Buenos Aires en el centenario /1810-1834
Lavalle y las campañas (1828—1829)
 
 
Sumario: Prospecto político de los revolucionarios de Diciembre. — Lo que creían ver los adversarios. — La dictadura militar: la prensa y las clasificaciones. — Alzamiento de las campañas de Santa Fe. — Buenos Aires: radicalismo de la prensa. — La convención nacional nombra a López general en jefe del ejército contra Lavalle: Rozas se pone a las órdenes de López. — Lavalle sé dirige sobre Santa Pe. — La estrategia de López: combates de las Palmitas y de las Vizcacheras. — Batalla del Puente de Márquez: la notable retirada de Lavalle. — éste rechaza las proposiciones de paz que le dirige López; López se retira a Santa Fe. — Lavalle ante las campañas: los sentimientos y las tendencias que predominaban en las campañas de Buenos Aires: conciencia de Lavalle en su impotencia para vencer. — La excursión romancesca de Lavalle: entra solo en el campo de Rozas y se duerme en el lecho de éste. — La entrevista entre Lavalle y Rozas: el pacto de Junio. — Actitud de los amigos de Lavalle ante el pacto de Junio. — El convenio adicional de Agosto: provisoriato del general Viamonte. — Influjo político de Rozas. — El partido federal Dorreguista le entrega su representación. — El Gobernador Viamonte y las elecciones de representantes: consulta sobre este particular al comandante general de campaña; Rozas le manifiesta que la opinión reclama que se convoque a la Legislatura derrocada.


A los hombres que dirigían al general Lavalle no se les ocultaba que su actuación sublevaba formidables resistencias en el interior del país. Cuando bajó a Buenos Aires la 2ª división del ejército contra el Brasil, al mando del general José María Paz, resolvieron abatir esas resistencias con medidas tan radicales como la que acababan de iniciar aconsejando el fusilamiento del primer magistrado de la Nación. Lo mismo habíale manifestado Lavalle a Rivadavia al declararle que con 500 coraceros metería dentro de un zapato a las provincias. La prensa revolucionaria asignó a esta política el carácter de ley de la necesidad. Y ésta y aquéllos circunscribieron sus miras a hacer prevalecer el plan de organización constitucional que fracasó ruidosamente en el año anterior como había fracasado en el de 1819. Esto es lo que se veía.

Lo que creían ver los adversarios de tal orden de cosas, era más radical todavía. Fijándose en los antecedentes y trabajos de los directoriales, confundidos con los unitarios que a la sazón gobernaban, atribuíanles el propósito de monarquizar el país para cimentar por este medio el orden y asegurar la paz. Especie acreditada era ésta, que quedó después como recuerdo de una de tantas tentativas frustradas. He aquí lo que treinta y cuatro años después escribía don José María Roxas y Patrón, ex presidente del Congreso del año 1826, ex ministro de Dorrego y partidario ingenuamente convencido de la república dinástica en el país argentino. «Traer el gobierno de afuera fue la idea de los principales patriotas, y siguieron propagándola desde los primeros tiempos Saavedra, Belgrano, Pueyrredón, etc., etc.». Y en seguida de justificar su aserto refiriendo los negociados sucesivos de los directorios y congresos para coronar ya a la princesa Carlota, ya al infante don Miguel, ya al príncipe de Luca, agrega: «El primero de Diciembre de 1828, así que el general don Manuel Escalada supo la revolución hecha por su íntimo amigo don Juan Lavalle, se fue a él, y lo encontró en la plaza, y reconviniéndolo, Lavalle lo sacó al medio y le dijo: «Te diré mi secreto y tú no lo dirás a nadie». Escalada contestó: «A nadie no; solo a mi hermano Bernabé para quien no tengo secretos». «Bien; sea él solo. Ya está visto que la República es una merienda de negros, que en nuestro país no puede ser. He entrado en el proyecto de establecer una monarquía; he dado los pasos y tendremos por soberano un príncipe de las primeras dinastías de Europa. Esto nos lo contó don Bernabé Escalada al general Iriarte y a mí, estando de visita, añadiendo ser la primera vez que lo decía. Así se explica por qué la Francia hizo tantos gastos cuando el bloqueo francés para pasar a Lavalle con su ejército a esta banda del Paraná» (1).

Lo cierto es que los dirigentes del partido unitario en esos días suprimieron de hecho las instituciones y el mecanismo que funcionaba más o menos regularmente desde fines del año de 1820. La Junta de Representantes fue derrocada. Los miembros del poder judicial fueron removidos y suplantados con adictos a la situación. Todos los resortes de la administración quedaron en manos de esos dirigentes y el Gobierno reducido a la dictadura militar del general Lavalle, a quien manejaban. El absolutismo revolucionario alcanzó naturalmente a la prensa; que la libertad de la palabra escrita quedó reservada para El Pampero, El Tiempo y otros papeles unitarios, los cuales se diría que predijeron para sus partidarios los rigores que predicaban con el objeto de destruir a sus enemigos. En este camino se fue lejos; se forjaron armas de dos filos, armas que debían usar después los mismos contra quienes entonces se esgrimieron. En las contiendas tumultuarias del año XX se persiguió individualmente al o a los adversarios peligrosos. En el año de 1828 se decretó la persecución colectiva al partido federal, y general a todos los que no apoyaban la situación imperante. A principios del año de 1829, el consejo de ministros del general Lavalle inventó el sistema de las clasificaciones, o sea las listas de todos los adversarios conocidos de esa situación, y esto con el objeto de asegurar o desterrar a los federales más conspicuos, como lo verificó con don Tomás Manuel, don Nicolás y don Juan José Anchorena, con García Zúñiga, Arana, Terrero, Dolz, Maza, Rozas, etc., etc. (2).

La reacción armada estallaba entretanto en casi todas las provincias (3). En la campaña del sur de Buenos Aires fuertes grupos de milicianos buscaban su incorporación en los puntos que a jefes de su devoción indicaba el coronel Juan Manuel de Rozas desde Santa Fe. El general Lavalle no tenía, como Rivadavia, ni la reputación de un político que solamente sabía actuar dentro del derecho y de la ley, ni la égida de un congreso como el año 1826 que hiciera triunfar en principio los ideales de la minoría, conteniendo, en brillante tregua para la libertad del pensamiento, el empuje incontrastable de los pueblos y caudillos semibárbaros. No: por ser exclusivamente un soldado cuadrado habíanlo reconocido como jefe visible los unitarios que circunscribían su política a abrir camino con el sable a la Constitución del año 26. Con él conseguían lo que no consiguieron con Rivadavia, que era la primera personalidad entre todos ellos; la que descolló por sus iniciativas orgánicas y la que por su virtud se impuso en el momento supremo de la caída. El órgano oficial de los unitarios de 1828 condensaba esa política escribiendo: «...Al argumento de que si son pocos los federales es falta de generosidad perseguirlos, y si son muchos es peligroso irritarlos, nosotros decimos que, sean muchos o pocos, no es tiempo de emplear la dulzura, sino el palo... sangre y fuego en el campo de batalla, energía y firmeza en los papeles públicos. Palo, porque solo el palo reduce a los que hacen causa común con los salvajes. Palo, y de no los principios se quedan escritos y la República sin constitución» (4). Esto era ya la consagración práctica del principio proclamado en esos días por uno de los prohombres unitarios cuando, para decidir al general Lavalle a que fusilase al gobernador Dorrego, le escribía: «Mire usted que este país se fatiga, 18 años hace, en revoluciones, sin que una sola haya producido un escarmiento. Considere usted el origen de esta impureza de nuestra vida histórica y lo encontrará en los miserables intereses que han movido a los que las han ejecutado. El general Lavalle no debe parecerse a ninguno de ellos. En tal caso la ley es —que una revolución es un juego de azar en el que se gana hasta la vida de los vencidos cuando se cree necesario disponer de ella». (5).

Nadie en la República se hizo ilusiones a este respecto, y a ello debe atribuirse que la reacción contra los unitarios de 1828 se manifestó más radical y más violenta que la que se había limitado en 1826 a hacer el vacío a los poderes nacionales. La lucha sobrevino muy luego. El coronel Juan Manuel de Rozas, del campo de Navarro se había dirigido a Santa Fe, desde donde enviaba sus comunicaciones para la reunión de milicias a las campañas del sur de Buenos Aires, como queda dicho. El gobernador López calculó, y con razón, que el general Lavalle, que acababa de desconocer la Convención Nacional, lo primero que haría sería irse sobre Santa Fe, y que el único que podía oponer una resistencia a tales avances, era Rozas. Así es que, en uso de las facultades con que lo había investido la Convención, reunió sus milicias, nombró a Rozas Mayor General del ejército de la Unión y abrió campaña contra Lavalle, expidiendo un manifiesto en el que daba por causales de su actitud el fusilamiento del magistrado que desempeñaba el Ejecutivo de la Nación, el desconocimiento que hacía Lavalle de la Convención Nacional y la agresiva que traía sobre Santa Fe (6). «Quedé obligado a usar de la autoridad de que estaba investido, escribía Rozas cuarenta años después, y me puse a las órdenes del señor general López, General en jefe nombrado por la Convención Nacional, para operar contra el ejército de línea amotinado» (7).

El general Lavalle organizó dos divisiones de caballería a las órdenes de los coroneles Rauch y Estomba que debían contener a los milicianos levantados en armas en las campañas de Buenos Aires, por los auspicios del coronel Rozas; envió al general Paz con la segunda división del ejercito a las provincias del interior para que sofocase la resistencia de los jefes federales, y él con 1300 veteranos se dirigió sobre Santa Fe a batir al gobernador López. Este jefe, con ser que inició su carrera militar en el regimiento de Granaderos a caballo y se batió intrépido en San Lorenzo a las órdenes de San Martín, no era un militar de las condiciones del general Lavalle; pero podía competir dignamente con éste y aun superarlo en la clase de guerra que se propuso hacerle. Era la guerra de astucias y de engaños del viejo caudillo, que no empeñaba combates serios, pero que hostilizaba continuamente a su adversario, presentándole por todos lados grupos de caballería bien montada, mientras él se apoderaba de los recursos y conseguía llevarlo, más o menos debilitado, hacia un punto donde le caía entonces con todas sus fuerzas.

Los veteranos de Lavalle se veían por la primera vez impotentes ante esa táctica singular para destruir a la larga un ejército regular, sin aceptar combates, sin presentarlos tampoco y quitando, por lo demás, al adversario los mejores recursos. A este plan subordinaba López todas sus operaciones. Como las caballadas de Lavalle fuesen muy superiores a las suyas, después de haberlas fatigado, se propuso destruirlas o diezmarlas. Por una serie de movimientos hábiles que denotaban cierta resolución de preparar un ataque que, atrajo a Lavalle a terrenos cubiertos del venenoso mío-mío, donde éste acampó. Al día siguiente Lavalle constató que habían muerto más de 600 caballos (8) y que de las fuerzas de López no se tenía noticias. La ventaja que había obtenido en «Las Palmitas» la caballería del coronel Suárez contra los milicianos de Rozas, acababa de quedar esterilizada por la acción de «Las Vizcacheras» en la que había sido derrotado y muerto el reputado coronel Rauch. Esto y la repentina demencia que sobrevino al coronel Estomba privaba al general Lavalle de la única fuerza que tenía en las campañas de Buenos Aires para oponerse a la creciente influencia del coronel Juan Manuel de Rozas.

Ante el peligro inminente de perderlo todo, se retiró de Santa Fe, corriéndose rápidamente por el norte de Buenos Aires. De las inmediaciones del puente de Márquez despachó a esa ciudad una orden para que, a la brevedad posible, viniese a incorporársele una división de infantería. Lavalle se proponía lanzar esta columna sobre Santa Fe, cubriéndola él por el flanco: ocupada Santa Fe, López marcharía precipitadamente a su provincia: Lavalle le seguiría allí con la ayuda de Paz, con quien había conferenciado en los Desmochados en los primeros días de Abril y que vendría del lado de Córdoba, y entonces la campaña cambiaría completamente de aspecto. Pero López y Rozas no le dieron tiempo. Sospechando, quizás, los movimientos que intentaba y suponiéndolo con escasos medios de movilidad después de los dos últimos combates, reunieron todos los regimientos de caballería, fuertes de 6000 hombres, y avanzaron sobre el puente de Márquez. Lavalle, después de sorprender y apresar una guardia que custodiaba un paso del río de Las Conchas, los atacó con 1400 soldados de caballería, 500 infantes y 4 piezas de artillería de campaña. Los veteranos de Ituzaingó y Bacacay hicieron prodigios esa mañana del 26 de Abril, para reducir a los milicianos de Santa Fe y de Buenos Aires, en una serie de cargas tan brillantes como impotentes. Desde las seis y media hasta pasadas las diez de ese día se combatió encarnizadamente: arrollados y dispersados los veteranos, Lavalle formó en cuadro su infantería y pudo operar una retirada cuyo mérito militar abona el mismo López al referirse en su parte a las hostilidades que personalmente dirigió después de la batalla, y a la manera como fueron respondidas por la infantería y artillería unitaria, incesantemente, hasta las cuatro de la tarde, hora en que pasaron del otro lado del puente de Márquez (9).

Del puente de Márquez, Lavalle se dirigió esa misma noche a los Tapiales de Altolaguirre, a poco más de tres leguas de la ciudad de Buenos Aires, y López estableció su cuartel general sobre el río de Las Conchas. De acuerdo con Rozas, dirigióle a Lavalle una nota de fecha 4 de Mayo en la que le proponía la paz, a fin de cerrar la época de la guerra civil, y diputó cerca del mismo a su secretario don Domingo de Oro para que, en caso de ser aceptada su proposición, procediese inmediatamente a ajustar la paz. Pero Lavalle contestó que desconocía en López carácter nacional, y que esta circunstancia y la de pisar con fuerza armada la provincia de Buenos Aires, lo decidía a no querer oír proposiciones de paz. Entretanto el general Paz obtenía importantes ventajas sobre los federales del interior. Alarmado López con estos triunfos y suponiendo que Paz marcharía sobre Santa Fe, se retiró a esta provincia dejando al coronel Rozas al frente del ejército que éste había formado y engrosaba a espensas de su influencia.

El coronel Rozas conocía palmo a palmo las campañas de Buenos Aires, y contaba con la adhesión de sus habitantes, quienes veían en él su jefe natural desde el año de 1820 y su protector en la larga noche del desamparo que con resignación habían sobrellevado desde el día que la revolución del año X, prometió a todos iguales beneficios. Notorio era que la campaña se había levantado en masa para seguir la bandera de Rozas. «Vamos por segunda vez a restablecer con nuestro esfuerzo las autoridades y a restaurar las leyes de la Provincia —les decía Rozas en una de sus proclamas— abandonemos las faenas de que vivimos y todos los goces de la vida privada, porque así lo reclama la Patria en peligro.. Y estas proclamas retemplaban los sentimientos enérgicos de esa multitud envanecida del rol culminante que iba a desempeñar bajo la dirección del hombre que se había connaturalizado con ella.

Lavalle debía luchar, pues, no ya contra soldados más o menos disciplinados, frente a frente y en campo abierto como había luchado desde el año de 1811 hasta después de la campaña contra el Brasil. Tenía que luchar contra sentimientos y tendencias que llegaban al fanatismo. Contemplóse aislado e impotente, con ser que tenía a sus órdenes las mejores tropas de la República y a su disposición los tesoros de la Provincia. Entonces vio, no sin amargura, que la opinión de la ciudad iniciadora de todos los movimientos que se habían sucedido hasta el año de 1820, no podía ya dirigir la política de la Provincia, porque frente a ella se levantaba otra opinión ineducada pero robusta, que invocaba el derecho de contar alguna vez en la comunidad de que formaba la mayor porción, después de haber contribuido con su sangre y con sus sacrificios a cimentar la independencia del país. Comprendió sin esfuerzo que esta evolución se producía alrededor de la persona de Rozas y por los auspicios de éste, y dedujo que la lucha sería tanto más larga cuanto que Rozas disponía de recursos inmensos que se le brindaban en el teatro mismo de la acción. Estos hechos fijaron la resolución que se apresuró a llevar a efecto antes que el cónclave de sus amigos le argumentara inconvenientes a los cuales no quiso atender esta vez.

En la noche del 16 de Junio montó a caballo, ordenó a un oficial que lo siguiese a cierta distancia y salió de su campamento de los Tapiales con rumbo al sur. Después de todo lo que había ocurrido, esa excursión nocturna era una temeridad en un general al frente de un enemigo cuyas partidas lo cercaban. Poco más de una legua habría andado cuando fue envuelto por un grupo de soldados de Rozas:

«Soy el general Lavalle —gritóles a los que vinieron a reconocerle— digan al oficial que los manda que se aproxime sin temor, pues estoy solo.» Los buenos gauchos debieron de quedar estupefactos. ¿El general Lavalle, solo, y entre ellos? Los soldados obedecieron y Lavalle siguió al lado del oficial hasta cierta distancia en que este último le presentó otro oficial, retirándose en seguida de hacerle respetuosamente el saludo militar. Nueva estupefacción de los soldados, que se aproximaban hasta donde les era dado para cercionarse de qué aquel hombre sereno y hermoso era el general Lavalle en carne y hueso. Así llegó Lavalle al mismo campamento de Rozas. Un oficial le salió al encuentro.

— Diga V. al coronel Rozas que el general Lavalle desea verlo al instante.

El oficial se conmovió ante aquella aparición de los cuentos de Hoffmann, pero cuadrado y respetuoso pudo responderle que el coronel no se encontraba allí.

— Entonces, le esperaré, dijo Lavalle, indíqueme V. el alojamiento del coronel.

Y al penetrar en el alojamiento de Rozas, en la hacienda del Pino, agregó:

— Bien; puede V. retirarse, estoy bastante fatigado y tengo el sueño ligero...

Y se acostó en el propio lecho de Rozas, conciliando un sueño tan tranquilo como el de la noche siguiente a la batalla de Maipú (10).

Rozas vigilaba por sí mismo los retenes de las inmediaciones. Cuando regresó y el oficial le dio cuenta de que el general Lavalle se hallaba solo y dormido en su lecho, Rozas, que sabía dominar todas sus emociones, no pudo reprimir algo como la tentativa de un sobresalto. El hecho no era para menos... (11). He aquí cómo cuarenta años después refiere él mismo esa escena desde su retiro de Southampton: «Al llegar me retiré dejando dos jefes de mi mayor confianza encargados de que no hubiese ruido alguno mientras durmiera el señor general Lavalle, y de que cuando lo sintiesen levantado me avisasen sin demora. Cuando recibí el mensaje, le envié un mate y el aviso de que iba a verle y tener el gran placer de abrazarlo. Cuando el general Lavalle me vio, se dirigió a mí con los brazos abiertos y lo recibí del mismo modo, abrazándonos enternecidos »(12).

De esta entrevista romancesca resultó el convenio de 24 de Junio de 1829 que firmaron el general Lavalle a nombre del gobierno de la Ciudad, y el coronel Rozas a nombre del pueblo armado de la campaña. Tal convenio tenía por objeto hacer cesar las hostilidades; restablecer las relaciones entre la Ciudad y la campaña y olvidar lo pasado. Concurría a esto estableciendo: 1°, la elección inmediata de representantes de la Provincia, nombramiento de Gobernador que harían estos representantes, y al cual, ambos jefes entregarían las fuerzas a sus órdenes; 2°, reconocimiento que haría el nuevo Gobierno de las obligaciones contraídas por Rozas durante la campaña y de los grados de los jefes y oficiales del ejército de este último.

Los principales amigos del general Lavalle reprobaron este convenio, si bien una parte de la prensa se echó a vuelo para felicitar al país por esta «digna obra del patriotismo de los dos primeros porteños». Pero ante la perspectiva de quedar en segundo plano respecto de sus adversarios y perder sus posiciones políticas, los dirigentes unitarios resolvieron trabajar en el sentido de que los diputados que debían elegirse en las parroquias de la Ciudad y pueblos cercanos respondiesen a sus intereses, costase lo que costase. Los dirigentes federales procedieron respectivamente en igual sentido. Y sucedió lo que debía suceder. Los amigos de Lavalle, más hábiles, vencieron en las elecciones de la Ciudad, que tuvieron lugar el 26 de Julio, con derramamiento de sangre. Los partidarios de Rozas, mucho más numerosos, protestaron de estas elecciones.

La masa popular tumultuaria entró nuevamente en ebullición. Grupos numerosos de partidarios salieron de la Ciudad para el campamento de Rozas. Los hombres principales se ocultaron como si todos creyesen que tal conflicto no tenía otra solución que la de las armas, y una incertidumbre cruel, aterradora, quedó dominando. Lo que en efecto creaba el conflicto era que los dirigentes unitarios, sin consultar la opinión del general Lavalle, habían hecho caso omiso de una cláusula secreta del convenio de Junio, según la cual se votaría en los comicios una lista en la que entrasen igual número de candidatos a diputados unitarios y federales que presentarían Lavalle y Rozas respectivamente. Alentados con el triunfo que había obtenido el general Paz en la Tablada, creyeron prevalecer en la política de esos días y elaboraron listas con candidatos unitarios que resultaban los únicamente electos. Rozas, que se sentía burlado con su partido, escribió al coronel Pacheco en este sentido y le apuntó, para que la trasmitiese al general Lavalle, la idea de postergar por el momento la nueva elección de representantes y de nombrar de común acuerdo un gobierno provisorio con un consejo consultivo. Pacheco y el coronel Escalada, amigo íntimo de Lavalle, enseñaron a éste la carta y proposición mencionada, y Lavalle firmó con Rozas el convenio adicional de 24 de Agosto, por el cual se resolvió que ambos jefes nombrarían el gobernador provisorio, y que éste, con el senado consultivo, resolvería lo conveniente para la composición de la próxima legislatura. El general Juan José Viamonte fue designado gobernador, y el general Lavalle le entregó las fuerzas a sus órdenes, retirándose a la vida privada en fuerza de la convicción que llegó a formarse de que no era él el llamado a gobernar la provincia de su nacimiento.

El general Lavalle no se engañaba respecto del verdadero estado de la opinión en Buenos Aires. El coronel Rozas era indudablemente el hombre de la situación. A expensas de su trabajo incesante en las grandes industrias rurales, el cual le valió ser el primer hacendado y agricultor de la República, y de los prestigios que le creó su participación eficaz para reprimir la anarquía del año XX, gozaba de una influencia incontrastable en las campañas. Para consolidarla, el partido de Dorrego, que carecía de un hombre como para imponer a sus copartidarios, entregó su representación política a Rozas y desde tal momento quedó confundido en las filas que este último engrosó con sus amigos y sus soldados a partir del primero de Diciembre de 1828.

Los dirigentes de este partido federal, que gozaban de las consideraciones que se dispensa a los buenos antecedentes de familia y a la posición ventajosa que propicia el talento y la fortuna, sin dificultad atrajeron a sí las ramificaciones jóvenes del riñón de Buenos Aires que ninguna participación habían tomado en la política. Estos hombres pensaban que Rozas era el único que, por el rol prominente que le habían asignado los sucesos, podía «fundar un gobierno estable y enérgico para cimentar el orden y organizar el país», según lo predicaban los diarios de esos días. Rozas por su parte aspiraba al gobierno. El momento no podía serle más propicio. El no podía desaprovecharlo sino a costa de comprometer su propia influencia.

De otra parte, el general Viamonte comprendió que su gobierno duraría solamente el tiempo que emplearan en armonizar sus miras los elementos triunfantes después de la retirada de Lavalle. Cuando esto se verificó en la forma expresada, Viamonte resolvió hacer cesar su provisoriato. El texto del convenio de Agosto le facilitaba el camino, y a éste se atuvo firmando un decreto por el cual se convocaba al pueblo a elecciones de representantes. Pero aquí se suscitó al gobernador provisorio una grave dificultad. ¿Cómo se practicaban elecciones generales cuando una parte de la provincia estaba revuelta a consecuencia de los último sucesos, y cuando el partido unitario, aunque formase minoría, poca o ninguna participación tomaría en ellas después de las declaraciones y retirada de su jefe? El gobernador Viamonte resolvió consultar sobre el particular al comandante general de campaña por nota de fecha 16 de Octubre de 1829.

Rozas llamó a sus principales amigos para consultarlos a su vez. Estos opinaron que el convenio de Junio, en la parte que se refería a la nueva elección de representantes, no tenía validez legal en presencia del convenio adicional de Agosto, el cual, para prevenir nuevas alteraciones del orden publico, como las que se produjeron con motivo de las elecciones anuladas, estableció que el gobernador provisorio y su senado consultivo resolverían lo conveniente para componer la legislatura. Que en este caso lo legal era que el gobernador provisorio restituyese a la Provincia su representación legítima: la que había sido elegida con intervención de todos los partidos políticos; la que había sido disuelta el primero de Diciembre del año anterior y cuyos miembros no habían terminado todavía el período de su mandato. Que a esta legislatura correspondía decidir de la suerte de la Provincia. De acuerdo con estas ideas, Rozas respondió la consulta del gobernador manifestándole, en nota de 16 de Noviembre, que era tiempo «de restaurar el régimen legal en la Provincia, y por lo mismo, la opinión de la campaña decididamente es que no se practiquen nuevas elecciones». Y termina así: «El comandante general, convencido de que la prolongación de un gobierno provisorio no puede inspirar confianza a nadie, y que los convenios de Junio y de Agosto tendieron precisamente a restablecer el imperio de las instituciones de la Provincia, concluye haciendo presente al Gobierno la conveniencia de convocar la Junta provincial constituida antes de los sucesos del primero de Diciembre, por ser esa conveniencia la opinión de la mayoría que reglará siempre la del infrascripto en actos de tal naturaleza» (13).