Ensayo de la historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán
Capítulo 5
El teniente Ayolas llega a la tierra de Guaraníes, victoria que alcanza de ellos, sorprende a los Agaces. Continúa su viaje hasta el puerto de la Candelaria. Deja entre los Payaguáes a Irala, y sigue por tierra el descubrimiento. Fúndase la Asunción. Mata Galán muchos Caracarás a traición. Se vengan éstos por el mismo medio. Dijimos más arriba, que antes de regresar de Corpus Cristi el Adelantado, su teniente Ayolas con trescientos soldados, inclusa una oficialidad de mérito reconocido, se había embarcado muy resuelto a llevar adelante estos descubrimientos. Se conciliaban en este general un valor atrevido con el talento de la insinuación, y la prudencia de los consejos con la prontitud de ejecutarlos. Juan de Ayolas siguió los pasos de Gaboto. Llegado que fue a una angostura en el río Paraguay fue atacado vigorosamente de los Agaces, quienes, aunque le mataron quince españoles, al fin fueron vencidos. Después de un largo viaje en que extendió hasta muy lejos el terror de sus armas contra el que quisiese experimentarlas, y la dulzura de su trato con los que se hacía dignos de ella, llegó hasta el asiento principal de los Guaraníes, en sitio muy cercano al que hoy ocupa la ciudad de la Asunción. Dominaban aquí dos régulos o caciques afamados, Lambaré y Yanduazubí Rubichá, tan próximos en sangre, como celosos de su vasto poder. A pesar de lo que publicaba la fama, ambos juzgaron que era agraviar su valor dar libre tránsito a estos extranjeros. Con un ejército numeroso se acercaron a los españoles profiriendo muchas amenazas con que se daban aire de seguridad. Tenían colocada su confianza en cuarenta mil brazos, que podían poner en movimiento en caso de perder esta primera acción, y en dos ciudades fortificadas, con murallas de gruesos tronos, fosos, contrafosos, estacadas ocultas de agudas puntas, y todo cuanto podía exigir una arquitectura militar proporcionada a sus armas y conocimiento. Ayolas deseaba evitar este encuentro, mas para perdonar unas vidas dignas de compasión, que por temor de aventurar la suya. Hizo decir a estos indios que sus intenciones eran de paz, y que era bien consultar la resolución que tomaban con su propia seguridad. Su respuesta fue provocarlo con un diluvio de flechas, que condensaron el aire; pero a la primera descarga de los españoles, el espanto tomó la plaza que había ocupado una vana confianza; todos desordenados se refugiaron precipitadamente a la fortaleza de Lambaré. Los vencedores la sitiaron; esta capituló al tercer día y se rindió, no pudiendo sostenerse contra el esfuerzo de unos soldados bien aguerridos y disciplinados. Los artículos de la capitulación los trazó Ayolas ajustado al plan de sus empresas. Conociendo cuanto le convenía tener fortificado un sitio, que a más de ser un freno para los vencidos, pudiese servirle de asilo en algún accidente desastroso, fue el primero que los Guaraníes levantarían esta fortaleza en el lugar en que habían desembarcado los españoles. El segundo tenía por objeto una firme alianza entre ambas naciones, por la que serían comunes sus injurias, y comunes también sus fuerzas para vengarlas. Este ajuste se hizo el 15 de Agosto de 1536, suministrando fundamento para que tomase el nombre de Asunción la ciudad a que poco después se dio principio. Son a veces más poderosos los resortes de la política, que los de la fuerza más acreditada. No convenía a los españoles desobligar más a los Agaces tantas veces humillados, ni malograr unos instantes, que exigía el principal objeto de su sistema. Con todo, afirmarse en la amistad de los Guaraníes, era por ahora el interés preferente, que abría el paso a lo demás. El general español conocía bien el corazón del hombre y sabía que nada gana tanto su confianza, como ponerse de parte de sus resentimientos. Los Guaraníes abrigaban contra los Agaces unos odios envejecidos. Jamás el deseo de la venganza obró con más actividad en estos bárbaros, que estando vieron tan bien protegida su pasión. Ocho mil Guaraníes iban delante de los españoles acusando su tardanza. Asegurados por sus exploradores de la desprevención con que dormía un pueblo de Agaces, los sorprendió todo el ejército, y ejecutó tan sangrienta carnicería, que un solo varón no salvó la vida. Los Guaraníes quedaron muy ufanos, y no menos los españoles con una complacencia tan favorable a su política. Aun consiguieron éstos más de lo que deseaban. Los mismos Agaces vinieron rendidos a suplicar un acomodamiento que a excusa de la debilidad de sus armas dejaba intacto su amor propio. Fuéles concedida la paz, y ellos la guardaron con fidelidad. Resulta de estos hechos, que pueblos divididos por celos mutuos no podían resistir a una fuerza superior y siempre unida. Ya era tiempo que Ayolas continuase su expedición. El término invariable a que se encaminaba era el país de las riquezas; en todo lo demás él y sus compañeros se consideraban peregrinos. La brújula más exacta era el deseo de adquirirlas por el camino más breve, que rara vez es el más justo. Según las noticias que le dieron los Guaraníes, hacia el occidente habían provincias que rebosaban en oro y forzoso atravesar por entre naciones poderosas y guerreras. Esta preocupación sostenía la constancia de los españoles, quienes deseaban acreditar la grandeza de su alma, y la energía de su valor. Sin que quedase ninguno en la fortaleza, cuya guarda se encomendó a los Guaraníes, pasaron delante hasta un puerto que intitularon la Candelaria. Pertenecía este sitio a la nación Payaguá, muy memorable en la historia por sus engaños. Comúnmente se dice, y lo apoya la experiencia, que la atrocidad y buena fe caracterizan al mundo bárbaro, como la humanidad y la perfidia al mundo civilizado. Por lo mismo las costumbres rústicas y salvajes de los citados Payaguáes unidas a las útiles asechanzas del artificio y la mentira serán siempre un fenómeno moral, que deberá examinar la filosofía. Los españoles no experimentaron más en ellos que el abuso de su confianza bajo las garantías de amistad. Con un exterior de dulzura y de afectuosidad, que parecían confirmarlo sus mismos obsequios, se acercaron a los españoles. Estos, con ánimo más generoso, no omitieron expresión de benevolencia, que pudiese conducir a ganarlos. Los dones recíprocos y la franqueza de trato hicieron concebir a Ayolas que los Payaguáes entre sus manos serían instrumentos muy útiles a sus designios. Esto lo determinó a dejar entre ellos con cien soldados al capitán Domingo Martínez de Irala, y conducirse por tierra acompañado de trescientos paísanos que le facilitó el cacique, en busca de esas regiones opulentas, que eran el atractivo de sus cuidados. Irala sólo debía esperarlo seis meses en virtud de su instrucción. Mientras Ayolas ejercía con decoro estos sufridos oficios de aventurero, fluctuaba el Adelantado Mendoza entre la resolución de regresar a España y la de esperar resultas de su teniente. Los capitanes Juan de Salazar, Espinosa, y Gonzalo de Mendoza con ochenta hombres partieron por su orden desde la ciudad de Buenos Aires en solicitud de noticias. Todo el fruto de esta jornada, que alcanzó hasta el puerto de la Candelaria, fue la fundación de la ciudad de la Asunción, año de 1537, la que a instancia de los fieles Guaraníes formalizó a su vuelta Gonzalo de Mendoza en el mismo sitio de la fortaleza, interín que Salazar se encaminaba a Buenos Aires a dar cuenta al Adelantado de todo lo sucedido. Este ya había dado su vuelta para España, y se hallaba con el mando de la ciudad el terrible Ruiz de Galán, monstruo despojado de todo sentimiento de humanidad. La relación harto lisonjera de la abundancia y prosperidad que disfrutaba la Asunción arrastró tras de sí el deseo de participar este beneficio, largo tiempo suspirado en Buenos Aires. Ruiz de Galán con mucha parte de sus habitantes se trasladó a aquella colonia. Después de haber sufrido a su arribo el cruel azote del hambre ocasionado de una pública calamidad, y después de haber aumentado con sus rigores el odio popular, tuvieron todos la amargura de ver afrentado el respetable mérito de Irala, quien, con ocasión de buscar víveres, arribó a la Asunción. Otros excesos de su genio van a minorar estos efectos de su impetuosidad. Ignorando de todo punto, que la más bella de las ciencias es el saber mandar, y siempre poseído de su feroz humor, vino a descargarlo con toda su acrimonía en la fortaleza de Corpus-Cristi contra los inocentes Caracarás. La crueldad a que lo excitaba la activa severidad de su carácter presidía a sus resoluciones. A pretexto de la más falsa imputación, cual era de haberse coligado estos indios contra los españoles, les armó lazos para perderlos bajo el velo de una fraudulenta amistad. Cuando los vio más descuidados, cayó sobre ellos, e hizo una horrible matanza; el que escapó de la muerte no escapó de la esclavitud. Pero si quería ser un pérfido, debió haber precavido los efectos de su perfidia. él no podía ignorar que la necesidad es la maestra soberana de los pueblos salvajes; y que en la impotencia de vencer a viva fuerza era una lección muy peligrosa con que los instruía su mal ejemplo. Este no solo llenó de escándalo a los españoles, sino también hizo desconfiar a los aliados y aumentó el odio de los enemigos. Francisco Alvarado, que gobernaba esta fortaleza, sin duda porque reprobó esta alevosía temiendo sus consecuencias, fue relevado por el capitán Antonio de Mendoza y conducido a Buenos Aires en compañía de Galán. Los Caracarás trataron seriamente la venganza por el mismo medio que había asegurado su agravio. Los Timbúes tomaron parte en la querella, para separar un rayo que amenazaba sus cabezas. Sin manifestarse sensibles a la desgracia de sus compatriotas, parecía que al contrario daban las gracias a sus agresores, redoblando a favor suyo sus atenciones y servicios. Esto hacían al mismo tiempo que con la conducta más reservada levantaban el plan de su traición, y estaban siempre en centinela para no dejarse penetrar. Acercóse el plazo de ejecutarla. Vino entonces a la fortaleza el cacique principal de los Caracarás, y pintando en su semblante un sobresalto que no pasaba al corazón, expuso privadamente a Mendoza el duro trance en que se hallaba, o de faltar a la fidelidad prometida, o de ser con todos los suyos víctima desgraciada de una vecina y poderosa nación, que los cohibía a confederarse contra sus buenos amigos. Pidióle prontos socorros y concluyó en esta suerte: “yo dejo satisfecha mi obligación con este aviso anticipado: a vos os toca, valeroso capitán, mirar por vuestro crédito y corresponder esta lealtad.” El alférez Alonso Suárez de Figueroa con cincuenta soldados caminaron en auxilio de estos bárbaros; pero no tardaron mucho en conocer que se habían aprovechado de su confianza a perderlos con seguridad. Al pasar por un estrecho fueron sorprendidos de una emboscada. Con todo, no pudieron los indios desordenarlos en este primer choque. El segundo ya fue con toda la rabia de una fiera carnicera y vengativa, en el momento de escapársele la presa de las manos. Pelearon los españoles con el denuedo acostumbrado, pero no pudiendo resistir a tanto número, murieron todos gloriosamente. Los españoles con la negra acción de Galán se habían hecho muy odiosos, para que estos indios se contentasen con otra satisfacción, que su total exterminio. Inmediatamente vinieron a poner sitio a la fortaleza en número de dos mil. Si los ataques eran vigorosos y sostenidos, no lo era menos la defensa. No fue pequeña dicha de los bárbaros haber inutilizado desde los principios con un golpe de dardo al bravo Pedro de Mendoza, que con toda dignidad desempeñaba su puesto. En medio de la consternación que causó esta desgracia, es donde la magnanimidad española se mostró con toda su fuerza. Reforzándose los bárbaros cada día con nuevas tropas, repetían los ataques con nueva obstinación a pesar de los muchos que morían, como víctimas de su constancia. Con todo, el fuerte no daba señales de flaqueza. La desesperación en fin determinó a los bárbaros a un hecho que diese a conocer la valentía de sus espíritus: el día quinceno del cerco, dieron a la plaza un asalto general; iban a cantar la victoria, cuando un feliz accidente se las arrebató de las manos. Dos naves españolas; que con noticia de haber los bárbaros sorprendido un bergatín, venían de Buenos Aires a Corpus-Cristi, mandadas por los capitanes Domingo Abreu y Simón Xaques de Ramoa, llegaron a ponerse a distancia de percibir el estruendo, y el sonido de las flautas con que los enemigos acaloraban los más empeñados de la acción. Instruidos del suceso se acercaron todo lo posible, y manejaron la artillería con tan buen éxito, que hicieron un destrozo capaz de amedrentar los áninos más osados. Por otra parte aquel punto de honor erigido en máxima entre todas las naciones de ocultarle al enemigo sus pérdidas, obligaba a los bárbaros a romper sus filas, y debilitar los ataques. Ellos retrocedieron algún tanto; saltaron a tierra los españoles de los barcos; los sitiados se unieron a ellos; acometieron todos a los bárbaros y los pusieron en huida. Se señalaron mucho en valor Juan de Paredes, Adamo de Olaberriaga y el capitán Campusano. Acaeció este suceso el 3 de Febrero de 1539, día de San Blas, obispo. Se cuenta que los indios atestiguaban haber visto sobre la muralla un personaje venerable que arrojando fuego por los ojos y amenazándolos con una espada que vibraba, les llenaba de terror. Los españoles atribuyeron esta dicha a una protección visible del santo. Pero la superstición popular admite con gusto estos prodigios, y los ha multiplicado con tanto exceso, que hace dudar muchas veces aun de los verdaderos. A consecuencia de este acaecimiento, y de haber muerto de su herida el capitán Mendoza, evacuaron los españoles la fortaleza de Corpus-Cristi, y se trasladaron a Buenos Aires. |
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