Ensayo de la historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán
Capítulo 6
Vuelve el teniente Irala a la Candelaria en busca de Ayolas. Los Payaguáes le forman una traición y los vence. Refiere un indio Chanés la muerte de Ayolas. Llega de Buenos Aires el Veedor Alonso Cabrera. Irala es elegido gobernador. Dáse nueva forma a la ciudad de la Asunción. Tiene principio la predicación del Evangelio. Desampárase a Buenos Aires. Conjúranse los Guaraníes. Es descubierta la traición y son castigados. La tardanza del general Ayolas traía muy atormentado el ánimo de su amigo y substituto Martínez de Irala. El miraba ya esta dilación como una circunstancia presagiosa de infortunio, pero la misma incertidumbre del suceso era una razón más de averiguarlo. Sus nobles sentimientos en contradicción con su seguridad lo llevaron a este arriesgado empeño. Con todo de estar pasado en mucho exceso los términos estipulados, y que toda precaución era insuficiente para ponerse a cubierto de los insidiosos Payaguáes, Irala volvió a la Candelaria. Su arribo por de pronto fue infructuoso, porque ni aun se dejó ver señal de huella humana. No corrió mucho tiempo sin que los bárbaros ansiosos de ejercer sus malas artes, buscasen a los españoles que se habían recogido a una isla. En número de cuarenta se presentaron a distancia, y propusieron por medio de sus nuncios acercarse bajo pretexto de comercio, siempre que depuestas las armas, tuviese un salvo-conducto su inocente timidez. Aunque a la penetración de Irala no se escapó la dañada intención de estos fingidos comerciantes, el anhelo de instruirse sobre la suerte de Ayolas dio mérito a que condescendiese a la propuesta de estos conspiradores. Mandó pues a sus soldados las dejasen, quedando siempre en guarda de tomarlas al menor indicio de traición. El suceso nos convence lo que la prudente cautela vale en un diestro general. Se acercaron entonces los Payaguáes dando a sus acciones y discursos aquel tono afectuoso de nativo candor, que concilia la confianza cuando se halla desprevenida. Luego que concibieron que su disfraz había acreditado la mentira a la medida de sus intentos, se arrojaron unos sobre las armas, otros sobre los españoles. No fue tanta la diligencia de éstos, que las recuperasen con prontitud. Irala pudo primero que todos empuñar la espada y rodela a merced de su advertencia y valor. Después de haber echado a sus pies siete cabezas de los más denodados, embistió contra los demás, asistido de su alférez Carvajal y Maduro; y llevando en su espada a todas partes el estrago, consiguió ver desenvueltos a los suyos. Concurrieron de los bárbaros otros muchos; se formalizó más la refriega, y aunque con pérdida de dos soldados españoles y cuarenta heridos, entre éstos el valeroso Irala, vieron por fin darse a una fuga vergonzosa estos salvajes. Los bergantines tuvieron que sufrir otro igual ataque; pero también la gloria del vencimiento. Acaeció este suceso el año de 1538. Cuando más perplejo se hallaba Irala en una isla entre ponerse a salvo de tantos riesgos, o provocarlos con nuevas tentativas, se oyeron hacia la banda opuesta tambores lúgubres de un indio, que en voces castellanas pedía ser llevado a la presencia de Irala. Puesto en ella se dejó ver como abismado en ese profundo silencio, que es la expresión más enérgica del sentimiento. Inquirió Irala el motivo; pero al quererlo proferir expiraban las palabras a medio acabar sobre los labios; porque las lágrimas (este último recurso de un afligido) ahogaban el uso de la lengua. Haciendo por fin el mayor esfuerzo habló de esta manera: “Yo, señor capitán, dijo, soy un indio de nación Chanés, que tuve la buena suerte de servir en clase de criado al capitán Ayolas. Después de un largo y penoso viaje llegó por último mi amo a los pueblos de Samócosis y Sibócosis, que habitan las cordilleras del Perú. La bondad con que trataba a todos le hizo un gran lugar entre estas gentes, y le facilitó la adquisición de inmensas riquezas que condujo a este país. Su disgusto fue muy grande cuando se encontró sin los navíos y soldados que creía lo aguardaban. Mitigaron su aflicción los Payaguáes, hombres siempre aparejados a tributar sus obsequios con una finida prontitud. Por entonces los galatearon con la comida y los servicios, hasta que a él y los suyos pudiesen darles muerte segura. Observando el descuido con que dormían, cayeron sobre ellos una noche y los pasaron a cuchillos. No sé por qué accidente había escapado mi amo, pero habiendo sido encontrado al otro día fue inhumanamente asaetado. A mí me valió ser indio para no sufrir la mismo suerte, y acaso para que hubiese quien os refiriera este suceso.” No admirará este acontecimiento a quien admitiera que Ayolas aun no había experimentado la duplicidad de estos bárbaros. Sus hechos servirán para conocer en adelante que tiene también su astucia la estupidez, tanto más digna de temerse, cuanto es mayor la seguridad a que provoca. En cuanto a la bondad de Ayolas, que pondera el indio Chanés, fácil es concebir, que siendo este el principal agresor en la muerte del inocente Osorio, no era esta bondad de temperamento, o de reflexión, que inclina al bien sin esperar la recompensa, sino por el contrario, una bondad seductora de que se prevalía para adormecer la sencillez de los bárbaros, a fin de que fuesen menos sus peligros y más abundantes los despojos. Si el valor de la intrepidez y los demás talentos militares, sin la rectitud del alma pudiesen dar derecho al heroísmo, seria Ayolas uno de los héroes de esta conquista. Exigía el pundonor de Irala que convirtiese sus armas contra estos prevaricadores de la fe prometida; pero eran desproporcionadas sus fuerzas a un empeño de ésta clase. Su situación lo obligó a volver a la Asunción. Mientras hacía Irala estas gIoriosas pero estériles incursiones arribó a Buenos Aires el Veedor Alonso de Cabrera con un refuerzo de tres embarcaciones y doscientos reclutas; vinieron también aquí ocho religiosos franciscanos 4. Pero esta desgraciada ciudad estaba destinada casi a unir el día de su muerte con el su nacimiento. Por una parte los víveres, que condujeron estas embarcaciones se corrompieron prontamente; por otra, retirándose los bárbaros con todas las subsistencias del país, le ponían un asedio tanto más apretado, cuanto estaba más distante el enemigo. Los rigores del hambre empezaron a sentirse, y era preciso prevenir sus consecuencias. El Veedor y Ruiz de Galán, que por un ajuste ilegal había encontrado el medio de contentar su ambición, gobernaban simultáneamente. De común acuerdo resolvieron pasarse la Asunción con los más vecinos que pudiesen. Así lo practicaron después de haber despachado a la corte dos procuradores, y dejando un corto residuo de habitantes bajo el mando del capitán Juan Ortega. Cuando el Veedor y Ruiz de Galán tomaron tierra en la Asunción, ya se había anticipado el teniente Martínez de Irala. Por una de las providencias de la corte estaba provisto el gobierno de estas colonias en el desafortunado Ayolas, y en caso de haber fallecido sin darse sucesor, tenían derecho los conquistadores para que a pluralidad de votos nombrasen el que debía reemplazarlo. A vista de una resolución tan categórica los principales pobladores se reprendían ellos mismos por esa baja condescendencia con que toleraban la usurpación de un mando, a que en su juicio los encaminaba su propio mérito. La elección se hizo ya necesaria para precaver los efectos de una guerra civil. Domingo Martínez de Irala, a la verdad, era un concurrente de grande nombradía, que por su consumada prudencia, su valor a prueba del último peligro y sus continuados servicios fijaba la atención pública; favorecíale también ser substituto de Ayolas, y por último le preparaba los sufragios una ambición enmascarada con tal arte, que afectando huir del empleo, hacía que por lo mismo él lo siguiese. Esto es en la realidad saber tejer la tela del honor con trama gruesa y urdimbre delgada. De común consentimiento empuñó Irala el bastón de general el año de 1538, y los que se habían abandonado más servilmente a los pies de sus rivales cuando mandaban, fueron los que más los insultaron en su desgracia. Puesto en posesión del mando, resolvió Irala, como era debido, señalar los principios de su gobierno, dando a este cuerpo político aquella organización que exige el instituto social. Creó pues un Cabildo, repartió solares entre los vecinos, fomentó la construcción de los edificios, echó los primeros del templo, y cubrió la ciudad con un buen muro de defensa. Creeríamos que se había propuesto restablecer el orden destruido tanto tiempo por esa licencia soldadesca siempre dañosa a las costumbres, si no supiérarnos que el ejemplo es el que manda, y que sin este apoyo las leyes son muy débiles. En efecto, la vida lúbrica de este gobernador era más propia para lisonjear las pasiones que contenerlas en sus deberes. Es verdad que en su tiempo empezó la unión conyugal a confundir los vencidos con sus propios vencedores; pero, a favor de la protección de Irala, la disolución se hallaba en crédito a expensas de la honestidad. No es posible que un pueblo sea honesto, si nada le impide ser vicioso. Por este tiempo, tuvo principio en estas partes la predicación del evangelio. Los religiosos franciscanos deben contar entre sus glorias haber hecho resonar por la primera vez en los oídos de estos bárbaros los augustos nombres de Dios, Cristo, Religión. Pero mucho era necesario para que el sonido de estas voces dejasen más efecto, que una sorpresa pasajera y aun contradictoria a su sindéresis. Para que no pasasen por absurdos los dogmas más sublimes y las verdades más abstractas de la fe, debía preceder una atildada preparación, que fuese el fruto de la paciencia y del trabajo más sedentario; debía el conocimiento del idioma abrir paso a las ideas, y debía en fin la predicación no hallarse desmentida por las obras. No sucedía así. Los religiosos, aunque de vida ejemplar, eran muy pocos; se manejaban por interpretes; acaso ignoraban aquel método que enseñó después la experiencia, y las costumbres de los demás decían tanta oposición con la doctrina, que no era extraño concibieran los salvajes fuese distinto el Dios del Evangelio del Dios que recibía el culto de sus obras. La peligrosa suerte de Buenos Aires era un objeto digno de ocupar las atenciones políticas del gobernador. Siempre guiado del consejo, maestro seguro del acierto, llevó a deliberación de un congreso el importante punto, de si convendría desamparar por ahora aquel establecimiento distante un dedo de su ruina. Muchos opinaron por su perpetuidad, y en efecto, las consideraciones de ser este un punto cardinal en las escalas de las expediciones marítimas; de abrir por su situación local el comercio de la metrópoli con las colonias, de asegurar los auxilios exteriores y por último de impedir hiciesen pie en el continente las naciones celosas de esta gloria, eran un cuerpo de motivos que daban peso a este sufragio. Con todo adhiriéndose el gobernador a la más sana parte de los juicios, fue de sentir que en la imposibilidad de prestarle los auxilios necesarios, sin grave detrimento de la capital, exigía el interés común un sacrificio momentáneo de aquellas grandes ventajas, principalmente resultando de la evacuación de este puerto el importante beneficio de tener reunidas las fuerzas, cuya disipación causaba la triste languidez de esta república naciente. Quedó acordada esta resolución; y en consecuencia la guarnición de Buenos Aires, sus vecinos y la gente de la nave genovesa “Panchalda” de donde proceden los Aquinos, Roches y Troches, 5 que habiendo naufragado cerca del puerto, sólo se había nacido para aumentar el número de los infelices, fueron transportados a la Asunción. Se lisonjeaba no poco el gobernador Irala, que con esta reunión tendría a sus órdenes un pie de ejército capaz de restablecer los negocios públicos, y desempeñarlo en la vastedad de sus designios. No fue tan pequeña su sorpresa cuando hecha reseña de la gente, solo se halló con seiscientos hombres en estado de tomar las armas. Estas eran las deplorables reliquias de esos grandes armamentos, que en el curso de casi veinte y cuatro años buscaban, aun sin fruto, los engañosos bienes de una esperanza desmentida. Las pruebas con que hasta el presente tenían acreditada su fidelidad los Guaraníes, no daban lugar de sospecharse fuese necesario emplear contra ellos estas armas. Aun estaban frescas las huellas con que auxiliaron al ejército español en la jornada contra los Yaperies cómplices de los Payaguáes en la muerte de Ayolas. Con su ayuda habían también los Ibiturises, Tibiquarís y Mondais entrado recientemente al yugo de la obediencia. Sin embargo en medio de esta calma aparente se iba formando una tempestad, que hubiera descargado sobre sus nuevos dueños, a no haberla conjurado su dichosa casualidad. Los caciques de los pueblos sojuzgados arrastraban con impaciencia la cadena del vasallaje; pero vivían tan amedrentados, que recelaban dar a conocer aun a los suyos el deseo de romperla. Para sondear los ánimos dejaron escapar algunas quejas, que más parecían efecto del desahogo, que de un designio premeditado. Herían estas en la llaga que a todos afligía; una sensación dolorosa correspondió a esta tentativa. Asegurados los caciques dejaron hablar el sentimiento en toda su fuerza y energía. “Nosotros, decían, hemos nacido libres y gemimos al presente bajo una dura esclavitud; nos han quitado nuestras tierras y se nos obliga a cultivarlas para otros, humedeciéndolas con nuestras lágrimas mezcladas de nuestro sudor; nos consumimos por servirlos y hemos de sufrir nuestros males sin tener el alivio de quejarnos; nos toman nuestros hijos y mujeres, abusan de ellas por toda suerte de ignominia; los montes están llenos de los nuestro, y se les imputa a delito que huyan de la opresión; todo el que respira en estas tierras es feliz, y sólo nosotros envidiamos la suerte de los que ya no existen; pero el último de los males es la imposibilidad de remediarlos.” Llevaba por intento este raciocinio excitar la desesperación, maestra fecunda de consejos atrevidos; no se engañaron los caciques; todos escogieron una muerte gloriosa, antes que gemir en una vergonzosa esclavitud. Ya era preciso ajusta los medios de una secreta conspiración. Para imprimir en estos salvajes una idea reverente de los misterios que repararon al hombre caído, había dispuesto el gobernador Irala celebrar en el jueves santo de 1540 una solemne procesión de flagelantes. Era por cierto esta ceremonia más a propósito para infundir terror del cristianismo, que para ganarle afición; pero era también la más análoga a las extravagancias de un tiempo, en que nada gustaba tanto como mezclar usos bizarros con las prácticas más sagradas. Esta fue la ocasión que eligieron los conjurados para poner en obra su designio. Hicieron pues que anticipadamente fuesen entrando a la ciudad ocho mil indios, quienes concurriendo, no en masa, sino en diferentes porciones, ocultaban sus intentos bajo el velo de la curiosidad. Hallábanse ya todas las cosas a punto de empezar el estrago cuando fue descubierta la traición. A servicio del capitán Salazar estaba una india principal, hija de los caciques más autorizados, en quien este español tenía ya un hijo. Temiendo un indio deudo, que en fuerza de estas relaciones le comprendiese la catástrofe, la llamó a solas y le descubrió todo el secreto. Fingióse ella muy deudora a una noticia que tanto interesaba su vida; pidióle la aguardase mientras se retiraba a salvar un hijo, que no permitían sus entrañas dejar en el peligro. El capitán Salazar supo por ella hasta las menores circunstancias de esta oculta maquinación. Con la posible prontitud dio aviso al general, y no tardó este en atajar el daño. Simulando que un trozo de Yaperíes venía a invadir la ciudad, hizo de pronto tocar alarma, y convocó al mismo tiempo a los caciques, so color de consultarlos. Ellos entraron a casa del general para no volver salir. Habiendo confesado el hecho que intentaban, fueron todos condenados al suplicio. Este golpe vigoroso de autoridad acaecida, poco más o menos, en la misma hora destinada por los bárbaros a su cruenta ejecución, los llenó de tal espanto, que abatió todos sus espíritus y no les dejó alientos, sino para la fuga. Con todo, se prendieron a muchos, no para castigarlos, sino para afectar una clemencia, que tuviese por fruto la sumisión. El gobernador Irala hizo admirar en esta ocasión para los incautos su humanidad. Echados los indios a sus pies obtuvieron toda misericordia. Esta reconciliación fue sellada por el matrimonio de algunas indias con los españoles. De la unión de estos pueblos derivan los mestizos; unión que debe ser ventajosa, si es verdad que los hombres ganan como los animales atravesando sus razas; pero siempre era de desear que así como los hombres tienen un solo origen tuviesen también, si fuese posible. una sola patria, para que no conservase ninguna semilla de esas antipatías nacionales, que eternizan las guerras, y las pasiones destructoras. Los indios de estos países son de un tinte bronceado bastante fuerte, cuyo humor prolífico provee cuatro generaciones, según sus diferentes mezclas. La tabla genealógica que se sigue hace esto más sensible. Primera: de una mujer europea y de un americano neto nacen los mestizos. Ellos son atezados, los hijos de esta primer combinación tienen barba, aunque el padre no la tiene, como es notorio; el hijo pues adquiere esta singularidad de sola la madre, lo que es bien raro. Segunda: de una mujer europea y de un mestizo proviene la especie cuartetona; ella es la menor atezada, porque no hay sino un cuarto de americano en esta generación. Tercera: de una mujer europea y un cuarterón viene la especie octavona, que tiene una octava parte de sangre americana. Cuarta: de una mujer europea y de un octavón sale la especie que los españoles llaman puchuela; ella es del todo blanca, y no se le puede discernir de la europea. |
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