Ensayo de la historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán
Capítulo 5
El cacique don Juan de Calchaquí arrasa tres ciudades españolas. Trasládase la ciudad de Londres al valle de Comando. Mueren casi todos los vecinos y soldados de Córdoba en el valle de Calchaquí. Es preciso no perder de vista al Tucumán, cuya historia va tomando mayores enlaces con las demás provincias convecinas, á proporción que se extendía la base de su constitución política. El inmortal Zurita, que reunía todas las calidades propias para extender y cimentar las conquistas, le había hecho dar un paso muy brillante en la carrera de la civilización. Apenas dueño del mando se le ve triunfar como héroe conducido por el honor, atraer por su clemencia á los que ahuyentó el espanto, y erigir establecimientos dignos de una prudencia consumada. La caída de este grande hombre envolvió en sus ruinas á la provincia; porque irritados los bárbaros con el violento despojo que les hizo Castañeda, creían vengarse a sí mismos vengando sus ultrajes. A pesar de que el usurpador realizó en el sitio de Jujuy el plan de Zurita, dando principio á la ciudad de Nieva el año de 1561, no tuvo genio ni bastante constancia para impedir el torrente de los bárbaros, quienes conducidos por su cacique D. Juan de Calchaquí, arrasaron tres ciudades (35) que eran el fruto de sus fatigas, y el asilo de la esperanza pública. La ciudad de Londres fué la primera que vio el amago de esta terrible insurrección. Confederándose los Diaguitas en número de cuatro mil, con el cacique D. Juan, vinieron á embestirla, pero la vigilancia y prevención de sus moradores los obligó a dar otro objeto á su rencor. Sin perdonar diligencia se encaminaron á Córdoba. Aquí les salieron al encuentro con su gente D. Nicolás Carrazco, y Julián Sardeño, dos capitanes, cuyo crédito los había ya casi vencido antes de llegar á las manos. Costó muy cara á los bárbaros esta batalla, pues pasados unos por el filo de la espada, precipitados otros de lo alto de las peñas, y tomando prisionero su respetado cacique, tuvieron que llorar una completa derrota. Las repetidas experiencias de la perfidia de los bárbaros, debieron advertir á Castañeda que era una falta de prudencia no prevenirse para la guerra en el momento mismo que se firmaba la paz. Con todo, él incautamente dió crédito á las promesas simuladas del prisionero, y poniéndolo en libertad, se lisonjeaba haber asegurado una quietud estable. Un engaño, que en el concepto del bárbaro era más poderoso que sus fuerzas, se creyó en obligación de afianzarlo por todos los medios que le sugería su astucia. Fingiendo hallarse rendido á las verdades de nuestra religión, disfrazó su pica homicida con este sagrado velo, y se hizo bautizar. El mismo ejemplo siguieron sus capitanes. Todo conducía a restablecer el ánimo del cacique D. Juan a pesar de su pasado infortunio. El buen tratamiento de los españoles disipaba las impresiones de susto que causó su prisión; la experiencia de lo pasado lo instruía en el porvenir; y el conocimiento de los puestos menos aparejados á la defensa, le señalaba el camino de sus operaciones militares. Con tan favorables auspicios se resolvió á abrir la campaña, dando principio á ella por el hecho más insultante. Bajo la fe de los tratados atravesaba de Londres á Santiago el capitán Julián Sedeño, llevando sólo en su compañía á Damián Bernal. Los Calchaquíes, que observaban todos los movimientos de los nuestros y que deseaban verse libres de un capitán, que por su valor se había hecho acreedor á sus primeros temores, lo aguardaron emboscadas en el valle de Yocabil. Aquí le salieron de improviso. Los dos españoles se defendieron con valor heroico. Bernal perdió allí la vida, quedando reservado Sedeño, para que en la lentitud de los tormentos, sufriese muerte más cruel. Estas muertes fueron como la trompeta que reunió a todos los bárbaros en una conspiración universal. Sin malograr instante el Calchaquí se puso sobre Córdoba, llenándola de espanto. Castañeda vino con diligencia a socorrerla, y sólo fue para aumentar su consternación. Sorprendido él mismo en una emboscada, dispuesta con inteligencia y arte, tuvo á gran dicha escapar vivo; dejando muertos en el campo no pocos de sus soldados. No hallándose en estado de salir en campaña, quiso encubrir su flaqueza con un infructuoso ejemplo de severidad. Hizo castigar cruelmente a muchos prisioneros, y que arrojándose al campo enemigo provocasen con sus llagas al escarmiento. El rigor podrá ser útil para con los espíritus pusilánimes, que se arrastran bajo la esclavitud del miedo. Los Calchaquíes eran de índole más propia á hacerlos irreconciliables. En efecto, el espectáculo de los prisioneros maltratados, quienes solo excitando a la venganza, creían poner fin a su infortunio infundió valor hasta en los pechos más cobardes. Todos de común acuerdo convinieron en continuar la guerra hasta dar el último aliento; y para que fuese irrevocable esta resolución se multaron en la pena de ser mirado como infame todo el que propusiese proposiciones de paz. Alentados de este espíritu apretaron el cerco que tenían puesto á la ciudad. Ninguno era osado a salir de ella. El general Castañeda, de quien por medio de un paisano imploraron el socorro los sitiados, tenía muy viva la imagen del terror, y sólo trataba de ponerse al otro lado del peligro. Dándoles buenas esperanzas se retiró á Londres, siempre perseguido de los bárbaros, quienes le picaron la retaguardia, tomándole algunos prisioneros, que sirvieron de trágica materia á sus enojos. Estas ventajas del enemigo vivamente representadas por la imaginación de Castañeda, le hacían gustar toda la hiel de su afrentoso proceder. Avergonzado de haberse hecho odioso y despreciable por su cobardía, resuelve purgar su oprobio introduciendo un socorro en la ciudad. Con un grueso trozo de gente, que le proveyeron los valerosos santiagueños, vuelve á entrar en Calchaquí. Con tan respetables fuerzas el hombre más cobarde podía hacer grandes cosas y sorprender la admiración sin merecerla. Noticiosos los indios de esta marcha se apostaron en el mismo sitio, que poco antes había sido funesto a sus contrarios; pero tomando estos una ruta desconocida y fragosísima atacaron por el punto que menos lo esperaban, y les causaron un sangriento destrozo. Castañeda introdujo el socorro en la plaza hallándola libre de obstáculos. Sin renunciar los Calchaquíes el designio de arruinar este establecimiento, se acogieron por ahora á sus breñas como á un lugar de refugio. En la impotencia de forzarlos Castañeda, se apodero del fértil valle que proveía a su subsistencia, y abrió con ellos una negociación. Ella tenía por base una obediencia tributaria, y esta era para ellos más aborrecible que la muerte. Resueltos a no abrazar otro partido que el de su libertad, y persuadidos que bastaba la lentitud para decidir este negocio á su favor, prolongaban sagazmente la conclusión. El general español penetró el artificio; por lo que contentándose con talar sus mieses, dio vuelta á la ciudad de Córdoba. Persuadido de haber satisfecho a su odio y vanidad, y domado enteramente el orgullo Calchaquino, aumento la guarnición de esta plaza con veinte y cinco soldados, y se retiró á Londres. Muy en breve conoció Castañeda que el odio implacable de los bárbaros solo cedía á la necesidad, esperando ocasiones más seguras. Ejecutados de su invariable resolución, volvieron á ocupar los puestos del pasado asedio. Su constancia en los ataques generales hasta acercarse a escalar el muro, a pesar del destrozo que hacía en ellos el fuego de la plaza; el desamparo del general Castañeda, quien aunque requerido por los sitiados parecía haberlos abandonado a su aflicción; en fin la agonía en que los puso la falta de agua cortada por el enemigo; todo esto los obligó á conocer la necesidad de hacer una salida. Este era el único recurso que les dictaba la desesperación; pero recurso, que solo parecía proporcionarles una muerte más gloriosa. La resolución fué tomada, y en ella entraron hasta las mujeres, estimando por menos infortunio morir con las armas en las manos al lado de sus consortes. Con un coraje precipitado se echaron los bárbaros en un momento de descuido, y desde el primer encuentro los arrollaron. Quedó el camino cubierto de cadáveres, y se hicieron algunos prisioneros, entre quienes la hija del cacique D. Juan, que sirvió a la decoración del triunfo. Aunque destrozado este cacique no dejó de caminar á su objeto con una constancia igualmente firme, que temible. El odio, la venganza, el amor paternal y el de la patria, se confundían en su pecho, y apresuraban sus proyectos hostiles. Más irritado que nunca con la pérdida de la hija, mandó la flecha simbólica a todas las parcialidades de su nación, y los interesó en su querella. Entretanto ciertos rumores de que la venida del capitán Pedro de Cisterna enviado por el Adelantado Francisco de Villagrán, era con el objeto de relevar á Castañeda, debía necesariamente ocupar todos los cuidados de este ambicioso general, que esclavo de sus pasiones, sólo parecía capaz de grandes faltas. No fue la menor, que deseando ganarse la afición de Cisterna, luego que supo era otro el objeto de su venida, ejecutase en estas peligrosas circunstancias el plan que éste le propuso de trasladar la ciudad de Londres al valle de Comando, distante sólo veinte leguas de la de Orduña, ó de Cañete. Así se hizo en 1562. El Calchaquí que observaba con cuidado las atenciones en que se hallaba complicado Castañeda, se aprovechó de su embarazo para restablecer el sitio de Córdoba. Con un grueso ejército vino sobre ella, y la ciñó estrechamente. Nada se omitió de su parte de cuanto podía conducir á su designio. Flechas inflamadas, asaltos vigorosos, ataques llenos de ímpetu, estos eran los medios con que llenaba de espanto á los sitiados. Fácilmente advirtieron éstos, que á tan furioso empeño, daba impulso el rescate de la hija del cacique, y entrando en esperanzas de serenar esta borrasca, le propusieron un ajuste amigable. El cacique se mostró inclinado a la paz, trató a los diputados con aquella activa simplicidad de que usa con el débil el que tiene de su parte la fuerza. Inexorable en su propósito, dictó los artículos del tratado, reducidos a que se le restituiría su hija, y se evacuaría la plaza bajo el salvo conducto que prometía a la guarnición. No era esto lo peor, sino que este pequeño beneficio nada tenía de verdadero, no siendo más que un lazo, que tendía el pérfido cacique para lograr mejor sus intentos. Los españoles cayeron en él. Ataviaron a la cautiva con todos los aliños mujeriles que aumentan las gracias de este sexo, y que debían captarle la benevolencia del padre; pero este cacique no bien había recuperado a la hija, cuando dio orden de apretar el asedio con doblados esfuerzos. La ruina de los españoles era inevitable. En ese conflicto les pareció, que era forzoso aventurarse al acaso. Todos de común acuerdo resolvieron evadirse esa misma noche por un lado de la ciudad, que parecía menos custodiado. En lo más silencioso de las tinieblas emprendieron su marcha. La felicidad de los primeros pasos los animaba á continuarla, cuando sólo era para acercarlos al precipicio. Sentidos de los bárbaros por el importuno llanto de las criaturas, fueron improvisamente asaltados. Fué en vano para contener la rapidez del ataque la heroica resistencia de los soldados españoles. A excepción del maestre de campo Hernando de Mejía, que con seis de los suyos se abrió pasaje por entre una espesa multitud, y pudo ponerse en salvo entrando después en la ciudad de Nieva, ninguno escapó la vida. |
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