Historia Constitucional Argentina
3. La crisis de 1820
 
 

Sumario:La crisis de 1820. Disolución del gobierno nacional. Tratados de Pilar y Benegas. Las provincias y sus instituciones. Los caudillos. La Constitución de Santa Fe de 1819. Organización de la provincia de Buenos Aires. Reforma militar, educativa, eclesiástica y económica.





Concomitantemente con la declaración de la independencia por el Congreso de Tucumán, se producía la invasión portuguesa a la Banda Oriental so pretexto del peligro que significaba el republicanismo de Artigas en la frontera sur del Brasil, y los deseos del caudillo de recuperar el territorio ocupado por el Imperio, ilegalmente, empezando por las Misiones Orientales. Mucho tuvo que ver en la actitud de la Corte de Río de Janeiro, la posición de nuestro ministro ante ella, Manuel José García, partidario de erradicar la influencia del caudillo oriental, haciendo la vista gorda ante el atropello, y aun admitiendo, mediante un pacto, que se concretara esa ocupación, que sería temporaria, como si García ignorara el viejo proyecto de la diplomacia lusitana de anexarse la Banda Oriental.


La situación de las Provincias Unidas se tornó extremadamente escabrosa. A los dos frentes de guerra abiertos -el del norte, donde Güemes resistía como podía los embates españoles después de la derrota de Rondeau en Sipe-Sipe, y el del oeste, suscitado por San Martín contra el poder realista en Chile- se agregaba ahora este tercer frente, en el este, más complicado aun, porque en él no había acuerdo entre los patriotas, habida cuenta de las desinteligencias graves que se plantearon con Artigas.


Artigas no podía entender que no se lo ayudase en su lucha contra el invasor, derechamente y con generosidad, algo que los historiadores en general tampoco admiten. Sierra, en una posición más cauta, advierte que si la ayuda financiera a San Martín se hizo con muchas dificultades testimonio al respecto son las patéticas cartas entre el Libertador y el Director Pueyrredón–, abrir otro frente de ayuda, si la guerra entre Buenos Aires y Río de Janeiro se declaraba, aparecía casi como imposible. Lo cierto es, que Pueyrredón optó primero por colaboraciones muy parciales e insuficientes, y luego permaneció en una actitud pasiva, argumentando con la actitud intolerante de Artigas cuya paciencia se había esfumado.


Pueyrredón obtiene de los portugueses promesa de que no pasarían el río Uruguay, y temeroso de una alianza entre éstos y España, llega a admitir la posibilidad de un pacto con Río de Janeiro a fines de 1817: el Imperio aseguraba que su presencia en la Banda Oriental era provisoria, hasta tanto desapareciera el peligro artiguista. Buenos Aires se obliga a no ayudar al caudillo oriental militarmente, y por el contrario, recibiría apoyo de los portugueses en la lucha contra Artigas; y en el caso de que el gobierno español rompiera con el portugués por la cuestión de la ocupación de la Banda Oriental, la Corte lusitana haría alianza defensiva con Buenos Aires, reconociendo a las Provincias Unidas la independencia.


Aunque Portugal a mediados de 1818 decide no firmar este acuerdo, por temor a la reacción a un Fernando VII apoyado por los reyes europeos aliados, sus términos trascienden, lo que hace enfurecer aun más a Artigas y a sus prosélitos santafesinos y entrerrianos, que deben soportar expediciones punitivas porteñas sobre sus territorios. En la misma Buenos Aires, se producen demostraciones de simpatía por la lucha a muerte en que se halla empeñado Artigas contra los portugueses, tales las de Dorrego, Chiclana, Manuel Moreno, French, Pagola y otros, que son tratados con mano dura por el Director Pueyrredón.


El proyecto de coronación de un príncipe francés trasciende y se conoce la sanción de la Constitución de 1819; ambos factores no hacen sino enrarecer la atmósfera aun más. Artigas decide actuar contra Buenos Aires militarmente, y ordena al comandante militar de Concepción del Uruguay, y lugarteniente del Protector, Francisco Ramírez, y al gobernador de Santa Fe, Estanislao López, atacar al Director Rondeau, que ha reemplazado a Pueyrredón.


Rondeau solicita a San Martín su concurrencia con tropas al Litoral, pero el Libertador se niega a mezclar su sable en luchas intestinas. En cambio, el Ejercito del Norte, al mando ahora del general Francisco de la Cruz, obedece, pero en la posta de Arequito esta fuerza se subleva por obra de los oficiales Juan Bautista Bustos, Alejandro Heredia y José María Paz. Inerme queda Rondeau frente a las montoneras santafesinas y entrerrianas, de López y Ramírez, y en la batalla «del minuto», el 1 de febrero de 1820, es rápida y completamente derrotado en la cañada de Cepeda.





Disolución del gobierno nacional


Ramírez da ocho días a Buenos Aires para que se constituya en provincia federal, debiendo disolverse los organismos nacionales, esto es, el Directorio y el Congreso, y durante ese lapso se planta con sus tropas en los lindes de las provincias de Santa Fe y Buenos Aires, actitud que contrasta con las sucesivas invasiones porteñas a su provincia y a Santa Fe, como demostración de donde estaba la civilización y donde se escondía la barbarie. Los directoriales no pueden hacer otra cosa, momentáneamente, que obedecer. Un cabildo abierto de 184 vecinos destacados –como se ve las costumbres electorales no habían cambiado mucho– elige una Junta de Representantes, la primera de la nueva autonomía provincial, compuesta de doce miembros.


La Junta nombra gobernador a Manuel de Sarratea con el consentimiento de los caudillos federales. La novel República queda sin Estado central, originándose así la crisis política más grave de nuestra historia, puesto que la carencia de una autoridad nacional aceptada por todo el país se prolongaría, con alguna interrupción fugaz, largamente. Una comunidad sin Estado es un cuerpo sin alma, sinónimo de la muerte, de la descomposición nacional. Efectivamente, esta situación nos llevó a la pérdida del Alto Perú, de la Banda Oriental, y de alguna manera, del Paraguay. El resto se salvó merced a la dura experiencia de la prolongada dictadura que vendría, que finalmente logró reconstruir la autoridad central mediante la erección de una Confederación empírica, salvando con ella la unidad nacional, de lo que quedaba del Virreinato, nuestra herencia territorial.





Tratados de Pilar y Benegas


Concientes los caudillos de la grave situación, pactaron las provincias de Santa Fe y Entre Ríos con Buenos Aires, en la capilla del Pilar, el 23 de febrero de 1820, firmando un documento que pudo haber sido trascendente en la tarea de la organización de un nuevo Estado nacional.


El Tratado de Pilar contiene en el artículo 1° un pronunciamiento en favor de la organización republicana y federal de la Nación. Alguien ha expresado que las tacuaras de nuestras montoneras, conducidas éstas por sus caudillos, dieron por tierra definitivamente con los proyectos monárquicos y centralizadores de nuestras élites burguesas.


Para darle una constitución federal al país, establecía la reunión de un Congreso en el convento de San Lorenzo en Santa Fe, integrado por un diputado por cada provincia, debiéndose invitar a participar en esa asamblea a todas las que integraban las Provincias Unidas.


Santa Fe y Entre Ríos recordaban a «la heroica provincia de Buenos Aires, cuna de la libertad de la nación, el estado difícil y peligroso a que se ven reducidos aquellos pueblos hermanos por la invasión con que los amenaza una potencia extranjera, que con respetables fuerzas oprime la provincia aliada de la Banda Oriental... y aguardan de su generosidad y patriotismo auxilios proporcionados a lo arduo de la empresa, ciertos de alcanzar cuanto quepa en la esfera de lo posible». No eran éstas las órdenes de Artigas, pues éste solamente admitía la paz, sobre la base de que Buenos Aires se comprometiera formalmente a colaborar decididamente en la lucha contra Portugal. Estanislao López y Francisco Ramírez, que ahora se titula gobernador de Entre Ríos, en vez de firmar la paz en nombre de la Liga Federal, lo hacían en representación de sus respectivas provincias. El Tratado de Pilar, que debió ser un pacto entre los Pueblos Libres y Buenos Aires, se convirtió en un acuerdo entre tres provincias.


En el artículo 4° se estableció la libertad de navegación de los ríos Paraná y Uruguay para los buques de las provincias firmantes. El artículo 7° especificaba que «La deposición de la antecedente administración ha sido la obra de la voluntad general por la repetición de crímenes, con que comprometía la libertad de la nación, con otros excesos de una magnitud enorme: ella debe responder en juicio público ante el tribunal que al efecto se nombre». De tal manera que los hombres de Buenos Aires, responsables de los manejos con la Corte portuguesa y de los proyectos monárquicos, serían sometidos a juicio. El artículo 8° dejaba libre el comercio de armas y municiones de guerra entre las provincias firmantes; esta disposición era necesaria, puesto que se presumía que Artigas reaccionaría contra el Tratado.


El artículo 10° mostraba las intenciones de los firmantes: «Aunque las partes contratantes están convencidas de que todos los artículos arriba expresados son conformes con los sentimientos y deseos del Exmo. Sr. Capitán general de la Banda Oriental D. José Artigas, según lo ha expresado el Sr. Gobernador de Entre Ríos que dice hallarse con instrucciones privadas de dicho Sr. Exmo. para este caso; no teniendo suficientes poderes en forma, se ha acordado remitirle copia de esta acta para que siendo de su agrado entable desde luego las relaciones que puedan convenir a los intereses de la Provincia de su mando, cuya incorporación a las demás federadas se miraría como un dichoso acontecimiento». Intenciones aviesas y hasta cinismo. Como lo mostraba la convención secreta firmada conjuntamente con el Tratado público, por la cual Buenos Aires se comprometía a colaborar con tropas, armas y una escuadrilla con Ramírez, en la prácticamente segura lucha que sobrevendría con el Protector, cosa que efectivamente ocurrió.


Mientras el clima de anarquía se fue haciendo cada vez más intenso, el traicionado Artigas, vencido definitivamente por los portugueses en Tacuarembó, enero de 1820, se enzarzó en una cruenta lucha con su ex-lugarteniente. Derrotado, se exiliará para siempre en Paraguay. Maniobra hábil de la oligarquía porteña, que durante ese año 1820 fue cautelosamente moviéndose entre las sucesivas administraciones provinciales de Sarratea, Balcarce, Ramos Mejía, Soler, Dorrego y Martín Rodríguez, hasta lograr, con la colaboración de Rosas y sus «colorados» de Monte, consolidar en el poder a Rodríguez, quien podría gobernar durante todo un período, hasta 1824, a la nueva provincia de Buenos Aires. Curiosa aparición de Rosas en el escenario de la vida política, del brazo de los que luego serían sus mortales enemigos.


Con la intermediación del ahora gobernador de Córdoba, Juan B. Bustos, que aspira a manejar el proceso de organización desde la ciudad mediterránea, López pacta con Martín Rodríguez en la estancia de Tiburcio Benegas el 24 de noviembre de 1820, el llamado por tanto Tratado de Benegas, que implicó el apartamiento de Santa Fe de su alianza con Entre Ríos, otro golpe estratégico hábil de los ex-directoriales.


Disponía que el Congreso no se haría en San Lorenzo, sino en Córdoba, donde las provincias serían invitadas por los firmantes a enviar sus diputados. Se estipula el tráfico libre de armas y municiones entre las partes contratantes, pues ahora se avizoraba la guerra entre López y Ramírez. Córdoba sería garante del cumplimiento del Tratado.


Como López había puesto como condición para la firma del mismo, que Buenos Aires indemnizara a su Provincia con un número de cabezas de ganado suficiente para repoblar las estancias santafesinas, devastadas por las sucesivas invasiones porteñas que habían arreado animales sin tasa ni medida, y como Rodríguez no quiere aparecer públicamente cediendo esta indemnización, Rosas se aviene secretamente, en su nombre y en el de los hacendados bonaerenses, a adelantar a Santa Fe, en el lapso de un año, 25.000 cabezas de ganado, compromiso que cumplió escrupulosamente con exceso.


La convención de Benegas significó un evidente retroceso con respecto a lo estipulado en el Pacto de Pilar, pues en ella no se habla de federación como forma de gobierno, ni se menciona la ocupación portuguesa de la Banda Oriental. En esto consistía el otro triunfo de los directoriales que consolidaron su preponderancia en Buenos Aires por casi una década más; si 1820 lo habían comenzado con una derrota, lo terminaban con un espléndido triunfo.


Como se previno, disconforme Ramírez con la actitud de López, aliado a José Miguel Carrera, que buscaba apoyos para vengarse en Chile de O’Higgins y San Martín, a quienes consideraba autores de la muerte de sus hermanos, se fue contra Santa Fe. Pero López, aliado a Rodríguez y a Bustos, logró derrotar y matar a Ramírez, y hacer huir a Carrera. De la fuerte Liga Federal, sólo quedaba López, y éste, amansado.





Las provincias y sus instituciones. Los caudillos


Con la Asamblea de 1813 había variado el mapa político-administrativo. En 1820, La Rioja se constituye como provincia separada de Córdoba, lo mismo hacen San Juan y San Luis respecto de Mendoza en el mismo año. Santiago del Estero en 1820 y Cata-marca en 1821 se separan de Tucumán. Buenos Aires se proclama provincia, como hemos visto, en 1820.


Hacia 1821 quedó conformado el panorama en trece, de las originarias catorce, provincias argentinas. Jujuy, la excepción, recién se segregaría de Salta en 1834. En cambio, el Cabildo de Oran, dentro de la jurisdicción de Salta, nunca llegaría a constituirse en provincia. De tal manera que, de las históricas 14 provincias argentinas, 13 se originaron en los antiguos cabildos que gobernaban sendas ciudades y sus zonas adyacentes, con la única excepción de la Provincia de Entre Ríos, nacida de la liga de las villas de Gualeguay, Gualeguaychú, Concepción del Uruguay, Paraná y Nogoyá.


Como se recordará, cada cabildo era brigadier de su milicia. Pues bien, la reacción contra la dirigencia porteña ha puesto esa milicia bajo la férula de un caudillo, que generalmente se destaca por sus condiciones militares y por su consubstanciación con la índole y los intereses de la comunidad que rige. El caudillo es cabeza del pueblo provincial en armas, al que interpreta y comprende en sus necesidades. Se lo conoce como gobernador, palabra de raíz hispánica, que denomina a la institución del mismo origen, tan española como la voz «caudillo».


La generalidad de las provincias tuvieron sus caudillos, cuya procedencia no es, como se ha imaginado, el estrato inferior de esas sociedades, sino el superior, en cuanto a posición social y económica, grados militares y aún títulos universitarios, como Heredia y Echagüe, o estado sacerdotal, caso fraile Aldao; Güemes en Salta, Aráoz en Tucumán, Ibarra en Santiago del Estero, Benavídez en San Juan, López en Santa Fe, Bustos en Córdoba, Quiroga en La Rioja, Ramírez en Entre Ríos, Ferré en Corrientes, Rosas en Buenos Aires, etc., sin dejar de mencionar al primero de todos ellos, Artigas en la Banda Oriental. Como bien lo dice José María Rosa «Un gobernador no es «Poder Ejecutivo» aunque así lo diga la letra de las constituciones que rigen la provincia. Su poder no puede medirse con vara sajona sino española; no ejecuta, sino que gobierna en los cuatro ramos clásicos: militar, político, justicia y hacienda»71. Ya se ha dicho, que conduce las milicias provinciales, dicta las leyes, siendo asesorado por la sala o junta de representantes, que sólo de nombre es el poder legislativo; es juez de alzada de los fallos de los alcaldes ordinarios, o delega esta función en algún letrado; elabora el presupuesto, manda cobrar los tributos, ordena los gastos y publica la situación de la tesorería. No obra arbitrariamente, por lo común, sino que para cada función hay peritos y hombres discretos que lo aconsejan: la junta de representantes en lo político, letrados en justicia, junta de hacienda en este ramo, consejo de guerra en lo militar.


Cada caudillo-gobernador tiene su secretario o ministro, que generalmente era un abogado o un sacerdote; él preparaba la legislación o los tratados con otras provincias, redactaba la correspondencia, asesoraba en caso de reunión de un congreso interprovincial, se entendían con la sala.


La sala, que llevaba distintos nombres además de ése, como junta de representantes, junta de comisarios, legislatura, congreso provincial, desempeñaba diversas funciones: las propias de los cabildos a los que suplantaron, como atender la educación, la salud pública, el arreglo edilicio, el cuidado de las calles, el abasto, el control de los precios, etc.; era también una especie de senado que aseguraba al gobernador en materia de legislación, tratados interprovinciales, declaración de guerra, firma de la paz; confirmaba la elección del gobernador que efectuaban en la realidad las milicias cívicas, esto es, el vecindario urbano y rural armado; sancionaban la constitución provincial, que previamente el gobernador admitía, siendo redactada por el ministro letrado. La legislatura estaba integrada por vecinos respetables elegidos popularmente, pero, que los gobernadores consentían anticipadamente como aceptables. El número de los miembros de la sala variaba según lo prescripto por cada constitución provincial, lo mismo que la forma de su elección.


En materia de justicia, las instituciones de la etapa española prolongaron su vigencia en las provincias: en primera instancia fallaban los alcaldes de los cabildos, apelándose ante el cuerpo capitular en pleno o ante un juez de alzada en materia civil, y ante el gobernador en materia criminal. Todos estos jueces se hacían asesorar por letrados o por legos conocedores del derecho, que eran pagados por las partes.


El recurso de súplica se concedía cuando las sentencias de primera y segunda instancia eran contradictorias; se ventilaba ante el gobernador, un juez nombrado por las partes, o un juez o tribunal de alzada, todos asesorados por expertos. Los recursos de nulidad, injusticia notoria, tercera suplicación y de fuerza eclesiástico, se ventilaban ante tribunales formados por idóneos que nombraba el gobernador o la sala. Los abogados no abundaban, eran reemplazados por peritos, esto es, clérigos o comerciantes con conocimientos jurídicos. Algunas provincias como Buenos Aires, Córdoba y Mendoza, tuvieron cámaras de apelaciones letradas.


A partir de esta época cada provincia se fue dictando su constitución, que en muchos casos tuvo un carácter eminentemente hispánico y no anglo-sajón o francés. Algunas contenían la división de poderes, pero ya se ha dicho que la política y la administración las manejaba el gobernador convenientemente asesorado: «No hubo en las provincias argentinas poderes ejecutivo, legislativo y judicial, equilibrados y frenados como lo quería el derecho constitucional teórico de principios del siglo XIX. Hubo ramos de alta y baja policía, justicia, milicia y hacienda, como en el derecho español’’72.


Lo notable de este derecho público provincial, es que adoptó el sufragio universal cuando no lo había aun ni en Estados Unidos ni en Europa.





La Constitución de Santa Fe de 1819


Fue una típica pieza de ese constitucionalismo provincial autóctono, dictado en la primera etapa del largo gobierno de esa Provincia por Estanislao López. Esta Constitución llevó el nombre de Estatuto, y con algunas enmiendas regiría hasta 1841.


El poder lo poseía casi plenamente el gobernador-caudillo, que era elegido por sufragio universal, durando en su cargo dos años. Posee la conducción de los cuatro ramos de la administración española: es legislador, jefe militar, dicta el presupuesto, es juez de segunda instancia de los fallos de los alcaldes, celebra la paz, y con la aprobación de las dos terceras partes de la Junta de Representantes, declara la guerra.


Existe un organismo de doce representantes, diputados o comisarios, que se denomina Provincia, Representación, Junta Electoral o Junta de Comisarios, elegidos por sufragio universal por dos años, cuyos atributos son: asesorar al gobernador, elegir a los miembros del cabildo, y por dos tercios de votos, como se ha dicho, admitir o no que el gobernador declare la guerra. Rosa hace notar en esto la influencia del pensamiento de Francisco de Vitoria, quien entendió que en tal caso el soberano necesitaba el consenso de las dos terceras partes de un organismo popular. Recordemos la institución medioeval de las Cortes, cuya aquiescencia era también indispensable para que el rey produjera ese acto tan trascendental.


El cabildo sustituía al gobernador en caso de ausencia, y cuando éste moría el poder retrovertía al mismo cabildo para el solo efecto de llamar a elecciones dentro del término de doce días. Esta institución fue suprimida en 1832.


En la función de Justicia la primera instancia la ejercían los alcaldes, apelándose al gobernador, asesorado por expertos. Al suprimirse el cabildo, fallaban en primera instancia dos jueces inamovibles y legos nominados por el gobernador, a propuesta de la Junta de Representantes.


Existía también una Junta de Hacienda, integrada por el gobernador, alcalde de primer voto, el síndico procurador del cabildo y un fiscal de hacienda si lo había, la que controlaba los ingresos y egresos del tesoro de la Provincia y debía publicar trimestralmente el estado de las cuentas.


La ciudadanía santafesina, otro de los aspectos llamativos de este estatuto, la tenían todos los americanos. La religión de la Provincia era la católica y era «reputado enemigo del país» quien faltara el respeto a su culto. En el capítulo sobre «Seguridad individual», se destaca la igualdad de todos los habitantes ante la ley, «sin distinción de clases» La inviolabilidad de la correspondencia, las garantías de la defensa en juicio, la erradicación de las detenciones ilegales y de la incomunicación prolongada, etc., se incluyen en este capítulo.


Una enmienda de 1820 estableció que al gobernador lo elegía la Junta, y otra amplió el plazo de su actuación a cuatro años.


Esta primera constitución que se da una provincia argentina, afirma el caro principio de raíz hispánica defensor de la autonomía regional y de las libertades locales. Cuando la Nación se estaba dando una constitución monarquizante, aristocrática y desconocedora de nuestra tradición descentralizadora, un caudillo provinciano afirmaba las bases republicanas y federales queridas por los pueblos rioplatenses.





Organización de la Provincia de Buenos Aires


Durante el gobierno de Martín Rodríguez (1821-1824), la Provincia de Buenos Aires no llegó a dictarse una Constitución, pero se sancionó una retahíla de leyes de carácter constitucional, que significó una verdadera organización institucional provincial.


En los primeros momentos se le otorgaron al gobernador facultades extraordinarias, pudiendo por sí detener a personas, aplicarles penas, clausurar periódicos. La Junta de Representantes duplicó el número de sus componentes, elevándose de 24 a 47: por la ciudad serían 24, y 23 por la campaña. También la Junta se declaró Extraordinaria y Constituyente; entonces dictó una ley ministerial: las carteras del poder ejecutivo serían tres, de gobierno, de hacienda y de guerra. Los ministros podían «concurrir a la sala de sesiones cuando y cada vez que lo consideren conveniente para ilustrar e ilustrarse sobre los negocios de interés público de que están encargados».


Luego se dictó una ley de elecciones: el sufragio sería oral y público, con un sistema electoral de lista completa para la ciudad; en la campaña habría doce secciones, cada una de las cuales elegiría dos diputados, menos Patagones que sólo designaría uno. Los diputados duraban dos años, y la Junta de Representantes se renovaba cada año por mitades. El sufragio activo era universal, estando reservado a los hombres libres, naturales del país o avecindados en él, desde los veinte años, o antes si eran emancipados. En cambio, el pasivo era calificado, pues para ser diputado se requería ser ciudadano mayor de 25 años debiéndose poseer alguna propiedad inmueble o industrial, no haciéndose diferenciación alguna entre nativos y extranjeros, domiciliados o no en la Provincia; los diputados eran reelegibles.


Se suprimieron los cabildos; sus facultades edilicias, económicas, educativas, etc., pasaron al poder ejecutivo de la Provincia. Para suplir las atribuciones judiciales de los alcaldes se crearon cinco cargos de jueces letrados, dos en la capital y tres en la zona rural. Como estos últimos no se designaron, en 1824 se pusieron en funcionamiento cuatro juzgados de primera instancia con sede en la ciudad y jurisdicción sobre toda la provincia, dos civiles y dos del crimen. Los alcaldes de barrio y de la hermandad, fueron sustituidos por jueces de paz de barrio, y de la campaña. Habría un jefe de policía que controlaría los mercados y el abasto, y desempeñaría las funciones de alta y baja policía, con seis comisarios en la ciudad de Buenos Aires y ocho en la zona rural.


A la supresión de los cabildos, en la que Buenos Aires bajo la férula de Rivadavia fue pionera, la consideramos una medida desacertada. Era una de las instituciones heredadas, con hondo arraigo y popularidad. Fue en ella, que la Argentina hizo sus primeras armas en materia de gobierno, cuando éste pudo considerarse propio, y cumplía eficientemente con su rol, al que mucho debe la implantación de la civilización en el Río de la Plata. En todo caso debió habérsela adaptado, con prudencia, a la nueva situación creada por la emancipación. La nueva institución municipal que la sustituyó más adelante, copiada del sistema institucional centralizado francés, nos dejó sin autonomía municipal.


En 1823 se dictó una ley organizando el poder ejecutivo. Se estableció que lo desempeñaría un gobernador que duraría tres años y podría reelegirse. Lo designaría la Junta de Representantes por mayoría absoluta de votos; debía tener 35 años y ser natural de la Provincia, condición que excluía al odiado San Martín, que en esa época estaba en Buenos Aires, y muchos miraban como probable sucesor de Martín Rodríguez. Si el gobernador fallecía lo reemplazaba el presidente de la Junta, pero al solo efecto de convocar a elección de un nuevo gobernador dentro de los ocho días.


Cuando en mayo de 1821 se supo de la entrada de San Martín en Lima, se sancionó una ley de olvido de los delitos políticos cometidos con anterioridad.





Reforma militar, educativa, eclesiástica y económica


El influyente ministro de gobierno de Martín Rodríguez, Bernardino Rivadavia, volvió a repetir, corregidos y aumentados, los errores cometidos durante su primera gestión como secretario del Triunvirato. No tenía noción del orden de prioridades, tan fundamental para un estadista. Los graves problemas de la República en ese momento, además de la reconstrucción del Estado central, eran la terminación de la guerra de la independencia, pues en Perú estaba a medio hacer lo necesario al respecto; reconquistar la Banda Oriental, preciosa y estratégica provincia argentina en manos de los portugueses; y terminar con el problema del malón que señoreaba a los confines de Buenos Aires, ocupando extensas superficies de esa Provincia.


Rivadavia dilapidó todo el presupuesto y además endeudó a la Provincia considerablemente, haciendo poco o nada por el logro de estos objetivos prioritarios. Fue el nervio motor del fracaso del Congreso de Córdoba, negó ayuda a San Martín, quien la solicitó para terminar su gesta libertadora en el Perú por intermedio del oficial de ese origen Antonio Gutiérrez de la Fuente, quien viajó a Buenos Aires al efecto 73.


No hizo nada por la recuperación de la Banda Oriental, a pesar de los esfuerzos de Estanislao López y de patriotas porteños al respecto, enviando sólo una inocua misión diplomática a Río de Janeiro, encabezada por Valentín Gómez, que recibió un escueto «no ha lugar» de la Corte brasilera a nuestra requisitoria. La política de Rodríguez frente al malón fue incoherente y hasta contraproducente: un malón ranquel que atacó la localidad de Salto, fue atribuido equivocadamente a los pampas; la represión de éstos produjo la reacción violenta consiguiente y la enemistad de una parcialidad que a la sazón se mantenía pacífica.


En vez de abordar los problemas arduos, urgentes y que exigían una atención preferente, Rivadavia, que regresaba después de una larga misión diplomática en Europa, impresionado con todo que en ella había visto y escuchado de labios de Jeremías Bentham, campeón del utilitarismo, y del abate de Pradt, se entregó a una labor reformadora especialmente de todo lo que proviniera de nuestra cultura tradicional de cuño hispánico, tarea a la que tan afectos fueron, y siguen siendo, algunos «estadistas» en este país. Es interesante transcribir la opinión de San Martín sobre este aspecto de la gestión rivadaviana; en carta a O’Higgins, dice: «Sería de no acabar si se enumerasen las locuras de aquel Visionario y la admiración de un gran número de compatriotas, creyendo improvisar en Buenos Aires la civilización europea con sólo los decretos que diariamente llenaban lo que se llamaba Archivo Oficial»74.


A pesar de que, como dijimos, casi todos los problemas prioritarios exigían una solución militar, «el primer hombre civil de la tierra de los argentinos», según apunta Mitre, se entregó a lograr la jubilación o retiro del mayor número posible de militares, todo a lo que se reduce la llamada reforma militar, anheloso de aliviar el presupuesto para poder destinar más fondos a sus proyectos fantasiosos.


En el plano educativo establece el sistema lancasteriano, funda el Colegio de Ciencias Morales y la Universidad de Buenos Aires, aunque ésta fue más una obra del padre Antonio Sáenz, que venía trabajando en el proyecto desde la década anterior. Es pintoresco el ramillete de asociaciones culturales y científicas que origina: Sociedad Literaria, Academia de Jurisprudencia Teórico-Práctica, Escuela de Partos, Academia de Medicina y Ciencias Exactas, Sociedad de Música, Sociedad de Amigos del País, Escuela de Declamación y Acción Dramática, cátedra de Economía Política, Sociedad de Beneficencia, etc. Todo encomiable para la etapa en que la independencia estuviese definitivamente asegurada, recuperada la Banda Oriental, alejado el problema del indio, tomado posesión de los enormes espacios vacíos dentro del territorio heredado, restaurado el Estado central, pero no sin estos objetivos, de vida o muerte, que se descuidaron.


Uno de los pocos problemas que no teníamos, era el religioso. La inmensa mayoría de la población practicaba y respetaba el culto católico. Allá corrió presuroso Rivadavia a producir una reforma eclesiástica –leída en la obra del cura apóstata español Juan Antonio Llorente– la que creó un inútil y perjudicial nuevo foco de división entre los rioplatenses.


El ataque fue llevado con saña regalista, que parecía propia de la Corte masónica de Carlos III, suprimiendo de un plumazo a betlemitas, dominicos y mercedarios que habían sido enfermeros, educadores y benefactores, especialmente del pobrerío del Río de la Plata. ¿Qué tenía que hacer la provincia de Buenos Aires estatizando y cambiándole el nombre al seminario formador de sacerdotes y al cabildo eclesiástico, estableciendo las jurisdicciones de las parroquias, determinando que las órdenes religiosas dependerían del obispo, ordenando que nadie pudiese hacer profesión religiosa con menos de 25 años, o urdiendo que ningún convento podía tener más de treinta o menos de dieciséis religiosos?


Despóticamente estos liberales de marbete se incautaron de los bienes de la Iglesia –tan respetuosos siempre del sagrado derecho de propiedad en la más rancia concepción individualista romana– y disolvieron la Hermandad de la Caridad, institución de tan piadosa acción, desde el siglo anterior, con pobres, enfermos, mujeres abandonadas y hasta cadáveres insepultos en Buenos Aires. Quienes osaron protestar fueron silenciados autoritariamente y severamente sancionados, como acostumbró siempre Rivadavia frente a cualquier oposición. El vicario Mariano Medrano fue destituido y reemplazado por Diego E. Zavaleta, un obsecuente del gobierno que designara el cabildo eclesiástico, organismo que también contemporizara con los desmanes enumerados. A fray Francisco de Paula Castañeda, que combatió la reforma mediante el arma periodística, se lo desterró al sur de la provincia de Buenos Aires, en tierra de indios. Finalmente, Tagle ejerció la jefatura de una sublevación popular que fue sofocada rápidamente, y que terminó con los fusilamientos de rigor en los procedimientos de este personaje.


No terminó en esto el entredicho con la Iglesia. En enero de 1824 llegaba a Buenos Aires monseñor Muzi, Vicario Apostólico del Papa, en viaje a Chile. El pueblo porteño lo recibió en forma calurosa, pero el gobierno fingió ignorar su llegada, desechando la magnífica oportunidad que se presentaba para arreglar los asuntos pendientes con Roma. Mientras San Martín llegó a visitar dos veces al enviado del Sumo Pontífice, el gobierno no hizo sino hostilizar su presencia.


Las reformas económicas merecen adecuada atención, pues afirmaron el vasallaje económico-financiero del país al capitalismo inglés.


Se comenzó por solicitar un empréstito a la casa Baring Brothers de Londres. No había urgencias financieras, pero se argumentó que ese dinero era necesario para construir un muelle en Buenos Aires, proveer de aguas corrientes a la misma ciudad y fundar pueblos en la campaña. El empréstito se fijó en un millón de libras esterlinas, pero como se obtuvo la colocación de los bonos al 70%, la casa Baring entregaría 700.000 libras, mientras Buenos Aires se obligaba por un millón 75. Pero los ingleses retuvieron otras 140.000 libras en concepto de pago de cuatro semestres adelantados de intereses y amortizaciones, y por distintas comisiones, lo que significó que el gobierno provincial sólo recibiera 560.000 libras. La Provincia daba como garantía toda su tierra pública, sus rentas y bienes, vale decir, quedaba enteramente hipotecada hasta pagar toda la deuda. Tampoco se abonaba el préstamo en oro, sino que se mandaron letras de cambio. ¿Qué se hizo con estas letras? ¿Se realizaron las obras proyectadas? No. Ni siquiera se utilizaron para sostener la guerra con Brasil. Con ellas se fundó el Banco Nacional, dirigido por ingleses, que se especializó en hacer empréstitos a los mismos ingleses, comerciantes de la plaza, y a los miembros del consorcio intermediario como Guillermo Robertson, Braulio Costa y Miguel Riglos. Recién en 1904 se terminó de pagar este empréstito; se habían girado a Inglaterra 23.734.706 pesos oro, contra las 560.000 libras recibidas, esto es, unos tres millones de pesos oro.


En 1822 se fundó el Banco de Descuentos, con el monopolio bancario por veinte años, la facultad de emitir billetes canjeables a la vista por oro y plata. Sería agente de la Tesorería de la Provincia, receptor de los depósitos oficiales y tendría franquicias judiciales y penales. La mayoría del capital, suscripto no con oro, ni con letras, sino con pagarés, estaba en manos de ingleses, que en sucesivas asambleas, reunieron más de la mitad de los votos de los accionistas. Inicialmente la marcha de la institución fue próspera, pero hacia 1826 estaba prácticamente quebrado, por lo que el gobierno decretó el curso forzoso de sus billetes, y posteriormente se encaró la operación de salvataje creando en su lugar el Banco Nacional.