Ensayo de la historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán
Capítulo 3
Nómbrase a Don Pedro Mendoza por Adelantado del Río de la Plata. Partida de la armada. Muerte de Don Juan Osorio. Fundación de Buenos Aires. Batalla de los Querandíes. Al mismo tiempo que el Río de la Plata presentaba teatro lúgubre de escenas tristes, se levantaban en España, sobre esta conquista, los planes más risueños de una felicidad ficticia a que daban esplendor los engaños favorecidos de la distancia. El nombre de “Río de la Plata” era una tentación muy peligrosa al natural deseo de adquirirla. No es la primera vez que los nombres se sustituyen a las cosas, y hacen concebir una idea opuesta a la verdad. Por falaz que fuese este concepto, su conquista había llegado a ser un objeto de celos y de envidias a la ambición más interesada. De este entusiasmo permanente de gloria y de riquezas, nacía el capital y la fuerza de la nación, en un tiempo en que las guerras extranjeras tenían agotados los fondos públicos. De aquí nació que concurriendo en D. Pedro de Mendoza, natural de Guadix, gentil hombre de cámara, la reputación de buen soldado, el crédito de sus riquezas adquiridas en el saco de Roma y el favor de los áulicos, fue preferido para que, sin dispendio de los haberes reales, se pusiese a la frente de esta codiciada expedición con el título de Adelantado de estas provincias y la promesa, de fundar un marquesado luego que se hallasen pobladas. Un tratado público celebrado en 1534 aseguró los derechos y las prerrogativas entre el vasallo y el soberano. Sus principales artículos se reducen a que Mendoza procuraría abrirse por tierra una comunicación con la mar del Sud, embarcando a sus expensas la gente y aprestos necesarios, como también cien caballos y cien yeguas, cuya propagación facilitase los bienes de esta empresa; que reconociese todas las islas del río de la Plata, sin traspasar los límites de la demarcación; que llevase ocho religiosos, con cuyo auxilio se estableciese el cristianismo, y estuviese menos expuesto el buen tratamiento de los indios; que por indemnización de estos gastos se le concedía derecho para fundar un gobierno en todas las provincias que baña el río, y en doscientas leguas hacia el estrecho de Magallanes, con obligación de levantar tres fortalezas en su defensa; y para percibir dos mil ducados de renta anual por toda su vida, y otros dos mil de ayuda de costa sobre la hacienda real que produjese el país; que gozaría por juro de heredad la tenencia de alcalde perpetuo de una de dichas fortalezas a su arbitrio, y la vara de alguacil mayor en la que residiese, siempre que en el espacio de tres años no abandonase la conquista. Inmunidades, privilegios y todo cuanto puede engendrar esa especie de fanatismo, que hace a las pasiones tan osadas, se derramó a manos llenas a favor de los que quisiesen tener parte en esta empresa. Sin duda no preveía España que las conquistas a que las destinaba, como otras de esta dase, habían de aniquilarla algún día bajo el peso de su propia grandeza. Lo cierto es, que estas conquistas han de desarraigar con el tiempo el germen de la industria, y despertando en los extranjeros la actividad pondrían a España bajo su tutela. El deseo de gloria y de riquezas no había causado desde el descubrimiento de la América una fermentación tan rápida y universal como la que produjo en la publicación de esta jornada. Muy indiferente sobre su suerte se creía el que desperdiciaba una fortuna, que a todos se brindaba. El empeño por alistarse bajo los estandartes de Mendoza igualó a nobles y plebeyos. Fue tan grande la concurrencia, que para evitar pretensiones en que debían salir muchos quejosos, se aceleró la partida. Dos mil y quinientos españoles, ciento cincuenta alemanes entre quienes se contaban treinta y dos mayorazgos, algunos comendadores de San Juan y de Santiago, un hermano de Santa Teresa, y otras muchas personas de calidad con sus mujeres y familias; componían el grueso de esta lucida comitiva. Estas provincias pudieron lisonjearse de tener tan nobles progenitores, si no fuera cierto que la verdadera nobleza empieza donde empieza el verdadero mérito; a lo menos no se dirá de ellas, como de otras, que sus primeros pobladores fueron la escoria de la nación, cuyas depravadas costumbres, unidas a un coraje determinado y a un orgullo mezclado de bajeza, los hacía capaces de hazañas grandes y grandes maldades. Aprestadas todas las cosas, y embarcada la gente con setenta y dos caballos en catorce navíos, salió de Sevilla esta armada, sin contradicción la más brillante que había surcado los mares para la conquista de las Indias, día de San Bartolomé del año de 1534. Su arribo al puerto de San Lúcar detuvo la navegación hasta el primero de Septiembre. Una furiosa borrasca, después de pequeños contratiempos, despartió toda la armada y obligó al Adelantado a tomar puerto en el Janeiro, con lo principal de los bajeles, entretanto que su hermano el almirante D. Diego con el resto echó el ancla en la rada de San Gabriel. Observando las leyes de la historia, hagámonos aquí la violencia de referir el crimen más odioso, sobre el que quisiéramos echar velo en honor de la humanidad. Las graves enfermedades de que se sentía atacado el general, lo pusieron en el estrecho deber de dividir sus cuidados con un hombre digno de su confianza. El buen nombre de Juan de Osorio, aunque extranjero, alegó a su favor, y le ganó la preferencia. Nombrado lugar-teniente del Adelantado, descubrió el fondo su escogida condición, por aquella modestia, aquella rectitud y aquella afabilidad que caracteriza a los grandes hombres. Todos creían hacer homenaje a la virtud misma, declarándose por Osorio. Esto que debía afianzarlo en la estimación de Mendoza, fue precisamente lo que excitó toda la actividad de sus odios. En uno de esos momentos de enajenación, en que parece que el hombre no es dueño de sí mismo, mandó fuese apuñaleado, sin otra forma legal, que voluntad y su envidia. Cuatro confidentes suyos ejecutaron este infame asesinato, dejándonos cada vez más advertidos en que la real autoridad, derivada a unas manos violentas, es un depósito muy peligroso a la suerte del vasallo y a la fidelidad del depositario. Este rasgo de envidia envenenada llevó a tal punto la aversión de la tropa contra el imprudente Adelantado, que estuvo en víspera de declararse por una conmoción popular. Mendoza la previno embarcando la gente, a excepción de algunos que quedaron en el Brasil, y encaminándose al Río de la Plata, donde llegó felizmente el año de 1535. Hallábase a la sazón el almirante D. Diego de Mendoza en la banda septentrional del río. La noticia de lo acaecido en el Janeiro le arrancó estas expresiones: “Dios quiera que la ruina de todos, no sea un justo pago de la muerte de Osorio”. No nos descuidaremos en hacer ver que el almirante no se engañó mucho en su pronóstico. El mismo año, después de bien calculadas las ventajas territoriales, se echaron por fin los fundamentos de una ciudad, a la que le dieron el nombre de la Santísima Trinidad, y a su puerto el de Santa María de Buenos Aires por la banda austral del Río de la Plata, en un sitio ameno, espacioso, llano y dominante, a los 34º 36' 29” de latitud Sud, 58º 23' 34” de longitud occidental de Greenwich. Tenía aquí su asiento un pueblo de tres mil Querandíes, sin contar sus mujeres y sus hijos, nación inquieta, belicosa y esforzada; que por la costa se extendían hasta el Cabo Blanco, y por el interior hasta la cordillera de Chile; sin tener más estabilidad que la que exigía una subsistencia precaria, corrían siempre peregrinos, y siempre en medio de su patria. Si se reflexiona sobre los hechos que presenta la historia, no hallaremos que los bárbaros de estas regiones mirasen por lo común a los españoles con aquella especie de culto, que en otras partes aprisionaba su valor. Los Querandíes dieron desde los principios una prueba bien decisiva de no tocarles esta vulgar superstición. Aunque por el cebo del rescate manifestaron algunos días una oficiosidad comedida, en breve hicieron ver que no nacía de una servil condescendencia, de que no podían arrepentirse. Sin más motivo que su espontánea deliberación, retiraron las subsistencias de que se sostenía la ciudad, y pusieron su asiento a cuatro leguas de distancia. Con palabras de paz y de amistad mandó el Adelantado se les requiriese continuasen un servicio, que ponía en obligación su reconocimiento. Los ejecutores de esta orden, creyendo que era más decoroso mandar que suplicar, tomaron el imperioso tono de una absoluta autoridad. Pero estos indios no pudieron tolerar un lenguaje a que no estaban acostumbrados; maltratando a los comisionados y asaltando la ciudad, no dieron lugar a que se dudase la disposición, que tendrían, de obedecer. Un fuego vivo y sostenido los hizo retroceder a un riachuelo distante media legua, llevando siempre la venganza en el corazón. Desde aquí continuaron sus rápidas hostilidades, hasta llegar a dar muerte a diez soldados españoles de los que salían en busca de forrajes. Cansada la paciencia del Adelantado, se creyó en la necesidad de vengar tantos insultos, poniendo un freno a la osadía de estos bárbaros. El almirante D. Diego, con otros valerosos capitanes, trescientos hombres de infantería y doce de a caballo, marcharon en busca del enemigo, que en número de tres mil combatientes se hallaban acampados a las márgenes de una laguna, distante como tres leguas de la ciudad. No se intimidaron los indios a la vista de un cuerpo tan respetable; antes bien, aparejados de un militar apresto, rechazaron las proposiciones de paz, y dieron a conocer que estaban muy resueltos a sostener el interés público y los derechos de la libertad. Con un género de sosiego, que imitaba mucho al descuido, veían estos bárbaros empeñarse los españoles en el difícil tránsito de un arroyo que dividía los dos campos. No pocos de nuestra infantería lo habían conseguido, cuando sin tener tiempo de formarse, se hallaron atacado; con ímpetu y ferocidad. Aunque desordenada la infantería, y muertos los bravos D. Bartolomé de Bracamonte y Perafán de Rivera, se sostuvo la vanguardia hasta el arribo de la caballería. A ese tiempo, envueltos los españoles por todas partes, e interpelados con los indios, la carnicería era recíproca. Por un último esfuerzo de valor, mezclado de desesperación, el capitán D. Juan Manrique, como si desafiase a la muerte, se arrojó espada en mano a lo más cerrado del enemigo; mató muchos, pero fue derribado del caballo. Con no menos denuedo D. Diego de Mendoza vino prontamente en su auxilio, pero no tanto, que impidiese que un bárbaro segase aquella ilustre cabeza. Un furioso bote de lanza tirado por D. Diego le hizo pagar con la vida su arrojada temeridad. Con todo, no pudo lisonjearse mucho tiempo de este golpe tan esforzado, herido el pecho con un funesto tiro de piedra, se vio repetida en su persona la triste escena de Manrique. A la suerte del almirante acompañó la de otros valientes capitanes y soldados, entre ellos la de Diego Luján, que arrastrado del caballo, según los historiadores, murió a las orillas de un río, el que hasta hoy conserva con su nombre la memoria de estas desgracias. No estamos con ellos enteramente de acuerdo en orden a este último suceso. Conviniendo que la muerte de Luján diese su nombre al lugar de que se trata, pero siguiendo las leyes de la crítica, se nos hace muy dudoso, que por catorce leguas, desde el punto en que se supone la acción hasta la Villa de Luján, pudiese ser arrastrado de su caballo el cuerpo de aquel hombre desgraciado. Sea de esto lo que fuere, de parte de los indios fue mucho mayor el estrago. La proximidad de la noche hizo que abandonasen el campo, y se retirasen con fuga precipitada, dejando muy problemático el honor de la victoria. A la verdad, según la mayor parte de los historiadores, ella fue tal, que puede numerarse entre las que el inmortal Carlos V pedía diese el cielo a sus más crueles enemigos. El desprecio de los buenos consejos conduce ordinariamente al precipicio. El almirante desatendió en esta ocasión el que se le había dado de no atravesar el arroyo, sino esperar a pie firme el enemigo. Acaso permitió Dios se obstinase para empezar a purgar la tierra con la sangre de algunos cómplices en la muerte de Osorio. El fin desastroso de los malvados, dice un sabio, es una lección muy importante sobre la cual la historia debe siempre inculcar. Cierto es que no pocas veces se cae en superstición, queriendo interpretar la voluntad del cielo por los sucesos que deben su existencia a causas naturales; pero la muerte de Osorio nos da derecho para creer que tomó de su cuenta la venganza de esta sangre inocente. |
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