¿Pueblo para una constitución o constitución para un pueblo?
Insinuaciones que brinda la historia y sugiere la actual realidad
 
 
El afán de aprovechar la fecunda experiencia de que fue protagonista a través del tiempo nuestro pueblo en materia programática e institucional y el intento de aproximar la letra constitucional a la concreta presente vida nacional, nos lleva a formular algunas observaciones que como ya se ha dicho, deben ser evaluadas como formando parte de un mero esbozo escrito a vuelo de pluma que exige un profundo y exhaustivo análisis y reflexión. Dichas observaciones las enumeramos así:

1°) La institución presidencial, heredera entre nosotros, con las debidas distancias de índole diversa, del papel que jugó en su momento el rey, debe desempeñar un rol de independencia frente a los demás poderes, que le permita bregar por la justicia y por el equilibrio dentro del aparato gubernativo y entre los grupos sociales. Esa que fue una de las grandes ventajas de la monarquía, dado que el rey no era nominado por nadie ni dependía de nadie, habría que tratar de conservarla en la república. Quizás permitiría sortear las crisis políticas sin que hubiera que acudir para resolverlas a factores de poder como las fuerzas armadas, los que son distraídas de su misión específica (77);

2°) Es notoria la ausencia entre nosotros de un cuerpo de estadistas que ilumine y asesore a los responsables directos en el uso del poder, que vigile el rumbo de la nave del Estado hacia los grandes objetivos nacionales. Ese grupo de experimentados y probados hombres públicos los tuvo América hispana en el famoso Consejo de Indias y en la Audiencia en los órdenes general y local respectivamente, como los tuvo Roma en el Senado o Inglaterra en la Cámara de los Lores. Tal ente de notables no puede estar sujeto a los vaivenes del ajetreo comicial en forma constante, por lo que debería estudiarse una forma de captación y permanencia especial. Aquí también, como en el caso de la institución presidencial, se impone una justa porción de independencia;

3°) Desaparecidos la nobleza y el clero como estamentos de significación política, corresponde a las comunas continuar la tradición de aquellas Cortes que debieron haber sido la simiente de nuestro parlamento moderno, dados sus objetivos de control de la inversión de los dineros públicos y del manejo de las relaciones exteriores como finalidades más sobresalientes. El poder legislativo debería ser pues expresión de la sociedad argentina real que no es una suma de individuos, sino un conglomerado de familias agrupadas en ciudades y zonas rurales. Su función, entendemos exigiría la colaboración del Consejo de Estado de que se hablaba en el apartado anterior por un lado, y de la institución presidencial por el otro. Se impone el unicamarismo que en época de cambios fulminantes como el actual exima a tan vital función de complicaciones y lentitud;

4°) El rol de moderador político de los otros poderes, que en la época en que éramos una provincia del Imperio español jugó en América esa notable institución que fue la Audiencia (78) no lo ha llenado entre nosotros la Suprema Corte de Justicia, abocada como se ha dicho estrictamente a su papel de tribunal superior de justicia. Esta ausencia habla bien a las claras de las dificultades que plantea hacer tabla rasa con todo un edificio orgánico y trasplantar modelos hechos para otras necesidades, psicologías y trayectorias. Tuvimos en aquella época una aceptable distribución del poder que funcionó realmente y que generó frenos y contrapesos que hicieron imposible los excesos autoritarios. Cuando ese aparato de relojería, montado sobre las posibilidades, necesidades y naturaleza concretas, fue suplantado por la división de los poderes en la versión demoliberal, al no funcionar ésta de acuerdo a las previsiones, se abrieron las puertas a las crisis políticas, que fueron habituales, y a la necesidad de la dictadura como recurso de restauración del orden. Lograr ese aparato de relojería para el futuro argentino exige ensayos y tiempo, como los demanda la búsqueda de un organismo que sea capaz de templar la acción de los demás engranajes políticos, cosa obtenida por la Audiencia otrora;

5º) Germinó entre nosotros la autonomía local a través de los cabildos, rancia expresión municipal española producto de la cultura cristiana europea florecida en la alta Edad Media, que en América enraizó tomando peculiares características. Ciudades y cabildos generaron espontáneamente las provincias en un proceso que no es el caso describir (79), y sus funcionarios se transformaron en gobernadores y legislaturas; por ende nuestro federalismo debió haber sido orquestado respetando esas raíces históricas. Cuando en 1853 se adoptó en lo esencial el federalismo norteamericano parecieron entrar en agonía las provincias. Surgieron en su lugar poco a poco, a partir de 1861, jurisdicciones administrativas regenteadas por gobernadores, “agentes naturales del gobierno federal”, y por legislaturas donde comenzaron a perpetuarse oligarquías locales que más o menos general izadamente estaban consustanciadas con los grupos que gobernaban a la República desde el Puerto a fuerza de habilidad y fraude. Al ensayo federal que venían produciendo las provincias cuando sus caudillos, desempeñando los clásicos cuatro ramos de la administración española (gobierno, justicia, hacienda y milicia) y asesorados por una junta de vecinos, la legislatura, se apoyaban en la comunidad y gobernaban efectivamente el ámbito local, sucedió después de Pavón una experiencia de larvado unitarismo. Entendemos que los nuevos tiempos en los que la Confederación entraba, exigía en la segunda mitad del siglo pasado un proceso de afirmación de la autoridad central: esto es evidente. Obra de sabiduría política acorde con los principios perennes de nuestra cultura occidental, de fino realismo, era hacerlo sin destruir las autonomías y libertades locales. Y esto, en 1850, se avizoraba. Lo que vino después, salvo momentos excepcionales, significó un retroceso al centralismo intendencial de los borbones, más o menos despótico, a pesar de la letra muerta de los textos constitucionales. Se impone, pues, remozar nuestro federalismo, para que las instituciones provinciales puedan tener la posibilidad de ser eficaces en el manejo de los problemas regionales aunque esto signifique el sacrificio de formalismos huecos. Por ello no será estéril acudir a las raíces auténticas del federalismo rioplatense. Claro que ningún esquema autonómico puede ser eficiente solamente con instituciones que respondan a las urgencias de la realidad y modalidades locales. Con regiones paupérrimas y presupuestos raquíticos no puede obtenerse un federalismo lozano. Este reclama efectivo impulso de los polos del desarrollo económico del interior y una seria autarquía financiera. Finalmente nuestro federalismo exige ser reestructurado para ponerse a tono con el actual mapa de concentración socio-económica de la República sin descuidar los factores espirituales concomitantes. Existen regiones como el sur santafesino con Rosario como cabecera, o el sur cordobés con Río Cuarto, o el sur bonaerense con Bahía Blanca, por ejemplo, que deberían configurar nuevos entes provinciales si se buscara una más perfecta descentralización y eficacia;

6º) La falta de vigencia del federalismo no es paliado por una vida municipal que permita el logro del bien común ciudadano que sea fruto de su misma población organizada. En esta materia no sólo no se ha avanzado, sino que parece haberse retrocedido. El plumazo con que se liquidó el siglo pasado, por ejemplo en la provincia de Buenos Aires, la secular institución capitular pretendiendo sustituirla décadas después mediante otro plumazo por el modelo francés de los intendentes y concejos deliberantes, nos ha dejado con instituciones municipales que no han sabido o podido resistir la absorción de los poderes centrales. Los vecinos, durante más de dos siglos, se sintieron representados por su cabildo, y fueron en buena proporción protagonistas del quehacer lugareño. Salvo excepciones, no ocurre lo mismo con los actuales órganos comunales. Se impone ensayar un gobierno del municipio acorde con nuestras modalidades, con participación de los auténticos núcleos naturales de la vida comunitaria (familias, gremios, barrios, centros culturales y parroquiales, etc.), con organismos de conducción en el que sus integrantes, además de representar a esos concretos núcleos, detenten responsabilidades del gobierno administrativo bien deslindadas;

7º) Alguna vez la República deberá enfrentar el desolador problema de su deformación política, demográfica y económica debido a la monstruosidad que adquiere su capital, el gran Buenos Aires, frente al llamado “interior”. Si escuchando a Artigas, San Martín y Rosas, se hubiera establecido en la Constitución que Buenos Aires no podía ser la sede de las autoridades centrales, se habría puesto cimiento a la obra de derrotaren embrión a tal anomalía (80). Gobernar desde el interior a la República ha de ser poner comienzo a esa tarea, hoy ciclópea, de equilibrarla en sus dimensiones morales y materiales acostumbrando a las élites a ver los problemas de la Nación desde las entrañas hacia las orillas;

8°) La sustitución del vecino afincado, padre de familia, que lleva sobre sus espaldas el peso social más considerable como jefe del núcleo de la “polis” rioplatense, por el ciudadano-individuo anónimo, indiferenciado, simple expresión numérica, no es sino uno de los factores gravitantes para que un pueblo llegue a convertirse en masa (81). Es menester que en una democracia primen aquellos que posean más responsabilidad social, y también quienes detenten más aptitudes humanas, en especial políticas. Entre aquéllos los que por ser cabeza de familia son líderes sociales, padres, fundamento humano de la Patria que es eso, tierra regida por los padres. Lograr que prevalezcan los tales, y por otra parte, los mejores por su prudencia, pareciera ser el gran recurso para mejorar nuestra democracia.

9°) Por estas razones, el extranjero no puede poseer el mismo “status” del nativo y mucho menos uno superior como surge de los artículos 20 y 21 de la Constitución. Si quiere alcanzarlo, debe arraigarse, consustanciarse con la comunidad;

10°) La responsabilidad del funcionario público, que se pretendió hacer efectiva mediante el juicio político, deberá asegurarse mediante un mecanismo más idóneo a tal efecto. Allí está el juicio de residencia en los anales del pasado histórico hispano-americano, aguardando un sereno estudio que pueda inspirar al legislador actual. Sin pretender la exhumación del instituto que llevó efectivamente a la cárcel a más de un gobernador contrabandista de Buenos Aires, el principio de que se hallaba imbuido de que todo funcionario debe rendir cuenta de su gestión al término de la misma, parece tener actual validez;

11º) El imperativo respecto de los partidos políticos será ponerlos al servicio de la Nación y no de intereses sectoriales o sectarios. Nuestra historia es testigo de las oportunidades en que fueron protagonistas del drama de las hondas divisiones argentinas. Sus dirigentes deberían modernizarlos, democratizarlos y depurarlos, y la ley restringirlos al número indispensable para que pueda funcionar efectivamente nuestra democracia, creando las condiciones para que ellos catapulten a la función pública no a los corrompidos o mediocres, sino a los mejores. Superado el individualismo demoliberal, tendrían que reducirse al papel de canales de cooptación de estadistas, pues el poder social deberían compartirlo por imperio constitucional con fuerzas del trabajo, empresariales, espirituales, militares, comunales, familiares y toda otra de significación dentro del rico espectro colectivo. Es hora de que la partidocracia sea sustituida por una legítima democracia si los dirigentes políticos desean evitar, entre otras cosas, ser suplantados periódicamente por las fuerzas armadas;

12°) El poder sindical, cuya repercusión social no puede ser negada a esta altura de los tiempos, golpea las puertas del derecho público exigiendo ocupar de jure el lugar que ocupa de tacto. Como tantos otros aspectos de la vida moderna, el tiempo irá determinando qué posición conviene que ocupe este poder entre los demás para que sus fines no se desnaturalicen, y el modo de arquitecturar esa participación. Resolver si los trabajadores tendrán o no derecho a rematar sus organizaciones con una dirección unificada, a pesar de ser hoy un tema eminente, no implica solventar toda la problemática del mundo laboral. Acudir al venero tradicional también será útil por que podrá apreciarse en los gremios de la etapa española preocupación no solamente por el costo de la vida, sino por la calidad de lo que se produce o por la salud moral de sus integrantes. Resucitar ese espíritu de las asociaciones de trabajadores hispanoamericanos será lograr que éstas sean instrumentos fundamentales de elevación colectiva integral y no temibles factores de lucha social;

13°) Claro que esto exige encumbrar al rango de normas de derecho público fundamentales con efectiva vigencia, el propósito de una justa distribución de la riqueza, que posibilite el acceso a la propiedad privada a todos los sectores;

la defensa del patrimonio nacional en sus múltiples aspectos; el control de los medios financieros para que ellos sirvan a la comunidad plena y no a intereses privilegiados o espurios; la promoción del desarrollo pero con la autarquía y dignidad propias de una soberanía y no de una factoría. Respecto de todo esto no estará demás elevar la mirada a la época en que con los Austrias fuimos una provincia de la primera potencia que fue el Imperio español en el Siglo XVI;

14º) La defensa de la familia en los planos espiritual y material, su indisolubilidad, la custodia ética del ambiente que la rodea a fin de que no perturbe su labor educadora, la repercusión que ella debe tener en la misma conducción política, la preservación de su suficiencia económica, el acceso a la vivienda propia, son algunos de los aspectos que un derecho público realista y atento al bien común de la Nación no puede dejar de considerar. El retorno al modelo familiar que nos diera ejemplares de mujeres y varones de acrisolado patriotismo, urge. En esto la historia también es maestra sin par;

15°) Todo el cuadro de los derechos y garantías de la persona humana, que en la actual Constitución Nacional es quizás lo más rescatable de su texto, exige un ajuste, para que el uso de las libertades no tenga posibilidades de concluir en el abuso. Al respecto dicho cuadro reclama su contrapartida, el de los deberes de los habitantes de la República. Es lamentable que nuestras sociedades libres puedan ser presa de la decadencia moral o el totalitarismo, solamente porque no arbitran las defensas necesarias para preservar su estilo de vida;

16°) Finalmente apuntaremos que si la concreción de toda esta propuesta debe ser obra del tiempo y de la experimentación paulatina que vaya poniendo a tono la letra constitucional con la realidad y las necesidades de la República, es menester hacer accesible su reforma para lo que se requiere la modificación del artículo 30 de la Constitución. De nada sirve ponerle cerrojo a la posible reforma constitucional a fin de lograr respeto a las leyes fundamentales y una determinada permanencia, si la realidad y las necesidades mencionadas se encargan de transformar esas leyes en mero objeto de estudio y veneración. Si queremos que la letra viva, debemos posibilitar su adecuación permanente a los imperativos acuciantes de la vida siempre renovada y a las variadas exigencias del cumplimiento de los grandes objetivos nacionales.