Ensayo de la historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán
Capítulo 6
Ataca Castañeda a los Calchaquíes. Una falta de Castañeda hace perecer a algunos españoles. Trescientos Calchaquíes se sacrifican por la patria. Sesenta jóvenes indios forman un cuerpo, y viene en auxilio de sus padres. Vence Zenteno a los de Silípica. Heroicicidad de tres indias. Son despoblados Londres y Cañete. Entra Aguirre a gobernar el Tucumán. Aguirre se halla en gran peligro, y lo liberta Gaspar de Medina. Los Calchaquíes se defienden, y hacen estragos. Prudente retirada de Medina. Vuelve éste a libertar al gobernador. La altivez crece por lo común en proporción de la prosperidad. Después de haber los Calchaquíes desmantelado la ciudad de Córdoba, y sometido en las mujeres españolas que sobrevivieron á la derrota, atrocidades tales, de que se horroriza la pluma, nada menos se proponían que llevar su osadía hasta el exterminio del último establecimiento español. Aunque por un orden inverso parecía que esto debía abatir el aliento español, no sucedió así. Castañeda tenía los vicios de una alma al mismo tiempo tímida y feroz. Por esta vez deseaba vivamente borrar las manchas con que se hallaba afeada su reputación, y todas las ciudades conspiraban a una venganza de que se prometían un útil escarmiento. Hechos los preparativos convenientes, abrió este general la campaña. Los bárbaros no rehusaron el ataque, antes bien respirando cierto entusiasmo de libertad, intentaban prevenirlo acelerándose a ocupar un estrecho, de que hechos dueños parecía inevitable la ruina de su enemigo. El general Castañeda reconoció el peligro en que se hallaba, y quisiera retirarse; pero temiendo acrecentar un oprobio que ya se tenía merecido, se resolvió a un hecho temerario, con, el que al paso que recuperaba su fama por el ejemplo y por la acción, esperaba intimidar á los bárbaros. Con sólo seis soldados los ataca en el mismo puesto. Llenos todos de aquel furor mortal que caracteriza los guerreros de aquel siglo, ejecutan prodigios de valor. Queriendo atraerlos á campo raso donde pudiese maniobrar la caballería aparentan mañosamente retirarse. El calor con que los bárbaros se empeñan en seguirlos no les deja penetrar el designio. Ellos se avanzan con denuedo. El ejército español recibe orden de combatir, y lo ejecuta con valor. El de los bárbaros se resiste por mucho tiempo reemplazando sus filas derrotadas, y dando mucho cuidado á sus maestros en el arte de pelear; pero al fin la victoria se declaró por los españoles aunque con algunos muertos y muchos heridos. Esta victoria si algo dejó de útil a los españoles, fue haberles enseñado a temer á estos bárbaros. Por lo demás los vencidos adquirieron un nuevo motivo de aborrecerlos, y de prepararse á los combates con más acuerdo y deliberación. A este efecto se recogieron a sus guaridas inaccesibles. Castañeda entró con nuevas fuerzas en su fértil valle, y lo encontró casi desierto. Confiado en que no se le hacia resistencia, las enflaqueció imprudentemente, dividiéndolas con el objeto de satisfacer sus venganzas. Este procedimiento fué fatal á los españoles, porque muchos se vieron en extremo peligro, y otros perecieron á manos de los bárbaros. Un encadenamiento de faltas enormes, hizo que Castañeda causase pérdidas irreparables. Bien instruido en que la ciudad de Cañete se hallaba en grande apuro por la insurrección de los indios de su distrito, se contentó con destacar en su socorro solo doce hombres á las órdenes del capitán Bartolomé Mansilla. Un auxilio tan menguado sólo sirvió para acrecentar el desaliento. Los vecinos de Cañete ya habían transportado sus hogares a la ciudad de Santiago. Ellos conocían bien los descuidos de que era capaz Castañeda, y no queriendo exponerse al fin trágico de los de Córdoba, tomaron con anticipación sus medidas. La llegada de Mansilla los afianzó en su resolución. Castañeda echó de ver que había sido muy grande aventurar trece hombres solos en un país sembrado de peligros. A los tres días movió sus reales con la esperanza de salvarlos al abrigo de su fama. Este era un fatuo orgullo de que en breve quedó desengañado. Mansilla con sus doces compañeros debió su salud á un acaso; pero Castañeda con su ejército bien necesitó toda la ventaja de sus armas para no salir derrotado. Trescientos bárbaros resueltos á vengar en estos españoles los males que sufría su patria, le disputaron el paso. Su constancia á prueba de todos los estragos que podían causar las balas, no desfalleció un punto. No tanto como hombres, cuanto como bestias, sin más razón que el ímpetu, se arrojaron al hierro y al fuego de sus contrarios, hasta llegar á mezclarse unos con otros. Los más de estos valientes perecieron en el combate, contentos con haberse sacrificado á la patria, y hecho correr mucha sangre enemiga. Libre Castañeda de estos riesgos prosiguió su jornada. ¡Cuál fué su desconsuelo cuando sitio la despoblación de Cañete! Era esta plaza muy importante, pues con ella se entrenaba no poco el furor de los bárbaros. A fuerza de una constancia sostenida, consiguió este general verla repoblada segunda vez, habiendo hecho volver á sus antiguos moradores, quienes á precaución dejaron en Santiago sus hijos y mujeres. El odio á un gobierno militar donde la espada era la ley fundamental, se había ya extendido por todas partes. Apenas se hallaban asentadas las cosas, cuando, como si de la misma seguridad naciesen los peligros, fué preciso reprimir la osada resolución con que los indios de Silipica disputaron el paso á Castañeda, é inquietaban toda la tierra. El incendio y la devastación señalaron los pasos de los españoles en esta jornada. De pueblo en pueblo persiguieron á los bárbaros haciendo en ellos una horrible carnicería. Conoce poco la gloria el que la coloca en matar á los que, tratados bien, pudieran ser amigos. Aun los que escaparon con vida, sólo parecía haberla reservado á los que lo eran de su libertad. Refugiados al pueblo de Deteicum hicieron pasar sus sentimientos á estos moradores. Muy confiados en que la ventaja del sitio hacía su fortaleza inexpugnable, teniendo los españoles que superar las dificultades de una subida muy agria, levantaron el estandarte de la libertad. Fué obstinada la resistencia; pero encontrando los españoles por dicha suya una senda mal defendida, ganaron la altura de la montaña, y a hierro y fuego se hicieron dueños de la plaza. Por todo acontecimiento habían dispuesto los bárbaros transportar en tiempo sus familias a parajes menos arriesgados. Entretanto que los padres sacrificaban sus vidas á la seguridad de sus hijos, un tierno sentimiento de que sólo la naturaleza podía ser autora, obraba en éstos con toda su energía. Llenos de un espíritu marcial se escapan del regazo de sus madres, y sin reflexionar en que sus brazos, aun no son aptos para sostener las armas, los unen en común para desafiar los peligros de la guerra. En número de sesenta, de los que el mayor no pasaba de quince años, volaron en auxilio de sus padres. Fuéronse acercando con la poca cautela que era propia de su inocencia. El polvo de su marcha estrepitosa alarmó á los españoles, quienes salieron de sus alojamientos y se prepararon al combate. Quedaron muy corridos luego que conocieron al enemigo y sus designios. La bizarría de esta acción fue recompensada por los españoles con dones y caricias. Estas amansaron el furor indómito de los padres, y fueron más poderosas que las balas para que suscribiesen a la paz. Los desastres de esta guerra se hacen de algún modo disimulables, pues que ella dió ocasión para que los anales del Tucumán, se viesen enriquecidos con un tan bello ejemplo de amor filial. Castañeda, concluida esta guerra, buscó una ocupación propia al militar esfuerzo de sus soldados. El capitán Pedro López Zenteno, con veinte hombres escogidos, partió de orden suya en socorro de Londres. En este tránsito hizo ver el valeroso Zenteno, que vale tanto un buen general como un ejército. Los indios de Silipica, quienes ya estaban arrepentidos de su obediencia, le salieron al encuentro. Toda esta multitud embravecida con sus mismos desastres, no fue bastante á desunirlos. Teñida la campaña con sangre de los bárbaros, entraron triunfantes en Londres. No fué bastante este auxilio á infundir seguridad en los ánimos, porque inmediatamente se supo que todas las parcialidades hasta el valle de Chocavil formadas en liga con el cacique D. Juan de Calchaquí, le hablan ofrecido sus brazos armado de la venganza, y que se disponía á invadir esta ciudad. Era forzoso impartir esta noticia á Castañeda, é implorar su socorro. Cuatro hombres acostumbrados á tener por más gloriosa una empresa á medida que era más temeraria, tomaron de su cuenta ejecutarlo. Como si se hubiesen propuesto los medios de multiplicarlos peligros, se apoderaron en el tránsito de un cacique abandonado de sus vasallos. No faltó quien reparase la vergonzosa deserción de estos cobardes. Tres indias llenas de un valor heroico con que desmentían la flaqueza de su sexo se armaron de tizones, y echando en rostro á los indios su ignominiosa huída, embistieron contra los españoles. La gentileza de esta acción merecía indultarlas de todo daño; pero la bravura rústica de sus contrarios estaba acostumbrada á no respetar ningunos fueros. Lejos de celebrar este lance en que adelantar con los bárbaros el crédito de su nación, después de haber dado muerte al cacique, no tuvieron á mengua ensangrentar sus armas en un sexo que es vencer, cederle la victoria. Luego que las indias se vieron en estado de no poder sostener el choque, tomaron el partido de arrojarse de un precipicio, primero que caer en manos tan aborrecidas como las de sus contrarios. Sus maridos expiaron con su muerte su infame cobardía. Es preciso reconocer en estos nobles ejemplos, que no faltaba grandeza de ánimo á estos bárbaros, y que la inferioridad de sus armas y los desórdenes de una multitud sin disciplina, son las verdaderas causas que explican el desenredo trágico de estas guerras. Los cuatro soldados concluyeron su marcha; no acabando de engrandecer el coraje de las indias. Al oír las nuevas que trajeron estos emisarios descubrió Castañeda toda la flaqueza de su espíritu. La confederación de tantas parcialidades enemigas era un cuadro espantoso, donde veía se le exigían empresas militares, superiores á su valor y á sus talentos. Sin tener arte para disimular su cobardía, tembló á la vista de tantos riesgos, y dispuso evitarlos expidiendo órdenes positivas para que se despoblasen las ciudades de Londres y Cañete. Fueron infructuosos los ruegos de sus ciudadanos á fin que desistiese de un pensamiento tan funesto á la patria, y tan eversivo de sus propiedades. Inflexible en su relación los obligó á transportarse á Santiago en 1562 aun sin permitirles la cosecha de granos. La desesperación con que lo hicieron aumentó la infamia del opresor. Muchos soldados se emigraron al reino de Chile, a donde el siguiente año partió también Castañeda, dejando el mando de la ciudad de Santiago al capitán Manuel de Peralta. No cupo mejor suerte á la ciudad de Nieva fundada en el valle de Jujuy. Los bárbaros que rodeaban se habían hecho irreconciliables con los ejemplos contagiosos que les daba el Calchaquí. El capitán Pedro de Zárate no pudo resistir por más tiempo los porfiados asaltos del enemigo, y perdiendo toda esperanza de socorro, cedió al triste destino de abandonar esta plaza. Con estas pérdidas quedó toda la provincia reducida a la ciudad de Santiago, único fruto de diez años regados con mucha sangre, lágrimas y sudores. En el mismo estado la había dejado el general Juan Núñez de Prado, y si algo había que añadir, era saberse no era invencible el español. El desamparo de tantas gentes inspiró justas inquietudes a la ciudad de Santiago, que hasta entonces se había mirado como el puerto de seguridad. Con todo, aunque cercada de tanto bárbaro orgulloso, sostuvo con mucho crédito el peso de los peligros. No fue pequeña dicha suya que el gobernador del reino, Lope García de Castro, extendiese hasta ella su vigilancia, y le diese un gobernador capaz, por su valor, de restablecerla en su antigua gloria. Este era Francisco de Aguirre. A la verdad, el desagrado con que se oía su nombre en toda esa provincia, desde que la gobernó por D. Pedro de Valdivia, no parecía buen presagio de una suerte venturosa; pero con todo sus grandes proezas en el reino de Chile contra los temibles Araucanos, unidas á la constante fidelidad con que se manejó en los disturbios del Perú, lo hacían acreedor de está confianza, y debían purgar su memoria. Sobre estas razones procedió Castro a nombrarlo gobernador de esta provincia con total independencia de los gobernadores de Chile (36). La historia nos hará ver que Aguirre no llenó estas esperanzas sino en parte. Los sucesos referidos nos anticipan una idea del estado deplorable en que encontró su provincia. Casi toda ella sometida al poder de los bárbaros, no se veían por todas partes sino ruinas, desolaciones, estragos y osadía del enemigo. No pudo menos de conocer Aguirre, cuanto importaba dedicar sus desvelos a las cosas de la guerra. Valeroso, vigilante, lleno de celo y volando a todas partes donde era mayor el peligro, logró inspirar en los ánimos un entusiasmo militar que dio respiración á la provincia, e iba á poner en crédito el poder español. Aguirre pisó todo el terreno que poseyeron los españoles: buscó á los bárbaros en sus mismos alojamientos; tuvo con ellos encuentros muy felices; los obligó á retirarse donde los ecos de su valor no pudiesen amedrentarlos, y en fin llenó la ciudad de Santiago de prisioneros y despojos. Pero no siempre la fortuna le favoreció tan apresurada, que pudiese persuadirse estaba pendiente de sus órdenes. Hallábase acampado Aguirre en el valle de Calchaquí, cuando se vió sorprendido de cuatro mil bárbaros llenos de coraje y resolución. Ambos ejércitos vinieron a las manos con igual furor. El estrago que las balas causaban en los bárbaros, no pudo ponerlos en derrota, porque prevaleciendo el deseo de vencer, se entregaban ciegos a la muerte. Ellos cargaron con tal ímpetu, que se vio Aguirre y su gente en las últimas extremidades. Por dicha de éstos el valeroso capitán Gaspar de Medina, que con un destacamento corría la campaña, fué bastante advertido para conjeturar por las huellas los muchos bárbaros que se habían dirigido hacia aquella parte del país en que se hallaba Aguirre. Acelerando cuanto pudo sus marchas, cayó rápidamente sobre las espaldas del enemigo, y lo batió por entero arrebatándole una victoria, que se decidía á su favor. Derrotados los Calchaquíes se refugiaron a sus breñas, más bien irritados que arrepentidos. Aunque Aguirre con su gente cumplió bien sus deberes, tuvo sobrada equidad para adjudicarle a Medina todo el honor del triunfo. Este género de victoria, que ganó sobre su amor propio, debió darle tanta más gloria, cuanto siempre es más difícil vencerse a sí mismo, que á un enemigo. Temía Aguirre que reforzados los Calchaquíes causasen nuevos insultos. Para escarmentarlos del todo, y completar la victoria, mandó el día inmediato se siguiese el alcance. Un buen número de soldados escogidos bajo la conducta de su hijo el maestre de campo Valeriano de Aguirre, y del capitán Medina, caminaron sobre sus huellas. A quince leguas de distancia había hecho alto el enemigo en un paraje fragosísimo. El ardor que suscitó en los españoles el pasado suceso, hizo, que acometiesen sin bastante consejo en un lugar, donde el terreno daba toda la ventaja al enemigo. Los bárbaros opusieron por su parte una vigorosa resistencia, en la que aunque murieron muchos, lograron quitar del medio al maestre de campo, y á otros soldados. Con tan buena ventura acaloraron más la acción llegando á prometerse, que los restantes serían en breve víctimas de su valor. El prudente Gaspar de Medina, a quien no se le ocultaba que los bárbaros recibían nuevos refuerzos, tuvo por infalible su derrota, si con tiempo no ponía en salvo las reliquias de este destacamento. Así lo hizo mandando tocar la retirada. No fué pequeña dicha poderlo verificar. Una engañosa conjetura hizo que los Calchaquíes la tuviesen por una acechanza, y no se atrevieron. Por otra parte aunque Medina mudó de ruta, buscando siempre la menos arriesgada, se vió en gran peligro de que lo sorprendiesen mil indios, que lo espiaban de emboscada. Ya había salvado este mal paso, cuando lo descubrieron los enemigos. La suma diligencia con que huyó hizo inútiles todos los esfuerzos del alcance. Debió por segunda vez Aguirre su salud al capitán Medina, en el hecho mismo de haber conservado aquel residuo de soldados con que podérsele reunir. El gobernador solo se hallaba con treinta hombres en medio de un país alterado de sangre humana, y en que parecía inevitable su exterminio. Con el auxilio de Medina pudo salir de aquella tierra tan arriesgada; pero siempre con el ánimo de volver a ella y hacerla el teatro de sus conquistas. A este efecto hizo que el capitán Medina se transportase al reino de Chile, y reclutase algunos soldados con el cebo de pingües encomiendas, que debía ofrecerles á su nombre. Medina desempeña debidamente su comisión. Veinte y dos hombres aguerridos lo siguieron á su regreso, el que verificó trayendo también á su familia 37 y nueve doncellas españolas con quienes pudiesen casar los conquistadores tucumanos. |
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