Ensayo de la historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán
Capítulo 9
 
 
Delirios de Oberá. Juan de Garay sale contra él. Certamen singular de dos indios contra los españoles. Crueldad de Tupuynuris. Congreso de los indios. Sorprende Garay a los Tupuynuris. Duelo de Curemó y Urambiá. Victoria de Garay contra los secuaces de Oberá. Fundación de Santiago de Jerez.


No es cosa nueva que el espíritu de secta perturbe el orden público de una sociedad á un mismo tiempo civil y religiosa. Un cacique Guaraní por carácter tan inquieto, como ambicioso, es el novador que empieza á dogmatizar, y á hacerse partidarios en estas partes. Llamábase Oberá, que quiere decir Resplandor; y aunque este era de sólo nombre, bastó para deslumbrar primero á él, y después a muchos. Favorecían los designios de Oberá, las negligencias de un párroco idiota hasta la irregularidad. Este era un tal Martín González, cuyas explicaciones absurdas sobre los dogmas más sublimes y las verdades más abstractas de la fé sólo servían á engrosar la nube que los encubre, y á ocasión de nuevos errores. A sombras de esta guía perniciosa tuvo Oberá el sacrilegio atrevimiento de atribuirse las principales circunstancias del Mesías, preconizándose por salvador de la nación Guaraní.

Servíase de la mágica, que en los demás corría con crédito: daba libertad para vivir á las leyes del antojo, y prometía arruinar el poder español, valiéndose de un oculto cometa poco antes visto, que decía tener reservado á su furor. Con tan halagüeñas esperanzas no es mucho hiciese gustar sus desvaríos á unas almas espesas y amantes de la novedad. Casi toda la provincia quedó sublevada y hecha presa de sus prestigios. Retirado el impostor hacia el Paraná con un gran séquito, recibía los honores divinos entre el incienso de las más torpes sensualidades, que se permitía á sí y á sus adoradores.

Nada era más esencial en este tiempo de turbulencia, que pensar seriamente en los medios de restablecer la calma interior. Trató de poner remedio el valeroso Juan de Garay, que con ciento treinta soldados escogidos vino á acampar en el origen del río Ipané; no tanto por debelar con el rebelde, cuanto por impedirle los socorros. No, bien los españoles habían hecho su asiento, cuando vieron salir de un bosque dos indios de gallarda presencia. Eran vasallos del cacique Tapuyguasú; llamábanse Pitum y Corasí; venían desnudos, y sin otra arma que el dardo que empuñaban. La sorpresa de los españoles fué mayor cuando advirtieron, que acercándose á una distancia proporcionada, desafiaron á los más valientes con la ventaja de que saliesen dos contra uno, y con armas dobladas. Espeluca y Juan Fernández de Enciso, dos españoles de igual brío que intrepidez, no hicieron más que mirarse, y como si con ellos sólo hablase el desafío, tomaron sus espadas, y se presentaron al combate. Pitum fué el primero, que entregado todo á su cólera, embistió á Enciso tan arrogante, que á no ser él, cualquier otro hubiera sucumbido. El bárbaro se lisonjeaba de la victoria, cuando veía, que traspasada por varias partes la rodela de su contrario se hallaba menos á cubierto de sus tiros. Enciso disipó en breve esta esperanza mal concebida.

A los primeros golpes de un brazo tan esforzado perdió Pitum su dardo, y recibió en el vientre una herida muy peligrosa. No desmayó con todo, antes bien más inflamado que nunca se arrojó sobre Enciso con un valor precipitado. Valióle á este su destreza y presencia de espíritu; pues á beneficio de otro golpe le echó una mano á tierra, lo dejó fuera de combate. Espeluca por su parte no se desempeñaba con menor aliento. Es verdad, que Corasí ganó sobre él la ventaja de haberlo derribado al primer bote de su dardo; pero también lo es que apoyado en las rodillas, se reparó con prontitud, y pudo llevarle una mejilla en los filos de su espada.

En vano el bárbaro se defendía con valor; la diligencia de Espeluca debilitaba sus fuerzas por momentos. Cayó en fin de ánimo; y viendo que Pitum volvía la espalda, le imitó tan pronto en la fuga, como le había imitado en la arrogancia.

Los dos bárbaros se retiraron á su campo llenos de aquel asombro, que es el tributo del valor heroico. Fuese por hacer justicia al mérito, ó por decorar su propio vencimiento, no cesaban de ensalzar la valentía de sus contrarios. Ofendieron sobremanera estos elogios la fiera altivez de Tapuyguasú. El no vió en ellos, sino la expresión de la cobardía, y una contagiosa semilla de desalientos. Imbuido en estos conceptos se creyó en obligación de ser cruel por el interés de la causa. Los desgraciados Pitum y Corasí fueron inhumanamente condenados á que purgasen en una hoguera el descrédito de su nación.

No estaba Tapuyguasú tan adherido al impositor Oberá, que no le fuese dudoso el partido de su elección. A fin de formar sus juicios por medio del examen más maduro, deliberó juntar sus capitanes y oír lo que dictase la edad y la experiencia. En este congreso militar tomó la palabra y habló así: “los negocios que á todos interesan, no es justo se manejen por uno sólo. Trátase en el día de recuperar la libertad que perdimos; y por ella claman así el crédito de nuestro antiguo predominio, como otros bienes que no podemos renunciar. Oberá, que se intitula hijo de Dios, promete con mano poderosa redimirnos. Si le fuera tan fácil el cumplirlo como es el prometerlo, tengo por cierto que ninguno de vosotros sería tan enemigo de sí mismo, que rehusase seguirlo, pero como, según alcanzo, para sostener esta conducta, es necesario prepararnos á todas las calamidades de la guerra, deseo me digáis vuestro parecer entre reunirnos con Oberá ó ratificar con los españoles nuestra alianza”.

Acabando de razonar Tapuyguasú, mandó que hablase el viejo capitán Urambia, de cuyas largas experiencias, se prometía diese mucha luz á la asamblea. Rehusólo al principio por modestia, pero obligado de su cacique se produjo en esta forma: “han llegado á mis oídos las promesas de ese nuevo dios Oberá; mas ni las veo confirmadas con prodigios, ni sus obras exceden las comunes. Por todas partes busca secuaces que cooperen á sus designios; pero si es dios ¿qué necesita de los hombres? De que infiero, o que no es lo que nos anuncia, ó que es una divinidad muy cobarde, de quien nada tenemos que esperar, ni que temer. Este supuesto, nadie puede dudarlo que en caso de rompimiento debemos apelar á nuestras fuerzas. ¿Y que son estas para resistir al español? Por grandes que ellas sean á sola su presencia un secreto encanto las enerva, y siempre queda vencedor. Los españoles tienen la protección del cielo: huir á su sujeción, es resistir á nuestro destino. Al parecer es que se les reciba de paz y se abandone al engañador”.

Pareció duro á la asamblea este razonamiento; pero el respeto á las canas de Urambia la hizo enmudecer. Con todo, Curemó, que le era igual en años, aunque superior en ardimiento, no pudo tolerar un discurso que abatía su altivez. Lleno de enojo se salió de la junta, y habiendo recogido sus hijos y mujeres, se retiró a una laguna. Tapuyguasú contuvo á los demás, y quería oír sus pareceres; pero por dictamen del esforzado capitán Berú, quedó la discusión en suspenso hasta que volviese Curemó. Convocado este, vino sólo, después de haber juramentado á sus hijos que defenderían aquel puesto hasta vencer ó morir. A pesar de un largo debate, prevaleció por fin el voto del prudente Urambia.

En consecuencia de este acuerdo se le despacharon á Garay mensajeros de paz, la que aceptó con tanto mayor gusto, cuanto menos la esperaba, Y trasladó su campo al pueblo de Tapuyguasú. El capitán Curemó era un bárbaro de genio muy fogoso á quién ninguna empresa acobardaba, pero al mismo tiempo de una disimulación artificiosa con que sabía hacerse impenetrable. Su situación era delicada. La osada libertad, con que poco antes había manifestado su odio al español, lo ponía en gran peligro de atraerle su indignación. Para eludir este mal paso, sirvióse de su política con mucha habilidad. Cuando los más del pueblo se retiraron amedrentados al acercarse los españoles, él les hizo las demostraciones más generosas con que se sabe explicarse la amistad.

Llevando siempre adelante su engañosa benevolencia, persuadió eficazmente á Garay, pasase el río Yaguarí y destruyese los reclutas con que pretendía unirse á Oberá el cacique Tamuymarí. Esta era una batería que fraudulentamente levantaba á este cacique su capital enemigo; y al mismo tiempo un arbitrio de salir del sobresalto que su conducta le causaba. Así creyó haber satisfecho su odio y su temor.

Nada de esto advirtió Garay. Los ánimos más nobles son más fáciles de seducir. Una mañana al amanecer sorprendió á los Tapuymiris con tan sangriento estrago, que apenas quedó vida que el hierro no cortase. Otros tres pueblos inmediatos fueron envueltos en la misma catástrofe, sin que la espada perdonase edad ni sexo. Quizá los españoles cansados de matar dejaron con vida quinientos bárbaros que reservaron al cautiverio. Después de esta sangrienta ejecución volvió Garay al pueblo de Tapuyguasú, donde fué recibido entre mil festivas aclaraciones. Aplausos insensatos, que más de una vez han hecho nacer en los conquistadores el funesto deseo de ser crueles á fin de merecerlos. Seguramente en ellos no tuvo parte Urambia. Lleno de aquellos sentimientos generosos de un viejo para quien todo le era indiferente, menos la virtud y sabiendo que los Tapuymiris no eran cómplices en el delito imputado, le dió en rostro á Curemó con su maldad. Aquí conoció Garay su engaño; y debió conocer también, que hubiera sido más acertado portarse con los bárbaros tan humano, que en caso de ser traidores les pesase haberlo sido.

No disimuló Curemó la libertad de Urambia. Temiendo ser descubierto lo desmintió á presencia de todos. Este agravio dió sobrada materia á una porfiada contienda, la que resolvieron los dos viejos decidirla por las armas. Conforme á las leyes del duelo se emplazaron para aquella tarde, en que con sólo dardo y macana entraría en palestra á presencia de todo el pueblo, apadrinado Urambia de Urambieta, y Curemó de Nianitombia. En la intrepidez con que ambos se acometieron, no parecía, sino que cada uno recogía los íntimos restos de unas fuerzas perdidas para morir con honra. Urambia quebró el dardo á Curemó, pero echando éste mano á la macana se defendía con valor. Causaba lástima ver las heridas de dos ancianos empeñados en destruirse. Departiéronle en fin los padrinos y decidieron los jueces, que aunque ninguno había vencido, ambos eran dignos de la victoria. Por los nuevos informes que recogió Garay se ratificó en el concepto de que Urambia defendía el partido de la verdad. Quisiera que el valiente Curemó pagase con su vida la de tantos inocentes, que había sacrificado á sus venganzas; pero en un tiempo en que tanto necesitaba la afición de aquel pueblo, se contentó con reprenderlo agriamente, haciéndole concebir el precio de su clemencia. Enseguida dió la libertad á los cautivos, con cuya acción honró también el valor de Urambia,

El cacique Guayracá á quien Oberá había confiado el mando de sus tropas, se hallaba acantonado en el Ipanente. Jamás plaza de armas en esta conquista se encontró más artificiosamente preparada. Torreones, fosos, trincheras, nada se omitió de cuanto podía hacerla inexpugnable. La guarnición era numerosa, tomada de la flor de los Guaraníes, y comandada por los jefes de más reputación. Un sacrificio de una ternera que dedicaron á Oberá, y cuyas cenizas esparcieron por el aire (como lo habían de ser las de los españoles) se tuvo por presagio infalible de aquel su númen tutelar.

Garay, volvió sus armas contra esta fortaleza, y en breve experimentaron los bárbaros las tristes consecuencias de su engaño. Ellos esperaban ser testigos de aquel desaliento en nuestras tropas, que según las predicciones de Oberá, debía ser como el preludio de la victoria, y en su lugar sólo veían el valor más acalorado. Tardaba demasiado la asistencia del dios Oberá, y era preciso que así fuese; porque mirando por sí mismo, desapareció secretamente para no volver á parecer más. Burlada esa confianza orgullosa de los bárbaros, ya no trataron de defender la plaza, sino de salvar sus vidas en una fuga precipitada. Ni aun este triste recurso les fué útil; porque los españoles les ganaron los pasos. El imbécil Guaycará, sin talentos para restablecer el orden de sus tropas, ni reanimar los ánimos abatidos, fué el primero que los abandonó á su desesperación, y se refugió en la concavidad de un grueso tronco, desde donde espiaba los sucesos de aquélla trágica acción. La vista de Garay lo indujo á la bizarra empresa de arrojarle una saeta asesina, prometiéndose que con su suerte daría un nuevo aspecto á la refriega. Anduvo tan neciamente incauto, que creyendo haber logrado el tiro, cantó la victoria fuera de tiempo. Garay no recibió lesión alguna, y él quedó descubierto. Un arcabuzaso que le tiró el valiente Enciso, le hizo pagar tan loca temeridad. Esta fué la ocasión en que Yagnatatí, indio bravo y esforzado, se arrojó por lo más espeso del campo español, guiado sólo de su corage y desesperación. Hirió algunos soldados; pero Martín de Valderrama y Juan de Osuna detuvieron su furor. Viéndose el bárbaro tan acosado, que le era forzoso el rendirse, no quiso sobrevivir á esta afrenta, y metiéndose el dardo por el pecho, quedó allí muerto. A imitación de Garay distinguieron su valor muchos soldados españoles, á cuyo esfuerzo se debió una completa victoria, con que se hicieron memorables los fines del año de 1579.

Libre Garay de los cuidados de la guerra, aplicó sus desvelos al importante objeto de nuevas poblaciones. En 1580 partió de la Asunción el anciano Ruiz Díaz Melgarejo, con sesenta soldados escogidos, y fundó la ciudad de Santiago de Jeréz, sobre las márgenes del Mbotetey, que se reúne al del Paraguay. Esta población ya no existe.