La controvertida personalidad que surgiría en medio del caos de aquellos años, Juan Manuel de Rosas, hombre de lecturas, sin duda, como la moderna historiografía lo ha dejado sentado, pero por sobre todo, atento y frío observador de la realidad circundante que fue su maestra, dejó estampados juicios sorprendentes en su profuso epistolario respecto a la materia que abordamos. Como dichas apreciaciones las sostuvo a todo lo largo de la vida, incluso en el exilio, no es extraño que al final de ella, en 1873, hiciera estas reflexiones a Vicente G. Quesada y a su hijo Ernesto que ocasionalmente lo visitaron: “. . . una constitución no debe ser el producto de un iluso soñador sino el reflejo exacto de la situación de un país. Siempre repugné a la farsa de las leyes pomposas en el papel y que no podían llevarse a la práctica. . .”. “Nunca pude comprender ese fetichismo por el texto escrito de una constitución, que no se quiere buscar en la vida práctica sino en el gabinete de los doctrinarios: si tal constitución no responde a la vida rea! de un pueblo, será siempre inútil lo que sancione cualquier asamblea o decrete cualquier gobierno. El grito de constitución, prescindiendo del estado del país, es una palabra hueca” (26). El realismo de Rosas, patente en toda su correspondencia, merece algunas otras transcripciones. Así, en la carta del 16 de diciembre de 1832 escrita al gobernador santiagueño Felipe I barra, le dice: “Si me dejara arrastrar por las inspiraciones de mi corazón sería el primero en clamar por una asamblea que, ocupándose de nuestros destinos y necesidades comunes, estableciese un sistema conforme a las opiniones de la mayoría de la República y centralizase la acción del poder. Pero la experiencia y los repetidos desengaños me han mostrado los peligros de una resolución dictada solamente por el entusiasmo, sin estar antes aconsejada por la razón y por el estudio práctico de las cosas” . . . “la prudencia prescribe marchar con las circunstancias y con los sucesos, para no perdernos en ensayos precipitados” (27). Atenderá la experiencia, los desengaños, la razón y la prudencia, estudio práctico de las cosas, marchar con las circunstancias y con los sucesos, son presupuestos permanentes en la concepción del pragmático caudillo en materia organizativa. A Quiroga, en carta del 4 de octubre de 1831, le explica: “lo que principalmente importa es que cada provincia se arregle, se tranquilice interiormente y se presente marchando de un modo propio hacia el término que le indique la naturaleza de sus elementos, y recursos de prosperidad. Son muchísimos y absolutamente indispensables los embarazos actuales para entrar ya en una organización general”. “Lo que haya de hacerse después, lo indicará el tiempo, la marcha de los sucesos, y la posición que vayan tomando los pueblos por su buena organización, y verdadero patriotismo” (28). Y en la carta del 28 de febrero de 1832: “Las Provincias serán despedazadas tal vez, pero jamás domadas. Por estos mismos principios es que he creído que la Federación es el voto expreso de los pueblos, y que para no malograr sus deseos y constituir la República bajo esta' forma sólo podría hacerse sólidamente, no en el momento presente sino gradualmente, pues el tiempo es quien ha de afianzar esta obra” (29). Señalo: la naturaleza de sus elementos, el tiempo, la marcha de los sucesos, la posición que vayan tomando los pueblos, la Federación como voluntad de los pueblos, el voto expreso de los pueblos, los deseos de éstos, el gradualismo como método. La contemplación de todos estos aspectos no figura generalmente en el bagaje de los ideólogos, sino en las alforjas de los estadistas fundadores. A los apuros constitucionales de Estanislao López contesta en misiva del 6 de marzo de 1836 instándolo a “guardar el orden lento, progresivo y gradual con que obra la naturaleza, ciñéndose para cada cosa a las oportunidades que presentan las diversas estaciones del tiempo y el concurso más o menos eficaz de las demás causas influyentes” (30). Respecto del método para el logro de una organización que responda al ser y a la voluntad de la Nación, Rosas expresa en carta al mismo López, anterior, del 2 de setiembre de 1830: “Los Congresos no deben ser el principio sino la consecuencia y último resultado de la organización general” (31). Y a Quiroga el 3 de febrero de 1831: “Primero es saber conservar la paz y afianzar el reposo; esperar la calma e inspirar recíprocas confianzas antes que aventurar la quietud pública. Negociando por medio de tratados el acomodamiento sobre lo que importe el interés de las provincias todas, fijaría gradualmente nuestra suerte; lo que no sucedería por medio de un congreso, en que al fin prevalecería en las circunstancias la obra de las intrigas a que son expuestos. El bien sería más gradual, es verdad, pero más seguro. Las materias por el arbitrio de negociaciones se discutirían con serenidad; y el resultado sería el más análogo al voto de los pueblos y nos precavería del terrible azote de la división y de las turbulencias que hasta ahora han traído los congresos, por haber sido formados antes de tiempo. El mismo progreso de los negocios así manejados, enseñaría cuando fuese el tiempo de reunir el congreso; y para entonces ya las bases y io principal estaría con ven i do y pacíficamente nos veríamos constituidos” (32). Ideas que reafirma en la famosa carta del 20 de diciembre de 1834 al mismo Quiroga escrita en la Hacienda de Figueroa: “entre nosotros no hay otro arbitrio que el de dar tiempo a que se destruyan en los pueblos los elementos de discordia, promoviendo y alentando cada gobierno por sí el espíritu de paz y tranquilidad. Cuando éste se haga visible por todas partes, entonces los cimientos empezarán por valernos de misiones pacíficas y amistosas por medio de las cuales sin bullas, ni alboroto, se negocia amigablemente entre' los gobiernos, hoy esta base, mañana la otra hasta colocar las cosas en tal estado que cuando se forme el Congreso lo encuentre hecho casi todo, y no tenga más que marchar llanamente por el camino que se le haya designado. Esto es lento a la verdad, pero es preciso que así sea, y es lo único que creo posible entre nosotros después de haberlo destruido todo, y tener que formarnos del seno de la nada” (33).
Los pactos como medio de alcanzar una sólida unidad nacional que salvase lo que había quedado de la primitiva herencia territorial, algo más que diezmada por la pérdida de casi la mitad de su superficie, teniendo en cuenta que ese saldo estaba a punto de llegar al paroxismo de la disolución en catorce republiquetas independientes. El Congreso como coronación del proceso organizativo y no como prefacio, pues varios congresos y asambleas ya habían fracasado estrepitosamente desde 1810 en esa misión. Obra lenta, en que el tiempo debía hacer su parte, serenando los espíritus, brindando la posibilidad a la inteligencia argentina de captar la índole y la voluntad de un pueblo en la tarea de darle organismos políticos. Obra que a veces es tan lenta, que insume siglos. Acomodamiento de los intereses de todas las partes involucradas, esto es, las provincias. La paz como elemento primordial; paz nacida de la concordia, del acuerdo de los corazones de los argentinos, factor esencial para el logro del consenso político que importa la organización de un país.
El párrafo final transcripto: “es lo único que creo posible entre nosotros después de haberlo destruido todo, y tener que formarnos del seno de la nada”, merece una breve consideración. ¿Qué era lo que en el concepto de Rosas se había destruido totalmente, a punto tal que ahora darse instituciones significaba “formarnos del seno de la nada”? Evidentemente se refiere a las instituciones españolas, implantadas durante más de doscientos años de ensayos que importaban otros muchos siglos de experiencia Ibérica-europea, y que el vendaval del iluminismo había arrasado de cuajo dejándonos a la intemperie de la que hablaba Sarratea en carta ya glosada.