Cuando los españoles llegaron al continente americano, no solo se les presentó una nueva geografía ante sus ojos, sino que se encontraron con hombres con distinto grado de desarrollo cultural, a los cuales llamaron equivocadamente “indios”, creyendo que habían llegado a las Indias ubicadas en Asia.
Quizás las distintas poblaciones que habitaban América hayan compartido orígenes comunes, pero a fines del siglo XV resultaba asombrosa la diversidad física y de cultura entre nativos de diferentes grupos. Algunos eran sedentarios, otros nómades, la mayoría de ellos trabajaban la piedra, aunque no pocos, en forma rudimentaria. Muchos eran cazadores y recolectores, algunos eran agricultores, muy pocos conocían la escritura y las técnicas metalúrgicas.
Dentro de aquella multiplicidad de culturas, se destacaban dos que se hallaban establecidas en las tierras fértiles de la cordillera de los Andes, constituyendo grandes civilizaciones. En América Central, los aztecas (México) y en América del Sur los incas (Perú y países limítrofes). Otra importante cultura, la maya, había desaparecido con anterioridad a la llegada de los españoles. Estos pueblos -cada uno en su territorio- conformaron verdaderos imperios resultantes de una larga sucesión de civilizaciones anteriores. Estaban muy organizados, con la autoridad política centralizada en una monarquía absoluta, basada en la conquista sistemática de otros pueblos y un eficaz control imperial. Eran politeístas, sus dioses generalmente estaban relacionados con la naturaleza, como el sol y la luna, y su clase sacerdotal era muy influyente.
A pesar de su grado de civilización y a las riquezas que poseían en adornos y objetos rituales de metales preciosos, en sus templos y palacios, no conocían la rueda ni el arado, hacían un escaso uso de animales de carga y se valían de herramientas de piedra y de madera, casi nunca de metales duros. Su rigurosa organización administrativa y del trabajo colectivo les permitió subsistir con la agricultura y explotar metales preciosos. Poseían avanzados conocimientos en matemática, astronomía y arquitectura, que les permitieron construir grandes templos, así como caminos y canales de riego. En el actual territorio argentino, escasamente poblado en sus dilatadas extensiones, existía una gran variedad de grupos étnicos, con costumbres sencillas y un sinfín de creencias y rituales, aunque ninguno poseía un desarrollo semejante al de los incas.
Los pueblos que habitaban en los valles de las regiones montañosas del Noroeste andino y de Cuyo estaban sometidos al imperio incaico. Sus artesanías en cerámica eran refinadas, poseían telares, instrumentos musicales, y manejaban metales. Estas tribus vivían en asentamientos fijos y obtenían los productos necesarios para su subsistencia de la agricultura, al igual que las que habitaban las sierras de Córdoba.
Las llanuras de la Patagonia, Pampa y el Chaco, formaban los dominios de los indígenas generalmente nómades que no habían llegado a formar poblaciones estables antes de la llegada de los conquistadores, y vivían de la recolección de frutos, de lo que cazaban o pescaban.
Había también pueblos asentados en el litoral que realizaban algunos cultivos incipientes.
La presencia de los europeos en estas tierras habría de sorprender enormemente a los nativos, produciendo muy diversas reacciones en las tribus, que fueron desde la inmediata sumisión –como fue el caso de los huarpes de Cuyo- hasta la hostilidad permanente que presentaron las tribus pampeanas.