Viaje a caballo por las provincias argentinas
Capítulo 6
Ayuda que me presta el coronel Echevarría. - Almacenes donde se proveen los indios. - La trilla. - Campos bajos y tristes. -Moral sexual en la frontera. - Enlazamos una vaca ajena para cenar. - El olfato de las aves de presa. - Vivac en Al dejar la casa del coronel Echevarría, sentime vivamente obligado por los favores recibidos. Habíalo visitado como un extraño, sin ninguna clase de presentación y en momentos de trastornos políticos; sin embargo, él me había franqueado su casa facilitándome los datos más fidedignos sobre las tribus indias. Me acompañó, además, en todas mis excursiones por los toldos y como había alternado con los infieles por espacio de varios años, me fue mucho más útil de lo que hubiera podido esperar. En la tarde del día en que partí, llegamos a una chacra donde nos detuvimos para pasar la noche. El propietario era también dueño de un almacén bien provisto de los artículos más consumidos en las poblaciones cercanas. Desde el atardecer y hasta muy entrada la noche, estuvieron llegando indios, unos a pedir, otros a hacer sus compras y a trocar sus productos; lo que más se compraba eran bebidas alcohólicas. Llegaban todos los indios a caballo; las mujeres montaban, a veces, dos y tres sobre un solo animal. Pude ver plantaciones de maíz y de trigo, pero sin cercados, lo que hacía menester una vigilancia continua de día y de noche. Creo que, de haber empleado ese tiempo en la construcción de zanjas, se hubieran podido cercar los terrenos con facilidad. Por lo que respecta a la trilla, en todo el interior de la provincia se procede como en Oriente, es decir que se hacen pisar las espigas por los animales, pero aquí emplean caballos en lugar de bueyes. Las gavillas se colocan sobre un cuero que es arrastrado por un caballo hasta la era. Esta consta de un espacio circular de piso muy duro, y forma una depresión en el terreno como de doce a quince pulgadas; está rodeada por un cerco provisorio y las gavillas se arrojan al interior. Una vez todo listo, hacen entrar los caballos, que son animales jóvenes y vivos a los que se mantiene al galope, dando vueltas como en un circo, hasta que han pisoteado bien el trigo separando el grano de la paja; recogen después la paja y se llevan el grano para echar nuevas espigas. Aquella noche comimos un armadillo y, así que terminaron las visitas de los indios, empezamos a barrer el piso del almacén y tendimos las camas en el suelo. La mañana siguiente amaneció muy nublada. Uno de los caballos estaba rengo y el carguero muy agotado. Esto nos preocupó bastante, pero, asimismo, decidimos partir dispuestos a marchar despacio. El comandante Echevarría nos había proporcionado un baquiano que nos evitó un rodeo de varias leguas. El camino que debíamos seguir corría por un gran albardón que en invierno se cubre de agua. Ahora se hallaba cubierta de pastos muy altos y en tales casos se convierte en guarida de tigres y leones, especialmente cuando hay mucho ganado cimarrón. Antes de entrar en esos pajonales, nos acercamos a un rancho con el objeto de conseguir un caballo de remuda para el guía. El rancho estaba habitado por una india, de muy buen parecer, y un hombre blanco. Allí nos apeamos para tomar unos mates: estando en ello se nos acercó una muchacha india, muy joven, de modales dulces e insinuantes y de fisonomía muy atrayente: creo que aún en Inglaterra se la hubiera considerado bonita. Es de saber que en toda la extensión de la frontera, el nivel de moralidad sexual es muy bajo; la poligamia está muy extendida entre los indios y la práctica de comprar mujeres contribuye a la disolución de las costumbres; desgraciadamente, el ejemplo de los indios tiene buenos imitadores entre los vecinos cristianos. Mientras estábamos en aquel rancho, pasó por allí una tropa de treinta carretas de bueyes, pertenecientes al gobierno, que conducían provisiones para una reducción india. A medida que avanzábamos por esa extensión tan salvaje, sentíame impresionado por su soledad y melancolía: ni rocas, ni ríos, ni una loma, ni un árbol, alteraban la monótona y mustia llanada, donde no se veía habitación humana en varias millas a la redonda. Por momentos, la marcha resultaba dificultosa entre aquellos malezales, sobre todo en algunos sitios donde el pasto estaba húmedo a causa de las lluvias. Los caballos se fatigaban en exceso y por la tarde el carguero no pudo continuar; fue menester cambiar la carga poniéndola sobre otra de las bestias. Como en toda la extensión que abarcaba la vista, no sé advertía una sola casa, barruntamos que nos esperaba una noche al raso y al descubierto. En verdad, no estábamos preparados para tal aventura y en lo primero que pensamos, fue en cómo nos procuraríamos algo de comer; el hambre se hacía sentir porque, el mate, aunque buen estimulante, no es muy alimenticio. Yo era el único que se había desayunado ese día y solamente con un pedazo de pan. No había perdices porque éstos animales no frecuentan los terrenos anegadizos; además, como estábamos entre un pajonal, ya podíamos buscar un armadillo durante todo el resto del día, seguros de que no lo encontraríamos. El único recurso, en casos semejantes, es enlazar una vaca y no tardamos en aprestarnos para ponerlo en práctica. Dos de los compañeros empezaron a preparar sus lazos: uno de ellos montó, el primero, a caballo y se dirigió a galope tendido hacia una punta de ganado que se divisaba a distancia de una media legua. El ganado se inquietó y empezó a moverse, mientras el jinete se acercaba con dificultad, porque el pasto era alto; por último, alcanzó algunos de los animales que empezaban a desbandarse y se les puso delante con ánimo de hacerlos volver. Con esta maniobra, la persecución resultó de gran interés, porque una mitad de la tropa siguió la dirección que llevaba, hasta perderse de vista, mientras la otra mitad corría hacia el sitio donde estábamos nosotros. Entre tanto, don Pepe, que se había puesto a caballo, salió para encontrar el ganado que venía corriendo furiosamente, tuvo tiempo de elegir un animal y logró apartarlo. Era una vaquilla negra como de dos años y muy ligera, que disparó en línea recta, dejando lejos al primer jinete. Como don Pepe había llegado al lugar un poco más tarde y con caballo fresco, sacó ventaja y, dada la posición en que se hallaba, pudo correr de través al animal. Le vimos entonces desenrollar el lazo, espolear el caballo –que aceleró su carrera– y luego revolear la armada hasta que estuvo al alcance de su presa. Le arrojó el lazo con certera puntería; el caballo disminuyó la carrera para soportar el estirón y la vaca rodó entre los pastos que la ocultaron a nuestra vista. Llegó luego el otro jinete, se tiró del caballo sacó su cuchillo y cesó la contienda. Yo me interesé por saber a quién pertenecía el animal. –¿Está marcado?, pregunté. Me contestaron que sí. –Entonces tiene dueño, repliqué, y, en buenas palabras, hemos robado una vaca; si nos denuncian, estaremos sujetos a una penalidad. A pesar de todo, actos de esta naturaleza son tan comunes en la frontera, especialmente cuando la noche sorprende a los viandantes sin que puedan procurarse alimento, que su moralidad no se mide como pudiera hacerse en Inglaterra, aparte el valor del animal, en uno y otro país. Supe después que el haber elegido una vaca negra, se debía a que es el color preferido de los nativos cuando se trata de utilizar el cuero para prendas de montar. Hallándome cerca del animal muerto y antes de que hubieran terminado de sacarle el cuero, me sorprendió en extremo ver la gran cantidad de caranchos y otras aves de rapiña que volaban hacia nosotros, desde todos los puntos del horizonte. Venían desde tan largas distancias, que era inexplicable cómo el olor podía extenderse tan lejos. En efecto: en todo el ámbito que puede abarcar la mirada de un hombre, veíanse pájaros en vuelo, acercándose al festín. Difícil era apreciar la distancia exacta, pero pensé que los olores debían llegar hasta el olfato de esas aves con la rapidez del sonido al difundirse en el aire. Cortáronse las partes más tiernas de la res y dejamos el resto a los volátiles; montamos luego y salimos en busca de agua. Pronto llegamos a una laguna muy hermosa, bordeada de juncos y cubierta de patos silvestres: allí decidimos acampar durante la noche. Sacamos las maletas al carguero y nos dimos a recoger huesos, cardos y ramas para encender fuego; arrojamos al fuego el sebo de la vaca y no tardó en formarse una hoguera como para asar todo un buey. Después hervimos agua y empezamos a tomar mate, mientras se asaba la carne, que esta vez era de la llamada «carne con cuero». Asándola en esa forma, con el cuero del animal, resulta más jugosa y de exquisito sabor. Terminamos de comer mucho después de entrado el sol, pero las llamas del fogón nos prestaban suficiente luz. Luego de haber charlado un rato, alegrándonos con coplas y cantos, tendimos los recados sobre las pajas y dormimos bajo la majestad del cielo. Me desperté durante la noche: la luna irradiaba con suave fulgor en un silencio tan absoluto como si hubiera dejado de latir el pulso de la naturaleza. Al amanecer estábamos empapados con el rocío de la noche. Sacudimos los abrigos y nos lavamos en la laguna. Encendieron nuevamente fuego y, calentándonos al amor de la lumbre, nos desayunamos con mate y carne fría. Pronto estuvimos a caballo: una niebla espesa impedía encontrar el camino pero el baquiano se encargó de sacarnos por una ruta más directa. Ya cerca de mediodía llegamos a una estancia llamada Nueve de julio, fecha que rememora la independencia del país. El propietario y su esposa nos brindaron un almuerzo inmejorable en que no faltó el café y otras cosas, todo servido a la manera europea. Quedamos algunas horas en la casa y antes de reanudar la marcha me informé bien del camino para llegar a la estancia Los tres Bonetes. Esta era propiedad de un caballero escocés a quien deseaba visitar. Monté mi caballo favorito y emprendí el galope adelantándome a los compañeros que debían marchar despacio con la tropilla. Los nativos, en general, no se toman muchas molestias para suministrar al viajero las señas necesarias cuando se trata de un camino. Poco les da indicarle la ruta verdadera, como cualquiera otra, y apenas si hacen una señal con el dedo de la mano o describen un árbol como punto de referencia. El infortunado viajero que siga la dirección indicada, creyendo encontrar el camino, perderá su tiempo como en seguir a un fuego fatuo. Tal fue la suerte que me tocó aquel día. Seguí un rumbo que me habían dado como seguro y anduve apartado del camino varias leguas, haciendo preguntas y dando vueltas antes de llegar a Los tres Bonetes. Más de una vez, durante el camino, dirigí con inquietud los ojos hacia el sol que descendía en el horizonte, pensando que caería la noche y me vería obligado a tender el recado entre los pastos. La bóveda celestial es, sin duda, sublime, pero forma un dosel demasiado grande para un viajero solitario. Después de mucho andar y soportar molestias porque mi caballo caminaba mal entre pastos que alcanzaban hasta las caronas del recado, llegué a la casa del doctor Dick. Esperaba encontrar a mis compañeros, pero no estaban y no llegaron hasta la mañana siguiente. Habían sufrido en su viaje algunos percances: los caballos, cansados, avanzaban apenas entre los pastizales; habían podido percibir las casas de la estancia antes de que entrase el sol, pero les tomó la noche impidiéndoles continuar camino, A pesar de sus esfuerzos, viéronse obligados a dormir al raso una vez más. Tampoco habían calculado bien el tiempo oportuno para acampar, cuando quisieron encender fuego, el combustible ya estaba húmedo con el rocío y no pudieron hacerlo arder; con esto, el vivac resultó más triste y comieron carne fría de la noche anterior. Afortunadamente, con la extrema fatiga, no tardaron en dormirse y despertáronse bien repuestos, aunque con demasiado apetito. La estancia Los tres Bonetes, del doctor Dick, comprende una extensión de dieciocho leguas cuadradas de tierra excelente y con buenas aguadas; calculaban que tenía veinticinco mil cabezas de ganado vacuno, un buen número de ovejas y de dos a tres mil yeguas y potros. Pero por la escasez de peones, la hacienda se ha vuelto tan matrera, que, cuando se trata de vender animales, los gastos de recogida y arreo ascienden al doce y quince por ciento del valor obtenido en la venta. El precio de la tierra, por estas inmediaciones, es de veinte mil pesos la legua cuadrada. Sobre la frontera, el gobierno ha hecho grandes ventas de tierra, a un precio general de cuatro mil pesos la legua, equivalente a cincuenta libras esterlinas, con el cambio a tres peniques, lo que hace dos peniques por cada acre inglés. Por este precio puede tenerse el dominio absoluto de la tierra a cincuenta leguas de Buenos Aires, pero debe considerarse que, los gastos directos e indirectos que ha de satisfacer el comprador para tomar posesión de lo adquirido, asciende a mucho más que la suma indicada. Estábamos almorzando cuando uno de los peones de Mr. Dick vino a darle cuenta de que un tigre había matado una vaca durante la noche anterior, precisamente muy cerca del sitio donde don José y don Pepe habían pasado la noche. En seguida se hicieron preparativos para la caza del tigre; yo sentí vivos deseos de intervenir en la partida, pero mi caballo no era para esa faena y me reduje a ofrecer veinte chelines a quien me trajera la piel del animal. Al fin de cuentas, los cazadores no pudieron encontrar su guarida. Ya para entonces, nuestros caballos, después de haber andado cerca de quinientas millas, se encontraban casi inútiles. Para continuar doscientas millas más, hacia el norte, siguiendo la línea de frontera, se me hacía enteramente indispensable otra tropilla. A pesar de la abundancia de yeguas y potros, resulta en estos campos imposible encontrar una tropilla de caballos mansos. Estos estancieros podrían vanagloriarse de los muchos miles de caballos que pueblan sus campos, pero sería lo mismo que si se jactaran de los millares de palomas silvestres que hay en ellos y de los buenos pasteles que podrían aderezarse... cuando llegara el caso de atrapar las palomas. Porque entre tantos miles de caballos, no se encontrará uno que sirva para nada. Después de muchas averiguaciones, practicadas en todos los rumbos, me convencí de que me sería imposible encontrar una tropilla como la que yo buscaba. Por eso tuve que renunciar a mis proyectos y volverme directamente a Buenos Aires. Rodeado de caballos matreros, veíame compelido a volver atrás, por falta de uno o dos que me permitieran seguir adelante. Es un caso que demuestra, cómo en este país, por negligencia, se disipan casi siempre los dones de la naturaleza. También los caballos amansados son muy raros porque se le considera munición de guerra. En efecto: cada vez que el gobierno ha menester de caballos para formar un ejército, lo comunica a las autoridades de campaña y el comandante del distrito destaca en seguida unos cuantos soldados a las estancias con instrucciones, para tomar todo lo que se necesite. Estas exacciones se han repetido con mucha frecuencia en estos últimos años y pocos son los propietarios que ahora gastan dinero en hacer domar sus caballadas, por temor de que sus gastos redunden en puro beneficio del gobierno. A los daños que importa ese proceder, hay que añadir las levas de soldados que se hacen para el servicio militar. Cuantas veces el gobierno necesita de auxilios de esa naturaleza, sus oficiales visitan los establecimientos de campo y hacen marchar a quien se les antoja, para incorporarlo al ejército. Es así como se deseca la verdadera fuente de la industria nacional, y el dueño del más próspero establecimiento, puede ver, de un momento a otro, paralizados sus trabajos por la llegada de algún comandante que se presenta exigiendo hombres y caballos. Lo mismo ocurre por lo que respecta al ganado para la manutención de las tropas, y ésta es una de las menores exacciones que deben soportarse. Dicho bárbaro tributo no podrá ser abolido muy pronto: provoca, como es natural, las quejas de todos los habitantes, así naturales como extranjeros, y no sólo es tiránico y destructor de la industria nacional, sino que las levas se llevan a cabo con diferencias injustas; el poder del comandante es de tal manera arbitrario, que está en su mano eximir a quien le place y así quedan salvos sus amigos sin prestar servicio alguno, mientras otros soportan pesadas cargas militares. El general Rosas no estaba enterado de esas injusticias; cuando se le han interpuesto quejas bien fundadas, invariablemente ha reprimido los abusos, pero, lo común y más prudente, es guardar silencio, antes de atraerse la malquerencia de las autoridades de campaña y de la hueste de subalternos. El sistema es funesto sin duda, porque la tranquilidad y el bienestar de los ciudadanos, quedan así librados a la irresponsabilidad de cualquier empleado inferior. Cuando salimos de la estancia del doctor Dick, nos pareció difícil que los caballos llegaran hasta Buenos Aires –distante cincuenta leguas–, aun en pequeñas jornadas, porque se encontraban en muy mal estado. Pero había que intentarlo y confiábamos en que, acercándonos a la ciudad, podríamos hacernos de nuevas cabalgaduras. Por eso marchamos despacio, con intención de hacer noche en la estancia Los Toldos, propiedad de la señora Miller; sin embargo, cuando advertimos que la estancia estaba a una legua del camino, resolvimos pernoctar en uno de los puestos. Habitaban el rancho un negro y una mulata, quienes, de inmediato y en forma muy obsequiosa, nos prepararon la cena que consistió en un asado de cordero y puchero de vaca. Tomamos el caldo con unas cucharas de cuerno muy sencillas y prácticas, A despecho del hambre que yo sentía, no pude comer a gusto porque esta buena gente no quería probar bocado hasta que hubiéramos terminado la cena. Luego, y como considerándose indignos de comer en nuestra presencia, lleváronse los platos a un cuarto contiguo. Aquel negro fue el primero que vi por las estancias donde anduve. Los indios de las fronteras suelen dedicarse a cuidar ovejas pero, según dicen, no sirven para los trabajos domésticos. En cuanto a las mujeres, aunque se las trate bien, prefieren siempre la libertad sin límites en que han nacido. Concluida la cena, barrimos el suelo con una escoba de plumas de avestruz y acomodamos nuestros lechos. Los dueños de casa –deseando franqueamos la mayor comodidad– me ofrecieron un par de sábanas limpias. Como no había cama ni colchón, me excusé diciendo que no valía la pena tenderlas sobre un piso de tierra mal barrido: en realidad no quise darles la verdadera razón por no chocar sus buenos sentimientos, que me habían inspirado gratitud. Al arreglar mi cama en el suelo, quiso la mala fortuna que la tendiera sobre una cueva de ratas, y no había concluido de taparme cuando oí sus chillidos y correteos bajo el cuerpo; luego me anduvieron encima, como sorprendidas del extraño huésped. Por un momento estuve apartándolas con el pie, deseoso –lo confieso– de que se fueran sobre don José, que roncaba en un rincón opuesto. Ya cansado de ese pasatiempo, me cubrí hasta la cabeza, dejando apenas una abertura para respirar y, al cabo, me olvidé de los roedores, cayendo en un profundo sueño. El despertarme, comprobé que no había sido pasto de su voracidad. Al día siguiente, muy de mañana, ya estábamos en camino. A eso de las doce llegamos a una estancia, donde almorzamos con esplendidez. Era propiedad de la señora Burns, inglesa y viuda, una de esas mujeres que hacen honor a su sexo y al país en que nacieron. La señora Burns ha adquirido una extensa propiedad a fuerza de trabajos y economías. Con singular aplicación y pericia, administra ella misma su establecimiento, aumentando sus posesiones. En torno a la casa podían verse los galpones muy sólidos y muchos otros detalles que revelaban espíritu de orden y de trabajo. Después que descansaron los caballos, seguimos la marcha. La dueña de casa mandó con nosotros uno de sus peones para que nos indicara el vado de un arroyo. Este hombre nos anunció en seguida que el caballo carguero quedaría rendido antes de terminar el día. Confiábamos nosotros en que no fuera así, pero, pasada una hora, la predicción se cumplió. El pobre animal se detuvo y no podía dar un paso más. Así nos vimos obligados a abandonarlo, pero antes pedimos a un hombre –que llevaba unas vacas al agua– lo tomara bajo su protección. No habíamos andado media legua, cuando otro de los caballos que montábamos y que sufría del lomo desde días atrás, se cansó también, a punto de no poder caminar. En semejante situación, nos sentamos sobre el pasto para mantener un concejo a la manera india. Antes de llegar a ninguna conclusión, oímos pisadas de caballo y vimos un hombre que venía hacia nosotros. Era el baquiano que nos había facilitado por la mañana la señora Burns. Acercándose, nos dijo: –Cuando me volví al rancho pensé que los caballos se les iban a cansar... y cuando lo supo mi mujer, se apenó por ustedes. Entonces dije: Los voy a seguir con mi caballo... Aquí lo tienen. Con estas pocas y sencillas palabras, nos presentó un caballo en excelentes condiciones. Este acto de generosidad tan espontáneo, resultó un socorro inesperado y nos permitió continuar el viaje. El peón que así procedía no hubiera aceptado ninguna recompensa material, bastándole con las consabidas «gracias». Todavía se encargó de los caballos cansados que dejábamos. Pasamos la noche de ese día en casa de un caballero argentino, donde se nos recibió también con la mayor hospitalidad: las señoras nos cebaron mate, ofreciéndonos otros refrigerios. Luego participamos de una abundante y delicada cena, amén de una buena cama. En la mañana siguiente nos proporcionaron un guía para indicarnos el vado de un pequeño arroyo que debíamos pasar, precaución ésta muy necesaria a causa de las últimas lluvias. La niebla se hizo tan espesa, por varias horas, que anduvimos indecisos sobre el camino a seguir, hasta que la brújula nos dio la dirección segura. Advertimos que no estábamos lejos de la ciudad por las majadas que se hacían de más en más numerosas. Al fin llegamos a la zona dedicada, especialmente, a la cría de ovejas. En un radio de veinte leguas alrededor de Buenos Aires, las estancias podrían llamarse con más propiedad criaderos de ovejas; la mayoría de sus propietarios son ingleses. Antes de entrarse el sol estuvimos en casa de mi amigo Mr. Flint –un norteamericano– donde se nos recibió con verdadero regocijo. Mientras recorríamos el campo a fin de apreciar las mejoras introducidas, nos mostraron una majada de ovejas compradas últimamente en el sur, al precio de tres chelines la docena. Cenamos esa noche un asado gordo y sabroso. Lo que podría llamarse propiamente nuestro viaje, había terminado aquí. Don Pepe, que tanto contribuyera a su éxito, allanándome dificultades y obligándome con su bondad, se despidió de nosotros y, cortando campo con su tropilla, tomó rumbo a sus pagos. Yo y don José (mi amigo Mr. Joseph Mears), seguimos camino adelante en dirección a la ciudad. Pasamos esa noche en casa de Mr. Handy, un irlandés meridional que se ha hecho célebre entre sus connacionales por la multiplicidad de sus actividades. Es conocido –y goza de cierta notoriedad– bajo diversos nombres: a veces se llama simplemente Mr. Handy, otras el irlandés Miky, y bastante a menudo «El Duque de Leinster». Es un hombre chistoso y decidor, pero también muy inteligente y progresista: posee un espléndido establecimiento destinado a la cría de ovejas, con buena casa y grandes arboledas. Tiene una mujer muy hermosa y sus chiquillos, muy bien educados, están a cargo de un preceptor. Así rodeado, ¿podrá no sentirse feliz? últimamente, Mr. Handy había recorrido el sur de la provincia comprando ovejas. A fuerza de constancia y pericia logró adquirir hasta ocho mil, al precio de ¡dieciocho peniques la docena!, o sea cuatro reales de vellón cada una. El viaje de vuelta con su compra, viaje de unas doscientas millas, lo había cumplido en treinta días, perdiendo solamente unos cien animales en aquella enorme majada. Así que engordaron las ovejas en los campos de Mr. Handy, éste hizo sacrificar alrededor de mil, vendió los cueros al precio de cinco chelines y tres peniques la docena, y destinó la carne al engorde de una gran piara de cerdos que posee. Cierta vez, encontrándome yo en una reunión de europeos congregados en una cena que dio Lord Howden en Buenos Aires, conté lo que acabo de referir. Mi relato suscitó un murmullo de incredulidad y yo me ofrecí para acompañar a quien quisiera hasta los campos donde pastaban las ovejas restantes de Mr. Handy. En casa de Mr. Handy conocí al reverendo Mr. Fahy, sacerdote católico irlandés que andaba en gira pastoral. Con él pasamos una noche muy agradable. Mr. Fahy es persona indispensable a sus compatriotas en estas comarcas, no solamente porque sabe cumplir los deberes de su ministerio espiritual, sino porque su experiencia le permite dar consejos muy provechosos en cuestiones puramente temporales. La mañana en que nos preparábamos a partir, estaba muy húmeda. Los dueños de casa nos invitaron a permanecer un día más, porque el paso del río de Este viaje de seiscientas a setecientas millas, con todos sus lances y peripecias, había dejado en mi un sentimiento de gratitud, tanto por haberme visto libre de todo daño, como por la bondad y la hospitalidad que tan espontáneamente se me habían brindado en todas partes. Debo decir que el alojamiento y la comida no nos costaron un centavo; más aún, el solo intento de pagar habríase mirado casi como un insulto, hasta entre los paisanos más desvalidos. Yo no era –en rigor– más que un desconocido y no había llevado, de intento, sino una carta de presentación; era, además, extranjero y no conocía personalmente más que a uno o dos pobladores. Y, sin embargo, durante varias semanas, viajando por esas vastas llanuras escasamente pobladas, había encontrado la más bondadosa acogida en todas partes, sin distinción de razas ni clases, tratárase del indio menesteroso, del paisano pobre o del estanciero acaudalado. Sintiendo que era deber mío expresar públicamente mi gratitud por la hospitalidad recibida –aunque no se trataba de un caso excepcional– dirigí una carta al British Packet 25, expresando mi reconocimiento y dejando constancia de la paz y prosperidad en que vivían los pobladores ingleses; también llamaba la atención sobre las perspectivas favorables a la inmigración, el poco valor de la tierra y el escaso progreso, que eran una consecuencia de la falta de trabajadores. |
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