Mayo en ascuas desde 1814
Resentimiento. Miedo y mala diplomacia
 
 
La asunción a la primera magistratura del Estado por parte del flamante Director Supremo —el cual era asesorado por un Consejo compuesto de nueve vocales, quienes debían jurar ser “fieles a la Patria” y “guardar secreto inviolable sobre los negocios de su inspección”— llevóse a cabo solemnemente en Buenos Aires el 31 de enero de 1814, con bombos y platillos. Ocho días después, la Asamblea dictaba una ley de amnistía general respecto de los delitos “puramente políticos” cometidos a partir del 25 de mayo de 1810. En su ampulosa exposición de motivos expresaba el Gobierno: “Con ella terminará la ceguedad de una investigación odiosa, en que pudiera la inocencia confundirse con el crimen... y desaparecerán para siempre los facciosos (sic) que intenten a la sombra de los partidos, perturbar el orden, o alterar la tranquilidad pública”.

Sin embargo, a la sazón no fueron perdonados los jefes responsables de la asonada “antimorenista” del 5 y 6 de abril de 1811: Cornelio Saavedra y Joaquín Campana, respectivamente.

La Asamblea —a moción del diputado Valle— los condenó a una suerte de excomunión civil: la “expatriación perpetua” fuera del territorio de las Provincias Unidas. Al mismo tiempo, por Decreto del 11 de febrero se declaraba “traidor” al caudillo oriental Artigas que acababa de retirarse del sitio de Montevideo, después de ser repudiados sus diputados constituyentes, poniendo el Directorio a precio la cabeza del jefe federal. ¡Otra vez, como se ve, triunfaban en toda la línea los facciosos!

Mientras, el embajador Strangford presionaba diplomáticamente desde el Janeiro. “Su vivísimo deseo —escribe Vicente F. López— 1 era que los patriotas enviasen a Europa comisionados, que protestando su vasallaje a los pies del trono, procurasen obtener del gobierno español la erección de una monarquía templada en cabeza de alguno de los infantes hijos de Carlos IV, que a la vez que garantizasen la perfecta unión de intereses con la madre patria, por el habla común, por las costumbres, por la raza y por la religión, salvase los derechos fundamentales de la causa de la independencia: y que si esto fuera imposible, volviesen las provincias del Río de la Plata al vasallaje de su legítimo Rey, con tal que se les otorgase un nuevo régimen colonial basado en el gobierno propio interno, aunque políticamente quedase sumiso a la corona”. Esto era lo que nuestros publicistas y estadistas llamaban entonces un gobierno de libertad civil. Y bien, el Director Posadas que drásticamente —aconsejado por su sobrino Alvear— acababa de cortar todo vínculo con el artiguismo partidario de la República (o sea, con la revolución popular por la Independencia en franco progreso) 2, no pudo resistir a los apremios, cada día mayores, del imperialismo inglés francamente interesado en nuestra inmediata sumisión a las monarquías satélites suyas. Así repudiado por los pueblos en guerra, el Directorio no tuvo más remedio que obedecer —contra sus propias conveniencias— a la voz del amo poderoso que le ordenaba “transar” a cualquier costa con Fernando VII “... cuatro años de experiencia le han enseñado a este pueblo [reconocerá, nostálgico, Posadas, con fecha 9 de marzo de 1814, en nota dirigida al Presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, Mr. James Madison 3] que el interés de los Potentados de Europa no es favorable a la independencia de las colonias. La grandeza de las potencias europeas se ha fundado hasta ahora en nuestra degradación. Quizás no ejerza escasa influencia la preponderancia que le daríamos a la influencia de Ustedes en el mundo comercial... El pueblo de este país puede todavía sostener (le propone sibilino el porteño al norteamericano) su causa con dignidad si lograra conseguir una provisión de armas y municiones... las Provincias del Río de la Plata no serán ingratas por ese socorro —concluye la nota reservada— y estarán dispuestas a obligarse por cualquier tratado de comercio que sea ventajoso para los Estados Unidos”.

Pero este intento “in extremis” de nuestro Director Supremo, por zafarse de las asfixiantes telarañas que le tendía el implacable lord Strangford fue inútil; no habría podido prosperar en ninguna forma entonces 4. Estaba de por medio, para oponerse, la vigilante actividad del hábil Sarratea, el cual maniobraba de común acuerdo con los intereses británicos, intrigando desde la capital del Brasil y desde Londres.

“En la primera conversación que sostuve con M. Sarratea —referíale Strangford al Vizconde Castlereagh en la comunicación secreta (F.O.63/148) que tengo ya citada, de fecha 18 de diciembre de 1813— le expresé claramente que no estaba dispuesto a discutir con él en forma alguna la misión que se le había encomendado, a menos que me autorizara al mismo tiempo a comunicar al Ministro Español ante esta Corte todo lo que tratáramos condición que me consideraba con derecho a exigir como garantía de que las propuestas que llevaba eran de un carácter tal que no lesionaban la dignidad e intereses de España, y por consiguiente que no serían impropias de ser acogidas por el Gobierno Británico. Accediendo a esta exigencia, M. de Sarratea procedió a imponerme del tenor de las instrucciones que lleva. Lo siguiente es un resumen tolerablemente exacto de lo que me manifestó. 1) comenzó por declarar que existía un deseo sincero y vehemente de parte del gobierno de buenos aires de alcanzar los beneficios de la paz y tranquilidad casi a cualquier precio, excepto la sumisión incondicional a España, y el peligro consiguiente de exponerse a todo el vigor de su resentimiento y venganza por la pasada conducta de las provincias rebeldes. 2) pretendió negar que estos sentimientos debían atribuirse a los temores despertados por la actitud que ha podido asumir España en virtud del feliz término de la guerra en la Península; y reclamaba para su Gobierno todo el mérito de estar inspirado únicamente por razones de humanidad y patriotismo, y por un deseo de poner fin a los horrores de la discordia civil. 3) Agregó, sin embargo, que, por mucho que se abrigaran estos sentimientos en Buenos Aires, no debía esperarse que fueran lo suficientemente poderosos para inducir a ese Gobierno y al pueblo a ponerse completamente a merced de España, y colocar sus vidas y fortunas en poder de aquellos que reconocían haber exasperado al punto de casi no esperar perdón. 4) Esto condujo a una explicación, o más bien a una especie de justificación, de la conducta de los actuales jefes de Buenos Aires. M, de Sarratea expresó que sus antecesores eran hombres de temperamento violento y ambicioso, que se habían persuadido de que la mejor garantía de su permanencia en el poder, consistía en comprometerse ellos y el pueblo hasta tal punto que fuera imposible volver atrás y que el Gobierno actual al asumir el poder se vio obligado a adaptarse al tono y espíritu que aquellos hombres habían logrado despertar en la población, y que cualquier tentativa directa para oponerse a esa situación, no sólo hubiera sido inútil y destinada al fracaso, sino que hubiese hecho peligrar su propia autoridad recientemente establecida, y alejado definitivamente cualquier posibilidad de retornar a un mejor estado de cosas. 5) Con referencia al tópico mencionado en el párrafo tercero, M. de Sarratea manifestó en forma inequívoca que les será imposible al Gobierno y pueblo de Buenos Aires tener confianza en cualquier seguridad y compromiso que pudiera ofrecer España; que era indispensable oponer una barrera a ese deseo de venganza que inevitablemente experimentará ésta última tan pronto estuviera en sus manos satisfacerlo; que esta barrera sólo podrá consistir en la interposición y los buenos oficios de Gran Bretaña; y finalmente, que Buenos Aires exhortaba ferviente y vehementemente al Gobierno de Su Majestad a no escatimar esfuerzos para renovar la mediación propuesta anteriormente, pero que, desgraciadamente, no había cristalizado. 6) Agregó que el Gobierno de Buenos Aires ignoraba por completo las causas que habían motivado el fracaso de las negociaciones anteriores, pero que depositaba suficiente confianza en Gran Bretaña para abrigar la seguridad de que las condiciones ofrecidas por esa Potencia en nombre de las Colonias eran justas y equitativas, y que aún sin conocer dichas condiciones, se consideraría completamente satisfecho si Gran Bretaña volviera a someterlas. 7) M. Sarratea expresó luego que en caso de que Gran Bretaña estuviera dispuesta a acceder a este pedido, sería razonable que tuviera conocimiento previo de las concesiones que, en primer término y como base de las negociaciones, estaría dispuesto a otorgar el gobierno de buenos aires. 8) expuso que estas concesiones consistían en el reconocimiento de dos principios. Primero, la unidad e integridad de los dominios españoles, tal como los garantizaría Gran Bretaña, y segundo, la obligación de los españoles de este hemisferio de unirse a sus hermanos de Europa en la obediencia al único y mismo Soberano, es decir, a Fernando VII. 9) M. de Sarratea continuó manifestando su opinión de que habiéndose formulado estas bases en completo acuerdo con el Tratado existente entre Gran Bretaña y España, aquella potencia no podrá rehusarse a prestar su ayuda para la solución de los restantes puntos pendientes, que en su concepto eran dos. Primero, la naturaleza y relaciones recíprocas de los dos Gobiernos, y el alcance y límites de la autoridad por una parte, y de dependencia por la otra; y segundo, la forma más efectiva de garantizar la indemnidad de las Provincias hispanoamericanas, y su seguridad contra el futuro resentimiento de la Madre Patria. Confieso a V. E. que estas observaciones de M. de Sarratea, expresadas con la mayor franqueza y coincidentes por completo con la mejor y más fidedigna información que he recibido acerca de los verdaderos sentimientos de su Gobierno —prosigue Strangford en este extraordinario “memorándum”— parecían merecer una atención fuera de lo común; y en consecuencia no vacilé en pedirle que resumiera sus manifestaciones por escrito para que M. del Castillo y yo tuviéramos oportunidad de considerarlas ampliamente. En consecuencia, me dirigió la carta (fechada el 16 de diciembre de 1813) cuya traducción acompaño, y no demoré en transmitirla al Ministro español, quien se manifestó completamente inclinado a aprobar los principios generales que contiene. El resultado de mi conversación con M. del Castillo acerca de este asunto es que comparte enteramente mi creencia de que sería sumamente inconveniente desalentar esta gestión de Buenos Aires y que sería provechoso para todas las partes, no solamente que M. de Sarratea prosiguiera su viaje a Inglaterra sin demora, sino que yo me tomara la libertad de recomendar empeñosamente este asunto a la consideración de V. E. y que M. del Castillo, por su parte, instara a su propio Gobierno a no desechar esta oportunidad de recobrar la fidelidad de tan gran número de súbditos americanos...”.

Y concluye el interesantísimo documento diplomático de referencia, con estas excepcionales palabras —raras en un súbdito inglés— cargadas de irreprimible entusiasmo meridional: “El Almirante Dixon me ha transmitido una carta que ha recibido del Capitán Bowles, comandante del buque de su Majestad “Aquilón”, actualmente fondeado en el Plata. Dicho oficial expresa en la forma más categórica su convicción de que jamás hubo un momento más propicio que el actual para lograr una reconciliación entre España y las Provincias del Plata, y que en las presentes circunstancias podrían obtenerse para la primera condiciones que no podría haberse esperado conseguir en cualquier época anterior. Agrega al mismo tiempo que “tiene la más firme convicción de que si fracasara la tentativa actual de lograr un arreglo, y pudiera atribuirse ese fracaso en alguna forma a Gran Bretaña, se harían gestiones ante Francia, como la única potencia que el Gobierno de Buenos Aires considerará entonces capaz de protegerlo; que si no se produjera la interposición amistosa de Gran Bretaña, la desesperación y su propia conservación obligarán a los jefes de la revolución, particularmente a los militares, a recurrir a este medio”, y que “aunque actualmente no tenía el menor motivo para suponer que exista en estos momentos relación o comunicación alguna entre las Provincias del Plata y Francia, el sentimiento de su propio peligro y debilidad es, sin embargo, tan grande, y tan poderoso su temor a la venganza española, que si llegara una escuadra francesa, con tropas y armas suficientes para mantenerse, sería recibida, y cualquier paso que pudiera disponer se tomaría de inmediato, simplemente para evitar el actual y más inminente peligro”... Tan pronto se concluya el acuerdo en discusión entre M. del Castillo y yo, M. Sarratea partirá para Inglaterra a bordo del buque de su Majestad “Hermes”, que el Almirante Dixon ha destinado para ese objeto”.

La guerra de nervios puesta en acción por Inglaterra para aterrorizar a los elencos gubernativos integrantes de la Asamblea y el Directorio porteños, consistía en agitar el fantasma más o menos real del “revanchismo” fernandino. Y bien, en este orden de ideas, la puerta de entrada, la base militar para cualquier expedición reconquistadora que viniera de España, era sin duda Montevideo. Esa plaza hallábase, en aquel momento, sitiada por tierra; pero su aguerrido jefe Gaspar de Vigodet, había recibido refuerzos y provisiones de la madre patria. Y aunque dos años atrás sufrió el episódico contraste del Cerrito, ahora, después de Ayohuma, crecía la amenaza de una lucha en dos frentes —contra el victorioso ejército realista que bajaba de Lima, uniéndose con las fuerzas disponibles de Montevideo— cuyo desenlace, por cierto, no se presentaba muy promisorio para los criollos sublevados. Además, la escuadra española dominaba ampliamente la desembocadura del Río de la Plata.

Para contrarrestar este peligro que fuera de toda duda urgía al Directorio, ocurriósele a don Juan Larrea —ministro de Hacienda de Posadas— la adquisición y equipamiento de una escuadrilla fluvial en menos de dos meses, con el firme apoyo de Alvear y actuando de capitalista el conocido aventurero norteamericano Guillermo Pío White. Larrea había llegado al gobierno en forma sorpresiva. “La idea sino feliz, era un tanto curiosa —apunta Horacio Zorraquín Becu en un ensayo sobre David C. De Forest— 5. Se entregaba el manejo de los caudales públicos a un fuerte comerciante, español por añadidura y vinculado en demasía desde antiguo a todos los especuladores y negociantes extranjeros de la plaza”. En cuanto a Guillermo White: “... era un aventurero terrible y sin principios, poseedor de un talento considerable, pero había entrado en muchos enredos, y estado frecuentemente en la cárcel —según la descripción que hace de él su compatriota E. M. Brakenbridge 6—. Se decía que era natural de Boston, y se había educado para el foro, pero que abrazó en su país la profesión de comerciante. Me dijeron que era odioso al pueblo de Buenos Aires por haber auxiliado la expedición de Beresford, y que habrá hecho mucho dinero como rematador de los efectos tomados en la ciudad por los británicos. Había sido después utilizado por el Gobierno de Buenos Aires para adquirir los barcos destinados a la escuadra del almirante Brown, y se le acusó de defraudar al Estado, fue obligado a fugarse y refugiarse a bordo de un barco de guerra inglés, donde pidió protección como súbdito británico...”.

La primera escuadra argentina destinada, así, a ejercer el dominio del Río de la Plata, estableciendo el bloqueo del puerto de Montevideo, fue puesta al mando de Brown, el bravo irlandés capitán de un barco mercante, que había encallado en la barra de la Ensenada. “La tripulación de la escuadra fue de irlandeses y desertores de todas las marinas —escribe Julio B. Lafont 7—; la oficialidad tenía representantes de no menos de 12 nacionalidades: los piquetes de tropa, embarcados con mucha dificultad (pues Alvear hubo de fusilar a ciertos cabecillas), eran todos criollos”.

Triunfantes los porteños en la acción de Martín García, la pequeña flotilla de Brown quedó a la expectativa —no obstante— de unas negociaciones de paz con Vigodet, las cuales formaban parte de los planes “conciliadores” que ya hemos visto de Lord Strangford. A tal efecto, Posadas designó como comisionados suyos a Vicente Anastasio de Echevarría y Valentín Gómez; pero aquellas gestiones diplomáticas —pese al franco respaldo británico— fracasaron completamente por la intransigencia española.

“Tengo el honor de acompañar copia de una carta (del 6 de mayo) que he recibido del Gobierno de Buenos Aires, anunciando la ruptura de la reciente negociación entre las Provincias del Plata, a consecuencia del carácter intratable del General Vigodet y de su obstinado rechazo de cualquier propuesta tendiente a una conciliación —informa el embajador Strangford al Vizconde Castlereagh (F. O. 63/167) en comunicación fechada el 21 de junio de 18148, desde Río de Janeiro— ...V. E. no dejará de notar la profunda desesperación que trasluce la adjunta carta, sólo mitigada por la esperanza de que pueda inducirse a Gran Bretaña a interponer sus buenos oficios a fin de proteger a los habitantes del Plata contra la venganza de España. Este es el único consuelo que les queda, y espero que no se tachará de atrevida mi opinión de que sería un acto digno de la gloria de la Regencia de Su Alteza Real, que S. A. R. se dignara ordenar que se realicen algunos esfuerzos en favor de este pueblo desgraciado. Han agotado prácticamente todos los medios de sumisión, pero es en toda forma evidente que las autoridades españolas legítimas prosiguen la contienda, no con el propósito de retrotraer a su fidelidad a las Provincias rebeldes, sino para permitir que España les infrinja un castigo espantoso y ejemplar”.

Tales gestiones a que hace referencia Strangford en la nota transcripta, tuvieron anticipado éxito ante Vigodet, quien el 18 de mayo había comunicado ya al almirante de las fuerzas directoriales bloqueadoras —Guillermo Brown— sus deseos de: “...nombrar los diputados que, previo al examen y cambio de los respectivos poderes, hubieran de ocuparse de las consiguientes discusiones, bien con relación al todo de las ideas que hallo justo, y me es muy grato promover en obsequio de la humanidad, entre miembros desgraciadamente discordes de una misma familia, bien acerca de ajustar y convenir la cesación de hostilidades y una tregua por el término que pactásemos, bajo las condiciones que mutuamente pareciesen razonables...”.

Y bien, como la respuesta de Brown —por no estar, en el fondo, informado de la intriga— fuera terminante (“rendirse a discresión”), el Gobierno de Buenos Aires resolvió el viaje precipitado del general Alvear a Montevideo 9, munido de plenos poderes “para tratar y emprender cualquier género de negociaciones, estipulaciones o convenios con las autoridades, súbditos y habitantes de la plaza sitiada... siendo de la clase que fueren (sic)...” Concluidas, así, las tratativas con los representantes realistas que ocupaban la importante plaza montevideana, Alvear suscribió, sin formular reservas, un armisticio compuesto de 42 artículos 10, cuyas bases principales eran las siguientes: 1) Buenos Aires reconocía la integridad de la monarquía española en cabeza de su legítimo rey Fernando VII; y 2) Vigodet entregaba Montevideo a las fuerzas directoriales sitiadoras, sólo en calidad de depósito, en tanto Buenos Aires comprometíase formalmente a enviar diputados a Madrid, cumpliendo los compromisos contraídos en Río de Janeiro entre el ministro español Del Castillo y don Manuel de Sarratea.

Pero de inmediato, el hombre fuerte del Directorio —acaso por razones de prestigio personal—, borrará con el codo lo que escribió con la mano. Alvear se creyó autorizado a castigar la duplicidad de Vigodet (acusado sin pruebas de ocultas connivencias con el lugarteniente de Artigas: Fernando Otorgués), desarmando a la guarnición y declarando prisioneros a los soldados y jefes: Vigodet fue embarcado en la “Hércules” hasta ser transportado a Río 11.

Enterado de este insólito golpe de mano de Alvear —en violación expresa de lo pactado el 20 de junio y contrariando los planes con venidos con Lord Strangford—, el embajador británico en el Brasil escribió una enérgica carta dirigida al Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata, que lleva fecha del 15 de julio de 1814. En ella le recrimina a Posadas duramente la ocupación de Montevideo, haciéndole saber sus recelos, e indicándole la política a seguir para el futuro, en estos términos en verdad inadmisibles: “La toma de Montevideo coloca a ese Gobierno en una posición enteramente nueva y le impide el deber sagrado de mostrar al mundo, que sus deseos pacíficos no sufrieron alguna disminución en consecuencia de los sucesos victoriosos de sus armas. Cuanto más respetable y poderosa sea la condición en que ahora se halla ese Gobierno, tanto mayor sería la honra que en estos momentos adquiriría por la demostración inequívoca de sus votos para la conciliación; tanto mayor sería también su derecho al favor y a la generosidad de su legítimo Soberano. Conozco demasiadamente la prudencia y la discreción que adornan el alto carácter de V. E. para no persuadirme que V. E. no habrá consentido que la toma de Montevideo excitase en los ánimos de esos Pueblos, ideas y vistas, cuya realización la suerte de la guerra (siempre inciertísima) podía totalmente frustrar. Estoy lejos de menoscabar lo que excede toda alabanza, esto es, el valor y merecimientos de los Ejércitos de esas Provincias, con todo, V. E. permita, que le pondere lo poco que se puede contar con el resultado final de operaciones militares (!), y que le represente con franqueza, que aunque esa Capital pudiese con su acostumbrado heroísmo, prolongar por algún tiempo una lucha desigual contra los recursos y esfuerzos que la España podría brevemente emplear, con todo, es, a lo menos posible, que esta continuación de hostilidades sería al fin completamente infructuosa (en cuanto a cualquiera vista de separación de la Metrópoli) y que no serviría sino de atraer sobre esas Provincias nuevas calamidades, y desgracias reiteradas. Cuanto más ventajoso no sería para ese Gobierno, el retirarse de la Contienda con honra y seguridad (sic), como ahora bien se puede, aprovechándose de la crisis que le presenta la vuelta de su Soberano para el Trono de sus Antepasados. Bajo estos principios, y guiado yo exclusivamente por aquellos deseos para la felicidad y reposo de la América Española, de que ya di repetidas pruebas (hasta en la recomendación que constantemente he hecho, de evitar todo lo que podía hacer irreparables las diferencias entre la España y sus Hijos Americanos) no puedo dexar de rogar a V. E. con toda eficacia, se digne tomar en su consideración, sin pérdida de tiempo, la saludable resolución de mandar inmediatamente diputados a su soberano, para presentarle los votos de fidelidad de sus súbditos de éste hemisferio, y para recibir de su real mano el deseado don de una pacificación sólida y equitativa. La restitución actual de la autoridad de S. M. C. y el exercicio de ella en su Real Persona, debe ahora hacer desvanecer todas las dudas e incertidumbres sobre la legitimidad de los Depositarios de ella, durante el infeliz cautiverio del Soberano; y por consiguiente, ya no existe sombra de justificación (fundada sobre aquellas dudas) para que esas provincias le resistan...”.

Strangford cierra aquí su severa reprimenda al Director Posadas, con este amable consejo —diríase paternal— de buen burgués experimentado: “No puedo concluir esta Carta sin declarar a V. E. la satisfacción que hallo viéndome que puedo así comunicar franca y abiertamente con una Persona, que como V. E. no admite otra norma de conducta, sino principios de moderación, prudencia y zelo por la verdadera y permanente felicidad de sus conciudadanos. Aprovecho esta oportunidad para ofrecerme muy deberás a la disposición de V. E. de quien tengo el honor de ser, con la más alta consideración y respeto, su más obediente servidor (!!) Dios guarde a V. E. muchos años...”

Y bien, con fecha 12 de septiembre de 1814, el gobernante criollo —después del tirón de orejas británico— se apresura a agradecer, no obstante, “con la mayor satisfacción” (sic), los “consejos” y “observaciones” hechas por el embajador en el Brasil referentes a la ocupación de Montevideo por Alvear, comprometiéndose formalmente a adoptar —como Director Supremo— la línea política señalada por aquél; pero en términos que implicaban, por lo menos, un intento honroso de salir del cangrejal revolucionario de Mayo lo mejor posible: “Sobre estas bases es que dirigiré Diputados hasta la presencia de S. M. Fernando VII —responde Posadas—, y espero que sean oídos no ya para obtener un perdón vergonzoso de culpas que no han cometido, ni para contentarse con un olvido humillante de las ocurrencias pasadas, que ni satisfaría nuestro honor ni a nuestra justicia sino para obtener de sus Reales manos la cesación de las calamidades en que han envuelto al Continente Americano la insensatez, las pasiones, y la ambición de las autoridades que dejó el Reynado anterior (Carlos IV) y continuaron, los Gobiernos establecidos en su ausencia (Junta Central, Consejo de Regencia y Cortes de Cádiz), esos Gobiernos en cuyo manejo el Soberano mismo ha reparado algunas faltas de exactitud y de pureza...”.

Y en tanto los facciosos que, a la sazón, integraban la Logia Lautaro, trataban de reprimir —a sangre y fuego— el popular movimiento artiguista (Republicano, Independiente y Federal) en connivencia con las tropas portuguesas de la Banda Oriental; por decreto del 13 de septiembre de 1814 que fue aprobado por el Consejo de Estado, se designaron dos negociadores con la misión de viajar al Viejo Mundo —haciendo escala: primero en Río de Janeiro y después en Londres (donde los patrocinaría nada menos que Sarratea, el cual ya se encontraba “negociando” allí)—, a fin de “felicitar al Rey y buscar solución pacífica y —si es posible— digna” al pleito rioplatense con la Madre Patria. Bernardino Rivadavia y Manuel Belgrano —como bien se sabe— fueron los negociadores directoriales de que se trata.

“Los hombres que en presencia de la anarquía aspiraban a fundar la libertad sobre el orden, creían que la forma monárquica constitucional era la única que podía dar estabilidad a la revolución conjurando la tempestad que la amenazaba —escribe atinadamente Mitre 12—; y apoyaban esta idea los que por convicción simpatizaban con la monarquía. Al número de los monarquistas pertenecía el mismo Director Supremo (Posadas)... Rivadavia y Belgrano participaron de estas influencias y empezaron a dudar de la posibilidad de fundar la democracia sobre bases sólidas, en vista de los excesos de la democracia semibárbara, y de los prosélitos con que contaban las ideas monarquistas, sin que por esto —añade Mitre— se modificaran fundamentalmente sus creencias”.

A los pocos meses de recibida en Buenos Aires la noticia del desastre de Rancagua (octubre de 1814),, en que terminaba, al parecer, toda resistencia organizada en Chile, embarcábanse Rivadavia y Belgrano rumbo a Europa, tocando puerto inglés el 7 de mayo de 1815. Pero ocurrió este hecho imprevisto para los desarmados comisionados porteños: “el 5 de julio de 1814, España e Inglaterra habían concluido un tratado por el cual la primera acordaba a la segunda, que en caso de que el comercio en las provincias españolas de América fuera abierto a las naciones extranjeras, Inglaterra gozaría del tratamiento de la nación más favorecida. Por los artículos adicionales de aquél tratado (agosto de 1814) Inglaterra se comprometía a impedir que sus súbditos proporcionaran armas y elementos militares a los revolucionarios americanos”13. Los comisionados rioplatenses fueron enterados así —ya en la capital brasileña—, de la indiferencia de Gran Bretaña por apoyar ahora la mediación aconsejada por Strangford a Sarratea el año anterior. Además, para colmo de males, producíase en Francia la inesperada vuelta de Napoleón Bonaparte al gobierno (los “cien días”), lo cual significaba, en tales circunstancias, el seguro fracaso —por razones obvias de seguridad insular— de la misión de los embajadores criollos, que en adelante quedaban huérfanos de la tutela anglosajona ante la Corte de Fernando. “Por desgracia —expresa el historiador López— 14 los comisionados lo entendieron de otro modo...”; y con terca obstinación: “se lanzaron a trabajar por una solución final que a su manera de ver, no podía ser otra, que la de captarse el favor de las potencias europeas, solicitando un rey; que corriera cuanto antes a ocupar el trono imaginario que ellos le adjudicaban ya en el Río de la Plata”.

Ya en Londres, Belgrano y Rivadavia se ponen de inmediato al habla con Sarratea (13 de mayo de 1815) que tenía la misión de veedor oficioso en Europa y había iniciado —en dicho carácter— negociaciones con el exilado rey Carlos IV para coronar en estas latitudes a su hijo menor, el infante don Francisco de Paula. De común acuerdo resuelven nuestros hombres encargar tan delicado asunto al conde de Cabarrús, cuya discutible rectitud en asuntos de dinero corría pareja con la de Sarratea: el cual, según la irritada opinión de Rivadavia 15, resultaba no haberse oído “por espacio de 14 años en España, Portugal, Norte América e Inglaterra, sino el clamor de sus acreedores y los ecos de sus intrigas, seducciones y disipaciones de todo género...”. Cabarrús entregó al anciano rey el famoso Memorial protestando la adhesión de las Provincias Unidas a la decrépita dinastía borbónica, junto con un proyecto de Constitución redactado por los comisionados argentinos 16.

Pero estaba de Dios que la intriga había de empantanarse envolviendo en ella el prestigio de nuestros incautos embajadores porteños. En efecto, el desastre de Waterloo (18 de junio de 1815) dio al traste con el extravagante proyecto; y Carlos IV, atemorizado por las consecuencias que le reportaría su aceptación habiendo caído su ex-aliado Bonaparte, se negó a verse envuelto en los tentadores planes que le ofrecían los sudamericanos.

Ahora bien, reconociendo el rotundo fracaso de la misión, Belgrano regresó a Buenos Aires a fines de aquel misino año; en tanto su compañero Rivadavia —resuelto a proseguir por cuenta propia aquellas estériles súplicas ante las monarquías europeas— resolvió quedarse para ensayar una última tentativa humillante, postrándose (¡tan luego él, que siempre fuera tan soberbio!) a los pies del furibundo Fernando VII: a quien llegó a solicitarle por escrito su... perdón.

“En la imposibilidad de recabar partido alguno de las naciones capaces de ocurrir a nuestras necesidades —consignará Rivadavia en una relación que presentó con fecha posterior (6 de noviembre de 1816), al Director Pueyrredón—, en la urgencia de evitar los terribles efectos de una victoria decidida y universal de los principios contrarios e inconciliables con los que dominan en ese país y que, aunque con error se creían los únicos, no echamos de ver otro recurso que anticiparnos a cortejar los principios triunfantes, entrando a tratar directamente en la Corte de España”.

Recibido de mala manera por el ministro Cevallos gracias a la oficiosa intervención personal del Director de la Compañía de Filipinas de Madrid (don Juan Manuel de Gandasegui) 17, nuestro diputado sin diploma le manifiesta con todo descaro que: “la misión de los pueblos que lo han diputado (?) se reduce a cumplir con la sagrada obligación de presentar a los pies de su Majestad las más sinceras protestas del reconocimiento de su vasallaje, felicitándolo por su venturosa (?) y deseada (?) restitución al trono, y suplicarle que como padre de sus pueblos se digne darle a entender los términos que han de reglar su gobierno”. Como el ministro Cevallos le hiciera serios y fundados cargos por los hechos de Brown en el Callao y en Guayaquil —Anota Vicente F. López— 18, Rivadavia le contestó que esos hechos eran consecuencia del estado de aquellos pueblos “pero que procederían de muy distinto modo después de los informes que había llevado don Manuel Belgrano y así que estuviesen instruidos de que su Majestad se había dignado oírle y admitir su misión; que sobre eso había escrito con repetición y lo bastante a inspirarles confianza y prevenirles del respeto y circunspección con que debían esperar las piedades del Soberano”.

“El señor Rivadavia no había escrito jamás semejante cosa —agrega López—; pero continuaba: “Ahora me veo argüido de mala fe indigno de inspirar confianza; y no me resta sino suplicar por medio de Vuestra Excelencia (el ministro Cevallos), sumisa y encarecidamente a nuestro Soberano que por mí no se perjudique a aquellos pueblos... En fin, yo me hallo autorizado, y me considero en la obligación de protestar que aquellos pueblos desean y están de buena intención dispuestos a entrar en el plan general que se estableciese para todos sus hermanos de América; en este caso no tratarán de impetrar más de la piedad de su Soberano, que aquellas providencias que aconseja la prudencia para contener las venganzas, y cortar los resentimientos y animosidades que ha producido la Guerra Civil... Y si hay algún medio de reponer la confianza, tanto por mi parte como por la de aquellos, tenga Vuestra Excelencia la bondad de manifestármelo, pues a todo estoy resuelto para probar a mi soberano los leales sentimientos de dichos pueblos, y los míos, para convencer de que el honor, o, más propiamente, el cumplimiento de mis obligaciones es la base de mi conducta”.

ínterin, don Pedro de Cevallos, advertido de la nulidad de nuestro diplomático “motu proprio” para hacer propuestas ante la Corte, entregó a don Bernardino sus 'pasaportes, expulsándolo de España por real orden del 8 de julio de 1816... Veinticuatro horas después —exactamente— declarábase en la provincia de Tucumán nuestra gloriosa independencia política de la casa de Borbón, así como también “de toda otra dominación extranjera”. Los consejos “precursores” del genial Rivadavia eran así dejados de lado (sin pena ni gloria), gracias a la eficaz gravitación de su enconado rival de aquellos tiempos históricos: el general José de San Martín.

Sintetizando todo lo expuesto en los apartados precedentes, con referencia a aquellas discutidas gestiones “antidemocráticas” del Directorio en el viejo mundo —en busca de algún rey de segunda mano—, hemos de concluir nosotros planteando aquí la siguiente disyuntiva de hierro:

1) O bien fueron sinceros sus afanes; en cuyo supuesto toda la política directorial resultó, a la postre, de un oculto contenido contrarrevolucionario sin atenuantes.

2) O bien hubo ingenuidad en sus burdos planteos maquiavélicos un tanto infantiles (diplomáticamente no engañaron a nadie); en cuyo caso tales agentes del Directorio no merecen hoy la calificación de políticos o diplomáticos “revolucionarios”, dignos de pueblos en trance de emanciparse seriamente.

3) O, por fin, dichos políticos de Mayo sirvieron —durante el régimen directorial—, consciente o inconscientemente a intereses imperialistas poderosos; los cuales buscaban retardar —al menos mediante maniobras y presiones de todo género— las consecuencias sociológicas inmediatas que llevaba en sus entrañas la revolución rioplatense de 1810.

Al lector le corresponderá tomar partido en la solución del enigma que antecede, con maduro juicio (“sine irae et cum studio”), para evitar que nuestros historiadores tendenciosos de todas las escuelas continúen polemizando, eternamente sobre el tema.