Saavedra y Moreno
En la Junta porteña se han ido insinuando desde el primer momento dos líneas, que tienen al frente sendas figuras, diametralmente opuestas: el teniente coronel Cornelio Saavedra y Mariano Moreno, doctor en leyes. Saavedra es un jefe militar, poco amigo de la retórica, con ascendiente sobre sus hombres y prestigio popular. Prudente, pragmático, siente apego por las tradiciones y desconfía de los arrebatos revolucionarios que suelen distinguir a ciertos intelectuales. Moreno, por lo contrario, profesa las ideas difundidas por la Revolución Francesa, es un ideólogo en todo el sentido del término pero, a la vez, un trabajador infatigable, capaz de poner por obra su pensamiento. Aunque nunca contó con popularidad, acaudilló a un grupo de jóvenes ilustrados y vehementes, que admiraban a los jacobinos galos y veían en su amigo una suerte de Robespierre americano. Concepciones y temperamentos tan diferentes no podían dejar de chocar y chocaron. Con fundamento se atribuye a Moreno la autoría de un llamado “Plan de Operaciones”, cuya autenticidad no ha sido definitivamente probada y en el cual se disponían procedimientos implacables, para imponer la Revolución de Mayo a sangre y fuego. La ejecución de Liniers y sus compañeros encaja perfectamente con los
lineamientos de ese Plan. Lo mismo ocurre con la política que aplica Castelli en el Alto Perú, azuzado por Bernardo Monteagudo, un hombre con ideas aún más radicales que las de Moreno y que se agregó al Ejército del Norte. Castelli, en efecto, asume una actitud violentamente antirreligiosa y halaga a los indios para enemistarlos con la autoridad española. Pero su proceder resulta contraproducente, logrando que todos se unan contra los porteños, cuya prédica y conducta escandalizan a la población. La rivalidad entre Saavedra y Moreno estalla por un motivo trivial. El 5 de diciembre de 1810, se festeja en el cuartel de Patricios la victoria obtenida por el Ejército del Norte en Suipacha, de la que han llegado noticia apenas días atrás. Un oficial en copas, Atanasio Duarte, brindó por Saavedra y su mujer, allí presentes, refiriéndose a ellos como futuros monarcas de América. Siguiendo la broma, alguien arranca de un pastel una corona de azúcar que lo adornaba y se la ofrece a aquélla, que la pasa a su marido y éste devuelve. Moreno, que se ha quedado trabajando hasta tarde, intenta sumarse a la fiesta, no se identifica y el centinela le impide entrar. El secretario de la Junta se aleja, francamente contrariado. Al día siguiente, trasciende el brindis de Duarte en el festejo cuartelero. Y Moreno, que se ha quedado con sangre en el ojo por la actitud del centinela, aprovecha el suceso para dirigir un agrio ataque
por elevación contra Saavedra. Redacta el proyecto de un decreto de “supresión de honores”, quitando al presidente una serie de prerrogativas y prohibiendo “brindis, vivas o aclamaciones públicas en favor de individuos particulares de la Junta”. Prohibe asimismo que “ningún centinela impida la entrada en toda función o concurrencia pública a los ciudadanos decentes que la pretendan” y que las esposas de funcionarios políticos y militares disfruten de las prerrogativas correspondientes a sus maridos. Ordena el destierro de Duarte, declarando que le es perdonada la vida por hallarse borracho al momento de improvisar su desafortunado brindis. Y concluye afirmando que ningún porteño, “ni ebrio ni dormido”, podrá manifestarse contra la libertad de su país. Saavedra procede con astucia. Sin darse por aludido ni oponer reparos, firma el decreto proyectado y permite su publicación. La gente, que conoce el trasfondo del asunto, reacciona en favor de Saavedra y contra Moreno. |
||||||||
|