España en guerra
En Europa brillaba refulgente la estrella de Napoleón, un hombre cuyo genio no se circunscribía al campo militar y que lograría, en virtud de ese genio, que la historia de Francia recorriera una órbita singular. En 1789 tuvo lugar la Revolución Francesa que, mediante el terror, impuso las ideas de los intelectuales llamados “enciclopedistas”, decapitando en la guillotina al rey Luis XVI y a su mujer, María Antonieta, como así también a una gran cantidad de nobles, clérigos y monjas, hasta concluir por ejecutar a muchos de quienes habían sido sus impulsores iniciales, luego de feroces luchas intestinas. En el lugar de Dios colocaron los revolucionarios a la Diosa Razón, simbolizada por una mujer de mala vida, que pasearon desnuda por las calles de París. Y su lema fue “Libertad, Igualdad, Fraternidad”. Napoleón Bonaparte era un oscuro oficial mientras se prolongó aquel turbulento período y, si bien admitía el pensamiento de los hombres de la Revolución, su formación militar se oponía al caos sangriento generado por ella. Precisamente la capacidad que poseía para imponer el orden fue lo que empezó a conferirle prestigio. Alcanzó el poder casi a pesar suyo en 1799, mediante un golpe de Estado conocido como del “18 Brumario” (dado su afán por sepultar la tradición, los revolucionarios idearon un nuevo calendario, cambiando el nombre de los meses: “brumario” –mes de las brumas– era el segundo del año, vale decir febrero). Su autoridad fue creciendo, apoyada en reiteradas victorias militares. Llegó así a ser emperador, de modo que la revolución que comenzó aboliendo la monarquía y ejecutando al rey, concluyó por ungir emperador a un oficial victorioso.
En diciembre de 1805, Napoleón obtiene en Austerlitz uno de sus triunfos más resonantes y, luego de consolidarlo en las batallas de Jena y Friedland, impone al resto de Europa la “Paz de Tilsitt”, durante el verano de 1807. Al amparo de ese tratado invade Portugal, tradicional aliado de Inglaterra que es enemiga suya. Y, con el pretexto de brindar apoyo al ejército que lucha en territorio portugués, otras fuerzas francesas entran en España. Reina allí Carlos IV, aunque el que gobierna es Godoy, favorito de la reina María Luisa, quienes toleran la presencia de soldados napoleónicos en su suelo. Se difunden noticias, en cambio, respecto a que el príncipe Fernando se opone al invasor, lo cual le gana las simpatías del pueblo que, en 1808, se amotina en Aranjuez y obtiene que Carlos abdique en favor de su hijo, que pasa a ser Fernando VII, “el Deseado”.
Todo ello queda sin efecto, no obstante, en la entrevista que la familia real tiene en Bayona con Napoleón. Carlos se retracta de su abdicación y Fernando acepta la validez de tal retractación. Napoleón, por su parte, obtiene que la misma se concrete en beneficio propio y designa rey de España a su hermano, José Bonaparte. Los españoles se enfurecen. El 2 de mayo de 1808 estalla la revuelta contra “Pepe Botella” –como llaman a José–, que es reprimida con tremenda dureza. La rebelión comenzada en
Madrid se generaliza. Y el alcalde de un pequeño pueblito, Móstoles, declara la guerra a Napoleón. Abandonada la autoridad por Carlos y por Fernando, no acatada la que inviste el rey francés, la población organiza Juntas de Gobierno, que asumen el mando delegado en ellas por los municipios. Surgen Juntas en Galicia, en Sevilla, en Asturias, Valencia, Murcia y muchas más ciudades. Quedando entablada la que se conocería como Guerra de la Independencia Española. En julio de 1808, las tropas hispanas se anotan un triunfo notable contra las francesas, en Bailén. Forma parte de aquéllas un joven oficial, nacido en una población perdida en el virreinato del Río de la Plata, junto al río Uruguay. El oficial se llama José de San Martín y recibe una condecoración por el valor demostrado en combate. Para conducir eficazmente la lucha, se forma en Aranjuez una Suprema Junta Central Gubernativa, que manda en nombre de Fernando VII, cuya reposición en el trono procura la guerra contra el invasor.
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