Ensayo de la historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán
Capítulo 11
 
 
Fúndase la ciudad de Buenos Aires. Suceso de Altamirano. Invaden los bárbaros a Buenos Aires y son derrotados. Conjuración en Santa Fe. Muerte de Juan de Garay. Nueva invasión contra Buenos Aires. Fúndase la ciudad de Concepción del Bermejo. Prisión del obispo del Paraguay. La ciudad de San Juan de las Siete Corrientes tiene su principio.


Un nuevo orden de cosas va a fijar nuestra curiosidad; nueva población con tan inútiles prerrogativas que ha de llegar a ser algún día uno de los emporios del reino; nuevas relaciones mercantiles cuyo influjo hace variar el sistema de la negociación; nuevo método de catequizar a los neófitos en que ganan mucho la humanidad y la religión; tales son los objetos que sucesivamente va a presentar la historia desde esta época. Luego que los españoles pusieron el pié en estos dominios, conocieron la importancia de levantar una ciudad en el puerto de Buenos Aires. Ya hemos visto las vidas que costó este pensamiento. Prefiriendo siempre los nacionales todos los males posibles a la pérdida de su libertad, rehusaron constantemente prestar oídos a proposiciones de paz. Esta fundación parecía destinada á servir de roca donde debían naufragar las empresas más bien concertadas. Con todo, los españoles no acostumbrados á ceder a las dificultades, jamás desesperaron. Persuadidos antes bien que los trabajos son el mejor precio de las comodidades, nacían sus esperanzas de los mismos obstáculos.

Justo era que la gloria de realizarlas se la llevase el teniente general, Juan de Garay. Hombre de un coraje infatigable y de una prudencia consumada unía á éstas cualidades el mérito de muchas y gloriosas campañas. Más adelantado que sus compatriotas en las materias de gobierno, conoció que era llegado el tiempo en que Buenos Aires debía existir. Después del más pausado examen fué acordado por un congreso que con sesenta soldados escogidos afrontase Garay esta ardua empresa, no menos importante que arriesgada. Verificóla dichosamente el año de 1580 en el sitio donde se halla, llamándola la ciudad de la Santísima Trinidad, puerto de Santa María de Buenos Aires (41).

La ausencia de los bárbaros dio tiempo á la construcción de un fuerte destinado á la común defensa, pero el intrépido Garay, enemigo declarado del descanso y la molicie, no podía contener su actividad en tan estrecho recinto. Tomando algunos briosos compañeros salió á correr la tierra y reconocerla. En breve halló ocasión de no tener ocioso su valor. Diez indios de la nación Querandí se presentaron muy resueltos á disputarle el paso. El estrago que causó en ellos debió abatir su osadía, y sucedió al contrario. Cinco, que, aunque heridos escaparon del peligro, volvieron á excitar en su nación el odio que hacía tiempo respiraba.

Era esta nación de Querandíes la que tenía en cautiverio á Cristóbal Altamirano, tomado antes por los Charrúas. La precipitación con que se alejaron los bárbaros á la primera noticia de españoles les hizo caer en olvido á su cautivo. Fluctuó este algunos momentos entre el partido de seguirlos ó el de volverse a los españoles. El odio irritado de los bárbaros le hacía desconfiar de su vida, así poniéndose á su discreción, como emprendiendo una fuga en que temía ser cortado. Resuelto por fin á lo primero se incorporó á los indios vendiéndoles por fineza esta fidelidad. Con todo fue el juicio entre ellos muy problemático, y aún no faltaron votos que lo condenaban al suplicio, fundados en el principio de que no era prudencia tener cerca de sí un enemigo encubierto. A la vista del peligro reconoció Altamirano la necesidad en que se hallaba de apurar la persuasión. Hízole con tal calor de afectos que convenció á los indios estar interesado en la venganza. No sólo le perdonaron la vida sino también lo admitieron por compañero de la facción que intentaban.

A ésta se convocaron varias naciones comarcanas, y fué su primer cuidado elegir un general capaz de desalojar á los españoles del puesto que ocupaban. La reputación de hombre valeroso y prudente que se había adquirido el cacique Guaraní llamado Tobobá, distinto del antiguo, reunió á su favor los sentimientos. Electo este general, todo se disponía para una pronta invasión. Altamirano, que era testigo de cuanto discurrían los bárbaros, cayó en la tentación de comunicarlo á sus contrarios. Tomada una calabaza incluyó dentro un papel, y lo fió a las aguas del riachuelo. No puede justificarse este proceder porque jamás es lícito ser traidor bajo el velo de la amistad. Por dicha de los españoles llegó el papel a sus manos, y se prepararon a la defensa (42). Con todo el general Garay quiso ensayar un medio de separar á los bárbaros de su designio. Hizo que uno de los dos indios cautivos en la primera refriega llevase a sus compatriotas proposiciones de paz, y un papel a Altamirano encareciéndole su influjo. El mensajero estuvo muy distante de promover un partido que aborrecía. No sólo irritó los ánimos contra los españoles, sino también les descubrió que Altamirano los llevaba vendidos á entregarlos entre sus manos. La muerte de este español estuvo decretada, pero evitóla con la fuga, y fué bastante feliz para ganar el fuerte.

La misma noche del arribo de Altamirano acercaron los bárbaros sus tropas por agua y tierra. Ningún peligro le asustaba a Garay, porque todo lo había previsto. Las naves españolas fueron las primeras en cantar victoria, y aunque con más empeño era apretado el fuerte, no tardó mucho en conseguirla. Una venturosa salida de los españoles puso al enemigo en confusión. Rehecho con prontitud empeñó de nuevo el combate, pero no pudo sostenerlo, porque habiendo el esforzado Juan de Enciso derribado la cabeza de Tabobá, derribó con el mismo golpe la esperanza de sus secuaces. Persuadidos acaso los vencedores que la guerra no era teatro de moderación y mansedumbre, poblaron la campaña de cadáveres. Fué tan carnicero el estrago, que acercándose al general, uno de sus soldados le dijo: "señor, si proseguimos matando, ¿quién queda para nuestro servicio?

"Dejadme, le respondió Garay, esta es la primera batalla, si en ella humillamos al enemigo, no faltará quien con rendimiento nos sirva". Garay adelantó la victoria á toda la costa del río. Con este suceso cedió de golpe la obstinación de los bárbaros, y se dejaron empadronar.

Sometidos al yugo de la obediencia formó encomiendas el general con que galardonó el valor de los pobladores. Una empresa de tan ventajosas consecuencias la creyó así digna de los oídos del rey. Después de haber dado cuenta de todo al Adelantado, Juan Torres de Vera, hizo se aprontase una embarcación para España, cuyo cargamento consistía en azúcar y cueros, primeros frutos nacionales con que logró esta provincia recibir en cambio lo superfluo de la industria europea.

Al mismo tiempo que se fundó Buenos Aires se levantaba en Santa Fe una rebelión cuyos efectos pudieron ser funestos á estas poblaciones. Lázaro de Veniablo, Pedro Gallego, Diego Ruiz, Romero, Leiva, Villalba y Mosquera, llenos de resentimientos contra el general Juan de Garay, formaron el proyecto de apoderarse del mando. Todos los medios de seducción fueron empleados por estos amotinados á fin de hacerse de secuaces. Ellos trataban de almas bajas á esos ciudadanos pacíficos que no pensaban en salir de la opresión en que, según ellos, gemían. Para minorar el horror que infunde la idea de rebelde, no cesaban de publicar que toda rebelión deja de ser delito desde que llega á ser feliz. La mayor parte de los ciudadanos entraron apresuradamente á este partido, guiado cada cual de sus intereses personales. No dejaron de ser prudentes los conjurados en no fiarlo todo de su poder. Temían justamente que la inmediación del Tucumán viniese á ser un escollo en que peligrase su empresa. Para asegurar las espaldas por esta parte, resolvieron poner en sus intereses al gobernador D. Gonzalo de Abreu. Las enemistades de este con Garay les daban fundamento para creer que no desdeñaría una empresa encaminada á perderlo. Sin embargo, la delicadeza del asunto los obligó á no omitir ninguna medida de precaución. Se le quiso sondear primero sin aparentar visos de ruego que hiciese caer de mérito sus ofertas, y aún empeñarlo á que él mismo ofreciese la protección que tanto se deseaba. Dos emisarios se dirigieron á Córdoba con este objeto. Abreu se manejó con tal reserva, que sin comprometerse en cosa alguna dejó traslucir su complacencia.

Dado este paso de seguridad, creyeron que era ya tiempo de ejecuciones más violentas. El teniente de la ciudad, alcalde Olivera, y el capitán Alonso de Vera fueron puestos en prisiones. Aplaudieron mucho un suceso que los acercaba al común designio. Más una mujer heroica, que hacía de la fidelidad la primera de sus obligaciones, tuvo bastante valor para oponer su virtud al torrente de esta maldad. Esta fué la mujer de Leiva, quien dió en rostro a su marido hubiese preferido la odiosa calidad de traidor al glorioso título de leal.

Al siguiente día de las prisiones se juntaron los conjurados en casa de Veniablo, y nombraron por teniente general de la provincia á Cristóbal de Arévalo. Para empeñar su partido de manera que no pudiese volver atrás lo hicieron delinquir de pronto en tales crímenes, que cerrados todos los caminos de salvarse, no le quedase otro abierto que el de la obstinación. No es fácil se conserve la armonía que está fundada en el delito. La virtud es el único lazo indisoluble. Veniablo, que como Maestre de campo tenía la inspección inmediata de la guerra, se disgustó con Arévalo. Este por su parte lo empezó á mirar con todo el odio de que era merecedor el autor de su delito, y se propuso desde luego restablecer la subordinación á sus legítimos deberes. Para ello trató privadamente con algunos, de cuya lealtad había concebido mejores esperanzas. El resultado fué que habiendo quitado del medio á los principales caudillos de la conspiración entraron las cosas en el orden debido.

En su misma cuna debió conocer Buenos Aires que también se hallaba expuesta á las peligrosas influencias de la ambición sobre las potencias extranjeras. Apenas contaba dos años de existencia, cuando Eduardo Fontano, corsario inglés, la amenazó desde Martín García: pero aunque débil, ella supo prevenir el golpe que se le preparaba y dejar burlado este amago.

Pacificados los bárbaros de Buenos Aires, aumentada su población y abiertos los canales del giro con España, Perú y Chile, se presentaba ya la más risueña perspectiva de la prosperidad á que su suerte la destinaba. A pesar de esto su ilustre fundador, más satisfecho de lo que debía, se entregó todo á una confianza que fue su ruina, y hubo de serlo la de su conquista. Creyendo bien establecida la sumisión de los infieles, partió de Buenos Aires con el objeto de visitar su provincia, el año de 1580.

Más por ostentación que por seguridad dejóse cortejar de una lucida compañía que como consorte de sus triunfos quiso recoger aplausos en la Asunción. Navegaban con prosperidad, saliendo á dormir á tierra sin poner otros centinelas que el terror de su nombre y la fama de sus victorias. El cacique de los Minuanes, uno de los de menos nombradía en aquella comarca, observaba atentamente estos descuidos y se resolvió á satisfacer la voz enérgica de la patria que clamaba en su corazón. Con ciento y treinta de sus vasallos sorprendió á los dormidos españoles. Fue tan rápido el asalto, que apenas se distinguió del estrago. Juan de Garay con cuarenta de sus soldados murieron en esta ocasión.

Los demás de la comitiva alcanzaron entre mil riesgos á refugiarse á Santa Fé, desde donde se condujeron á la Asunción. Los llantos de la provincia por la muerte de Juan de Garay son un testimonio irrefragable de su mérito. Después que ellos faltaron, hablan en su lugar los monumentos que dedicó á su inmortalidad, y que el tiempo mismo se complace en perpetuar para su gloria. El demasiado ardimiento con que algunas veces ensangrentó la victoria pueden en cierto modo recompensarle sus beneficios en la paz. Repartiendo los despojos jamás reservó otro para sí, que el honor de haber vencido.

Garay no tiene otro competidor en el mérito que el inmortal Irala. Uno y otro, vizcaínos de nación, fueron dotados de todas las prendas que constituyen un perfecto general. A Irala puede decirse que le es deudora la provincia del Paraguay, lo que á Garay la de Buenos Aires. Irala de superior talento conduce todas las aventuras difíciles de su vida con un disimulo inexplicable, y fija á su valor la inconstancia de la fortuna. Garay mucho más virtuoso en el todo es sencillo y grande. Igualmente magnánimos, Irala á su muerte dejó un par de bueyes, unas balanzas y sus armas; Garay nunca miró necesidad en cuyo auxilio se creyera desobligado, pues vendió para remediarlas hasta los vestidos de su mujer.

Al paso que los españoles sintieron la muerte de su general, la celebraron los bárbaros, y principalmente los Minuanes. Entregados estos á un gozo indiscreto entraron en el propósito de destruir la ciudad, ya medio vencida en su concepto. Nada omitió su acalorado empeño de cuanto podía conducir á un triunfo tan deseado. Después de varios congresos militares, á que concurrieron los más afamados capitanes de las naciones convecinas, y en que se deliberó sobre los medios de asegurar un éxito feliz, fue encomendada la guerra por sufragios de todos al bien opinado Guazalayo. La resolución estaba tomada, y éste quería acreditar en su diligencia el acierto de la elección. Formado su ejército en un cuerpo de tropas respetable empezó á desfilar hacia la nueva ciudad. Rodrigo Ortiz de Zárate, que mandaba en jefe la fortaleza, quisiera detenerlos por los medios de la insinuación y la dulzura, pero en la necesidad de oponerse á un ataque salió de la plaza con su gente formada en escuadrón, y esperó al enemigo con resolución y firmeza. La pertinacia de los bárbaros tuvo por mucho tiempo neutral la suerte del combate. Este se decidió por los españoles con la muerte de Guazalayo, y confundió enteramente la presunción de los bárbaros. Cansados estos de unas guerras que les preparaban las últimas infelicidades, acabaron de conocer á sus expensas que ejércitos numerosos sin disciplina son poca cosa para oponerlos contra soldados aguerridos bajo los preceptos de la mejor escuela militar. Desde este tiempo se mantuvieron pacíficos sufriendo el yugo que el vencedor quiso imponerles.

Por la muerte de Juan de Garay fue nombrado para teniente de la provincia Alonso de Vera y Aragón, á quien por su fealdad llamaban cara de perro; el crédito con que había militado lo hacía digno de esta sucesión. El nuevo teniente era sensible á la gloria y le parecía muy pequeña la de contentarse con sólo mantener lo adquirido.

El gran Chaco, que empezando desde las márgenes del Paraná se extiende hasta las últimas cordilleras del Perú, le brindaba un dilatado campo de adquisiciones. Hechos los aprestos necesarios que no deberían ser mayores en un tiempo que el ejercicio y la sobriedad eran los únicos incentivos del apetito, hizo su entrada desde la Asunción con ciento treinta y cinco soldados encaminándose al río Bermejo el año de 1585. Acompañóle la fortuna, y ganó de los bárbaros victorias sobre victorias, llegando á levantar una ciudad á la que intituló la Concepción de Bermejo en el gran pueblo de Matará.

En la ausencia del teniente Alonso de Vera quedó la provincia abandonada á todos los desórdenes de que son capaces los vicios sin el freno de la autoridad. Gobernaba esta diócesis D. Fray Juan Alonso de Guerra, religioso mínimo, cuyos talentos y virtudes le habían allanado, á pesar suyo, el camino de las mitras. El celo verdaderamente apostólico de este prelado no pudo mirar sin amargura una provincia desenvuelta, un clero sin disciplina y unos nacionales oprimidos bajo el yugo de la más pesada tiranía. A expensas de su seguridad resolvió desempeñar sus obligaciones, sin que pudiese amedrentarlo el odio que estaba cierto había de concitarle su celo. No se engañó en su predicción. Los principales de la Asunción empezaron á tratar de indiscreta esa libertad sacerdotal, que estaba en contradicción con sus pasiones, y á concertar los medios de perderlo. Era el jefe de esta sacrílega conjuración el alcalde ordinario de la ciudad. Acompañado de sus satélites se encaminó al palacio episcopal con ánimo resuelto de echar en prisiones al prelado. En tan difícil coyuntura recurrió este santo príncipe á esas vestiduras pontificiales, que más de una vez han desarmado el furor más determinado. Pero, ¿qué impresión podían causar en esta capital las insignias de un poder, acostumbrada á ultrajarlo? Con impío atrevimiento puso el alcalde las manos en su sagrada persona, lo agarró de los cabellos, lo holló á sus pies, lo cargó de prisiones y en 1586 lo condujo él mismo á Buenos Aires entre tratamientos tan inhumanos, que serían de dispensarse al más criminoso de los hombres. Pero Dios velaba por la conservación de una vida de trabajos é ignominias, toda consagrada á su servicio, y había decretado que el castigo de sus perseguidores vindicase visiblemente su inocencia. El alcalde murió de repente, y no tuvieron mejor fin los demás cómplices.

A pesar de estas eternas disensiones, la provincia experimentaba esa misma necesidad de extender sus fuerzas, que siente el que va saliendo de la infancia. El célebre pirata Tomás Candisch meditó en 1587 la toma de Buenos Aires. Felizmente se supieron con tiempo sus designios por el gobernador de Río Janeyro, y se corrió á la defensa. El pirata temió la suerte que le aguardaba y se abandonó a pasar el estrecho. Por estos amagos repentinos es que Buenos Aires iba robusteciendo su constitución.

La sujeción de los nacionales acreditaba de día en día el proyecto de las poblaciones. Por voto general de los conquistadores se deseaba una en la confluencia de los dos ríos Paraguay y Paraná ó de la Plata. Esperábase que con ella quedase enfrenado el orgullo de los bárbaros por ambas márgenes de este río, y se diese una escala muy provechosa á la navegación. Agobiado con el peso de una serie de infortunios el Adelantado Juan Torres de Vera había entrado á su provincia el año de 1587. Estas consideraciones movieron su ánimo para promover este establecimiento. Su sobrino Alonso de Vera el Tupí tuvo orden de verificarla, y desempeñó su comisión el año de 1588, dándole por nombre San Juan de Vera. Las siete rapidísimas corrientes que forma allí el Paraná le hacen conocer por este nombre con usurpación del verdadero.