San Martín visto por sus contemporáneos
Prologo
 
 

Cuenta Alfieri en su Vita, que el libro de los libros de sus veinte años fue el más célebre de Plutarco, algunas de cuyas “vidas” leyó y releyó a gritos, y aun entre sollozos, al verse hijo de una patria humillada. Todavía ignoraba el futuro trágico, que de aquella cantera habían extraído Shakespeare y Corneille sus mármoles romanos. Y antes que ellos, Montaigne, apologista de Plutarco, había buscado ansiosamente, desde su torre, en la historia de Francia, al hombre superior en todo, grand homme en general, con que lo alucinaba la galería antigua. ¡Qué satisfacción hubiera tenido el maestro de los Essais, si hubiese podido conocer el juicio de Quevedo sobre su obra!: “libro tan grande, que quien por verle dejara de leer a Séneca y a Plutarco, leerá a Plutarco y a Séneca”. No menor que la del propio Quevedo, al saberse incluido por Gracián entre los grandes moralistas, junto a Séneca y a Plutarco...


Las biografías paralelas y los tratados morales del griego fueron, según se cree, parcialmente gemelos, y el moralista embebió al historiador. “La historia —declaraba— ha sido para mí como un espejo ante el cual me he ensayado en embellecer mi vida con los grandes ejemplos”. Tuvo la obsesión de lo sublime, e idealizó generosamente a sus retratos. ¿Plutarco ha mentido? La tesis del libelista decepcionado se desvanece frente a la credulidad de los siglos. La grandeza moral existe. Y el libro prodigioso ha logrado universalmente elevar y embellecer ante su espejo a sus lectores. “Nadie ignora —escribía Sarmiento hace un siglo— la influencia que sobre dos grandes genios de la época moderna, Franklin en América y Rousseau en Europa, ha ejercido la temprana lectura de las vidas comparadas de Plutarco”. Y el mismo Sarmiento, seducido por aquella magia bienhechora, proclamaba a la biografía “la tela más adecuada para estampar las buenas ideas: ejerce el que la escribe una especie de judicatura, castigando el vicio triunfante, alentando la virtud oscurecida”. Pero también es cierto que el bronce de la estatua no es el tejido corruptible de su modelo, y la curiosidad punzante o la desconfianza exigente, suelen requerir, además del panegírico, las confidencias de algún testigo cotidiano... Próspero Mérimée confesaba su predilección por las anécdotas en la historia y hubiera dado a Tucídides por las memorias auténticas de Aspasia o de un esclavo de Pericles. Si en las anécdotas se halla la pintura verdadera de las costumbres y de los caracteres de una época determinada, como decía en 1829 el cronista del rentado de Carlos IX, Francia satisface esas reconstrucciones con seductores repertorios, de Montluc a Saint-Simon, e Inglaterra, del Diary estenográfico de Pepys a la “Vida del Dr. Johnson”, por Boswell. En nuestros días, el historiador y el novelista se fusionan armónicamente en el crisol biográfico.


Este libro que va a leerse no es tina biografía elaborada; es el conjunto de los aspectos diversos y dispersos de tina gran vida, “vistos” por sus contemporáneos. Presenta los materiales históricos y anecdóticos que busca el retratista moderno, y ofrece más de uno de esos detalles únicos e intransferibles del individuo, en que Marcel Schwob sustenta la caracterización biográfica. Americanos y europeos, compañeros de armas y transeúntes desconocidos, visitantes y espectadores ocasionales, retínense en estas páginas para decirnos cómo vieron a don fosé de San Martín en la plenitud de su acción y en la vejez solitaria; en horas de triunfo y de tristeza; a orillas del Paraná, en los Andes, en la costa del Pacífico, en Francia... Varón de Plutarco, según la acepción universal que atribuye a una vida la grandeza que pareciera patrimonio de la antigüedad, el Libertador está aquí en presencia del observador que juzga de cerca su físico, sus palabras, su conducta, su ropa, su trato, sus muebles...


La contribución bibliográfica de los numerosos viajeros extranjeros que visitaron nuestra América en el siglo XIX, nos ha transmitido la imagen viva de hombres, costumbres y episodios, que el historiador consulta y valora. El marino, el comerciante, el diplomático, el expedicionario científico y el simple turista, todos los que anotaron en su diario las impresiones personales sugeridas por los acontecimientos y sus actores, por la tierra y su habitante, colaboraron para la historia. Se destacan en esa literatura nómada, por el número de autores y la vastedad de sus apuntaciones, los ingleses. En ellos reconoce la historiografía argentina, desde las invasiones en que fueron vencidos, hasta la organización nacional, una de sus fuentes más generosas. Y para el caso particular de nuestro héroe máximo, recuérdese la aseveración de Mitre: “Es curioso observar que en su larga carrera, nunca le faltó a San Martín un inglés observador por testigo, para comprobar el dicho que allí donde sucede algo notable en el mundo, allí está presente un inglés: en España, lord Macduff; en San Lorenzo, el viajero Robertson; en Mendoza, Santiago y Maipú, Haigh, portador accidental del parte ensangrentado de la batalla; en Lima, el famoso marino Basil Hall, que ha dejado este precioso medallón que lo representa bajo nuevo aspecto en un momento histórico, y Stevenson, secretario de Cochrane, que a la par de éste lo ha difamado”.


A tan variados testimonios, hubiéramos podido agregar un inapreciable anecdotario doméstico, si la reserva habitual de la época, especie de holocausto silencioso, unida a lamentable imprevisión, no lo hubiesen frustrado. Años después de la muerte de su ilustre padre político, Mariano Balcarce hizo esta confesión: “Aun cuando dice el proverbio que 'no hay hombre grande para su ayuda de cámara', el general San Martín era una excepción a esa regla. Cuanto más íntimamente se le conocía, mayor admiración y respeto inspiraba la rigidez de sus principios, la afabilidad y sencillez de su trato y su virtud republicana”. Apena pensar en lo perdido, si quien compartió con él su hogar durante los dos últimos decenios de la vida del héroe, calló cuanto se adivina en esa declaración. Tampoco la nieta menor, doña Josefa Balcarce y San Martín de Gutiérrez Estrada, llegó a cumplir lo anunciado al historiador Mitre en estos términos: “¡Cuánto quisiera, mi querido señor general, poder hablar un día con usted! ¡Qué gusto tendría yo en contarle ciertos rasgos íntimos de la persona moral de mi abuelito, rasgos que conservo muy presentes en mi memoria, a pesar de los pocos años que tenía yo cuando él falleció, y también porque fueron repetidos por mis amados padres, y que sólo hallan lugar en conversaciones íntimas!” En abril de 1838, cuando dicha señora aprendía a hablar, Florencio Balcarce, estudiante en Paris, visitó la casa de Grand Bourg y escribió en carta a su hermano Mariano, ausente en Buenos Aires, la deliciosa impresión que este libro incorpora. Si la vida le hubiera concedido un plazo mayor al talentoso poeta de veinte años que la entregó al siguiente, acaso tuviéramos hoy sabrosas ampliaciones de su viñeta epistolar. Quédanos, sin embargo, una composición poética nacida bajo el techo de aquella casa del Libertador en su destierro voluntario. Cantado por los poetas de su patria, inmediatamente después de sus proezas, la oda heroica habíalo llamado “hercúleo campeón” en el verso de don Vicente López, y “Marte americano” en el de Fray Cayetano Rodríguez, y “Aníbal” más alto y famoso que el cartaginés, en versos de Luca, Rojas y Varela; y Lafinur había mostrado su nombre escrito “en letreros de estrellas” ... Pero, como dijimos en otra oportunidad, ni el arrebato del epinicio ni la solemnidad del endecasílabo contagiaron al equilibrado Florencio. Su personaje, el de su carta, más humano, más terrestre en la soledad de su crepúsculo, despojado de las ambiciones del mundo, miraba jugar a sus dos nietas. El huésped trasladó alegóricamente la escena, de las vecindades de París, a la pampa. Y nos dejó los populares octosílabos que no deben quedar fuera de este libro, pues el sujeto inconfundible aparece en ellos “visto por un contemporáneo”:



En la cresta de una loma,


se alza un ombú corpulento


que alumbra el sol cuando asoma


y bate, si sopla, el viento.


Bajo sus ramas se esconde


un rancho de paja y barro,


mansión pacífica donde


fuma un viejo su cigarro.


En torno sus nietos mira


y sus labios casi yertos,


“¡feliz —dicen— quien respira


el aire de los desiertos!


Puedo, al fin, aunque en la mano


bebiendo a falta de jarro,


entre mis nietos, anciano,


fumar en paz mi cigarro.


Que os mire crecer contentos


el ombú de vuestro abuelo,


tan libres como los vientos


y sin más Dios que el del cielo.


Tocar vuestra mano tema


del rico el dorado carro:


a quien lo toca, hijos, quema


como el fuego del cigarro.


No siempre movió en mi frente


el pampero fría cana:


el mirar mío fue ardiente;


mi faz rugosa, lozana.


La fama en tierras ajenas


me aclamó noble y bizarro;


pero ya ¿qué soy? Apenas


la ceniza de un cigarro.


Por la patria fui soldado


y seguí nuestras banderas


en el campo ensangrentado


y en las altas cordilleras.


Aun mi huella está grabada


en la tumba de Pizarro.


Pero ¿qué es la gloria? Nada


más que el humo de un cigarro.


¿Qué nos dejan en sus huellas


la grandeza y los honores?


Por la paz, negras querellas;


por placeres, sinsabores.


El pueblo al que ha perecido


desprecia más que a un guijarro...


como yo tiro y olvido


el pucho de mi cigarro.


Las horas vivid sencillas


sin correr tras la tormenta


ni doblar vuestras rodillas


sino al Dios que nos alienta.


No habita la paz más casa


que el rancho de paja y barro:


gozadla, que todo pasa,


y el hombre como el cigarro”.



Los valiosos materiales de la obra presente, permanecían dispersos y, en parte, para la mayoría de los lectores, ignorados. La compilación satisface una necesidad; pero la simple yuxtaposición hubiera constituido un conjunto desarticulado y hasta oscuro. El conocimiento detallado de nuestra historia y el fervor sanmartiniano que acompañan al colector, salvan aquellos inconvenientes. José Luis Busaniche ha contribuido, desde la cátedra y el libro, a esclarecer y difundir vidas y hechos del pasado argentino, guiado en unos casos por el sentimiento solidario de la verdad y la justicia, y en otros por el encantamiento de las cosas pretéritas. Su rica documentación y su pluma clara, pórtense ahora al servicio de una memoria venerable entre todas para nuestro pueblo, y forjan los eslabones que unen cronológicamente los relatos progresivos, al modo de una biografía vertebrada. Así logra este libro su unidad arquitectónica dentro de la diversidad originaria.


Rafael Alberto Arrieta.