Etapas históricas de la educación argentina
Segunda Etapa: Educación popular
La época de los reyes de la casa de Borbón, del redescubrimiento de América y la crisis del imperio español (siglo XVIII y comienzos del XIX), se caracterizó por la irrupción de las nuevas ideas liberales, del Iluminismo o En esta etapa de la educación argentina se mantuvieron, en general, las características del hombre argentino señaladas para la época anterior pero, como con el cambio de dinastía en España, penetraron en la península las nuevas ideas, que luego se difundieron en América, fue necesario establecer vallas de contención que canalizaran su influencia dentro de los límites precisos de la doctrina cristiana. Así fue que, sin subestimar los criterios tradicionales, se concedió mayor importancia a la formación práctica y a la educación de la mujer, como se puso de relieve en las ideas volcadas por Belgrano en las célebres Memorias del Consulado de Buenos Aires y en sus realizaciones concretas, que hemos mencionado. Esta nueva actitud también se puso de manifiesto en la obra llevada a cabo por el obispo del Tucumán, fray José Antonio de San Alberto, que apuntó a una educación de carácter pragmático. Asimismo, se procuró suavizar los castigos corporales, para lo cual se recomendó a los maestros tratar a sus alumnos con “dulzura, paciencia, bondad y ternura”. El pragmatismo pedagógico Como hemos dicho, las nuevas ideas repercutieron en el campo de la educación, con una marcada orientación laicista, que procuró erradicar la influencia de Fruto de todas estas preocupaciones fue el Diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios, más conocido como En España, Gaspar Melchor de Jovellanos sostuvo, en su famosa Memoria sobre la educación pública, “que las primeras letras son la primera llave de toda instrucción”. A lo que añadía: “Ellas serán entonces la verdadera educación popular. Abridle así [a la masa] la entrada a las profesiones industriosas y ponedle en los senderos de la virtud y de la fortuna”1. Y en el Río de El Colegio de Niñas Huérfanas de Buenos Aires En 1727, por iniciativa de Juan Guillermo González y Aragón, se fundó en Buenos Aires Como rectora del nuevo establecimiento, nombró Alvarez Campana a Teresa Basan, educada con las monjas catalinas en el convento que fundara en Córdoba Leonor de Tejeda. El Colegio comenzó a funcionar el 20 de noviembre de 1755 y se componía de dos salas altas y seis bajas, otra sala para enfermería, un refectorio, un salón, zaguán y puerta a la calle, que servía de escuela pública de niñas que concurrían a instruirse en la doctrina cristiana y a aprender a leer y escribir, coser y otras habilidades femeninas. Constaba, además, de tres patios espaciosos, con corredores que servían para las labores de las niñas y de cinco divisiones con destino a la habitación de las huérfanas y colegialas mulatas. En cuanto al número de alumnas, había en aquel momento 52 niñas españolas o indias y 15 mulatas, siendo considerable el número de postulantes por las ventajas que ofrecía el Colegio. Con respecto a la distribución horaria que se observaba en los actos de piedad, instrucción cristiana y atenciones propias del sexo, era la siguiente: comenzaban a las cuatro y media de la mañana en verano y cinco y media en invierno, con misa y rezo de una parte del rosario, en lo que empleaban una hora; desde ésta hasta las once y media se ocupaban en sus respectivas labores y escuelas, que cesaban para dar de comer a las enfermas del Hospital de Mujeres anexo y ayudar a las destinadas a su asistencia. Luego seguían al refectorio, donde durante la comida se leía un libro espiritual y concluida aquélla se retiraban a descansar hasta las dos de la tarde, en que volvían al coro a rezar otra parte del rosario. Seguía un cuarto de hora de oración y después continuaban sus labores y enseñanza como por la mañana, repitiendo la asistencia a las enfermas. Al atardecer volvían al Coro para rezar la tercera parte del rosario. Después tenían examen de conciencia y un cuarto de hora de oración, pasando el resto de la noche, hasta el tiempo de cenar, en la lectura espiritual y ocupaciones de beneficio común. Después de la cena, en que se guardaba la misma distribución que al mediodía, se tocaba a las nueve a silencio y reposo. Cada ocho días tenían comunión y, asimismo, en las festividades particulares y solemnes. En el Colegio funcionaba también una escuela externa, en la que se enseñaba a leer y escribir a las niñas autorizadas por sus padres, puesto que en aquella época tal aprendizaje se consideraba peligroso para las mujeres. A seis kilómetros del centro de la ciudad, en el actual barrio de Floresta, El Pbro. Dr. José González Islas, hijo del benemérito fundador, se desempeñó como capellán de Los Reales Estudios Pocos años antes de la creación del Virreinato del Río de En los Reales Estudios funcionaron un curso de primeras letras y un aula de gramática. José Manuel García se desempeñó como maestro en el primero y el presbítero Cipriano Villota, con el mismo carácter, en la segunda. Poco después, el presbítero Carlos José Montero fue designado maestro de filosofía. Al año siguiente de su creación, el procurador general Manuel de Basavilbaso informaba que asistían 232 alumnos de primeras letras, 89 de gramática y 17 de filosofía. En 1776 se establecieron, además, tres cátedras de teología y se aprobaron los estatutos, redactados por el canónigo Maziel. El Real Colegio de San Carlos Siete años después, en 1783, habiendo sido nombrado Vértiz virrey, sobre la base del colegio de Reales Estudios, se inauguró, el 3 de noviembre, el Real Colegio Convictorio Carolina o de San Carlos, con más de 80 alumnos inscriptos. Sus constituciones establecían que el Colegio estaría a cargo de un rector, que debía ser clérigo y nombrado por el virrey. Los estudios eran de artes y teología, como en Córdoba. Cabe señalar que el 12 de abril anterior se había inaugurado el Colegio Seminario Conciliar de San Carlos de Las primeras autoridades del establecimiento de Buenos Aires fueron los presbíteros Vicente Anastasio Juanzarás y Escobar, rector; Marcos Salcedo, vicerrector y Pantaleón Rivarola, regente de estudios. El canónigo Maziel, a quien el historiador Juan Probst llama “el maestro de la generación de Mayo”5, continuó desempeñándose como cancelario. En 1786 falleció Juanzarás a temprana edad y fue reemplazado por el padre Luis José Chorroarín, canónigo de la catedral de Buenos Aires. Dos años más tarde murió Maziel y le sucedió el doctor Montero, como cancelario y primer catedrático de teología, quien renunció en 1804, por lo cual los cargos de rector y cancelario quedaron concentrados en Chorroarín. El régimen del Colegio era de internado y muy estricto. Según cuenta su exalumno Manuel Moreno: “A las cinco de la mañana los despiertan en verano para ir a la capilla a hacer oración mental y oír la misa, y en invierno a las siete. Comen en una mesa común, entretenidos por la importuna lectura de un libro devoto [...]”6. Expresión, esta última, que revela un espíritu anticlerical. El día de San Carlos Borromeo se celebraba en forma solemne en la capilla. Los alumnos vestían uniforme y eran enseñados a tener buenos modales y acostumbrados al trato con personas distinguidas. Para ingresar en el Colegio debían ser cristianos viejos (no conversos), de buenas costumbres, saber leer y escribir y haber cumplido diez años de edad por lo menos. Una vez inscriptos, debían pagar la pensión puntualmente, aunque había algunas becas de gracia y becas extraordinarias para los de escasos recursos. No obstante, el Colegio tuvo dificultades para subsistir, por lo cual, El Colegio era de estudios preparatorios, por lo que se cursaban en él: teología dogmática, teología escolástica, sagrados cánones y escrituras sagradas, además de gramática, filosofía y latín. El curso de filosofía duraba tres años y el de teología, cuatro. Los profesores en un principio fueron nombrados directamente por el virrey, pero luego, por concursos de oposición extremadamente rigurosos, lo que originó una sana competencia y un movimiento intelectual de proporciones. Las oposiciones duraban aproximadamente una semana y constituían una verdadera “justa solemne de inteligencia”, según la expresión de Guillermo Furlong, que tenía lugar en la iglesia de San Ignacio. Salvo la cátedra de teología, que era a perpetuidad, las demás se renovaban cada tres años. Los alumnos eran también entrenados en la defensa de tesis. Los días jueves, viernes y domingos había debates. Los temas se sacaban en suerte con una semana de anticipación. En 1788 había 95 alumnos de gramática, 65 de filosofía y 55 de teología, que hacían un total de 225, por lo cual, en un informe enviado a España, se resaltaba “los muchos y graves perjuicios que se siguen de que los estudiantes después de concluidos pasen a Córdoba, Chile y El Colegio perduró hasta 1807 en que, con motivo de la segunda invasión inglesa al Río de Desde el punto de vista ideológico, el Colegio no parece haber ejercido influencia sobre los protagonistas de El Colegio de En febrero de 1780, las religiosas de Santa Clara, María Josefa Madariaga, Alfonsa Vargas Lescano y Teresa Sotomayor, procedentes de Santiago de Chile, iniciaron en la ciudad de Mendoza, las actividades del Colegio de La iniciativa de esta creación fue de Juana Josefa de Torres y Salguero, oriunda de la ciudad de Córdoba que, al quedar viuda del general Bartolomé Ugalde, se trasladó a Santiago de Chile para ingresar en el monasterio de Santa Clara, pero no pudo hacerlo por su precaria salud, por lo cual pasó a Mendoza, con la intención de instalar un monasterio, que estaría a cargo de religiosas de En el Colegio de Los Colegios de Niñas Huérfanas de Córdoba y Catamarca José Antonio de San Alberto nació en el Fresno, provincia de Aragón, España, el 17 de febrero de 1727. Luego de cursar las primeras letras, se sintió llamado por la vocación religiosa y después de aprobar los estudios correspondientes fue consagrado sacerdote en la orden de los carmelitas descalzos en 1742, en el Convento de San José de Zaragoza. A partir de entonces realizó una brillante carrera eclesiástica, que lo llevó a desempeñar importantes cargos, como el de prior general y procurador de los conventos de su orden. Fue, además, predicador de Su Majestad y examinador sinodal del arzobispado de Toledo. Posteriormente, el rey Carlos III le ofreció el obispado de Cádiz, que no quiso aceptar; en cambio, se avino a ocupar la diócesis del Tucumán, en el lejano Virreinato del Río de Con el apoyo del virrey Vértiz, inauguró en 1782 el primer Colegio de Niñas Huérfanas en la ciudad de Córdoba, que encomendó a las hermanas terciarias carmelitas descalzas de Santa Teresa de Jesús, entre las que se recuerdan los nombres de las hermanas María Josefa de los Dolores Echeverría, Feliciana de Santa Teresa, María de las Mercedes Cañete y María Ignacia de San José Yedros; y, posteriormente, en 1783, otro semejante en Catamarca, que puso a cargo de mujeres seglares, las hermanas Agustina, Juana Rosa y María Manuela Villagrán. Estos Colegios –donde aplicó una verdadera pedagogía del huérfano, como la denomina Alberto Caturelli 8– tenían por objeto “familiarizar a los educandos con el trabajo y dar a cada uno aquel oficio que corresponda a su naturaleza y a su talento”. El obispo San Alberto pretendía que los niños fueran “labradores industriosos, artesanos diestros, comerciantes ingeniosos y, en una palabra, otras tantas manos fuertes que, aplicadas al cultivo, a las manufacturas y al comercio, preparen al Estado y a Para ser utilizado en sus colegios, publicó un Catecismo civil, con lo cual culminó su obra en la región del Tucumán, ya que en 1784 fue promovido a la arquidiócesis de Charcas. Al mismo tiempo, el virrey Vértiz lo nombró visitador de Desde 1681 se pudo cursar en En Belgrano propulsor de la educación Otro gran propulsor de la educación en esta etapa fue Manuel Belgrano, que nació en Buenos Aires el 3 de jumo de 1770. Luego de haber aprobado las primeras letras, siguió sus estudios preparatorios en el Real Colegio de San Carlos. En 1786 viajó a España, donde se inscribió en Ese mismo año, el rey Carlos III lo nombró secretario perpetuo del Real Consulado que debía instalarse en Buenos Aires, por lo que emprendió el regreso a su ciudad natal donde, al año siguiente, asumió el cargo asignado. Como parte de sus obligaciones, anualmente debía redactar una Memoria que se leía al abrir las sesiones de la corporación, circunstancia que aprovechó para dar a conocer sus ideas renovadoras, inspiradas en la fisiocracia, aunque adaptadas a la realidad rioplatense. De esta manera, en una región donde predominaba la ganadería, propuso el fomento de la agricultura, la industria y el comercio; y, en particular, la introducción del cultivo del lino y del cáñamo y el establecimiento de curtiembres. Para facilitar el desarrollo de estas actividades, se pronunció por la promoción de la educación técnica de la juventud y de los adultos y la elevación de la condición social de la mujer, mediante la educación. Particular atención merece Las Escuelas de Dibujo y de Náutica Por iniciativa de Belgrano, el 29 de mayo de 1799 se instaló en Buenos Aires una Escuela de Dibujo, con la dirección del escultor y tallista español Juan Antonio Gaspar Hernández, cuya denominación completa era Academia de Geometría, Perspectiva, Arquitectura y toda especie de Dibujo. Hernández se comprometió a ser el maestro director “sin estipendio alguno”, hasta que se hallaran los fondos suficientes para sostenerla. Esta Escuela, que funcionó en una de las salas del edificio del Consulado, llegó a tener 64 alumnos y subsistió hasta fines de 1800, en que se cerró por real orden del rey Carlos IV del 4 de abril de ese año, que adujo razones de economía. En cuanto a Hernández, cabe agregar que era considerado el maestro tallista de la ciudad. A él se le deben, por ejemplo, el retablo y la imagen de la iglesia de San Nicolás. Debido al empeño de Belgrano, el 11 de noviembre del mismo año 1799 comenzó a funcionar, también en Buenos Aires, una Escuela de Náutica, cuyo director fue el ingeniero Pedro Cervino y subdirector el piloto agrimensor Juan Alsina. En su organización En marzo de 1810 Belgrano inició la publicación de un periódico, el Correo de Comercio, de efímera existencia, pues desapareció en junio de 1811, en cuyas páginas también volcó sus preocupaciones por la educación. Con los sucesos que tuvieron lugar a partir de El Protomedicato y Por iniciativa del Dr. Miguel O'Gorman, de origen irlandés –llegado al Río de Bajo su dependencia comenzó a funcionar, el 2 de marzo de 1801, con 14 alumnos, Con O'Gorman colaboraron inicialmente Francisco Argerich y José Alberto Capdevilla, como conjueces y examinadores. Además, se desempeñó Joaquín Terrero como segundo examinador de “algebristas, hernistas, oculistas, flebotomianos y parteras”. Después se incorporaron Cosme Mariano Argerich –nacido en Buenos Aires y graduado en España–, como secretario, conjuez y catedrático de medicina; y Agustín Ensebio Fabre –gaditano, cirujano de |
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