Ensayo de la historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán
Capítulo 12
Entra el licenciado Lerma á gobernar el Tucumán. Crueldades de este contra D. Gonzalo su antecesor. Disensiones entre Lerma y el deán Salcedo. Entrada del obispo Victoria al Tucumán. Funda Lerma la ciudad de Salta. Oposición de los bárbaros. Es preso Lerma y conducido á Charcas. Entra á la provincia Juan Ramírez de Velazco. Los indios se alborotan en Córdoba y los vence Tejeda. Hacía tiempo que la provincia del Tucumán hecha un teatro de escenas lúgubres por las crueldades del gobernador D. Gonzalo de Abreu, deseaba un vengador. Creía haberlo conseguido en la persona del licenciado Hernando de Lerma, su sucesor, cuando entrando á su provincia el año 1580, quiso que la prisión de D. Gonzalo fuese el primer acto de su posesión. Las crueldades de su despiadado gobierno convencieron á todo el mundo, que si bien Lerma aborrecía al tirano, amaba eficazmente la tiranía. Se horroriza la humanidad al contemplar la sevicia con que trató al desgraciado D. Gonzalo. Formando su proceso lo condenó al tormento, y aunque este en los principios absurdos de la antigua jurisprudencia sólo era un medio de esclarecer la verdad, anticipando la pena al convencimiento, intentó Lerma que muriese en él. En la firmeza con que se sostuvo manifestó una heroicidad digna de mejor alma. Ella interesó la compasión aún de aquellos en cuyo juicio era delincuente. No murió Abreu en el tormento, pero este lo acercó á su término habiendo fallecido el año 1581. A pesar de esto los ciudadanos en general fueron tratados por Lerma con moderación y dulzura el primer año de su gobierno. Pero si hemos de conjeturar por los sucesos posteriores es necesario convenir, que estas demostraciones de mansedumbre no eran más que unas cadenas con que aprisionaba su alma feroz. Arrepentido en breve de una sujeción tan violenta, y que tanto mortificaba su carácter, rompió estas ataduras para devorarlo todo. Acercábase por este tiempo á la provincia el obispo D. Fray Francisco de Victoria, primero en el orden de los que tomaron posesión de esta diócesis. Según la inteligencia que le dio este prelado á una real cédula de Felipe II, había creado deán de esta nueva iglesia á D. Francisco Salcedo confiriéndole así mismo su gobierno. Revestido Salcedo de este doble carácter entró al obispado con todo aquel engreimiento que en hombres vanos suele engendrar la elevación. El genio de Lerma no hallaba sufrideras otras altiveces que las suyas. Preciso era que chocasen estos dos hombres nacidos para la discordia. Chocaron en efecto y de este choque resultó esa centella, cuyo incendio los abrasó á ellos y á otros muchos. Lerma puso en litigio la dignidad de Salcedo, y no sin fundamento porque sólo autorizado el prelado para nombrar cuatro beneficiados en esta iglesia parecía salir de sus límites extendiéndose á los mayores. Era este un tiro muy ofensivo á la delicada presunción de Salcedo para que no irritase toda su ira. Los dos, cabezas de esta república, se persiguieron mutuamente llenos de aquel encono que siempre inspira el espíritu de partido. Cada cual formó su facción y procuró prevalecer á expensas del público sosiego. Lerma era dueño de la fuerza y debía serlo de la suerte de su enemigo. Rendido Salcedo á su persecución se retiró á Talavera con designio de pasar al Perú. Entonces fue cuando Lerma no hizo uso de su poder sino para infelicidad de todos los ciudadanos, y principalmente de los que habían dado ayuda á su contrario. Siempre dispuesto á recibir todas las sugestiones del odio causó su ruina por todos los medios de que puede valerse una alma baja, depravada y cruel. Muchos fueron condenados á que muriesen entre la infección de los calabozos, de cuyas muertes ordenó Lerma no se le diese aviso sino después de tres días de acaecidas. Otros las recibieron de manos del verdugo, no pocos fueron expoliados de sus bienes al rigor de confiscaciones injustas, y no faltaron quienes se tuviesen por muy felices en haber redimido sus vidas con prisiones y destierros. El capricho y la voluntariedad eran sus leyes supremas y las únicas á quienes tributaba una obediencia entera. Por lo demás, las reales provisiones de la corte de Charcas sólo servían de materia á sus desprecios, y de ocasión á muchos para procurarse con su obediencia una desgracia cierta. Creyóse que la entrada del señor Victoria al obispado aplacase las furias de esta fiera desatada. A la verdad no parecía vano este pensamiento. Era dotado este prelado de todas aquellas grandes calidades á cuya presencia suele encogerse el atrevimiento, y docilizarse la atrocidad: pero si esto es así respecto de aquellos que en la embriaguez de la prosperidad llegan á ser audaces y depravados, más por error que por carácter, difícil era que la virtud y el mérito morigerasen el natural de Lerma. La osada libertad con que atropelló los respetos del prelado, el desenfreno con que se produjo en su descrédito, y en fin el odio que concibió á todos los que le trataban, acreditaron esta verdad, y llenaron los ánimos de sobresaltos y disgustos. Para que los disturbios de la provincia viniesen a peor estado volvieron á renovarse las contiendas entre Lerma y el deán Salcedo. Con la entrada del prelado había éste recuperado sus alientos é intentaba novedades en Talavera. La rabia de Lerma no exigía más que un pretexto para sacrificarlo á sus venganzas. Antonio de Mirabal tuvo orden de prenderlo. Hallábase enfermo el deán en el convento de Mercedarios cuando se le intimó su arresto. Fue del todo inútil para evitarlo, el escándalo, la enfermedad, la incompetencia y otras razones que expuso el ejecutor del mandamiento. Era Mirabal un digno ministro de Lerma capaz de cualquier exceso sin necesidad de ajeno influjo. Con la osadía que le era muy genial se arrojó sobre la persona del deán, y lo condujo de los cabellos. No pudiendo el prelado de la casa mirar sin conmoción esta afrentosa escena dio en rostro á Mirabal con su osadía y lo amenazó con el castigo. Querer intimidar á esta alma de fiera era hablar de melodía con un tigre. El se aplaudió de una ocurrencia que le traía á las manos un nuevo delincuente á quien tratar con desacato. Sin detenerse en contestaciones prometió volver al punto por su persona. Tardó en cumplir su palabra lo que en asegurar al reo. El comendador fue puesto en prisión en consorcio de otros eclesiásticos á quienes cupo la suerte de alcanzar estos tiempos calamitosos. Todos fueron remitidos después á la Audiencia de Charcas, la que no pudo ver sin indignación ultrajadas las leyes y los estados más santos. Entretenido Lerma en sus venganzas no parecía capaz de empresa útil. Con todo, fuese por divertir sus cuidados, ó por labrarse un mérito que harto necesitaban sus delitos para no ser tan enormes, se resolvió á poner en práctica la fundación de Salta tantas veces deseada. Concurrían razones de momento que hacían importantes este designio, cuales eran facilitar el tránsito del reino y enfrenar el orgullo de los Calchaquíes y Humahuacas. Todos los vecinos encomenderos de la provincia fueron emplazados para esta empresa, la que por último tuvo efecto el año de 1582 entre los ríos Siancas y Sauces (43) intitulándose la población, ciudad de Lerma. Hallóse presente á las formalidades de estilo en las fundaciones de esta clase el S. Victoria, quien como sufragáneo de Lima había sido convocado por santo Toribio para la celebración del tercer concilio limense. Los bárbaros no dejaron de conocer que este nuevo establecimiento ponía á los españoles en estado de invadir el resto de sus posesiones, y enriquecerse con sus despojos. Unido á estos males de consecuencia el temor justo de que un yugo extranjero oprimiese sus cervices les hizo entrar en una confederación guerrera, cuyo designio debía ser prevenir estas calamidades. El denuedo con que en la expugnación de esta plaza presentaron el pecho al fuego de los arcabuces, la constancia en repetir los asaltos, la diligencia por reponer las pérdidas, hicieron desesperar á los españoles de que llegase á calmar su furia envenenada, y aún de poderse sostener por más tiempo á no recibir refuerzos oportunos. Lerma, quien á los cinco días de su fundación se había retirado á Santiago, vino en auxilio de su ciudad. Fuéronle necesarios muchos choques sangrientos para escapar con vida y libertad de su campo. Los bárbaros habían resistido largo tiempo su destino: al fin ellos se sujetaron y cesó la guerra por falta de enemigos. La que siempre quedó abierta, fue la que el genio turbulento de Lerma tenía declarada á todo hombre de bien. Gobernaba el obispado en ausencia del señor Victoria fray Francisco Vázquez, de la orden de predicadores. En breve se hizo este religioso el objeto de sus sacrílegos atrevimientos. No contento con poner en práctica todos los medios de envilecer su ministerio, llegó hasta el exceso de prenderlo. Los pueblos, á quienes no cesaba de atormentar, maldecían altamente su tiranía. Cansado Lerma por todas las partes, y en peligro de perder su puesto, del que lo excluían sus delitos, no fue bastante prudente para detener el curso de sus maldades. Preciso era que tuviese el fin de los tiranos, así como tenía todos sus vicios. No pudiendo la Audiencia de Charcas extender más su tolerancia, decretó el arresto de Lerma. Verificólo en 1584 el capitán Francisco de Arévalo Brizeño. El recogido público que causó la caída de este gobernador, es un rasgo expresivo que acaba de pintarlo. Brizeño lo condujo á Chuquisaca donde se le seguía su proceso; pero habiendo arribado, provisto gobernador de la provincia, Juan Ramírez de Velasco el de 1585 con especial comisión de residenciarlo se le entregó el proceso juntamente con el reo. Eran tan calificados los delitos de Lerma que no daban lugar a la misericordia. En el juicio de residencia salió condenado. Apeló al supremo consejo de indias, en cuya cárcel de corte murió. Por estos tiempos acaecía en el distrito de Córdoba una insurrección de muchos bárbaros que la llenó de sustos y cuidados. Todos los ojos de los ciudadanos se convirtieron al valeroso Tristán de Tejeda que acababa de concluir la jornada de Salta, y fijaron en él sus esperanzas nunca más bien fundadas. Bravo y esforzado Tejeda, sostenía con paciencia las fatigas de la guerra. En medio de una intrepidez que no conocía los peligros poseía una prudencia que lo hacía dueño de los acontecimientos, y muchos años de victorias le habían adquirido con justicia la primera reputación. No la desmintieron sus hechos en la ocasión presente; puesto en campaña buscó al enemigo en las situaciones más arriesgadas. A pesar de su obstinación y su excesivo número lo rompió en mil encuentros; lo persiguió hasta sus guaridas y le hizo implorar misericordia. La generosidad con que Tejeda lo trató, hizo ver que fijaba su complacencia en unir el gusto de vencer al de perdonar. |
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