Rosas visto por sus contemporáneos
últimos años
Antes de terminada la guerra del Paraguay, en la que el presidente Mitre actuaba como general en jefe de los ejércitos aliados, se presentó para el país el problema de la sucesión presidencial, y el mandatario argentino, surgido del primer partido liberal, ahora nacionalista (por oposición al autonomista de Alsina) vióse casi imposibilitado para sostener a don Rufino de Elizalde, su candidato, frente a las candidaturas de Adolfo Alsina, gobernador de Buenos Aires (autonomista) , y Urquiza, que representaba al viejo partido federal. De donde resultó que el autor de la unión definitiva de La constitución de 1853, con las reformas de 1860, daba sus frutos, porque a trueque de proclamar buen número de libertades, no se había cuidado de asegurar en alguna forma la básica y principal libertad política, aquella libertad que daba sentido al artículo primero de la misma constitución, el que declara la forma de gobierno representativa. Y no hubo gobierno representativo, porque, tanto el congreso nacional como las legislaturas provinciales se encargaron de dictar leyes electorales deficientes o dolosas y ordenadas a impedir al pueblo toda participación en la elección de quienes se decían sus representantes. El poder iría pasando así de una mano a otra, de una determinada familia a otra, mediante parodias de elecciones, lo que importaba el solo riesgo de provocar alguna rebelión popular, consecuencia de aquel desaprensivo sistema. Pero, como el Progreso había hecho su aparición de la mano del Capital, y éste traía en su cartera los Empréstitos, ambos iban a proporcionar a los nuevos gobiernos nacionales y provinciales, la panacea contra toda rebeldía, cuyo castigo, por otra parte, estaba bien previsto en la constitución. El Capital fue haciendo paulatinamente cada vez más fuertes a los gobiernos; y los gobernantes, a la vez, lo favorecieron como agente civilizador, lo que se resolvió, por virtud de aquel maridaje, en una anulación completa del sistema representativo. Y así, aquel pueblo, que desde la independencia había estado presente —para bien o para mal— en la paz y en la guerra, casi siempre lanza en mano, fue quedando inerme y puesto de lado en toda actividad política y social dentro del nuevo orden de cosas que se definía con la constitución. A la democracia caótica, se sustituía un liberalismo claudicante, desenfrenadamente capitalista y antidemocrático. A la formación cívica (dentro de la libertad política y de la ley) —nunca más oportuna y necesaria que entonces— prefirióse la exclusión sistemática del ciudadano, la desestimación de todo concurso popular en el gobierno y el llamado inmediato, apremiante y sin condiciones, al capital (al capital que no venía de tierra adentro) como único y exclusivo factor de progreso político. El país pagaría largamente las consecuencias. La nueva fórmula gubernativa Sarmiento-Alsina significó la derrota del nacionalismo mitrista, que representaba una fundada esperanza de afianzamiento de la moral política y de respeto a las normas constitucionales, vale decir, de una leal solución democrática dentro de los preceptos liberales proclamados y no cumplidos. Mitre pasó a la oposición y los federales de Urquiza, con él a la cabeza, se plegaron al candidato victorioso... Bajo la presidencia de Sarmiento terminó la guerra del Paraguay. Antes de dos años de presidencia. Sarmiento, cediendo a invitaciones reiteradas de Urquiza, otra vez gobernador de Entre Ríos, decidió hacerle una visita oficial en su estancia de San José. Hubo desfiles, bailes, banquetes, discursos, brindis y noches de verbena. El visitante tuvo frases muy halagadoras y laudatorias para Urquiza. Cantó loas a su anfitrión... “¡Ahora sí que me creo presidente de El presidente puso a precio la cabeza del jefe revolucionario ($ 10.000), lanzó todas las fuerzas nacionales sobre Entre Ríos, gastó en la guerra gran parte del producido de un empréstito de treinta millones, contratado en el extranjero, y ejecutó cuanto había aconsejado en vano a Mitre después de Pavón. Así, la provincia de Entre Ríos sangró durante varios años a despecho y pesar de las diversas soluciones pacíficas ofrecidas al presidente por personas honradas y responsables. Cuando don Juan Manuel supo en Southampton el asesinato de Urquiza, escribió en carta íntima y confidencial: “Ninguna persona que haya seguido estudiando en la práctica la historia de las Repúblicas del Plata, ha debido extrañar el desgraciado fin de Su Excelencia el Señor Capitán General D. Justo José de Urquiza. Por el contrario, lo admirable e inaudito es su permanencia en el poder, por grados, siempre bajando, a virtud de sus hechos, contrarios a su crédito, a sus amigos políticos y favorables a sus enemigos... En mi larga carta después de esa batalla (la de Pavón?), le dije que, habiendo él mismo cometido el gravísimo error, después del triunfo, de pasar todo su poder a sus enemigos con funesto perjuicio a los que seguían de buena fe su política..., su vida y su fortuna no estaban seguras si permanecía en la provincia entrerriana. Que yo, en su caso, reduciría a dinero mis propiedades y lo pondría en el Banco de Inglaterra para vivir de su renta en el posible sosiego con mi familia”.2 En febrero de 1873 visitaron a don Juan Manuel el doctor Vicente G. Quesada, político y distinguido publicista, y su hijo Ernesto, que, andando el tiempo, habría de ser eminente polígrafo argentino e historiador de Rosas. En las páginas que siguen encontrará el lector, menudamente referidos, los antecedentes y las circunstancias de la entrevista. El doctor Ernesto Quesada publicó su reseña “en la zona ecuánime de la vejez”, como él dice, y pasados cincuenta años de la visita que hiciera al desterrado de Southampton. Pero me creo obligado a decir que esa misma circunstancia dio motivo a que ciertas “confesiones” de Rosas —sobre todo en su aspecto formal— fueran objeto de reparos, como inspiradas en parte por la simpatía que de antiguo mostrara el autor hacia la figura de don Juan Manuel. El autor del “apunte juvenil” tenía catorce años... Descargos (1873) He recordado en la advertencia de esta edición que había presenciado una entrevista con Rosas a principios de 1873 y de la cual conservaba el apunte juvenil. Por haber desembarcado en Southampton, le fue sugerida a mi padre la idea de hacer una visita a Rosas, quien vivía solitario en su chacra de Swathling, a un par de millas de la ciudad; se le insinuó que aquel veía con agrado cuando un compatriota le visitaba y Mr. Ropes —que era quien había hecho la indicación— nos acompañó hasta la chacra, pues mi padre resolvió llevarme consigo. Debo hacer presente que a los veinte años del final del gobierno de Rosas, la figura de éste no podía tener sino un simple interés histórico para mi padre, quien jamás fue partidario suyo, si bien no emigró, pues en 1852 tenía apenas veintiún anos. Mucho después, en una discusión política en el congreso nacional, mi padre, a la sazón diputado por Buenos Aires, tuvo oportunidad —en la sesión de junio 10 de 1878— de decir: “Estamos hoy con la cabeza blanca los que, siendo niños en la época de Rosas, nos reuníamos bajo la hospitalidad de una casa inglesa, en los días del aniversario de la patria, para mantener viva la fe en la esperanza de la caída del tirano...” Quizás por ello no gustaba mucho de recordar aquella visita, pues alguna vez me dijo que se arrepentía de haber cedido a una especie de curiosidad enfermiza, que se le antojaba casi una falta de respeto para el hombre caído; convenía en que lo visitasen los que habían sido sus amigos, o aún sus mismos adversarios, siempre que respetaran su desgracia, pero sostenía que los indiferentes no tenían derecho de ir a molestarlo como se va a un jardín zoológico a ver las fieras enjauladas. Sea de ello lo que fuere, el hecho mismo de la visita, no podía borrarse, pero ni padre ni hijo quisieron después acordarse de él. Para demostrar la consecuencia de mi padre en sus opiniones adversas a Rosas y su época, bastará recordar el terrible decreto de abril 27 de 1877 como ministro de gobierno de Buenos Aires prohibiendo toda demostración en favor de la memoria de aquél... Años después, todavía, en las Memorias de un Viejo, con el seudónimo de Víctor Gálvez, describía con lujo de detalles la vida durante la época de Rosas, especializándose en una escena en la cual el bisabuelo de quien esto escribe, don Joaquín de Rosas residía todo el año en su chacra, que tenía una treintena de cuadras y en la que cuidaba animales, viviendo del producto de la modesta explotación granjera; su casa se componía de unos ranchos criollos grandes, con su alero típico; y el aspecto de todo era el de una pequeña estancia argentina. La única criada inglesa que le atendía nos introdujo a una pieza donde tenía estantes atiborrados de papeles y una mesa grande; allí acostumbraba trabajar después de recorrer la chacra a caballo. Era entonces aquel octogenario un hombre todavía hermoso y de aspecto imponente; cultísimo en sus maneras; el ambiente modesto de la casa en nada amenguaba su aire de gran señor, heredado de sus mayores. La conversación fue animada e interesantísima, y, como era de esperar, concluyó por referirse a su largo gobierno. No transcribiré todo el apunte que, a indicación de mi padre, redacté al regresar al hotel de Southampton, pero sí reproduciré una de las manifestaciones más singulares que hizo Rosas y que, entonces y en razón de mi edad, no pude valorar como correspondía pero que, a medida que aumentan mis años y ahora que me encuentro en la zona ecuánime de la vejez, con la larga y doble experiencia de la vida y del estudio, comienzo a comprender en el profundo significado de aquella especie de confesión, formulada en una época tan avanzada de la vida del famoso dictador. He aquí el apunte que prefiero no modificar: —Señor —le dijo de repente mi padre—, celebro muy especialmente esta visita y no desearía retirarme sin pedirle que satisfaga una natural curiosidad respecto de algo que nunca pude explicarme con acierto. Mi pregunta es ésta: desde que usted, en su largo gobierno, dominó al país por completo, ¿por qué no lo constituyó usted cuando eso le hubiera sido tan fácil y, sea dentro o fuera del territorio, habría podido entonces contemplar satisfecho su obra con el aplauso de amigos y adversarios?... —¡Ah! —replicó Rosas, poniéndose súbitamente grave y dejando de sonreír— lo he explicado ya en mi carta a Quiroga. Esa fue mi ambición, pero gasté mi vida y mi energía sin poderla realizar. Subí al gobierno encontrándose el país anarquizado, dividido en cacicazgos hoscos y hostiles entre sí, desmembrado ya en parte y en otras en vías de desmembrarse, sin política estable en lo internacional, sin organización interna nacional, sin tesoro ni finanzas organizadas, sin hábitos de gobierno, convertido en un verdadero caos, con la subversión más completa en ideas y propósitos, odiándose furiosamente los partidos políticos; un infierno en miniatura. Me di cuenta de que si ello no se lograba modificar de raíz, nuestro gran país se diluiría definitivamente en una serie de republiquetas sin importancia y malográbamos así para siempre el porvenir: pues demasiado se había ya fraccionado el virreynato colonial!... “La provincia de Buenos Aires tenía, con todo, un sedimento serio de personal de gobierno y de hábitos ordenados; me propuse reorganizar la administración, consolidar la situación económica y, poco a poco, ver que las demás provincias hicieran lo mismo. Si el partido unitario .me hubiera dejado respirar, no dudo de que, en poco tiempo, hubiera llevado al país hasta su completa normalización; pero no fue ello posible, porque la conspiración era permanente y en los países limítrofes los emigrados organizaban constantemente invasiones. Fue así como todo mi gobierno se pasó en defenderme de esas conspiraciones, de esas invasiones y de las intervenciones navales extranjeras: eso insumió los recursos y me impidió reducir los caudillos del interior a un papel más normal y tranquilo. Además, los hábitos de anarquía, desarrollados en veinte años de verdadero desquicio gubernamental, no podían modificarse en un día. Era preciso primero gobernar con mano fuerte para garantizar la seguridad de la vida y del trabajo, en la ciudad y en la campaña, estableciendo un régimen de orden y tranquilidad que pudiera permitir la práctica real de la vida republicana. Todas las constituciones que se habían dictado habían obedecido al partido unitario, empeñado —como decía el fanático Agüero— en hacer la felicidad del país a palos: jamás se pudieron poner en práctica. Vivíamos sin organización constitucional y el gobierno se ejercía por resoluciones y decretos, o leyes dictadas por las legislaturas: mas todo era, en el fondo, una apariencia pero no una realidad; quizá una verdadera mentira, pues las elecciones eran nominales, los diputados electos eran designados de antemano, los gobernadores eran los que lograban mostrarse más diestros que los otros e inspiraban mayor confianza a sus partidarios. “Era, en el fondo, una arbitrariedad completa. Pronto comprendí, sin embargo, que había emprendido una tarea superior a las tuerzas de un solo hombre: tomé la resolución de dedicar mi vida entera a tal propósito y me convertí en el primer servidor del país, dedicado día y noche a atender el despacho del gobierno, teniendo que estudiar todo personalmente y que resolver todo tan solo yo, renunciando a las satisfacciones más elementales de la vida, como si fuera un verdadero galeote. He vivido así cerca de treinta años, cargando sólo con la responsabilidad de los actos del gobierno y sin descuidar el menor detalle; vivos están todavía los empleados de la secretaría, que se repartían por turnos las veinticuatro horas del día, listos al menor llamado mío, y yo, sin respetar hora ni día, apenas daba a la comida y al sueño el tiempo indispensable, consagrando toda mi existencia al ejercicio del gobierno. Los que me han motejado de tirano y han supuesto que gozaba únicamente de la sensualidad del poder, son unos malvados, pues he vivido a la vista de todos, como en casa de vidrio, y renuncié a todo lo que no fuera el trabajo constante del despacho sempiterno. La honradez más escrupulosa en el manejo de los dineros públicos, la dedicación absoluta al servicio del estado, la energía sin límites para resolver en el acto y asumir la plena responsabilidad de las resoluciones, hizo que el pueblo tuviera confianza en mí, por lo cual pude gobernar tan largo tiempo. “Con mi fortuna particular y la de mi esposa, habría podido vivir privadamente con todos los halagos que el dinero puede proporcionar y sin la menor preocupación: preferí renunciar a ello y deliberadamente convertirme en el esclavo de mi deber, consagrado al servicio absoluto y desinteresado del país. Si he cometido errores —y no hay hombre que no los cometa— sólo yo soy responsable. Pero el reproche de no haber dado al país una constitución, me pareció siempre fútil porque no basta dictar “un cuadernito”, como decía Quiroga, para que se aplique y resuelva todas las dificultades: es preciso antes preparar al pueblo para ello, creando hábitos de orden y de gobierno, porque una constitución no debe ser el producto de un iluso sino el reflejo exacto de la situación de un país. Siempre repugné a la farsa de las leyes pomposas en el papel y que no podían llevarse a la práctica. La base de un régimen constitucional es el ejercicio del sufragio, y esto requiere, no sólo un pueblo consciente y que sepa leer y escribir, sino que tenga la seguridad de que el voto es un derecho y a la vez un deber, de modo que cada elector conozca a quien debe elegir: en los mismos Estados Unidos dejó todo ello muy mucho que desear hasta que yo abandoné el gobierno, como me lo comunicaba mi ministro el general Alvear. De lo contrario, las elecciones de las legislaturas y de los gobiernos son farsas inicuas y de las que se sirven las camarillas de entretelones, con escarnio de los demás y de sí mismos, fomentando la corrupción y la villanía, quebrando el carácter y manoseando todo. No se puede poner la carreta delante de los bueyes: es preciso antes amansar a estos, habituarlos a la coyunda y la picana para que puedan arrastrar la carreta después. Era preciso, pues, antes de dictar una constitución, arraigar en el pueblo hábitos de gobierno y de vida democrática, lo cual era tarea larga y penosa: cuando me retiré, con motivo de Caseros —porque había con anterioridad preparado todo para ausentarme, encajonando papeles y poniéndome de acuerdo con el ministro inglés— el país se encontraba quizá ya parcialmente preparado para un ensayo constitucional. Y usted sabe que, a pesar de ello, todavía se pasó una buena decena de años en la lucha de aspiraciones entre porteños y provincianos con la segregación de Buenos Aires respecto de —Entonces —interrumpió mi padre—, usted estaba fatigado del ejercicio de tan largo gobierno... —Ciertamente. No hay hombre que resista a tarea semejante durante mucho tiempo. Es un honor ser el primer servidor del país, pero es un sacrificio formidable, que no cosecha sino ingratitudes en los contemporáneos y en los que inmediatamente le suceden. Pero tengo la conciencia tranquila de que la posteridad hará justicia a mi esfuerzo, porque sin ese continuado sacrificio mío aún duraría el estado de anarquía, como todavía se puede hoy observar en otras secciones de América. Por lo demás, siempre he creído que las formas de gobierno son un asunto relativo, pues monarquía o república pueden ser igualmente excelentes o perniciosas, según el estado del país respectivo; ese es exclusivamente el nudo de la cuestión: preparar a un pueblo para que pueda tener determinada forma de gobierno; y, para ello, lo que se requiere son hombres que sean verdaderos servidores de Ernesto Quesada 3 En agosto de ese mismo año 1873, hace una larga visita a Rosas en Southampton, su sobrino Alejandro Valdés Rosas, quien escribió un Diario de Viaje publicado fragmentariamente por el doctor Antonio Dellepiane en su interesante libro Rosas en el destierro. Si en el escrito de Quesada surgen ciertos interrogantes de difícil explicación en este de Valdés Rosas, todo es explícito y natural. Mi tío en el farm (1873) Southampton, agosto 17 de 1813. Esta mañana fui a casa de mi tío Juan Manuel y no lo encontré... Llegué al Farm y salió un peón, en seguida su sirvienta y me dijo que estaba en casa de Manuelita, en Worthing y que ésta volvería a Londres en dos semanas. ¡Otro día perdido!... Día 19. Anoche traté un cochero, al parecer muy bueno que, por dos shillings ha quedado en llevarme al Farm de mi tío... Llevóme el cochero por un lindísimo bosque de inmensos árboles y entramos en el Old London Road, camino viejo de Londres... Llegamos al Farm y esta vez la sirvienta salió corriendo hasta sin sombrero, que es cuanto se puede decir. Abrió la puerta y me hizo entrar, con las mayores demostraciones de respeto y amabilidad, a un pequeño saloncito de recibo, con una mesa de comer y una alfombra de la misma fábrica y gusto de la que tenemos en la sala y antesala de casa. Subió la sirvienta una escalera angosta, y volvió, diciéndome que la siguiera; al fin de la escalera me pareció ver en una puerta, a la derecha, que estaba mi tío, por la parte de adentro, pero la sirvienta seguía por una puerta al frente; entonces recordé al momento cuan aficionado era mi tío a esa clase de sorpresas, y seguí a la sirvienta; pero al pasar la dicha puerta me salió mi tío al encuentro, con una gran exclamación:”!0h!...”, y me tendió los brazos. A mí me había enseñado, desde chico, mi buena madre, a pedirle la bendición; no porque fuera gobernador de Mi tío me bendijo con mucho gusto, y me hizo entrar; era aquel su dormitorio y su cuarto de trabajo; allí hay de todo. Es una pieza como de siete varas de largo más o menos, por seis de ancho, con dos ventanas al frente; su puerta de entrada a la izquierda y otra a la derecha que va a un pequeño retrete, una gran mesa llena de periódicos, papeles, libros, impresos, manuscritos y otros objetos, la punta de la derecha está libre para las horas del almuerzo y comida. Alrededor de la pieza, en forma de estantes, unas tablas llenas de libros. Su cama está entre la puerta de entrada y la del retrete, contra la pared, y allí también hay tablas en forma de estantes, llenas de libros. Una chimenea, sobre cuyo marco hay dos relojes de sobremesa, y una virgen de Nuestra Señora de las Mercedes. Ningún otro objeto o adorno que llame la atención. Mi tío me hizo sentar cerca de la cama, y él se recostó; me dijo que estaba en mi casa, que podría hacer lo que me diera la gana. Llamó a la sirvienta y le dijo: This gentleman commands here more than I, y la dicha sirvienta (Mariana) a quien ha enseñado a repetir sus órdenes para que no se equivoque, repitió en inglés: Este caballero manda aquí más que usted... —Ya ves —me dijo mi tío— si puedes estar aquí como en tu casa. Ahora te mostraré las habitaciones todas y no te faltará donde dormir. Yo no aproveché de estas ofertas, por espíritu de prudencia, sabiendo que él se levanta a las cuatro de la mañana y sale a trabajar con sus peones hasta las nueve o diez y que a la una o dos de la tarde vuelve a su tarea hasta la oración. En fin, todo lo que hablamos es puramente privado y asuntos de familia que llenarían todo este diario si lo fuera a escribir aquí, cuando éste es solo como un extracto. Conversamos hasta eso de las cuatro y quedamos en que volvería al día siguiente a las once, y media. Me dijo cuánto había sentido no saber que era yo, dos días antes; que yo debí haberle escrito o hecho un telegrama desde Lisboa. Después de algunas horas y de hacerme venir las dos hijas de Mariana y su hijo varón, para que los conociera, entramos a conversaciones más senas y estuve varias veces por levantarme para despedirme; pero él me detuvo hasta que a eso de las cinco de la tarde me levanté definitivamente, quedando en volver al día siguiente a la misma hora. Lo que hablamos, por más interesante que sea, pertenece a asuntos de familia, y algunas cosas de política que aún no es tiempo de revelar ni son, de este diario y que quizá (no todo) escribiré en hoja suelta. Salí pues, Mariana me precedía, al parecer muy contenta (y que según me dijo mi tío, yo le había caído en gracia, y le había hecho muchas ponderaciones de mí, al fin, todo en mí le había gustado). Mariana, pues, me acompañó hasta la puerta del patio, que es un parquecito con césped y hace muy buen aspecto con los techos de la casa, que son de paja, al estilo inglés; es decir, de otra clase de paja y mucho más gruesos que los de nuestros ranchos. Día 20. Llegamos al Farm, llamé y salió Mariana corriendo y me hizo entrar a la pieza de recibo. Un momento después bajó mi tío con su poncho, espuelas y rebenque de lonja; me dijo que esa mañana había andado a caballo. Entramos a conversar y me mostró el timbre y fecha de la carta de Máximo. “No creas —me dijo— que por dicha carta te he recibido ayer. Esta la he recibido hoy, ahí está la techa del correo; yo no necesitaba de eso para recibirte; me dice Máximo que tienes que hablar particularmente conmigo. Si lo hubiera sabido, o me lo hubieras dicho ayer, nos hubiéramos ocupado de eso primero. Con que, ahora puedes empezar”. En efecto, hablamos largamente y se mostró con una franqueza que me sorprendía a cada momento; es verdad que varias veces me dijo: “Esto no lo hago con nadie...” También me había dicho el día antes que yo me parecía mucho a mi padre y que él lo quería muchísimo. —¡Pobre don Tristán, era muy bueno… Eres enterito a tu padre, ¡tu madre era una santa! Todos estos antecedentes, y algo que habrá oído de mí, quizás, le han hecho formar un juicio tan favorable como no merezco y varias veces le dije que me contundía con elogios que no me correspondían de ningún modo y es la verdad. “Ahora que me has visto —me dijo— es necesario que vayas a ver a la duquesa” (así la llama a Manuelita) a Worthing. Le conté que yo había quedado con Máximo en verla cuando ella regresase a Londres... —”No —me dijo— así como has hecho bien en verme a mí primero, ahora debes ir a verla a ella. Manuelita es muy buena y te quiere mucho y te recibirán allí muy bien”. Como no debía contrariarlo, sólo le dije que ignoraba el camino. Llamó a Mariana e hizo que me dieran la dirección y la estación del camino de fierro que había de tomar, y me dijo: “Yo no doy las señas de la duquesa a nadie, a nadie, ¿lo entiendes?...” Se lo agradecí y me despedí hasta la vuelta de Londres. Día 22. Llegué a casa de Máximo sin gran dificultad y estaba solo con sus dos hijos. Manuelita andaba de paseo con Juan Manuel. Tomamos el lunch. Uno de los hijos de Máximo, el mayor, Manuel, me sorprendió, por su estatura casi de mi alto. El menor, Rodrigo, no es tan desarrollado. Pero los dos muy modestos y bien educados. Tocan el piano muy bien, a su instrucción sólida (sic), hablan poco español. Nos paseábamos con Máximo por el Terrado, a la orilla del mar, a las seis de 1a tarde y venia un carruaje. Me dijo Máximo: “Ahí viene Manuelita, no le hables a ver si te conoce”. Pero ya Juan Manuel (Terrero) me había conocido y díchoselo a Manuelita. Esta bajó con los brazos abiertos y tuve el puro placer de estrecharla entre los míos al cabo de tanto tiempo. ¡Veintitrés años!... Sorprendido agradablemente por su frescura, vamos, me pareció hermosísima, pues contaba con encontrarla más o menos afada, si se puede decir. Con su amabilidad de siempre y su fraternal recepción, me hizo pasar las horas más gratas. Yo pensé volverme esa noche. Máximo no me lo permitió, ni ella. Fuimos a ver un Pik-Mik, juego de carreras y saltos a pie. Me presentó Máximo a Mr. Brithain, nacido en Buenos Aires, concuñado de Mr. Parisch, que me recibió como a antiguo conocido, casado con Lucinda Miller. La mayor de sus hijas, joven como de trece años, es muy amable y hermosa. Después de comer, quiso Manuelita llevarme a dar una vuelta y salimos con ella. Máximo, Juan M. y los niños: la noche estaba deliciosa y encontrando a Mr. Brittain y señora, que habían quedado en venir, acordaron el modo de hacer un paseo campestre que preparaban para el día siguiente. ¡Pobre mi prima! ¡Es digna de la felicidad de que goza! Tiene esa bondad adorable, nunca desmentida; y en aquella casa no se respiraba más que felicidad. Es verdad que ella es muy dócil y es cierto que no mira ni piensa sino con los ojos y los pensamientos de Máximo, y de ese modo no puede menos de ser feliz; también la fortuna los ha favorecido, pero aun sin ella serían felices. Manuelita es sumamente modesta y ha comprendido que la verdadera felicidad en este mundo consiste en saber contentarse con lo que se posee. ¡Oh! ¡Dios ha premiado su virtud! Antes de separarnos, me decía un día conversando: — ¡Cuánto se engañan los que me compadecen porque suponen que descendí de la posición que tenía en Buenos Aires! Yo solo lo siento por mi padre que carece de fortuna y aun de lo necesario; por mí, yo he ganado porque soy completamente feliz… Septiembre 22. Llegué a Southampton a las ocho y cuarto... Al día siguiente procuré a Sevent, el cochero, y a las doce me encaminé al Farm de mi tío. éste me había escrito que fuera a las once, pero su carta no me llegó a tiempo. Esta vez la conversación fue toda formal, muy seria, sobre asuntos de política importantes. Aunque me había dicho que no podía estar conmigo sino hasta la una, porque está sin capataz, dio sus órdenes a Mariana para los peones y estuve hasta cerca de las dos. Me dijo que no le gustaban despedidas, que había preferido no despedirse de mí (como tampoco le gusta conservar los retratos de personas queridas) y que al irme lo hiciera lo más pronto posible. Esta vez mi tío se mostró en toda su grandeza. Alejandro Valdez Rosas. Terminó Sarmiento su período con una maniobra política que puso en el gobierno a su ministro Nicolás Avellaneda (1874), dando con ello lugar a que el candidato opositor vencido, el general Mitre, se levantara en armas con su partido contra el gobierno de Y fue, por cierto, presidente, seis años después, y lo fue dos veces, y lo fue también su concuñado; y dio el vencedor de Santa Rosa tal impulso al progresismo sin ideales (recuérdense los sucesos del 90) y sobre todo a la desaprensión política, que uno de sus ex ministros más ilustres, el doctor Joaquín V. González, pudo decir en el Senado de Pero no nos adelantemos a los sucesos y volvamos a don Juan Manuel, ya octogenario y siempre pobre en su chacra de Burgess Farm, tan pobre, que se ve obligado a comerse sus últimas gallinas... Su situación es de extremo desabrimiento: “Sigo en tal malestar —escribe a su yerno— que ni yo mismo puedo sufrirme. Sería, así, por ello y por todo, una locura pensar ustedes en venir. Les suplico, pues, del modo más encarecido, que no lo hagan. Iré a verlos cuando regresen a Londres...” Y en otra carta: “Las gallinas se acabaron, las he comido... Aún he conservado las tres lecheras. La mora, que decían no daba suficiente leche... Y la otra que parecía flaca y ahora está más gorda, nunca ha dado más leche... Es que a la mora la querían comprar.” Don Juan Manuel dueño en otros años de rodeos inmensos tiene ahora... tres vacas... y tendrá que venderlas también poco antes de su muerte. Y algo hay en aquel anciano tan cargado de culpas, algo que no ha zozobrado en la terrible adversidad y que no puede considerarse sin algún respeto: En 1871, todavía bajo la presidencia de Sarmiento, se agita la cuestión de límites con Chile, y don Mariano Balcarce, ministro en París, pide a Rosas copia de unos documentos que pueden hacerse valer en el pleito internacional. Transcribimos algunos párrafos del libro del doctor Antonio Dellepiane, en el que se publican documentos de gran interés. Dice así: “...Don Mariano Balcarce, ministro en París, habíale pedido copia de los documentos relativos al incidente de 1847, suscitado por la colonia chilena de Magallanes. Rosas contestóle prometiendo buscarlos entre sus papeles y remitírselos en cuanto le fuera posible pues carecía de copista y estaba obligado a vigilar personalmente el trabajo del Farm porque aún cuando sólo le da de ganancia el uso libre de los ranchos en que vive, dos caballos en que anda diariamente y campo en que distraerse, esos goces atenúan sus amarguras y son precisos a su salud. Al mes siguiente vuelve a escribirle para noticiarle que ha empezado a hacer sacar copias de algunos folletos, las que, junto con otros documentos, le serán entregados por el cura de Southampton. Pídele, a ese efecto envíe a dicho señor, que es pobre, el dinero necesario para el viaje y las copias... Iguales arrestos —sigue el doctor Dellepiane— manifiesta tres años después, saliendo al encuentro del diario El anciano percibe un magro auxilio de sus amigos destinado casi todo él a pagar el arrendamiento de su fundo y tiene que vender, poco a poco, sus prendas y bienes muebles para seguir viviendo. Hasta poco antes de su muerte ha guardado dos vacas, muy mansas, que mugen siempre al verlo y le siguen por los prados del Farm. Pero un día de otoño de 1876, escribe a su hija: “Mi muy querida hija Manuelita: Triste siento decirte que las vacas ya no están en éste Farm. Dios sabe lo que dispone; y el placer que sentía al verlas en el field, llamarme, ir a mi carruaje a recibir alguna ración cariñosa por mis manos, y el enviar a ustedes la manteca. Las he vendido por veintisiete libras y si más hubiera esperado, menos hubieran ofrecido...” Pasan pocos meses. El invierno es muy crudo. Manuela Rosas recibe en Londres un telegrama del doctor John Wibblin, médico de su padre desde años atrás, en que la llama con urgencia a Burgess Farm. Máximo Terrero se ha marchado poco tiempo antes a Buenos Aires. Acude Manuela al llamado, presurosa, y días más tarde dirige a su marido la siguiente carta: La muerte (1877) Burgess - Street Farm. Southampton, marzo 16-1877. Cuando recibas ésta estarás ya impuesto de que mi pobre y desgraciado padre nos dejó por mejor vida el miércoles 14 del corriente. ¡Cuál es mi amargura, tú lo alcanzarás, pues sabes cuánto te amaba, y haber ocurrido esta desgracia en tu ausencia hace mi situación doblemente dolorosa! Es realmente terrible que tan pronto como nos hemos separado, desgracia semejante haya venido a aumentar el pesar de estar tan lejos uno de otro, pero queda seguro, no me abandona la energía tan necesaria en estos momentos que tanta cosa hay que disponer y atender, todo con mi consentimiento, y que sobrellevo tan severa prueba con religiosa resignación, acompañándome el consuelo de haber estado a su lado en sus últimos días, sin separarme de él. El lunes 12 fui llamada por el doctor Wibblin, quien me pedía venir sin demora. El telegrama me llegó a las cinco y media y yo estuve aquí, a las diez y media, acompañada por Elizabeth. El doctor me esperaba para explicarme el estado del pobre tatita. Sin desesperar del caso, me aseguró ser muy grave, pues que, siendo una tuerte congestión al pulmón, en su avanzada edad era de temerse que le faltase la fuerza, una vez debilitado el sistema.1 Al día siguiente (martes) el pulso había bajado de Esa noche del martes (13) supliqué al doctor hablarme sin ocultarme nada, si él lo creía en peligro inmediato; me contestó que no me ocultaba su gravedad y que temía no pudiera levantarse más, pero que no creía el peligro inmediato, ni ser necesario consultar otros médicos, y como su cabeza estaba tan despejada y con una fuerza de espíritu que ocultaba su sufrimiento, embromando con el doctor hasta la noche misma del martes en que hablábamos, víspera de su muerte, el doctor, como yo, convinimos no ser prudente ni necesario todavía hacer venir al sacerdote, pues su presencia pudiera hacerle creer estar próximo su fin y que esperaríamos hasta ver cómo seguía el miércoles (14). Esa noche estuve con él hasta las dos de la mañana con Kate, pues Mary Ann me reemplazaba con Atice, haciendo turnos, para no fatigarnos. Antes de retirarme, estuvo haciendo varias preguntas, entre otras cuándo recibiría tu carta de San Vicente, y me recomendó irme a acostar, para que viniera a reponer a Mary en la mañana. ¡Todo esto, Máximo, dicho con fatiga, pero, con tanto despejo, que cuando lo recuerdo, creo soñarlo! Cuando a las seis de la mañana entró Alice a llamarme porque Mary Ann creía al general muy malo, salté de la cama, y cuando me allegué a él lo besé tantas veces como tú sabes lo hacía siempre, y al besarle la mano la sentí ya fría... Le pregunté: — ¿Cómo te va tatita?... Su contestación fue, mirándome con la mayor ternura: —No sé, niña... Salí del cuarto para decir que inmediatamente fueran por el médico y el confesor: sólo tardaría un minuto, pues Alice estaba en el corredor, ¡cuando entré al cuarto había dejado de existir! Así, tú ves. Máximo mío, que sus últimas palabras y miradas fueron para mí, para su hija tan amante, tan afectuosa. Con esta última demostración, está compensado mi cariño y constante devoción, ¡Ah Máximo, qué falta me haces! ¡Si tú estuvieras aquí, yo sólo me ocuparía de llorar mi pérdida, pero no te tengo, y es preciso que yo tome tu lugar, lo que hago con una fuerza de espíritu que a mí misma me sorprende, desde que he estado acostumbrada a que, en mis trabajos y los de mi padre, tú hicieras todo por nosotros! Pero Dios todopoderoso, al mismo tiempo que nos da los sufrimientos, nos acuerda fuerza y conformidad para sobrellevarlos. ¡Te aseguro que ha muerto como un justo! ¡No ha tenido agonía, exhaló su alma tan luego que me dirigió su última mirada! ¡Ni un quejido, ni un ronquido, ni más que entregar quietamente su alma al Divino Creador! ¡Que él lo tenga en su santa gracia! ¡Mary estaba a su lado cuando murió, y esta pobre mujer se ha conducido con él, hasta su última hora, con la fidelidad que tú conoces siempre le ha servido! ¡Pobre tatita, estuvo tan feliz cuando me vio llegar el lunes! Las dos muchachas están desoladas. Madre e hija demuestran el cariño que tenían a su patrón. Tus predicciones y las mías se cumplieron desgraciadamente, cuando le decíamos a tatita que esas salidas con humedad en el rigor del frío le habían de traer una pulmonía. Pero su pasión por el campo ha abreviado sus días, pues, por su fortaleza, pudo vivir muchos años más. En uno de los días de frío espantoso que hemos tenido, anduvo afuera, como de costumbre, hasta tarde; le tomó un resfrío y las consecuencias tú las sabes. ¡Pobre tatita Estoy cierta que tú le sentirás como a tu mismo padre, pues tus bondades para él bien probaban cuanto le amabas! A Rodrigo, que ruegue a Dios por el alma de su abuelito, que tanta predilección hacía de él, y que no le escribo porque no me siento con fuerzas, ni tengo más tiempo que el que te dedico. El doctor Wibblin es mi paño de lágrimas en estos momentos en que necesitaba una persona a quien encargar las diligencias del funeral. Este, con Manuel, fueron a ver al Undertaker, al padre y demás, y todo está arreglado para que tenga lugar el martes 20, y como el pobre tatita ordenara en su testamente que sólo se diga en su funeral una misa rezada, y que sus restos sean conducidos a su última morada, sin pompa ni apariencia, y que el coche fúnebre sea seguido por un coche con tres o cuatro personas, los preparativos no tiene mucho que arreglar y su voluntad será cumplida, y en éste último irán el doctor, Manuel y el sacerdote, y tal vez venga el esposo de Eduardita García, pues he tenido un telegrama preguntándome cuándo tendría lugar el funeral, porque quiere asistir a él. Eduarda me ha dirigido otro, diciéndome pone a mi disposición dos mil francos, si necesito dinero. Esto es un consuelo en mi aflicción. Por supuesto que se lo he agradecido, contestando que, si necesito algo, a ella mejor que a nadie ocurriría, pero que, al presente, no lo necesito. También ordena tatita que su cadáver sea enterrado dos días después de su muerte, pero esto ha sido imposible cumplirlo, pues el undertaker dijo que no tenía tiempo, porque siendo el pobre tatita tan alto, era preciso hacer el cajón y el de plomo, donde está ya hoy colocado; mañana vendrá el de caoba, decente solamente, y aunque desease fuese el funeral el lunes, no puede ser, día de San José, y así será el martes 20. ¡Dios nuestro Señor le acuerde descanso eterno! En fin, no serán las cosas dispuestas como si tú te hubieras ocupado de ellas, pero haremos cuanto podamos, yo por llenar mi deber filial y el doctor el tan sagrado de amistad. Pobre Manuel, no sabe lo que le pasa, ni cómo complacerme y consolarme. Tuya. Manuela de Rosas de Terrero. |
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