Los ministros Guido y Balcarce comunicaron a Lavalle la ausencia del Gobernador. Lavalle declaró al emisario, que lo era el general Enrique Martínez, que puesto que el Gobierno había caducado de hecho (?), invitaría al pueblo para que deliberase acerca de lo que debía hacerse. El pueblo, por el órgano de buen número de vecinos y de partidarios de la revolución, se reunió esa misma tarde en la iglesia de San Roque. A no haber promediado la circunstancia de que el ejército de línea era la fuerza eficiente del movimiento, como que sin el ejército no se habría éste producido, la asamblea de San Roque, por las exterioridades teatrales y las formas del procedimiento, era ni más ni menos el remedo de las que tenían lugar durante la anarquía del año XX, cuando cada día había un pueblo dispuesto a darse autoridades del agrado de quienes ese día se sentían más fuertes. El doctor don Julián Segundo de Agüero, ex ministro de la Presidencia, explicó las razones del movimiento, ajustando los hechos a las exigencias de su retórica política, y declarando con énfasis triunfante que era el pueblo quien debía resolver lo que se haría. Después de muchas proposiciones, el pueblo aclamó al general Lavalle Gobernador provisorio de la Provincia, y votó la convocatoria a elecciones de los diputados que deberían nombrar el gobernador propietario (5). AI saber que el gobernador Dorrego reunía fuerzas en la campaña para sostener su autoridad, el general Lavalle delegó el mando en el almirante Brown, y al frente de 500 veteranos de caballería se dirigió en busca de aquél. El Gobernador se propuso esperar al general revolucionario, no obstante que su fuerza se componía de grupos más o menos numerosos de milicianos sin organización, y que el coronel Rozas opinaba que por el momento debía internarse en la campaña y reunir fuerzas respetables. He aquí como, muchos años después, da cuenta de ello el mismo Rozas: «Al ponerme con esos grupos a sus órdenes y pedirme S.E. opinión, le dije que sin pérdida de tiempo me ordenara dirigirme al sur, para formar allí un cuerpo de ejercito que aumentaría cada día en número y organización: que S.E. se dirigiera esa misma noche al norte con los grupos de esta campaña. Si el general enemigo, agregué, sigue a V.E., yo le llamaré la atención por retaguardia para obligarlo a volver sobre la fuerza de mi mando... Ni V.E. ni yo debemos admitir una batalla, en la seguridad de que a la larga las tropas de línea de que se compone el ejército enemigo quedarán reducidas a nada. S.E. aprobó mi plan y me dio sus órdenes de conformidad delante de dos Jefes de crédito. Pero me obligó a que lo acompañase esa noche hasta Navarro, para de allí irme al sur y él al norte. Tuve que obedecerle. Esa marcha fue un desorden. No pude encontrar esa noche a S.E. cerca de Navarro para despedirme y decirle no debíamos parar, porque si el enemigo había trasnochado como nosotros, nos atacaría sin darnos tiempo para retirarnos en orden» (6). Las previsiones de Rozas se cumplieron. El Gobernador fue envuelto en la dispersión de sus tropas ante la carga que le llevó Lavalle, el 9 de Diciembre (7). «Mandé decir a S.E. con varios chasques, continúa Rozas en su mencionada carta, que el enemigo se aproximaba y que no perdiese tiempo; que se retirase, pues yo comenzaba a hacer lo mismo. S.E. me mandó decir con repetidos enviados, no me fuese, pues que ya había formado la fuerza para cargar al enemigo así que se acercase. Con profunda pena recibí estas órdenes. Ni tiempo tuve para formar y cargar de flanco con algunos indios de lanza que era la única que había con armas (8). El enemigo siguió, y los grupos mal formados por S.E. dispararon antes de ser cargados. Sabiendo que S.E. se había dirigido en fuga al norte, ordené a los indios y paisanos que tenía conmigo se fuesen al sur del Salado, y que allí esperasen mis órdenes que les había de dirigir desde Santa Fe, por el desierto. En vez de seguir por el norte, el Gobernador prefirió buscar la incorporación de un regimiento de línea que, al mando del coronel ángel Pacheco, se hallaba a inmediaciones de Areco. Este regimiento (el número 5) era el mismo que había mandado y educado el coronel Rauch, a quien Dorrego destituyó. Rauch conservaba sus prestigios entre los oficiales de su cuerpo. Los comandantes Acha y Escribano, subleváronse contra el coronel Pacheco, redujeron a prisión al Gobernador de la Provincia y se pusieron con éste en marcha para la Ciudad en la mañana del 11 de Diciembre. El Gobernador pudo dirigir dos cartas, al sustituto de Lavalle, una en la que le decía que no dudaba que haría valer su posición para que se le permitiera ir a los Estados Unidos por el tiempo que se le designara; y al ministro Díaz Vélez, la otra, en la que le pedía lo viese en el momento de su llegada a la Capital, seguro de que sus adversarios aceptarían las indicaciones que él haría respecto de la cuestión que dividía a los partidos. Estas noticias fueron recibidas en Buenos Aires como el anuncio de la catástrofe. El cuerpo diplomático resolvió mediar en favor del desdichado Gobernador; pero no tuvo mayor eco. Los prohombres unitarios que acababan de decidir del fin del prisionero exigieron, y así lo ordeno el sustituto de Lavalle, que el comandante Escribano retrogradase hasta Navarro, donde se encontraba aquel General, y que le entregase a éste el prisionero, juntamente con las cartas del almirante Brown y del ministro Díaz Vélez, en la que ambos encarecían la conveniencia de aceptar la proposición de Dorrego de salir del país y no volver a éste bajo fianza segura (9). Pero con anterioridad a este pliego, el general Lavalle recibió cartas de los prohombres unitarios, en las que, con cálculo que abruma y frialdad que aterra, le manifestaban que todo quedaría esterilizado si el gobernador Dorrego no era sacrificado inmediatamente (10). Quien lea estas cartas y conozca los antecedentes de la tragedia de Navarro, deduce sin violencia que los prohombres unitarios, haciendo pesar su autoridad sobre el ánimo impresionable del general Lavalle, decidieron con su condenación colectiva la muerte del gobernador Dorrego; por más que aquél se responsabilizase ante la historia de un hecho que debió evitar para no abrir la era de las tremendas represalias de la guerra civil. Esos hombres, que eran los únicos con quienes Lavalle contaba para llevar adelante la evolución iniciada; esos antiguos publicistas, magistrados, consulares y dirigentes que vivían del prestigio de sus antecedentes... ¿no eran los llamados a decidir de los obstáculos y de las necesidades que se presentasen en el camino difícil que debía abrir y asegurar la espada vencedora del general Lavalle?...Y... la suma de sus talentos y de su representación política; el compromiso de su adhesión; el servicio de sus personas, de su reputación y hasta el sacrificio de su porvenir; todo esto que era por entonces la única base con que contaba el general Lavalle para consolidar su autoridad... ¿no se le otorgaba sin reserva y sin tasa, a condición de que Dorrego desapareciese?... Así resulta de la nerviosa rapidez de los procedimientos con que el joven general quiere terminar de una vez la lucha ingrata que arde en su corazón herido por dos corrientes opuestas: la de la humanidad que lo dilata, y la de la necesidad impuesta que lo cierra por fin a todo otro sentimiento... Sabe que el comandante Escribano conduce a Dorrego. Pero éste no llega pronto. El 12 hace correr al coronel Rauch para que aligere esa marcha del calvario político. Rauch, el valiente Rauch, recuerda su destitución... pero se estremece de la suerte que espera al prisionero: desearía alargar esa vida, pero... ¡vuela! Lavalle quiere saber si llega al fin... y manda a saberlo... Rauch llega el día 13 a Navarro. Allí está Lavalle, presa de un delirio más cruel que la muerte, cuya tardanza es otra especie de muerte para él. La llegada del prisionero zumba en sus oídos como el eco de un lamento. Y sin embargo no quiere verlo. No quiere verle ni oírle un momento, y así lo repite con dureza al coronel Lamadrid. Su delirio toma vuelo entre vapores de sangre, a través de los cuales distingue una esposa desesperada, hijos huérfanos, amigos condolidos, pueblo vengador. Pero esto es un relámpago. Una montaña de plomo lo hace descender a la realidad. Al presentársele monstruosa, toca los miembros mutilados de la Patria, la tormenta ruje en el fondo de su ser, y vacilar le parece un crimen... El cuadro se forma bajo un sol que cae perpendicular y que fatiga a esos soldados que trasmontaron los Andes. La campaña es corta, pero tremenda. Una hora después el Gobernador de la Provincia y Encargado del Ejecutivo de la República es conducido al patíbulo improvisado junto a un corral de vacas... Va sereno, del brazo del padre Castañer... entrega al coronel Lamadrid una carta para su esposa en la que estampa el último beso de su amor; una prenda para su hija, entre la ultima lágrima que su valor contiene, y se sienta, se sienta perdonando a sus enemigos y pensando en Dios... El capitán Páez adelanta un pelotón del 5° de línea... levanta su espada en señal de la descarga, y el Gobernador Dorrego cae bañado en su sangre... y como si el vértigo lo hubiese impelido a mojar la pluma en esa sangre, el general Lavalle escribe inmediatamente estas líneas, en las que palpita la monstruosidad de la escena: Participo al Gobierno delegado que el coronel Dorrego acaba de ser fusilado por mi orden, al frente de los regimientos que componían esta división. La historia juzgará si el coronel Dorrego ha debido o no morir, y si al sacrificarlo a la tranquilidad de un pueblo enlutado por él, puedo haber estado poseído de otro sentimiento que el del bien público. Quiera persuadirse el pueblo de Buenos Aires que la muerte del coronel Dorrego es el sacrificio mayor que puedo hacer en su obsequio (11). La misma perturbación del sentido político, producida por la dialéctica siniestra de sus consejeros, que decidió de esa orden estupenda, movió al general Lavalle, en seguida del fusilamiento, a llamar a los oficiales superiores de su división. Como si éstos hubiesen podido ser en algún momento jueces del primer magistrado de la Provincia y de la Nación, Lavalle, paseándose precipitadamente y con alterada voz les dijo: si los jefes hubiesen formado consejo de guerra para juzgar a Dorrego, todos habrían votado la muerte de éste: ¿no es verdad, señores? Pero basta con que yo solo sea el comprometido. Yo lo he fusilado por mi orden y sobre mí caerá la responsabilidad. La historia me juzgará. «Me parece que nadie contestó, agrega el entonces coronel Lamadrid, presente en este momento; y si lo hizo alguno, no lo advertí... ¿Qué razón había para fusilar a dicho magistrado y mucho menos de aquella manera?» (12). La excitación febril y los ímpetus violentos del general Lavalle no se calmaron en los días subsiguientes, a pesar de las manifestaciones y fiestas con que sus principales amigos querían borrar de su ánimo y del ánimo del pueblo la ingrata impresión del fusilamiento del 13 de Diciembre. Uno de esos días se presenta en el Fuerte el vencedor de Ituzaingó. —«¿Qué piensa usted de la situación?» le preguntó Lavalle. —«Pienso que es insostenible, tal como está hoy.» —«Es que yo no soy el hombre de 1815», exclama furioso y dando la espalda Lavalle, mientras Alvear se retiraba preguntándose por qué lo habría llamado para injuriarlo. Otro día se paseaba apresuradamente en el salón del Fuerte, cuando entró don Bernardino Rivadavia acompañado del doctor Julián Segundo de Agüero. Conversando de la actualidad preguntóle Rivadavia qué género de relaciones entablaría con las provincias. —«Las provincias! exclamó Lavalle, golpeando fuertemente el suelo con el pie, a las provincias las voy a meter dentro de un zapato con 500 coraceros..» —«Vamonos, señor don Julián, dijo por lo bajo Rivadavia: este hombre está loco.» El general Lavalle apeló al juicio de la posteridad, como que habría sido estupendo de su parte pretender justificar el fusilamiento del primer magistrado de la Nación, que él ordenó a titulo de militar sublevado, al frente de fuerzas de la Nación. Este juicio no le alcanzó en vida. La pasión política, o lo lapidó quince años consecutivos, o lo llevó a la altura de las personalidades heroicas. En principio, hechos como el fusilamiento de Dorrego no se discuten; el ciudadano, el diarista, el historiador, los condena en nombre de la libertad a la que insultan y en homenaje a la patria a quien enlutan. |
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