Mayo en ascuas desde 1814
Mayo. Ante la vuelta del monarca
A mediados del año 1812, la tensión mantenida por los ejércitos de Bonaparte en España —sublevada en defensa propia contra el invasor, hacía cuatro años— comenzó a relajarse perdiendo la iniciativa militar, a ojos vistas. Con la ayuda inglesa de Wellington fue posible la arremetida final, después del triunfo logrado en Vitoria (21 de junio de 1813), sobre las desmoralizadas tropas napoleónicas, cuya “Grand Armée” al retirarse infaustamente de las estepas rusas, determinó el abandono de la península por parte del monarca títere José I, como corolario del irremediable desastre de Leipzig. “Napoleón no había cruzado nunca los Pirineos. No había visto nunca la dura tierra ibérica... —apunta acertadamente Hilaire Belloc— 1 no sabía lo que eran aquellos hombres orgullosos en su extremada pobreza y a quienes todo lo que los franceses habían hecho desde la Bastilla y lo que Napoleón se proponía entonces al montar a caballo para crear un nuevo mundo no representaba sino algo que les era extraño y odioso: la enemistad a la fe”. Esta soberbia contra todo lo elevado que ciega en ocasiones a los conductores revolucionarios, hasta transformarlos en tiranos enemigos de la Historia, apagó la buena estrella del Gran Corso, cuyo imperialismo a contrapelo de los pueblos intentó perpetuarse por otras vías de Valençay (el 11 de diciembre de 1813), con la complicidad de su principal víctima política: el propio Fernando VII. En efecto, el tratado suscripto entonces por el duque de San Carlos y el conde de Laforest, estipulaba —ambas partes estuvieron en un todo de acuerdo— una paz transaccional de compromisos recíprocos; a saber: 1. el cese de todas las hostilidades por mar y tierra entre las dos naciones; 2. el reconocimiento por parte de Napoleón de los derechos de Fernando VII como rey de España y de las Indias; 3. éste comprometíase, a su vez, a mantener intacta la integridad territorial española en toda su extensión y a evacuar “las provincias, plazas y territorios ocupados por los gobernadores y ejército británico”; 4. los adictos que fueron de José I, gozarían en adelante de todas las prerrogativas adquiridas y de los bienes habidos durante la dominación bonapartista, dictándose una amnistía general amplia a tales fines y 5. se concluiría a la brevedad entre Napoleón y Fernando, un tratado de comercio y amistad, “bajo el mismo pie que antes de la guerra de 1792”; etc. Ahora bien, la Regencia de Cádiz negóse a ratificar esta insólita convención o “tregua” negra, concluida sin su anuencia y que sancionaba por su cuenta el inmediato renunciamiento a la lucha entablada por el pueblo español en masa, contra el impío opresor galo. El historiador Miguel Morayta en Historia de España (tomo VI), escribe al respecto: “...antes de comenzar a reinar, ya se hallaba Fernando VII rodeado de nuevo de aquellos cortesanos ineptos, que sobre haberle perdido cuando las conferencias de Bayona, sólo habrán de deslizar en sus oídos consejos torpes y palabras de desconsideración, para cuantos a diferencia de ellos que regaladamente pasaron su vida en Francia, habían sacrificado su tranquilidad y su reposo y expuesto su vida en aras de la independencia de la patria”. La victoria de Tolosa, conseguida por Wellington sobre las huestes mandadas por el mariscal Soult (10 de abril de 1814), dio en tierra con la maniobra “pacificadora” torpemente urdida en Valençay por el régimen bonapartista en desgracia, y pese a la anuencia del desaprensivo Fernando —todavía en principesca cautividad: confortable y millonaria— dicho triunfo militar completado con la abdicación del emperador de Francia (a quien se confinó en la isla de Elba) y la proclamación como rey “constitucional” de Luis Esteban Javier de Borbón (Luis XVIII) —hermano de Luis XVI— hicieron posible la salida en libertad del rey de España: hecho que recién fue cumplido el 13 de marzo de 1814. Fernando entró así en Madrid el día 13 de mayo, siendo espectacularmente aclamado por sus esforzados súbditos, los cuales le habían ofrendado, generosos, su sangre en defensa del honor de la corona. Pero ignorantes éstos, sin duda, del servil comportamiento de aquel monarca borbónico que ahora volvía, engreído en su prepotencia para perseguir la dignidad y el patriotismo de quienes (liberales o no) lo defendieron a sangre y fuego durante todo el tiempo que duró el receso del soberano en suelo extranjero. Entre las muchas cartas indignas que escribió Fernando de su puño y letra desde el cautiverio, al usurpador francés —a espaldas del leal pueblo hispánico levantado en armas por su causa—, sólo reproducimos como muestra bien elocuente, la siguiente “congratulación” fechada en Valençay, el día 22 de junio de 1808. Ella dice así: “Valencia Junio 22 de 1808 Doy muy sinceramente en mi nombre y de mi hermano y tío a V. Maj. Imp. y Real la enhorabuena, de la satisfacción de ver instalado a su querido hermano, rey José, en el trono de España. Habiendo sido siempre objeto de nuestros deseos la felicidad de la generosa nación que habita tan dilatado terreno, no podemos ver a la cabeza de ella, un monarca más digno, ni más propio por sus virtudes para asegurársela, ni dejar de participar al mismo tiempo, el grande consuelo que nos da esta circunstancia. Deseamos el honor de profesar amistad con S. Maj. y este afecto ha dictado la carta adjunta que me atrevo a incluir, rogando a S. M. I. y R. que después de leída se digne presentarla a S. A. Católica (José I). Una mediación tan respetable nos asegura que será recibida con la cordialidad que deseamos. Señor, perdonad una libertad que nos tomamos por la confianza sin límites que V. M. I. y R, nos ha inspirado, y asegurado de nuestro afecto y respeto, permitidme que yo renueve los más sinceros e invariables sentimientos, con los cuales tengo, el honor de ser señor, de V. M. I. y R., su más humilde y muy atento servidor. Fernando”. El lector juzgará... Entre tanto: ¿qué estaba ocurriendo en el lejano Virreinato del Río de la Plata, cuyos gobiernos provisionales, desde el 25 de Mayo de 1810, venían legitimándose con el juramento de conservar intactos estos dominios —aunque cesante el burocrático Virrey— bajo la soberanía suspendida de S. M. Fernando VII? Veamos: Mientras la revolución capitulaba en América Central y sufría un “impasse” en la zona septentrional peruana y en Chile, el Río de la Plata no sólo seguía ofreciendo resistencias militares; a la sazón, el fermento de la independencia política propagábase con fuerza arrolladora entre las masas gauchas que poblaban la mesopotamia argentina y la Banda Oriental del Uruguay, al Sur del Río Grande. A partir de 1813 (para fijar una fecha antecedente) el proletariado criollo de nuestro litoral, movilizado por Artigas, repudiaba oficialmente al monarca Fernando, repuesto ahora en el trono de sus antepasados con la interesada ayuda británica. Resulta interesante señalar esta paradojal contradicción sociológica en el ámbito interamericano de aquellos tiempos, ya advertida por el eminente escritor José Vasconcelos, quien la subraya en su Breve Historia de México con palabras de asombro y reprobación a la vez: “En mayo de 1814 se supo en México la vuelta al poder de Fernando VII, y el 5 de agosto se recibió el decreto que derogaba la Constitución de Cádiz de 1812 —escribe el citado autor— ¡Con el advenimiento al trono de Fernando VII coincide que la revolución en México se extingue! Al grito de “Viva Fernando VII” se habían levantado Hidalgo, Allende, Rayón, aún Morelos... Ahora que había causa porque se abolía la Constitución de Cádiz, porque a falta de Cádiz quedaba como bandera la Constitución de Apatzingán, el pobre pueblo, masa de siervos dirigida por tuertos, se entregó de nuevo a la apatía de su desidia secular. ¡Dejó fusilar a Morelos como había dejado fusilar a Hidalgo!”. Y prosigue Vasconcelos con esta afirmación rigurosamente cierta: “El gobierno virreinal, sin tomar lección de lo ocurrido, volvió a su rutina. Sin las campañas militares formidables que en el sur desarrollaron Bolívar, Sucre y San Martín, no habría habido independencia mexicana”. Ni más ni menos. Y bien, en Buenos Aires las noticias llegadas a la sazón del frente Norte —cuyas tropas, vencedoras pocos meses antes en Tucumán y Salta, eran mandadas por Belgrano—, no podían ser más alarmantes a fines del año 1813. Las armas patriotas deshechas por los ejércitos de Pezuela en Vilcapujio y Ayohuma, viéronse obligadas a abandonar precipitadamente las provincias altoperuanas, perdidas una vez más por la ineptitud de nuestros bisoños jefes de guerra. Y en Montevideo, reforzada la plaza por sus ocupantes los españoles, el éxito operativo de la revolución criolla en tales circunstancias tornábase problemático y difícil. Ello determinó el otorgamiento de facultades extraordinarias al Triunvirato, por decreto de la asamblea fechado el 8 de septiembre de aquel mismo año. Fue entonces que este Soberano Cuerpo Político, reunido en sesión del 22 de enero de 1814, procedió a “concentrar el poder” en una sola mano, pretextando la gravedad de la situación —interna y exterior—, la cual amenazaba ciertamente a las Provincias Unidas del Río de la Plata, según ya veremos más adelante. Así, ese mismo día, “después de una votación nominal —reza el acta pertinente— resultó por unanimidad de sufragios designado para el mando supremo el ciudadano Gervasio Antonio Posadas...” El nuevo gobernante a quien se le daba el título de Director Supremo del Estado: “...no era un genio —lo confiesa el propio Posadas en su Autobiografía—, no tenía los talentos necesarios para el caso; pero dormía muy poco, algo discurría, y consultaba lo que ignoraba”. Su aprovechado sobrino, el general Carlos de Alvear, encargóse de retratar lapidariamente al tío, para la historia, con estas gráficas palabras 2: “...su carácter tenía cierto aire de extravagancia que, unido a una credulidad candorosa, lo hicieron no muy a propósito para las circunstancias... Incapaz de faltar a la verdad, así como de ocultar sus sentimientos, creía que estas cualidades eran comunes a los hombres. Fue una verdadera víctima de ellos, y tras sí, arrastró a sus amigos”. Tal era el hombre a quien tocaba presidir en momentos bien críticos por cierto, la primera magistratura política de los pueblos rioplatenses en 1814. La concentración del poder personal votada “entre gallos y medias noches” por la Asamblea de las Provincias unidas, encerraba una trampa como lo aclararemos a continuación; y si ella se pudo llevar a cabo sin violencias, fue gracias al alejamiento de San Martín obtenido previamente por Alvear, el cual (adelantándose a la notoria oposición que descontaba) lo hizo nombrar jefe del ejército del Norte destrozado en Ayohuma, en reemplazo de Belgrano. Cuenta Mitre 3 que Alvear acompañó a San Martín amablemente hasta la salida de la ciudad; después de los saludos de práctica aquel se volvió hacia sus amigos y, en lengua portuguesa, les dijo sonriente al ver alejarse al coronel de granaderos: “Ya cayó el hombre”. Inhibido así de actuar San Martín, ya lejos de Buenos Aires y radiada su influencia personal de la Asamblea: “La Lautaro desaparece en toda su estructura moral —apunta objetivamente Martín V. Lazcano—, 4 para surgir la de 1814 que, renegando de su pasado, borra de la portada del libro de su historia, las sacras palabras “Patria Libre”, “Fraternidad Social”; sustituyéndolas por servilismo y anarquía”. A lo cual añade el historiador Juan Cánter 5, este certero comentario: “Ahora no es solo la Logia sino Alvear que lo domina todo y señala rumbos. Las buenas intenciones del Directorio serán pronto ahogadas. Se prevén acontecimientos riesgosos: por el levante se perciben nubes cargadas de asechanzas, mientras la estrella napoleónica se hunde en el ocaso”. Pues bien, hemos afirmado que la unificación del Poder Ejecutivo en 1814 encerraba una trampa —no aceptada por José de San Martín—. ¿Cuáles son las pruebas? Acaso Inglaterra, cuyo embajador en Río de Janeiro venía bregando —pro domo suam— por una “honorable” conciliación entre Buenos Aires y España, no resultaba del todo ajena a la súbita variación del régimen, resuelta sorpresivamente por la Logia, que gobernaba en realidad, y era aconsejada ahora desde Londres por Don Manuel de Sarratea, el obsecuente “cerebro” criollo amigo de Lord Strangford. Tal hipótesis surge con límpida claridad de los siguientes párrafos que contiene la comunicación reservada, dirigida al Vizconde Castlereagh por el Vizconde Strangford (F .O. 63/148) desde la capital brasileña, con fecha 18 de diciembre de 1813 6: “últimamente ha ocurrido un cambio grande y evidente en el tono y los sentimientos del gobierno de Buenos Aires —informa el citado “memorándum” secreto—. Debe atribuirse tanto a las pérdidas y desastres experimentados por el ejército al mando del General Belgrano como al éxito y brillante resultado de la campana en la Península. Las personas principales de Buenos Aires ahora perciben que la liberación de España, cuya supuesta imposibilidad constituía el fundamento y justificación de todos sus actos, ha sido realmente alcanzada, lo que, en consecuencia, les induce a temer que las fuerzas disponibles de ese país serán pronto aumentadas en forma suficiente para que pueda efectuar un esfuerzo poderoso y decisivo a fin de recuperar sus dominios transatlánticos, para hacer frente al cual serían completamente inadecuados todos sus medios de resistencia. Estas consideraciones han influido poderosamente para crear una disposición mucho más pacífica del gobierno de Buenos Aires. Dicho cuerpo, en la actualidad, desea ardientemente que no sea demasiado tarde para solicitar con éxito la intervención y protección de Gran Bretaña, mediante la cual no sólo sería posible obtener condiciones tales que aseguren sus personas y bienes contra la venganza futura de España, sino también garantizar y asegurar el cumplimiento de esas condiciones cuando se concedan. Con esa esperanza, el Gobierno del Plata ha creído conveniente delegar a D. Manuel de Sarratea para que se dirija a Inglaterra a fin de exponer sus sentimientos y anhelos a los Ministros de su Majestad, y procurar inducir a la Corte de Londres a que renueve su interposición entre el gobierno español y el del Plata...”. He ahí el revés de la “trampa” directorial: diplomáticamente radiografiada desde Río de Janeiro por Strangford a S. M. B. Su ejecución sutil reclamaba—por ser de contenido político tan impopular— la existencia de un gobierno fuerte centralizado en Buenos Aires. Para servir aquel plan condicionado de “rendición por entregas”, fue creado sin duda el Directorio, cuyos comandos nominales pusieron los logistas de la Lautaro, el Gral. Alvear sería su esforzado héroe —en las ineptas manos de don Gervasio Antonio Posadas. Sobre la agitada obra de gobierno de este buen padre de familia, metido a déspota, sin quererlo y en la madurez (Posadas permaneció escasamente en el poder un año), hemos de dar aquí en seguida una breve relación ilustrativa. |
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