las reformas de Rivadavia
El empuje legislativo de Rivadavia fue arrollador. Deslumbrado por la perspectiva de alcanzar, en breve tiempo, el progreso que las ideas en boga prometían al hombre del siglo XIX, prescindió de los datos que le ofrecía la realidad concreta del Río de la Plata, quiso abolir tradiciones arraigadas y, naturalmente, suscitó primero el recelo y después la resistencia de una población, cuyas costumbres se propuso alterar drásticamente y para siempre. Expuesta brevemente, la tarea reformista de Rivadavia cristalizó en las medidas ya señaladas y en las que siguen, muchas de las cuales no sobrevivieron a su gestión. Firmó el decreto de erección de la Universidad, cuya creación confiara Pueyrredón al presbítero José Antonio Sáenz, en 1816. Fundó la Sociedad Literaria, el Banco de Descuentos, la Academia de Jurisprudencia, la de Medicina, una Escuela de Declamación y Acción Dramática, fundando asimismo la Sociedad de Beneficencia, que reemplazó a la Hermandad de Caridad del tiempo colonial. Reformó el Ejército, disminuyendo sus efectivos y cambiando el modo de reclutarlos. Y, fundamentalmente, encaró una reforma religiosa que merece graves objeciones pues, al emprenderla, invadió una jurisdicción que de ninguna manera competía al gobierno civil, amén de haber constituido un auténtico despojo de los bienes pertenecientes a las órdenes regulares. Inspirado en el pensamiento de Juan Antonio Llorente, un cura español, masón, que había colgado los hábitos, confiscó las propiedades de diversas congregaciones religiosas, suprimió la de los bethlemitas –que se encargaban de atender hospitales– y prohibió la existencia de frailes “menores”, es decir de aquéllos que se preparaban para profesar. Estableció números mínimos y máximos de religiosos por cada convento, determinando así la desaparición de varios de ellos. Las relaciones de la Iglesia argentina con Roma y de las órdenes con sus respectivas casas matrices estaban interrumpidas, pues se mantenían a través de España, gobernando la diócesis de Buenos Aires el presbítero Mariano Medrano. Este dirigió a las autoridades una enérgica súplica, a fin de que las reformas quedaran sin efecto. Rivadavia, como respuesta, pidió se lo expulsara del país y se expropiasen sus bienes. Aunque estas sanciones no llegaron a aplicarse, Medrano fue destituido del cargo, siendo reemplazado por Diego Estanislao de Zavaleta, un clérigo adicto al gobierno. Tal reforma eclesiástica desató una enconada batalla de prensa. La defendían el periódico oficial La Gaceta y el joven Juan Cruz Varela, que dirigía El Centinela. La atacaban, en cambio, Fray Cayetano Rodríguez, desde El Día, y, en primer lugar, Fray Francisco de Paula Castañeda, que se valía para ello de múltiples publicaciones, alimentadas por su pluma fértil y aguerrida. Castañeda era franciscano, había fundado una escuela de dibujo y se lo estimaba como excelente predicador. Pero, impulsado por las circunstancias, se transformó en un periodista temible. Las hojas que creó para sostener su causa tenían nombres extravagantes y llamativos: por ejemplo, El Desengañador GauchiPolítico, Doña María Retazos, La Matrona Comentadora o La Guardia Vendida por el Centinela. Y, en realidad, tales títulos eran bastante más largos que la forma sintética en que los he mencionado. Así El Desengañador... se llamaba, en su versión completa: Desengañador gauchipolítico, federimontonero, chacuacooriental, chotiprotector, putirepublicador de todos los hombres de bien que viven y mueren descuidados en este siglo diez y nueve de nuestra era cristiana. En virtud de la ley de prensa, que dictara a principios de su gestión, Rivadavia prohibió la impresión y circulación de los periódicos de Castañeda, prohibiendo incluso que éste escribiera y ordenando su destierro. Años después, con el triunfo de los federales, fray Francisco volvió al país, se radicó en Santa Fe y murió rodeado de la mayor consideración. Pocos años antes de ser nombrado Rivadavia ministro de Rodríguez, llegó a Buenos Aires un personaje enigmático, cuya verdadera identidad aún es motivo de conjeturas. Pues no falta quien afirme con convicción que era el Delfín de Francia, hijo de Luis XVI y María Antonieta –decapitados por la Revolución de 1789–, es decir Luis Carlos de Borbón, heredero al trono que, en caso de ascender a él, hubiera reinado como Luis XVII. El pequeño permaneció prisionero en la Torre del Temple. Allí quedó cuando sus padres fueron trasladados a la Conserjería, al cuidado del “Zapatero Simón” y su mujer, matrimonio siniestro que le deparó un trato cruel. Y allí se dijo que murió. Pero, pasado el tiempo, al ser exhumados los restos del presunto Delfín, se habría comprobado que no pertenecían a una persona de su edad y contextura. El hombre que arribó a Buenos Aires –en 1818–, era un ingeniero, retirado de la marina francesa, que llevaba por nombre el de Pierre Benoit. Una familia de ese apellido lo había educado con esmero, invirtiendo en ello sumas cuyo origen nadie supo. En algún momento, el mismo Napoleón se interesó por que a los Benoit nunca les faltaran medios para vivir con desahogo. Pierre tenía la edad que habría tenido el Delfín. Aquí se casó con María Josefa de las Mercedes Leyes, naciendo dos hijos del matrimonio. Se desempeñó en el Departamento de Ingenieros de la provincia, pintaba cuadros con motivos navales y diseñó el frontispicio de la catedral porteña. El 22 de agosto de 1852 llegó a su casa un médico francés, con el cual se reunió a solas y del que recibió una medicina que le causó la muerte. El misterioso marino apenas si reveló a sus hijos que en su pasado había una gran tragedia y jamás les permitió que aprendieran su lengua. Para firmar aquellos óleos que pintaba se valía de las iniciales LCRFPB, cuyo significado, según algunos, sería el siguiente: Luis Carlos Rey de Francia Pierre Benoit. |
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