Ensayo de la historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán
Capítulo 2
Muere el gobernador Gonzalo de Mendoza, y le sucede don Francisco Ortíz de Bergara. Sublevación de los Guaraníes. Son derrotados por los españoles. Igual sublevación con igual suceso en el Guaira. Vuelve Nuño de Chaves a la Asunción. Viaje al Perú del Gobernador Bergara y del Obispo Torres. Bergara es depuesto y le sucede Zárate. Vuelta de los españoles al Paraguay. Muerte trágica de Chaves. Alboroto de los españoles en el Guaira. Prende Melgarejo a Riquelme. Desde el advenimiento al mando de Gonzalo de Mendoza gozó el Paraguay de bastante tranquilidad. Tranquilidad tanto más apreciable, cuanto que proviniendo de su apacible índole, estaba muy distante de equivocarse con esa triste calma que induce muchas veces la tiranía. Sin embargo los Agaces, apoderados del río, molestaron no poco la Asunción. Contra éstos despachó Mendoza á los capitanes Alonso Riquelme y García Mosquera, quienes los vencieron. Su muerte prematura al año de su mando privó en breve á la república de este bien inestimable. En un solemne congreso, celebrado el año de 1558 recogió el prelado diocesano los sentimientos del pueblo, y fué substituido en su lugar D. Francisco Ortiz de Bergara 31. La firmeza de este caballero, unida á su dulzura, prometía á la provincia iguales y aun mayores ventajas; pero un peligroso accidente la puso en una gran confusión. Hallábase de vuelta la gente que se le desmembró á Chaves en su jornada á los jarayes. Los indios de esta comitiva no se habían descuidado en recoger una gran porción de flechas inficionadas con ese mortal veneno, que por un funesto privilegio produce el país de los Chiquitos. Estas temibles armas en sus manos hicieron renacer en ellos las dulces esperanzas de ser libres. Dos indios, Pablo y Narciso, hijos de Curupitati, cacique principal, con todo el calor de una juventud altiva y ardiente, patrocinaron este designio, y se propusieron restablecer la patria en sus derechos por una revolución famosa. Para comunicar sus sentimientos á todo el resto de la nación, celebraron juntas clandestinas; donde se esforzaron á inspirar á estos espíritus pusilánimes aquella suerte de entusiasmo, que convenía á esta ardua empresa, y que hace á los hombres invencibles. Los nombres de libertad, bien público, antiguas costumbres volvieron á oírse sobre sus labios con todo aquel placer que podían producir unas ideas tan caras, y como resucitadas. “¿Qué se han hecho, decían, nuestros derechos primitivos? Todos los hemos perdido, sino es aquellos que, á Dios gracias, es imposible destruir. ¿Dónde está ese gobierno suave de nuestros antiguos caciques, que entrenado por el temor de quedar solo, ceñía su poder á estrechos límites, desapareció ya de nuestra vista, y ha cedido su lugar al de una tiranía siempre armada? Volved, pues, sobre vosotros mismos: no queráis comprar la paz a precio tan indecoroso, y estad asegurados que con esas flechas matadoras os conduciremos por el camino de la victoria.” Con esta indiscreta presunción arrastraron tras de sí la mayor parte de los pueblos. La conspiración se hizo notoria. De diez y seis mil combatientes se componía el ejército de los indios, según dice Ruiz Díaz. Los pocos pueblos que se resistieron á tomar parte en la conspiración, experimentaron horribles crueldades. En estos tiempos de infancia social cada ciudadano era soldado. Persuadidos los españoles que cualquiera lentitud podía interpretarse por una confesión de su flaqueza, armaron quinientos soldados de los suyos, más de cuatro mil Guaraníes, y cuatrocientos Guaicurúes, quienes guiados del gobernador Bergara en 1559 buscaron sin decaimiento al enemigo. Después de algunos encuentros de poca consecuencia, empeñaron los dos ejércitos un combate sangriento y decisivo, cerca de los ríos Yacuaris, y Mouyapey. Es probable, que si de parte de los salvajes hubiera estado ese valor, esa disposición dé espíritu que correspondía á la altivez del designio, y que en un lance apurado suple muchas veces la falta de disciplina militar, hubieran arrollado á los españoles: pero sus ánimos se hallaban abatidos, y sus guerras eran tan bárbaras como ellos mismos. A pesar de algunos hechos de valentía, á que los excitaba la desesperación, y á pesar también de algunas estratagemas, no del todo mal combinadas, ellos fueron, al fin, rotos y forzados á padecer pérdidas sin recurso. Acaeció esta victoria el 3 de Mayo de 1560. Bergara fué bastante cuerdo para no aumentar con suplicios los funestos efectos de esta guerra. El se persuadió que si había algún medio de afianzar esta victoria, era la clemencia y el buen tratamiento en lo sucesivo. A la verdad, jamás se esfuerzan los pueblos á romper sus cadenas, siempre que no sientan el peso. Sobre estos principios mandó publicar un perdón general, prometiendo sepultar en un eterno olvido lo pasado, y de ser más sensible á la humanidad. Cuando parecía que nada había que temer, empezó la grande llama que en la remota provincia de Guaira habían levantado algunas chispas desprendidas de este incendio. Por carta de Ruiz Díaz Melgarejo, que ocultada en el encaje de un arco entregó un indio, supo después el gobernador que la sublevación de aquellos pueblos era general; y que sitiada la ciudad con un cerco muy apretado, estaba en riesgo de rendirse á no recibir pronto socorro. Bergara llevó el asunto al consejo de guerra. La resolución fué que Alonso de Riquelme partiese en diligencia de auxiliar esta plaza. Fueron muy bien ejecutadas estas órdenes. Con sesenta soldados de su mando se puso en marcha el año de 1561, venció todos los obstáculos, é introdujo el socorro que se deseaba. Hacía tiempo que Riquelme y Melgarejo se alimentaban con toda la hiel de los resentimientos personales. Sin embargo, por una galantería propia de almas generosas, desistió el primero de su querella, mientras el segundo, por un disimulo que se llama política, los suspendió todo el tiempo que duró el peligro. De común acuerdo hizo Riquelme una salida con cien soldados y tuvo la gloria de obligar á los sitiadores á levantar el cerco. Conseguida esta ventaja, restaba sosegar las alteraciones, que un interés común había engendrado en todos los pueblos comarcanos. La voz de Riquelme, animada de su valor, hizo temblar á muchas parcialidades, quienes, no pudiendo sostenerse en su presencia, apelaron á los ruegos para obtener el perdón. El general español, afectando labrarse un mérito de la moderación, hizo el papel de que sacrificaba los resentimientos de su nación al beneficio de sus agresores, y se rindió á sus instancias. Otros pueblos más osados llevaron su animosidad hasta exponerse al último exterminio. En medio de sus derrotas el amor de la patria tomaba nuevas fuerzas, y hacía que se renovasen los combates. Pero al fin, fue preciso que cediese su obstinación, y se sujetasen al destino, que de lejos les había preparado la suerte. Restablecida la calma de esta provincia, Riquelme se retiró el siguiente año á la Asunción, cargado de triunfos y laureles. En la marcha natural de las pasiones, ellas crecen con los obstáculos, y es muy difícil que retrocedan á su primer estado, después de haber recibido un fuerte impulso. Toda la dulzura del gobernador Bergara, y todos sus manejos populares no pudieron impedir que fermentase de nuevo la conspiración. Ella fué apaciguada con el mismo éxito que la anterior. El resultado de estas agitaciones era afirmarse cada vez más el dominio español. Las nuevas pruebas de flaqueza de parte de los indios, eran otros tantos títulos de adquirir sobre ellos nuevos derechos. Estos se establecían con trabajo, y por eso se establecían mejor. Al mismo tiempo que regresó el gobernador de esta reciente jornada, llegó también el célebre Nuño de Chaves. El abuso extraordinario que este capitán hizo de su poder, debía ponerlo en recelos para no exponerse á los insultos de un pueblo, que poco antes se había producido en terribles quejas contra su persona. Pero sabía Chaves que las riquezas en esperanza con que venía á seducirlo, eran de virtud conciliadora á pesar del odio más bien fundado. A la verdad, el objeto principal de su venida no era este, sin el de recoger su familia. Si se valía de aquel arbitrio, sólo era para eludir las injurias, y darse un aire de felicidad de sus pasadas resoluciones. Todo lo consiguió á merced de este artificio. Al mismo tiempo que recogía los aplausos del pueblo, veía con secreta complacencia la vivacidad de los anhelos por transportarse al Perú, que á manera de un furor epidémico agitaba todas las clases del Estado. Fueron tan poderosas sus sugestiones, que llegaron á trastornar las cabezas de la república, fuera de otros vecinos principales. El gobernador Bergara y el obispo Torres engrosaron la lista de los aventureros. Sabemos que la rectitud y el desinterés eran la regla de su conducta, y así nos presumimos que otros motivos unidos á un espíritu caballeresco, de que nadie estaba exento, los decidieron á esta indiscreta empresa. Sean estos los que fuesen, exponer la suerte de los pueblos á los males que causaría su larga ausencia, cuando se hallaban agotadas casi todas sus fuerzas, era un peligro á que debía ceder cualquier ventaja menos imaginaria. Disimulemos en ellos esta falta, que no desacredita sino las ideas de su tiempo. En 1564 aprestadas todas las cosas, pusiéronse en marcha por el río el gobernador y el prelado; llevando trescientos españoles con los indios de su servicio, que por todos componían más de dos mil personas. Chaves los seguía por tierra con otros más de dos mil de su encomienda y algunos españoles que lo acompañaron desde el Perú. Siempre dispuesto á aprovecharse de sus artes dolosas, abusó de la simplicidad de los Itatinos para sacar con promesas ilusorias más de tres mil indios de esta provincia. De delito en delito se iba adquiriendo derechos ilimitados. Una nueva escena se abre donde su ambición deja la máscara y se presenta como ella es. Después de un largo y feliz viaje, entró toda esta armada en los términos de Santa Cruz de la Sierra el año de 1564. Entonces es cuando Chaves pasa improvisamente del grado subalterno al de la superioridad más absoluta. Despoja del mando al gobernador Bergara, trata con dureza y altivez á los que antes miraba como á sus benefactores, y se lisonjea de tener á sus pies los respetos del Río de la Plata. No paró en esto: en una ausencia que hizo de la capital, á fin de apaciguar cierta sublevación, dejó estrechas órdenes á su teniente Hernando de Salazar para prender á Bergara con todos sus amigos, y no permitir que alguno de su séquito entrase á lo interior del reino. Así se verificó. Tanto puede desviarse de sus deberes el que, no reconociendo como Chaves otra virtud que un valor fiero, califica la justicia y la equidad por sentimientos de un corazón cobarde. Estos hechos hicieron conocer su error, aunque muy tarde, á los conquistadores paraguayos. Los que antes habían caminado tras de una felicidad asegurada, sólo trataban en el día de libertarse de la miseria y la opresión. Por dicha suya García de Mosquera, joven animoso y esforzado, llevó sus quejas á la real Audiencia de la Plata, y consiguieron por este medio órdenes positivas de su libertad. Los Itatinos no habían sido tratados con menos ultraje é inhumanidad. Como unos desdichados proscriptos corrían los desiertos, gemían agobiados bajo el peso de sus fatigas; y cuando se acordaban de la patria, sólo era para dar lugar al sentimiento de haberla perdido. No pudiendo soportar más tantas miserias, las pocas reliquias que de ellos habían quedado se resistieron á pasar adelante, y fundaron un pueblo al que llamaron Itatín treinta leguas de Santa Cruz. Errado el primer paso de una empresa, todos los que la siguen no hacen más que alejarla del acierto. Por una imprudente resolución el gobernador Bergara había hecho su destino dependiente de los caprichos de la fortuna. Después de un largo y penoso viaje vino a naufragar en el puerto. Puesto en la ciudad de Chuquisaca en 1565 pidió á la Audiencia confirmación del mando que obtenía y oportunos fomentos para sostener la conquista. Con esta solicitud él mismo despertó en otros la ambición, que sin ella hubiera estado dormida. Los capitanes Diego Pantoja y Juan Ortiz de Zárate se presentaron como concurrentes á la pretensión de este puesto. Favorecía mucho sus designios una capitulación de ciento y veinte cargos que el procurador del Paraguay había formado contra el desgraciado Bergara. Era el mayor de todos haber desalojado de sus hogares tantos útiles pobladores con inminente riesgo de la provincia bajo el proyecto quimérico de solicitar nuevas fuerzas, que nunca podían ser ni iguales á las que él mismo destruía. El cargo era sin réplica; pero digno de misericordia. Con este expediente y los encomios abultados que hacía del Río de la Plata el doctor D. Juan de Matienzo, presidente interino de la Audiencia, crecía la emulación de Pantoja, y Zárate. En negocio tan delicado tomó el tribunal el expediente de remitir su decisión al licenciado López García de Castro, gobernador del reino. Los prometimientos de Zárate vivamente representados, por los que se comprometía á emplear en beneficio de la provincia ochenta mil ducados de su peculio, lo inclinaron á su favor. Librásele título de Adelantado del Río de la Plata con cargo de que obtuviese confirmación del rey. En solicitud de esta gracia pasó personalmente á España, dejando por su teniente al contador Felipe Cáceres. Entretanto Bergara tuvo la humillación de verse remitido á la corte á que diese cuenta de su persona. Con los auxilios de Zárate se puso luego en estado el teniente Cáceres de emprender su viaje á la Asunción. Reunióse con su gente en Chuquisaca al Obispo Torres, y juntos se encaminaron hasta Santa Cruz. Las demostraciones de regocijo con que fueron recibidos de Chaves, parecían garantes seguros de una amistad sincera. Sin embargo, ellos conocían que era necesario observarlo con desconfianza; porque elevado al gobierno por un delito, sabían estaba resuelto á sostenerse por otros muchos. Ninguna precaución estuvo de más. Los estorbos que les puso á la prosecución del viaje con ánimo de seducir los soldados, descubrieron el objeto de su criminal disimulo. A pesar de todo, el teniente Cáceres con sesenta españoles, y la demás gente de su comitiva verificó su salida. Chaves á pretexto de custodiarlos seguía sus pasos con una compañía de soldados. En este buen orden llegaron á la comarca, que habían poblado los Itatines. Recelosos estos indios de recibir nuevas vejaciones, y resueltos á vengar las pasadas, desampararon sus pueblos. Supo Chaves, que algunos caciques principales se hallaban congregados en un pueblo inmediato, y acompañado de doce soldados se dirigió á ellos. Las señales de amistad con que fué recibido, lo alucinaron para no advertir su peligro. Tal es el carácter de la tiranía, dice un autor estimable, ella ó nada teme, ó todo lo teme; y muchas veces cuando manda con más altivez, es cuando toca el momento en que va á ceder. En medio de su descuido recibió Chaves un golpe de macana en la cabeza, que le costó la vida. Su muerte acaecida en 1568 nos enseña que la ambición más feliz puede terminar en un fin trágico. Sus soldados fueron envueltos en el mismo infortunio, sin que escapase más que uno. La noticia de esta fatalidad advirtió á Cáceres las precauciones con que debía caminar por una tierra sembrada de peligros. Todas fueron necesarias. La seria resolución de acabar con estas españoles se comunicó de parcialidad en parcialidad, y se sabía hecho un voto común. En la provincia de Itatí se hallaron cercados de un ejército tan superior, que fué necesario recurrir á la visible protección del cielo para conciliar su derrota con la debilidad de sus fuerzas 32. Sin recurrir á prodigios de que no estamos asegurados, es más natural encontrarla en la índole de unos bárbaros, que sólo se movían por un instinto ciego; que dejaban escapar el momento de obrar; que no sabían aprovecharse de sus ventajas, ni alcanzaban los medios de hacer inútiles las del enemigo. Los frecuentes descalabros que padecían, no aniquilaron sus porfiados conatos. El ejército español llegó á las cercanías de la Asunción por entre emboscadas, asaltos y refriegas. Aquí se presentaron algunos caciques principales pretendiendo hacer ver su inculpabilidad. El embarazo con que lo hicieron se tuvo por una confesión de su delito; pero fué preciso admitirles sus excusas. Asentadas nuevas paces, pudo concluirse el viaje en 1569. No le faltaban talentos al teniente Cáceres para reunir ó dividir los ánimos, según lo exigía su interés. Su enemistad declarada con el obispo Torres era un motivo de importancia, que en el día lo excitaba á este sórdido manejo. Fué su primera diligencia reconciliarse con los enemigos de odios inveterados. Acción heroica, si no buscando en ellos los instrumentos de su malignidad, no hubiese pretendido con esta acción prostituir al vicio la virtud misma. Uno de los que entraron en las estrecheces de su amistad, fué el capitán Alonso Riquelme. Hallábase á la sazón este conquistador experimentando en un estado triste, todas las inconstancias de una suerte caprichosa é ingrata. A la partida del gobernador Bergara quedó mandando la provincia del Guaira. Un motivo de codicia abrió la puerta á la discordia entre sus pobladores. Críanse en aquel país unas piedras cristalinas diversificadas de tantos colores, cuantos conoce la vista. Unos cocos de durísimo pedernal las forman en sus senos; los que, llegado el tiempo de la sazón se abren en dos mitades con estrepitoso ruido. Los vecinos de Ciudad Real las encontraron, y con ellas en la mano á nadie envidiaban su fortuna. Los grados de su avaricia eran los de su valor. Con una resolución acabada intentaron abandonar la población, y restituirse á Castilla á dar salida á su imaginario tesoro. Poseía Riquelme un fondo de rectitud y sano juicio con que suplía la cultura de su espíritu. El no pudo menos de advertir en la locura inquieta del pueblo aquel carácter de ridículo que le imprimen las pequeñeces de las ideas vulgares. Valiéndose de su firmeza ordinaria, se opuso á la deserción, y puso presos á los autores de esta novedad. Con todo, cuarenta soldados bien armados, á la cabeza del licenciado Antonio de la Escalera, más propio para conducir un motín que para dar reglas de conducta á un pacífico rebaño, sorprendieron á Riquelme, lo despojaron de su autoridad y verificaron la evasión. Riquelme recuperó su autoridad; pero, no hallándose con fuerzas suficientes, se contentó con avisar á la Asunción lo acaecido. El capitán Juan de Ortega, que gobernaba por entonces, despachó á Ruiz Díaz Melgarejo, quien saliendo en alcance de los fugitivos, los forzó á volver á la Ciudad Real. Las odiosas rivalidades de Melgarejo contra Riquelme hallaron esta ocasión de mortificarlo. Disgustado este de su empleo, lo abandonó y tomó su camino á la Asunción. Antes de su llegada supo estaban de vuelta los españoles que hicieron la jornada del Perú, y que el general Felipe Cáceres gobernaba á nombre de Juan Ortiz de Zárate. Era Cáceres uno de sus enemigos más capitales desde la injusta prisión de su tío, el Adelantado Alvar Núñez. Absorto Riquelme en meditaciones amargas, resolvió por fin entregarse en brazos de su contrario. Temía Cáceres el mérito de su rival; y conociendo cuanto le importaba tener de su parte la autoridad de un hombre capaz de acreditar una facción, se aprovechó de su desdicha misma para conseguir la reconciliación. Después de una investigación infructuosa, que en 1570 hizo en la boca del Río de la Plata el teniente Cáceres, por adquirir noticias del gobernador Zárate, volvió por fin á la Asunción y persuadió á Riquelme reasumiese el mando de la provincia del Guaira. Aunque con suma repugnancia, aceptó éste tan delicada comisión, y con cincuenta soldados vecinos de Ciudad Real, partió á este destino. Desde las márgenes del Paraná instruyó Riquelme á Melgarejo del objeto de su venida, y le brindó con su amistad. Melgarejo no conocía otros derechos que los que se arrogaba. Esta noticia la arrebató en discursos violentos y sediciosos, y lo llevó hasta el extremo de romper el freno de la obediencia. Hízose reelegir teniente á nombre del gobernador Bergara; ocupó con cien hombres los pasos principales del río; y tuvo arbitrio para atraer á su bando la gente de Riquelme. Abandonado de los suyos este conquistador, y siéndole imposible retroceder, cedió á la necesidad, y se acogió á la misericordia de su contrario. Melgarejo tenía un espíritu inquieto, arrebatado y presuntuoso. Condenándole á una estrecha prisión, en que lo tuvo por espacio de dos años, manifestó con este rasgo toda la negrura de su alma. |
|