Viaje a caballo por las provincias argentinas
Capítulo 1
 
 

Partida de Buenos Aires. - El apero de montar. - La iglesia y la aldea de Quilmes. - La granja de Mister Clark. - Peones irlandeses. - El cultivo de la papa. - Hospitalidad inglesa. - Valor de la tierra y jornales de los peones. - Escena matinal. - Una manada de caballos salvajes. - El campo florido. - Pastoras a caballo. - Teru-terus. - La estancia de Mr. Bell. - El lazo y las boleadoras. - Doma de potros. - Las majadas de ovejas. - En plena pampa. - Una pulpería. - La estancia de Mr. Taylor. - Precio de la tierra. - Moneda corriente. - Instinto de los caballos. - Las manadas. - Manera de encastar mulas. - Población nativa. - Modo de cazar perdices. - Un rodeo. - Formas de viajar. - Una familia patriarcal. - Eligiendo caballos. - En marcha con mi tropilla.



En una clara y hermosa mañana de primavera salí de Buenos Aires, acompañado de mi guía y amigo Don José 6, para emprender mi primer viaje a caballo por las provincias argentinas. Los preparativos me habían llevado algunos días y como tales aprestos caracterizan la manera de viajar en estas regiones, puede ser de algún interés el consignarlos.


Aunque hay aquí mucha abundancia de caballos, no todos sirven para un jinete habituado a los corceles europeos, dóciles y bien enseñados. Al fin me decidí a comprar dos; habían sido traídos del campo hacía poco, pero su dueño me aseguró que comían grano y esto ya era garantía bastante de que estaban amansados desde algún tiempo atrás. Comprobé también que eran de buena boca y, encontrándolos aptos para lo que me proponía, los compré (después de mucha conversación) a un precio equivalente a una libra y diez y seis chelines cada uno. Eran animales jóvenes y de lindas formas; en mi país se les hubiera considerado muy propios para la silla de una dama. Los arreos y otros pertrechos necesarios para el viaje, merecen ser descriptos.


Las riendas son de cuero crudo, trenzado, muy fuerte, y el freno de manufactura inglesa, aunque de modelo español. Mi apero estaba formado de las siguientes piezas: primero, un cuero de oveja colocado directamente sobre el lomo del caballo; luego una manta de lana, doblada, que puede servir de abrigo al jinete y va cubierta por otro cuero sin curtir para defenderla del agua; después un cobertor espeso de lana, fabricado en Yorkshire, con largas borlas colgando de las esquinas; esta pieza se dobla cuidadosamente y va cubierta con una carona de suela, bastante amplia, que protege todo lo demás de la humedad y la lluvia; los bordes y extremos de esta última pieza tienen ribetes estampados primorosamente con dibujos ornamentales. Todas estas prendas equivalen al simple mandil que se pone bajo la silla inglesa. Luego viene lo que puede llamarse el eje de la silla, fabricado de madera y cuero. De él se suspenden los estribos: forma como un asiento plano, algo curvo, para adaptarse al lomo del caballo. Todo este equipo se asegura con una cincha de cuero crudo, ancha de doce a catorce pulgadas. La silla va cubierta para mayor comodidad –y también para proveer de almohada al jinete durante la noche– con una piel de oveja cuya lana se tiñe de púrpura brillante; sobre ella colocan un cobertor liso, parecido a esas alfombrillas de lana con flecos que adornan el piso en las salas de Inglaterra; encima va una pieza de cuero delgado y muy blando, sobre la que se sienta el jinete. Por último, el conjunto se asegura todavía con otra cincha de cuero ornamentado. Este agregado de atavíos, sumado al peso del jinete, forma una carga considerable, aun para cabalgaduras fuertes, cuando se trata de un viaje largo y hecho con alguna prisa 7.


El caballo de don José, mi compañero, iba aparejado idénticamente, llevando además una ancha alforja de lona con la ropa y otros objetos necesarios. La tarea de ensillar y de arreglar los equipos, llevó más de una hora. Después que los amigos nos desearon felicidades y buena suerte, montamos para emprender nuestro viaje de ochocientas millas hacia el sur, por las pampas, viaje que debíamos realizar por entero a lomo de caballo.


Luego de haber andado cosa de una legua, cruzamos el puente de Barracas, entrando en una extensa llanura donde nada indicaba la cercanía de una gran ciudad. Las casas, en su mayoría, eran construcciones de madera, muy recientes, y pertenecían a inmigrantes vascos; las había también de estacas y cañas, revocadas de barro. Unas pocas eran de ladrillo y bien edificadas, pero nadie hubiera creído que desde ese paraje podía llegarse en una hora de caballo a la capital de una extensa república. Parecía más bien el lugar de acceso a una llanura ilimitada. En el campo, conforme avanzábamos, aparecían en mayor número las vacas, caballos y ovejas.


Al cabo de tres o cuatro leguas, entramos en una extensión de terreno ondulado, a inmediaciones de Quilmes, cerca del sitio donde desembarcaron las tropas inglesas en aquella fatal expedición comandada por el general Whitelocke. El camino corría por entre montecillos de durazneros, sauces y álamos. En esos lugares se halla la casa de Mr. Clark, súbdito británico, donde nos quedamos a pasar aquel día.


Las ramas del duraznero se utilizan aquí como leña de quemar: las cortan a los tres años de plantado el árbol y en esa sazón venden la leña. Pasados tres años más, vuelven a cortar las ramas y así sucesivamente, mientras la planta no se seca. Se calcula que este comercio produce el 25% de interés, pero, sistema tan artificioso para proveer de combustible a una ciudad no durará mucho tiempo. Algunas islas del río Paraná están llenas de excelentes maderas y esos bosques podrían abastecer a la ciudad, si fueran objeto de explotación. El día que lleguen pobladores extranjeros y emprendan esa industria, con las embarcaciones necesarias, se abandonará este raro sistema de plantar árboles para utilizarlos como combustible.


En Quilmes hay una iglesia construida de ladrillo y junto a ella un cementerio que en otro tiempo ha estado cercado con una pared; ésta se halla tan derruida que las vacas entran a pacer libremente y destruyen las tumbas. La villa se compone de una casa muy bonita y otras doce de aspecto común. En los alrededores, y en pequeñas parcelas de terreno separadas unas de otras, se levantan los consabidos ranchos de cañas y barro. Quilmes ha sido antiguamente el centro de una tribu de indios, de la que tomó su nombre. Estos indios fueron traídos del interior con el propósito de civilizarlos y han desaparecido con el andar del tiempo. Por el año 1820, las tierras fueron cedidas a determinadas personas bajo condición de introducir mejoras y edificar algunas casas. La historia de esta tribu ofrece cierto interés por cuanto demuestra que las razas menos vigorosas y civilizadas están destinadas a extinguirse, en contacto con otras más fuertes. Los indios Quilmes procedían de la provincia de Catamarca donde sus antepasados lucharon contra los españoles en el transcurso de varias generaciones. Finalmente, quedaron reducidos a doscientas familias, capitularon, y fueron traídos a esta región para incorporarlos a la vida civilizada. Pero, en ese proceso de depuración, la tribu ha terminado por extinguirse.


La aldea se halla fuera de los caminos principales y, debido a esa circunstancia, difícilmente podrá adquirir algún desarrollo. Con todo, si en lugar de tenerla abandonada y cubierta de hierbas, se dedicaran sus terrenos a la formación de quintas, jardines o viñedos, podría constituir un abrigo feliz para muchas familias industriosas. Al presente ofrece un cuadro de pobreza y desolación porque los habitantes del sexo masculino se hallan todos de servicio en el ejército.


La entrada a la casa de Mr. Clark despertó en mí la más viva simpatía: todo en aquel hogar me representaba la actividad y el comfort británicos. La huerta estaba provista de las mejores hortalizas y había plantaciones rodeadas de excelentes empalizadas. La tierra, feracísima y apta para todo cultivo, había sido removida con arados y rastras escocesas. Abundaban las aves de corral y las piaras de cerdos. En un terreno vecino se veían grandes montones de pasto. Unas robustas mujeres irlandesas andaban muy atareadas conduciendo tarros de leche. Como la quinta se halla situada a corta distancia de la ciudad, los productos de granja encuentran buena salida y Mister Clark sabe sacar de todo el mejor provecho. La carne, los lechones, las aves, las frutas, las hortalizas, la manteca, los huevos, el pasto, la leña, todo puede colocarse, y a precios más altos que en Londres y París, con excepción de la carne. El mayor inconveniente está en los caminos, que, durante el invierno, se ponen intransitables.


Junto al corral de la granja se halla instalada una fábrica para hervir o cocer la carne de vaca: los tanques son de hierro, de procedencia inglesa y tienen capacidad para cien bueyes 8. La mayoría del personal empleado está constituida por irlandeses, gente muy laboriosa y que economiza casi todas sus ganancias. Puede dar una idea del número de personas empleadas, el hecho de que Mr. Clark faena una res cada tres días para el mantenimiento de su casa, aparte las ovejas que se consumen.


También se cultiva la papa, aunque ésta, hablando en general, no es tan abundante ni tan buena como en Inglaterra; pero asimismo se hacen dos cosechas por año; la primera cosecha, plantada en septiembre y recogida en enero, corre peligro de ser comida por la carraleja o mosca española cuando los calores vienen muy temprano. Estos insectos son recogidas y se venden a los droguistas de la ciudad; en algunos años abundan tanto, dentro de los primeros días de su aparición, que comen por entero las raíces, dejando el tallo enteramente desnudo. La segunda cosecha de papas se siembra por el mes de febrero, pero si el verano es muy largo se prolonga la vida de los insectos y entonces, con seguridad, destruyen los primeros vástagos, tan pronto como empiezan a crecer. Las mejores semillas de papas se obtienen de los capitanes de barcos, pero siempre es una cosecha muy aleatoria por la falta de suficiente humedad, Durante los últimos años el precio ha oscilado entre uno y tres peniques por libra, de papas 9. Cualesquiera otra especie de hortalizas inglesas pueden alcanzar aquí su máximo desarrollo: además, las calabazas y los melones podrían constituir un alimento muy principal. Los melones abundan mucho y se venden a bajo precio.


Con Mr. Clark participamos de una mesa excelente: asado de vaca, aves, puding inglés, papas y pan blanco, todo bien cocinado y presentado con mucha pulcritud. Fuimos invitados con insistencia a pasar la noche en la casa y para el efecto dejamos atados los caballos, pero de manera que pudieran pastar libremente.


El campo abierto tiene aquí un valor de treinta a cuarenta chelines 10 por acre 11 inglés y es el precio corriente a esta distancia de la ciudad, vale decir cinco leguas. El precio de la tierra en los desiertos australianos asciende, según creo, a veinte chelines por acre; aquí, en una hermosa región, a menos de la mitad de la distancia desde Inglaterra, y a quince millas de una ciudad de sesenta mil habitantes, puede adquirirse la tierra a un precio de cuarenta chelines por acre.


La dificultad con que se tropieza de inmediato en cualquier empresa agrícola, es la construcción de vallados para contener las haciendas porque los gastos de zanjeo resultan muy crecidos y el trabajo se paga por vara. Los peones empleados en las labores de granja y en la construcción de fosos para cercados, ganan generalmente tres libras por mes 12, incluida la ración diaria. Casi todos estos trabajos son desempeñados por escoceses e irlandeses.


El sol, entrando por las hendiduras de los postigos, nos incitó a dejar el lecho muy de mañana para gozarnos en la belleza pastoral de la escena. Se extendía por todos lados una planicie de apariencia infinita, de un verde reluciente, como que estábamos en primavera, y donde pastaban miles de vacas, caballos y ovejas: una gran majada de estas últimas pertenecía a nuestro huésped. Era de llamar la atención la cantidad de hongos que cubrían el suelo: recogimos algunos en un pañuelo y los mandamos a la cocina para que hicieran parte de nuestro desayuno. Me hallaba en esa tarea cuando fui sorprendido por un ruido sordo, acompañado de una trepidación: la tierra parecía temblar bajo nuestros pies. A poco pude advertir que se trataba de una inmensa tropa de baguales que, para mis ojos inacostumbrados a ese espectáculo, no bajaban de mil y se acercaban galopando por la llanura. La presencia de dichos animales se debía a la escasez de pasto –por falta de lluvia– en otros campos distantes. Venían a las inmediaciones de Quilmes porque en esos parajes encontraban buen sustento. Los caballos, extraviados después de abandonar sus propios campos, habían ido aumentando en número a punto de constituir un serio inconveniente, no tanto por el pasto que consumían como por los perjuicios que causaban en los cercados. Con el objeto de alejarlos empezaron por encerrarlos en un corral; seis hombres bien montados los arrearon después, campo afuera, a una distancia de cinco a seis leguas donde quedaron libres para vagar a su antojo y buscarse alimento.


Después de un sustancioso breakfast, nos despedimos de Mr. Clark para proseguir nuestro viaje. El camino atravesaba una pampa de excelentes pastizales. En aquella estación, la hierba, de intenso verdor, crecía esplendorosa y toda la extensión que los ojos abarcaban parecía una alfombra de terciopelo verde oscuro donde se esparcían las flores doradas de la primavera. Muy cerca, y a nuestro alrededor, los hongos de color blanco cubrían el suelo. No se veían árboles –a excepción de uno o dos que se divisaban junto a una casa– pero las casas son pocas, debido a la escasez de población.


Junto a un arroyo cruzamos una gran majada de ovejas vigiladas con mucho cuidado. La pastora iba a caballo y se empeñaba en hacer avanzar algunos corderillos rezagados. Aunque me encontraba lejos para poder juzgar de su fisonomía, la revestí con la imaginación de todos los encantos de los pastores arcádicos. Viendo el cuidado que se tomaba por sus corderos, me quedé por un rato mirándola con acentuado interés. Revoloteaban a su alrededor las aves de rapiña; en la orilla del agua algunos caranchos se aprestaban a caer sobre un corderillo extraviado.


Continuamos la jornada hasta vernos detenidos por un arroyo angosto y profundo: para encontrar el vado buscamos las huellas de otros jinetes y, habiendo encontrado rastros recientes, pasamos sin ninguna dificultad. Hasta aquí conocíamos el camino, pero, más adelante, nos fue necesario tomar informes en un rancho. Con toda deferencia nos señalaron una plantación que se vela sobre una eminencia del terreno, distante cosa de media legua. Desde allí debíamos hacer rumbo hacia la izquierda. En el lugar indicado, y como empezara a invadirme la fatiga, desmonté para tomar un descanso y hacer una pequeña refacción. Los hongos cubrían el suelo a mi alrededor. Hice fuego y asé algunos en la ceniza. Con esto y un bizcocho me procuré una deliciosa merienda. Veíanse gran cantidad de pájaros silvestres; algunos eran rapaces de la especie de los halcones. Una laguna, a cuyas márgenes nos habíamos sentado, se hallaba literalmente cubierta de patos salvajes y los teru-terus, atraídos por el humo, revoloteaban sobre nuestras cabezas como escrutando nuestros movimientos. Este pájaro, en la manera de caminar y en el vuelo se parece mucho al avefría verde de Inglaterra. La belleza de la escena hubiera sido completa de haberse acompañado con el rumor de las hojas en un bosque, pero aquí no hay árboles que presten a las aves el abrigo de sus frondas.


Satisfechos con nuestra sencilla merienda y habiendo dado descanso a las cabalgaduras, nos pusimos en camino y al cabo de una hora llegamos a la estancia de un caballero escocés, Mr. Bell. Este se encontraba ausente, pero su encargado nos recibió con mucha cordialidad. Nuestro primer cuidado fue asegurar los caballos y los dejamos acollarados para que pudieran pastar en libertad. En la habitación que se me destinó, tuve la grata sorpresa de encontrar una Biblia, el compañero habitual de las familias escocesas. Así pude gustar también el alimento espiritual, retirándome después a dormir y a soñar en el hogar lejano.


Mi primer sueño fue perturbado por algunos ruidos extraños y en la madrugada comprobé que la ventana de mi habitación daba sobre un corral de ovejas. Los balidos de estos animales, unidos al ladrar de los perros y a los gritos de las aves domésticas y silvestres, producían una algarabía que no me dejaba conciliar el sueño. La mañana estaba muy brumosa y resultó larga la tarea de encontrar los caballos. Don José hubiera podido tomar el rumbo de la casa con la brújula, pero la olvidó y erró el camino entre la niebla. Cuando encontró los caballos, pudimos advertir que les habían robado los bozales; ya era mucho que nos hubieran dejado las cabalgaduras. En esta estancia tuve ocasión de ver, por primera vez, la manera cómo apresan las vacas, los caballos y otros animales. El lazo es el instrumento de trabajo más importante y necesario en la vida de campo. El que se usa para las faenas del corral mide generalmente doce yardas de largo; para trabajar a campo abierto se requiere un lazo de veinte yardas 13. El lazo es todo de cuero crudo y lleva, asegurada al extremo, una argolla de hierro que sirve para formar un nudo corredizo: cuando se maneja desde el caballo hay que asegurar bien uno de los extremos a la cincha del recado y el otro extremo –bien dispuesto el nudo corredizo– se arrolla manteniéndose en la mano. Antes de tirar el lazo, el jinete lo revolea por sobre la cabeza para darle mayor impulso mientras espera el momento oportuno de hacerlo caer sobre la cabeza del animal. Los nativos manejan el lazo con extraordinaria destreza; verdad es que constituye uno de los primeros juegos de la niñez y es común ver a los pequeños enlazando gatos, perros y ovejas.


Otro medio de que se valen para apresar animales, es el de las boleadoras. Son éstas tres piedras redondas, cada una del tamaño de un huevo 14 y forradas de cuero, amarradas dos de ellas al extremo de un trenzado, también de cuero de unos diez pies de largo: la tercera bola de piedra se asegura al extremo de una tira más corta, de unos cinco pies, que va atada a la mitad del primer trenzado; así dispuestas, puede decirse que las boleadoras consisten en tres fuertes correas que miden cinco pies de largo cada una desde el punto de unión y llevan una bola en cada extremo. Arrojadas por el hombre de campo a las patas traseras de un animal, desde cierta distancia, lo envuelven de tal suerte que, a medida que corre o hace movimientos para liberarse, lo traban cada vez más hasta detenerlo en la carrera. Pueden lanzarse las boleadoras –en un tiro certero– hasta una distancia de cincuenta o sesenta yardas y, un jinete, ayudando el impulso del brazo con la velocidad de la cabalgadura, es capaz de arrojarlas a ochenta y noventa yardas.


Después del desayuno salimos a conocer la estancia. El campo tenía tres leguas de largo por una de ancho y era apropiado para la cría de ovejas, aunque contenía también otra especie de ganado. En aquellos momentos hacían entrar al corral una manada de potros y tuvimos oportunidad de ver cómo se doma uno de esos animales para dedicarlo a caballo de silla.


El primer domador fue un muchacho francés, muy bien parecido: entró al corral con su lazo, eligió el potro que le pareció mejor y lo enlazó con tanta precisión que dio con el animal en el suelo. Luego le puso el bocado, consistente en una simple tira de cuero que se ajusta bien a la boca del caballo en la quijada y se sostiene con un bozal. Una vez que pusieron el recado al potro, lo hicieron levantar y el jinete montó. Al principio el animal se tuvo quieto, temblando y vacilante, pero en cuanto sintió las espuelas echó a correr precipitadamente por el campo con asombrosa rapidez hasta perderse de vista. No tardó, sin embargo, en volver cubierto de sudor y espuma y en apariencia vencido. Esta es la primera prueba que se hace en la doma de los caballos. Enlazaron otro animal joven y muy fogoso que ensillaron de la misma manera. Esta vez entró a domar un marinero inglés, desertor de un barco, de unos veintidós años, mozo tan fornido y valiente como yo no había visto hasta entonces. Tan pronto como se sentó en el recado, el caballo se abalanzó con violencia y luego echó a disparar, decidido a librarse del jinete. Estuvo corcoveando por un buen rato, pero el domador se mantenía en la silla con tanta destreza, que caballo y jinete parecían realizar el mito del centauro: al final el potro dio un tremendo salto y cayó al suelo sobre un costado. El domador, que salió ileso, volvió a montarlo: entonces el potro se precipitó en una carrera muy veloz, alternada con brincos espasmódicos, hasta que también terminó por someterse.


Después de este espectáculo nos divertimos viendo tirar las boleadoras. Mientras la tropa de baguales salía huyendo del corral, le arrojaron las bolas a un lindo potro oscuro: cuando las sintió en las patas, apresuró la carrera, dando coces y brincos violentos, pero se le habían atado en tal forma que al final cayó sobre un costado y nos apresuramos a ponerlo en libertad.


En esta estancia vimos otro aparato destinado a cocer la carne de oveja: algunos de los cobertizos y dependencias tenían techo de zinc. Para esta industria sacrifican los capones de tres a cuatro años por considerar esa la mejor edad para el faenamiento.


En nuestras andanzas tuvimos ocasión de encontrar a varios irlandeses que ganaban muy bien su vida: algunos de ellos explotaban hornos de ladrillos, vendiendo el millar a veinte chelines. Por la tarde asistimos a las tareas que podríamos llamar pastoriles, de la estancia; al entrarse el sol seguimos la majada de ovejas que arreaban al corral: los cuidadores 15 montaban en unos caballos pequeños, muy mansos, y llevaba cada uno de ellos un arreador de larga sotera con el que hacían levantar del suelo a los corderos sin apearse del caballo. Los corderos más fuertes saltaban con vivacidad, pero a los más pequeños y débiles se hacía necesario levantarlos. Los perros se desempeñaban con la misma habilidad que distingue a los ovejeros ingleses. Llegadas las ovejas al corral, las encerraron por toda la noche. Varios corderitos debieron de quedar rezagados y perecido antes de la mañana.


El día siguiente amaneció frío, nublado y húmedo, pero, asimismo, nos pusimos a caballo y averiguamos el camino. Se nos dijo que debíamos hacer rumbo hacia una pequeña plantación y luego escrutar el horizonte hasta descubrir un árbol y una casa: desde allí orientarnos hacia la derecha para alcanzar el camino principal. Este consiste apenas en las huellas que dejan los viandantes al atravesar la llanura. En aquella estación del año los caminos se hallaban en buen estado, pero en invierno se ponen muy malos. El campo era en esas inmediaciones mucho más ondulado y la hacienda que subía desde la parte más llana hasta lo alto de las lomas, ofrecía un cuadro en extremo pintoresco. Mientras marchábamos, pasamos junto a unas madrigueras de hurones: uno de estos bichos, probablemente la hembra, vino hacia nosotros, rechinando los dientes con fiereza; nos detuvimos y dos hurones más, de menor tamaño, se le unieron en el ataque. Entonces el más grande tomó a uno por la nuca y se lo arrastró hasta la cueva, luego vino por el otro y lo llevó en la misma forma, metiéndose también en la madriguera. Yo bajé del caballo y estuve esperando un momento para hacerles un tiro con la pistola, pero apenas si asomaban y volvían a esconderse sin darme lugar a apuntarles. En esos momentos, una numerosísima bandada de pajaritos, semejantes en su plumaje a los jilgueros ingleses, pasó por encima de nosotros para posarse en un charco cercano donde, jubilosamente, tomaron un baño. Camino adelante vimos un hermoso padrillo blanco, a carrera tendida por una loma, tras unas yeguas que se habían apartado de la manada para coquetear con otros caballos padres. Las crines flotantes y la larga cola que flameaba en el viento le daban un majestuoso aspecto.


Llegamos después a una pulpería donde nos detuvimos para tomar un refrigerio. La pulpería es una combinación de taberna y almacén adonde acude la gente de campo. La parte posterior de la casa daba sobre el camino y tenía un cuadrado abierto en la pared, protegido por barras de madera, a través del cual el propietario despachaba a sus clientes. Estos quedaban protegidos por un cobertizo. El enrejado de madera cerrábase por medio de una contraventana durante la noche. Tal es el aspecto que ofrecen por lo general las pulperías en todo el término de estas pampas.


Cabalgamos algunas leguas más hasta llegar a la estancia de Mr. Taylor: comprende ésta estancia una legua y media de terreno con buenas aguadas y aparenta ser muy valiosa. Se crían en ella diversas especies de animales: caballos, vacas, ovejas, mulas y asnos. La casa –de una sola planta y techo de azotea– está construida de ladrillo y se levanta entre una huerta de frutales y hortalizas con lo que ofrece muy bonito aspecto. Es como un pequeño oasis de cultivo en medio de un desierto.


Cuando llegamos, los ganados y rebaños eran conducidos al corral. Sentados en las gradas de la puerta, contemplamos aquel espectáculo que nos transportó a los tiempos de los patriarcas como se describen en el Antiguo Testamento. El género de vida y los sentimientos de estos pobladores tienen mucho de las épocas patriarcales; falta un solo elemento para realizar aquellas escenas y asociaciones primitivas: son las tiendas. De vivir en tabernáculos, las narraciones de los tiempos bíblicos se adaptarían a la vida de estas pampas en el momento actual. Recuerdo que en mi niñez, cuando leía la historia de Jacob, costábame creer que aquel personaje hubiera podido dormir al aire libre durante la noche y, sin embargo, aquí esa costumbre es general durante los meses del verano.


El precio de la tierra, en estas vecindades, es de sesenta mil pesos papel la legua cuadrada, pero se hace difícil asignar a esta suma un valor exacto en libras, debido a la continua fluctuación de la moneda corriente. Hace unos dos años el cambio estaba a cuatro peniques: ahora no debe exceder de dos peniques y tres cuartos; suponiendo, con todo, que el peso papel en la actualidad tenga un valor de cuatro peniques, la legua cuadrada de terreno –equivalente a unos seis mil acres ingleses– costaría mil libras esterlinas, o sea a razón de tres libras y cuatro peniques por acre. Debe considerarse que se trata de terrenos inmejorables para la cría de ovejas, distantes apenas quince leguas de la ciudad de Buenos Aires.


No deja de sorprender que la gente de Buenos Aires, desconozca, al parecer, en su comercio monetario, la alteración de su moneda corriente, porque, ya sea que el cambio esté a tres o a seis peniques, el precio de la legua no pasa de sesenta mil pesos, de suerte que, los adquirentes de la tierra, mientras el cambio se mantiene bajo, pueden tener la seguridad de una excelente inversión de sus capitales porque sin duda el cambio volverá a aumentar gradualmente.


Como tenía que pasar varias semanas en estas pampas –que pueden decirse cubiertas de vacas, ovejas y caballos– hice cuanto me fue posible por tener un conocimiento exacto sobre el valor de los animales. Ningún precio se halla sujeto a tantas variaciones como el del caballo. En una yeguada chúcara, comprendidos potrillos y potrancas de toda edad, el precio de un animal con otro es de diez pesos cada uno, o sea tres chelines. Los potros elegidos, sin domar, se venden a cincuenta pesos (quince chelines). Tratándose de caballos mansos el precio varía entre ciento cincuenta y quinientos pesos, pero aquí, como en Inglaterra, se hace difícil fijar un límite al precio de un caballo que sea de linda presencia, manso y de buena silla.


En Europa se cree generalmente que estas llanuras, en especial las del sur, se hallan repletas de caballos salvajes. Es una creencia totalmente equivocada porque, estrictamente hablando, ningún caballo carece de dueño y pertenece de derecho a un propietario determinado, cuya marca lleva o debe llevar. Sin duda los caballos no tardarían en hacerse montaraces si se les abandonara, pero, a fin de tenerlos en sujeción, se acostumbra a conducirlos dos y tres veces por semana a un lugar fijo, dentro de la estancia, que llaman el rodeo. Durante la primavera, los estancieros que disponen de suficiente personal y se muestran cuidadosos de sus manadas, las reúnen todas las mañanas. Aunque los caballos son tratados con innecesaria severidad, constituyen el elemento indispensable para la vida del gaucho –tan indispensable como la ropa que viste– y de ahí que sean el tema obligado de la conversación.


Las costumbres de los caballos son muy particulares y revelan un instinto extraordinario. Andan unidos en manadas, cada una de las cuales consta de cincuenta o cien yeguas, dirigidas y cuidadas por un caballo padre, la seguridad de la tropa depende por entero del coraje del padrillo, de su afección y de su constante vigilancia. El padrillo conoce muy bien a todas las yeguas y si una de ellas se aparta de las demás, sale en su busca; no tarda en hacerla volver a la manada, mordiéndola cuando se muestra desobediente. No sólo sabe mantener reunida su propia familia, sino que suele raptarse las yeguas de los rivales vecinos; descubierto el rapto por el padrillo ofendido, sobreviene un combate descomunal y el vencedor se lleva, naturalmente, consigo a la cautiva. El instinto y la simpatía de los caballos son tan extraordinarios, que en un arreo de diez mil animales, cada padrillo va siempre seguido de sus propias yeguas, potrillos y potrancas.


Cuando el propietario de una estancia se propone formar una manada, empieza –llegada la primavera– por dar aviso a todos los vecinos y manda recoger las yeguas de su marca que se le han extraviado durante el año. Reunidas las yeguas, hace cortar a cada una un buen trozo de uno de los cascos de manera que queden algo cojas y no puedan huir. Entonces llega el momento de juntarlas con el semental y son custodiadas por algunos días hasta que el esposo se haya familiarizado con el nuevo serrallo. Pero si se muestran casquivanas o inclinadas a la fuga, las manean, y de esta suerte, antes de finalizar la primavera, toda la familia se siente unida por un compañerismo afectuoso.


En la estancia de Mr. Taylor había diez y siete manadas y uno de sus vecinos poseía, por lo menos, dos mil caballos de toda edad. La proporción en que aumentan los caballos es de un treinta y tres por ciento cada año; se explica este aumento extraordinario en razón de que el gobierno prohíbe la matanza de yeguas porque necesita de esos animales para remontar sus ejércitos, formados principalmente de caballería. La infantería requerida en los acantonamientos es muy escasa.


Se hace difícil aclimatar una manada cuando ha dejado sus campos nativos. En este caso es necesario rondarla continuamente, durante cierto tiempo, para evitar que las yeguas huyan buscando su querencia. He oído hablar de caballos que, después de dos y tres años de ausencia, han vuelto a sus campos nativos haciendo un recorrido de cien leguas.


La cría de mulas está muy desarrollada también en esta región. Mr. Taylor posee gran número de ellas y las exporta a Río de Janeiro, a las Antillas y a la Isla Mauricia. Estas mulas se pagan a cien pesos papel cada una, entre buenas y malas, pero puestas a bordo, en la Ensenada o en Buenos Aires, a satisfacción del sobrecargo, valen hasta un doblón. El procedimiento de que se valen aquí para que las yeguas produzcan mulas, como paren potrillos, consiste en matar un potrillo pequeño al que sacan el cuero: inmediatamente envuelven con ese mismo cuero un burrito de la misma edad, le mojan la cabeza y las patas con la sangre caliente del potrillo, y la yegua se engaña y lo cría adoptándolo por suyo. El borrico se acostumbra, a su vez, a la compañía de las yeguas y ya no sigue a los animales de su propia especie.


La población es muy escasa y los criollos son, por lo general, poco inclinados a otras ocupaciones que no sean los trabajos propios de las estancias. Viven en sus ranchos y no dedican un palmo de terreno a jardín ni plantan una sola hortaliza. Nunca cultivan la tierra –siendo feracísima– porque su alimento consiste exclusivamente en carne de vaca y de cordero. No consumen tampoco pan, ni leche, ni verduras y raramente usan la sal. Tienen por costumbre desayunarse con mate y en realidad lo beben durante todo el día. A eso de las once de la mañana comen carne y consumen el mismo alimento por la noche, una hora después de entrado el sol. Los recursos del país no se aprovechan porque los habitantes son poco industriosos. Así, por ejemplo, en la casa donde yo me hospedaba, mandaban lavar la ropa, semanalmente, a un sitio distante seis leguas. Los salarios parecen bajos, pero en realidad no lo son porque todo aquel que tiene disposición para trabajar, puede economizar dinero y bastarse a sí mismo, en poco tiempo. Pero se hace difícil encontrar quienes labren la tierra: los dispuestos a esa labor son los inútiles o los inmigrantes recién llegados y poco aptos para esas faenas.


Los peones y los cuidadores de ovejas ganan, mensualmente, de cien a ciento cincuenta pesos papel, con más seis libras de yerba, cierta cantidad de sal y carne de vaca y de oveja a discreción. El peón habita en su rancho y si tiene mujer e hijos que le ayuden a cuidar las ovejas, puede dejar su casa para ganar otro jornal por ahí, lo que le significa diariamente un suplemento de veinte pesos. En el trabajo a jornal, cuando se trata de hierras o apartes de ganado, el peón gana de veinte a veinticinco pesos diarios, pero debe servirse de sus propios caballos y para labores semejantes se requieren diez o doce animales. El trabajo suele ser, en verdad, muy rudo y no es de sorprender que, después de una faena de esa naturaleza y en clima tan cálido, sobrevenga un período de holganza. Los caballos quedan exhaustos y el pasto natural no es suficiente para restaurarlos después de un esfuerzo tan sostenido.


Me encontré una vez con un vasco inmigrante cuya historia es una demostración de los resultados que pueden alcanzarse mediante el trabajo. Llegó este hombre al país hace dos años y una vez familiarizado con las costumbres de la población, empezó a viajar con un carro por la campaña, acopiando cueros de oveja y cerdas de bagual que vendía luego en Buenos Aires. Al poco tiempo sacaba ya una utilidad liquida de cuatro a cinco libras esterlinas mensuales. Ahora es propietario de una majada de ovejas, a medias con un inglés, y se ocupa en arar un pedazo de tierra para cultivar una huerta. Como la venta de frutas y verduras proporciona buenas ganancias, no hay duda de que, en poco tiempo más, se encontrará relativamente rico.


Habíamos convenido en levantarnos muy temprano aquella mañana para ver la llegada de la hacienda al rodeo. Estuvimos a caballo al salir el sol que ascendía en el horizonte anunciando un hermoso día. Mientras marchábamos para encontrar a los peones, las bandadas de patos silvestres levantaban el vuelo en todas direcciones. Había también perdices en abundancia. Estas son tan numerosas y mansas que los muchachos las enlazan con un nudo corredizo de crines puesto al extremo de una caña: camínanles alrededor con el caballo, estrechando cada vez más el círculo, y eso las aturde al punto de que se dejan atrapar.


Una vez que la hacienda estuvo en el rodeo, se trató de elegir un novillo para el consumo de la casa. Yo me pregunté cómo se arreglarían para apresarlo. Estábamos en una llanura sin límites y ya podíamos perseguir el animal hasta la Patagonia, seguros de que no encontraría un obstáculo que lo detuviera. Mister Taylor anduvo a caballo entre el ganado, hasta que señaló a los peones un novillo excelente, pero, apenas lo hizo, el animal pareció advertir que se ocupaban de él y levantó la cabeza como decidido a ponerse en salvo. Los peones se le acercaron para rodearlo; todo el ganado empezó a dar muestras de alarma y el novillo, obligado de muy cerca, echó a correr a través del campo. Tres jinetes salieron en su persecución: un joven, que montaba un caballo tostado, tomó la delantera. Yo galopé hasta colocarme en un ángulo desde donde pudiera presenciar el espectáculo; entretanto el muchacho destacaba el lazo y con mucha seguridad y gracia lo hacia girar sobre su cabeza en amplios círculos. Corrían a cual más como si les fuera la vida; el jinete arrojó el lazo, pero antes de que llegara a los cuernos del novillo, éste con un giro rápido vino hacia mí y me acometió furiosamente. Yo salí huyendo con toda rapidez, sin siquiera mirar atrás y no sujeté mi caballo hasta que perdí, casi, de vista a mis compañeros. El animal, entretanto, como en menosprecio de mi cobardía, se había vuelto al rodeo. Los peones le buscaron otra vez y lo sacaron campo afuera. Cuatro jinetes iban tras él. Don Pepe 16, que montaba un caballo tordillo muy pronto y vigoroso, los aventajó a todos: como era muy diestro en el manejo del lazo, iba armándolo y revoleándolo en plena carrera. La persecución se hacía por momentos más emocionante: arrojado por fin el lazo con infalible precisión, se anudó en los cuernos del animal. El caballo se aprestó a soportar el tirón y el novillo cayó en tierra para levantarse en seguida dando bramidos y saltos violentos. Entonces le arrojaron otro lazo a los cuernos y, así retenido, le llevaron arrastrando a una larga distancia y le dieron muerte.


Después de almorzar salimos a caballo por la estancia y de vuelta nos quedamos como dos o tres horas mirando domar un potro. En esta ocasión el intento resultó fallido porque el animal se puso a bellaquear furiosamente por un largo rato sin avanzar en lo más mínimo y al último, fuera por cansancio o por instinto, se tiró al suelo y resultó imposible hacerlo poner en pie. Entonces lo arrastraron, literalmente, por el pasto, con dos lazos, y lo ataron a un palenque.


Antes de reanudar el viaje, debíamos conversar largamente con nuestro amigo Mr. Taylor a propósito de las cabalgaduras porque de este asunto dependía el éxito o el fracaso de mi empresa. Se trataba de resolver si podríamos continuar con nuestros propios caballos o si era preferible mandarlos a la ciudad y adquirir otros, en mayor número, para seguridad del viaje.


Se presentan dos maneras de viajar en estas regiones: o se sigue el camino de postas, procurándose en las mismas el caballo y el postillón, o bien se adquiere una tropilla de caballos, con la ventaja de que uno mismo se traza libremente su itinerario. En este último caso, el viajero, si ha de hacer un largo viaje, debe proveerse de cuatro caballos por lo menos.


Cada una de esas tropillas tiene una yegua que lleva suspendido un cencerro al pescuezo, y no se le separan nunca los caballos cuando están acostumbrados a su compañía. Tratándose de emprender un viaje con tropilla, ensíllanse únicamente los caballos destinados a los viajeros y los restantes marchan adelante, para ser utilizados llegada la ocasión. El precio de la tropilla y la eficacia de las cabalgaduras, depende, precisamente, de la fidelidad con que siguen a la yegua, porque no siendo así, fácilmente se dispersan y huyen, lo que hace necesario un mayor número de peones. Otra precaución que deberá tener en cuenta el viajero es la de verificar si los caballos son mansos y tranquilos, como para jinetes de orden común. Los nativos son tan diestros en el caballo, que montarían cualquier bicho de cuatro patas y no trepidan en asegurar que en tal o cual tropilla todos los caballos son mansos como corderos, cuando en realidad no hay uno solo que no sea para la silla de un jinete muy experimentado.


Como mi propósito era recoger informaciones sobre la población, usos, costumbres y fuentes de riqueza, decidí comprar una tropilla. Esto me permitía variar la ruta, dejándome en libertad para visitar lugares diversos, según se me presentara la oportunidad; de manera que renuncié a los caminos y a las casas de postas.


Para examinar una tropilla que tenían en venta, nos dirigimos a casa de un criollo, distante media legua de la estancia. El dueño de casa se adelantó a recibirnos. Esta muestra de atención y hospitalidad es aquí muy común. Era hombre ya anciano y de hermosa presencia; nos pidió que bajáramos del caballo invitándonos a entrar en su vivienda. Como era vecino de Mr. Taylor y vivía en buenos términos con él, me sentí muy tranquilo en su compañía. El rancho estaba construido de cañas, estacas y barro; las paredes, sin enjalbegar, tenían apenas seis pies de altura con techo de paja de totora. Se componía de dos habitaciones sin ninguna ventana. La puerta estaba bien sostenida, con goznes de manufactura inglesa. En la pieza contigua, una mujer bastante alta, estaba peinándose. Atrajo mi atención el movimiento de sus brazos, tal vez porque ninguna actitud revela, como esa, la verdadera silueta de una mujer con sus atractivos y defectos.


Así que tomamos asiento, una de las muchachas nos ofreció mate, muy cortésmente, en una calabacilla con virola de plata. El sabor de esta infusión se parece mucho al del té. Es bebida muy generalizada y preferida de los naturales que la toman sorbiéndola a través de un tubo. Aunque la casa era pequeña, la familia era grande porque el dueño tenía varias hijas y nueras y tres muchachos jóvenes. El mayor de los hijos estaba en el ejército. Toda la familia vestía con telas de manufactura inglesa. El dueño de casa era un tipo muy característico de los de su clase: el valor de su casa-habitación y todo su ajuar no llegaría a treinta libras esterlinas, pero sus propiedades y bienes en general podían avaluarse fácilmente en tres mil libras.


Desde la sombra de unos ombúes cercanos estuve observando la escena que me rodeaba: gatos, perros y aves domésticas se calentaban al sol, frente a la puerta de la casa; un pequeñuelo, tendido en el suelo, se entretenía en cortar yuyos con una tijera de esquilar. Servía de cocina y de alojamiento para los peones, un rancho largo, construido de los mismos materiales que la casa de familia. En uno de los extremos había un horno para cocer el pan, muy semejante en su forma a una colmena, pero de mayor tamaño; junto al horno, un pozo de balde. En un terreno, detrás de la casa, andaban varios avestruces domésticos. Uno retozaba con gran vivacidad: partía velozmente y, de pronto, como si se espantara de algo, cambiaba de dirección y volvía hacia la casa como un relámpago. Sus movimientos eran originales y atrayentes.


En todo el espacio que abarcaba la vista, el campo aparecía cubierto de vacas y ovejas. El sol estaba fuerte y, hacia el occidente, el paisaje se animaba con lagos hermosos bordeados de álamos, e islas cubiertas de arbustos en flor. Me propuse recorrer esos parajes al hacer la vuelta de la estancia; pregunté el camino, pero grande fue mi decepción al enterarme de que los lagos y las islas no eran más que una ilusión óptica: se trataba del conocido espejismo del desierto. El cuadro que se me presentaba y que se extendía por una inmensa distancia, resplandecía en su primer plano con la multitud de margaritas silvestres, cuyas corolas doradas, húmedas todavía por el rocío de la noche, secábanse a los rayos del sol. El conjunto de la escena tenía mucho de la vida oriental: la vasta soledad, la sencillez primitiva del paisaje me daban la impresión de encontrarme entre los beduinos de Arabia o junto a la morada de Isaac y Rebeca.


Mis compañeros vinieron a turbar mis imaginaciones para decirme que ya estaban en tratos para la compra de la tropilla. Esta se encontraba cerca y fuimos a inspeccionarla. Los caballos eran de muy buena cría y se mostraron muy apegados a la yegua madrina. Para ponerlos a prueba, tratamos de separarlos de ella valiéndonos de distintos medios, pero se empeñaban en mantenerse siempre a su lado y no se conformaban con su proximidad sino que porfiaban por cruzar los pescuezos sobre el lomo de la yegua. En ese particular, nada teníamos que decir. Quedaba por saber si los caballos eran realmente mansos. Tanto el dueño como su hijo nos aseguraron, con insistencia, que un niño podría montarlos sin ningún peligro. A fin de comprobarlo, elegí uno, que por su apariencia me pareció el más indicado para iniciar mi viaje. Lo encontré dócil y no quise probar otro dejando esta cuestión para cuando tuviéramos que servirnos de ellos. Luego entramos a tratar el precio. Nos pidieron una suma equivalente a dos libras y diez y seis chelines por cada uno. El dueño no quiso rebajarnos nada, pero, como eran caballos superiores y bien entropillados, acepté el precio que me pedían. La tropilla estaba compuesta de ocho caballos y la yegua. Me aseguraron que al finalizar mi viaje podría venderlos en la ciudad por el precio que había pagado aquí, pero, con todo, creo que los pagué bastante caros.


Así provisto de caballos, el problema que se me presentaba era conseguir una persona que me sirviera de baquiano y al mismo tiempo se ocupara de la tropilla. Esto me ofrecía algunas dificultades porque la mayoría de los hombres estaban en el ejército y los pocos libres del servicio no bastaban para desempeñar las faenas rurales más indispensables. Me recomendaron, al efecto, un individuo que tenía cinco caballos y podría acompañarme mediante ocho chelines diarios, pero no pudimos ponernos de acuerdo. Por último, mi buen amigo Mr. Taylor, considerando mi situación, tuvo la bondad de autorizar a su hijo para que viniera conmigo sirviéndome de asesor. Con esta ayuda, me encontré en condiciones de seguir adelante bajo los mejores auspicios. Don Pepe, que así se llamaba este joven, era un muchacho de apariencia nada vulgar: aunque no había cumplido los veinte años, su estatura era de seis pies, con un pecho y unos hombros en que no cualquiera le aventajaba. Unía a su belleza física mucho despejo y cordialidad. La perspectiva de un viaje arriesgado le llenó de contento y empezó los aprestos con gran animación y entusiasmo. Fue a visitar al vendedor de la tropilla para conocer –por el hijo, de quien era amigo– las verdaderas condiciones de los caballos. Yo le recomendé que verificara bien si, una vez ensillados, resultaban dóciles porque sobre ese punto me quedaban dudas. Al volver de su visita me comunicó que tres de los caballos eran realmente mansos, dos no lo eran tanto aunque tampoco eran malos y por último había uno que sólo servía para que se le asentaran los pájaros del campo. Era el informe más favorable para mí, porque Don Pepe, habiendo nacido en la campaña, era un jinete superior y además muy experto en el manejo del lazo y las boleadoras; de suerte que nada tenía yo que temer llevando tres caballos mansos y tres ariscos. Le había visto hacer a don Pepe verdaderas proezas como jinete.


La mañana en que debíamos salir de Magdalena amaneció nublada y hubo gran ajetreo en la casa con los preparativos de nuestro viaje. Tanto yo, como mi camarada don José, don Pepe y toda aquella bondadosa familia, andábamos muy atareados arreglando nuestras cosas en las distintas habitaciones. Mis maletas de arpillera fueron declaradas inútiles por algunos viajeros experimentados, en razón de que la primera lluvia las pondría inservibles. Resolvimos entonces pasar mis ropas y otros objetos de uso personal a un saco de cuero crudo que se acomodó a la grupa del caballo. Este saco fue asegurado y cubierto con otra pieza, también de cuero, bastante amplia. Hube de abandonar asimismo mis grandes espuelas porque los caballos no las necesitaban y en lo sucesivo no volví a llevarlas, de ninguna especie. El viaje asumía, para mí, vastas proporciones, aunque por aquí se considera cosa tan común que ni los niños lo miran como novedad. Cuando estuvo listo, don José me invitó a montar. Me despedí de Mr. Taylor y de su familia reuniéndome con don Pepe en la puerta de la estancia, donde esperaban los caballos. Montamos y fuimos hasta el corral. Uno de los animales había sido cargado con el equipaje, como las acémilas; los ocho restantes –menos la yegua– nos servirían para montar durante el viaje. Cuatro caballos eran de don Pepe, y ninguno estaba herrado.


Los hombres que se hallaban en el corral abrieron la puerta y la yegua salió seguida de los caballos, tomando en seguida rumbo a su querencia, con bastante rapidez. Tuvimos que ponernos al galope y no fue tarea fácil conseguir que la tropilla siguiera la dirección que deseábamos, porque se empeñaba en volver a su campo. De pronto, cuando ya habíamos logrado reunir todos los caballos, la yegua dio media vuelta y salió huyendo mientras los caballos de don Pepe tomaban otro rumbo. No logramos hacerlos marchar en orden hasta después de haber andado una distancia de tres leguas.


Nuestra salida de la estancia fue semejante a la del barco velero que se empeña en dejar el puerto con vientos contrarios.