San Martín visto por sus contemporáneos
El ostracismo voluntario y la vuelta a la patria. 1823-1829
 
 

Cuando San Martín se embarcó solo para Chile, a bordo del Bergantín Belgrano, estaba terminada su vida pública. “No se creyó un hombre necesario —dice Mitre— y pensó que la causa a que había consagrado su vida, podría triunfar mejor sin él que con el”. Y en el renunciamiento silencioso puso el mismo heroísmo que en sus resonantes empresas bélicas. Sin mando, sin honores, escaso de dinero, llegó a Valparaíso el 13 de octubre de 1822. Su presencia conmovió a la población. El gobierno de O'Higgins se hallaba amenazado y el prestigio de San Martín había sufrido algún desmedro. El almirante Cochrane —con quien riñera públicamente en el Perú— le difamaba exhibiéndose como víctima de la tiranía de San Martín en Lima. Una parte de la opinión creía en las imputaciones del Lord y el círculo de ingleses de este último, prefiguraba en el héroe de los Andes al más odioso de los déspotas. Una de las personas allegadas a Cochrane, escribió en su Diario íntimo el día 14 de octubre: “Me llegan noticias esta mañana de que San Martín ha sido arrestado y que, habiendo pretendido introducir de contrabando cierta cantidad de oro, este ha caído en comiso. A mediodía: Lejos de haber sido arrestado, dos de los edecanes del Director, han venido a saludarle. Además, el Fuerte saludó su insignia. Muchas personas que saben cómo piensa Lord Cochrane respecto del general, y que lo considera como un traidor a Chile y como un mal hombre, se inclinan a creer que lo arrestará. Si lo hubiera hecho, me parece que hubiera contado con la aprobación del gobierno”... Quien esto escribía, era una mujer y esta mujer sentía por San Martín, sin conocerlo, una profunda aversión, inspirada por Cochrane. Se llamaba María Graham y había llegado a Valparaíso meses atrás, en trance doloroso. Era la viuda de un marino inglés, Tomás Graham, fallecido a bordo de la fragata Doris mientras navegaba para Chile con su mujer que pudo llevar el cadáver hasta Valparaíso. Allí estaba Lord Cochrane, antiguo camarada de Graham. Este último recibió sepultura con honores y oficios religiosos; su viuda fue objeto de solícitos cuidados. María Graham decidió quedar algún tiempo en la ciudad para recobrar sus fuerzas y poco le bastó para convertirse en admiradora ferviente del Lord. “La simpatía por el héroe injustamente proscripto de su patria, el recuerdo de sus gloriosas hazañas en las guerras napoleónicas, la admiración por su denuedo y abnegación para hacer triunfar la causa de la independencia en los lejanos estados americanos, todo concurría a desarrollar en ella un culto vehemente por Lord Cochrane, que hace que, tanto en las páginas del Diario como en el Bosquejo de la historia de Chile, la personalidad del ilustre marino se destaque en medio de una gigantesca aureola. En torno de ella, se agitan, pálidas, animadas por pasiones mezquinas, las figuras de sus enemigos...”. Así dice el biógrafo chileno y traductor de María Graham, José Valenzuela Darlington y tal era la mujer que, por aquellos días de octubre de 1822, atisbaba la llegada de San Martín a Valparaíso anotando, inquieta, en su Diario —mañana, tarde, noche—, las noticias que podía obtener, en la esperanza de conocer la ruina de un hombre ilustre a quien no conocía y que nunca le hiciera ningún mal. En la noche del mismo día 14, anotó: “Ha llegado el carruaje del Director para conducir a San Martín a la Capital. Asístenlo el general Prieto y el mayor O'Carrol, con cuatro ordenanzas que traen instrucciones de no perderlo de vista. Esto, a juicio de algunos, significa un arresto honroso...”.


Nada de todo ello era, ni siquiera verosímil. El noble O'Higgins había recibido con los honores correspondientes al Libertador de Chile y agasajaba al primero de sus amigos. Zenteno, el gobernador de Valparaíso, con su familia y algunos oficiales, acompañaban a San Martín por la ciudad. Y he aquí que el 15 de octubre, Zenteno tiene la peregrina idea de llevar al general a casa de aquella dama inglesa que goza —con razón— fama de mujer ilustrada y culta. Y allá va el grupo de visitantes. San Martín, ese día —acaso por no aparecer abstraído y preocupado— está más que nunca expansivo y locuaz. El día anterior, María Graham ha escrito en su diario, siempre con su pensamiento en San Martín: “Uno de los castigos de los que están en puestos eminentes, es el ser severamente juzgados por los demás”. Y agregó también esta sugestiva frase de Shakespeare en Enrique V: “Oh dura condición, hermana gemela de la grandeza, expuesta siempre al hálito insolente de los necios”.


El general entra con sus acompañantes en aquella morada hostil. Más bien no lo hiciera... (¡Oh dura condición, hermana gemela de la grandeza!).



San Martín en casa de Mrs. Graham


El 15 de octubre. Después de ocupar todo el día en despedirnos de mis amigos del Doris, que parten mañana, me sorprendió, cuando acababa de despedirme del último, el anuncio de que llegaba una numerosa partida de gente. Y junto con el anuncio entró Zenteno, gobernador de Valparaíso, acompañado de un hombre muy alto y de buena figura, sencillamente vestido de negro, a quien me presentó como el general San Martín. Seguíanlos la señora de Zenteno y su hijastra doña Dolores, el coronel D'Albe y su esposa y hermana, el general Prieto, el mayor O'Carrol, el capitán Torres, capitán de puerto según creo, y otros dos caballeros que no conozco. No fue fácil tarea disponer asientos para tanta gente en una pieza de apenas diez y seis pies cuadrados y atestada de libros y otras cosas necesarias para la comodidad de una europea. Terminados por fin los arreglos, pude sentarme, observar y escuchar.


Los ojos de San Martín tienen una peculiaridad que sólo había visto antes una vez en una célebre dama. Son obscuros y bellos, pero inquietos; nunca se fijan en un objeto más de un momento, pero en .ese momento expresan mil cosas. Su rostro es verdaderamente hermoso, animado, inteligente; pero no abierto. Su modo de expresarse, rápido, suele adolecer de obscuridad; sazona a veces su lenguaje con dichos maliciosos y refranes. Tiene grande afluencia de palabras y facilidad para discurrir sobre cualquier materia.


No me gusta repetir, ni aún en globo y en sus líneas generales, las conversaciones privadas que, a mi juicio, deben siempre mantenerse reservadas. Pero San Martín no es un hombre privado, y además, los asuntos de que se habló fueron generales y no personales. Hablamos del gobierno, y sobre este punto creo que sus ideas distan no poco de ser claras o decididas.


Parece haber en él cierta timidez intelectual que le impide atreverse a dar libertad a la vez que atreverse a ser un déspota. El deseo de gozar de la reputación de libertador y la voluntad de ser un tirano, forman en él un extraño contraste. No ha leído mucho, ni su genio es de aquellos que pueden ir solos. Citó continuamente autores que sin duda alguna sólo conoce a medias, y de la mitad que conoce paréceme que no comprende el espíritu. Al girar la conversación sobre temas religiosos, conversación en que tomó parte Zenteno, habló mucho de filosofía. Ambos caballeros parecen creer que la filosofía consiste en dejar la religión a los sacerdotes y al vulgo, y que los sabios deben reírse igualmente de frailes, protestantes y deístas.


Con razón dice Bacon: “Sólo niegan la existencia de Dios aquéllos a quienes conviene que no haya Dios”. Y a la verdad, cuando considero sus actos, me parece que si quisiera evitar la desesperación, debería ser ateo. Pero quizá juzgo a San Martín con demasiada severidad. La natural sagacidad y penetración de su juicio debe haberle hecho ver lo absurdo de las supersticiones romano-católicas, que ostentan aquí toda su fealdad, sin el barniz que les dan la pompa y la elegancia de Italia, y a las cuales ha solido asociarse por razones de Estado con todas las demostraciones exteriores de respeto.


Alguien ha observado que “cuesta mucho más desprenderse de las doctrinas católico-romanas que de las que se enseñan en las iglesias reformadas; pero, una vez que pierden su dominio sobre el alma, preparan de ordinario el camino al más absoluto escepticismo”. Tal es, a mi juicio, el estado de alma de San Martín. De la religión y de los cambios que ha experimentado por obra de la corrupción y de las reformas, se pasó fácilmente a las revoluciones políticas. Casi todos los reformadores sudamericanos se han inspirado en autores franceses. Se habló del siglo de Luis XIV como de la causa directa y única de la revolución francesa y, por consiguiente, de las de Sud-América.


Hicieron un obsequioso recuerdo del rey Guillermo, antes que me aventurara a observar que los pasados males y los bienes presentes de estos países bien podrían atribuirse en parte a las guerras de Carlos V y de su sucesor, que agotaron el oro de las colonias sin devolverles nada en cambio. Siguióse discurriendo sobre éste y otros temas, hasta terminar con una alusión al progreso intelectual de Europa, que en un solo siglo había producido la invención de la imprenta, el descubrimiento de América y los comienzos de la reforma, que mejoró las prácticas mismas de Roma. Zenteno, contento de que se le presentara una oportunidad para atacar a Roma y lucir sus conocimientos exclamó: “Y harto que necesitaban reformar sus prácticas, pues Roma quiso coronar al Tasso y coronó a Petrarca, aprisionó a Galileo”, volviendo a la inversa la cierta y admirable doctrina de Fóscolo, de que las ciencias exactas pueden ser instrumentos de la tiranía, pero no la poesía, la historia ni la oratoria.


Me alegré de que el té viniera a interrumpir estas pedantescas declamaciones, de que no habría tomado nota a no haber pertenecido ellas también a San Martín. Les pedí excusas por no poder ofrecerles mate; pero supe que el general y Zenteno acostumbraban tomar té puro, después del cual fumaron sus cigarros. La interrupción del té no detuvo la locuacidad de San Martín, sino por un breve rato. Prosiguiendo su discurso, habló sobre medicina, lenguas, climas, enfermedades, y sobre este punto con poca delicadeza, y por último, sobre antigüedades, principalmente del Perú.


Refirió a este respecto algunas maravillosas historias de familias de los antiguos caciques e incas que se enterraron vivas en tiempo de la invasión española y que habían sido encontradas en perfecto estado de conservación. Esto nos llevó a la parte más interesante de su discurso, su partida de Lima. Me dijo que, descoso de saber si el pueblo era realmente feliz, solía disfrazarse de hombre del pueblo, como el califa Haroun Al Raschid, para visitar las fondas y mezclarse con los grupos que charlaban en las puertas de las tiendas, donde muchas veces oyó hablar de el.


Me dio a entender que se había cerciorado de que el pueblo era ahora bastante feliz y no necesitaba ya su presencia, agregando que después de haber llevado una vida tan activa apetecía descanso; que se había retirado de la vida pública con la satisfacción de haber cumplido su misión, y que sólo había traído consigo el estandarte de Pizarro, el glorioso estandarte bajo el cual conquistó el imperio de los incas y que había sido desplegado en todas las guerras, no sólo en las que se empeñaron entre españoles y peruanos, sino también en las de los jefes españoles rivales. Su posesión —dijo— ha sido siempre considerada como el signo del poder y la autoridad; Yo lo tengo ahora; y al decir esto se irguió cuan alto era y miró a su alrededor con un aire de soberano.


Esto fue lo más característico que ocurrió en las cuatro horas que duró la visita del Protector, y este el único momento en que se reveló tal cual era. El resto fue en parte una charla superficial sobre toda clase de asuntos para deslumbrar a los menos inteligentes, y en parte una manifestación de la impaciencia de ser el primero, aun en la conversación vulgar, que le ha dado su largo hábito del mando. Omito los cumplidos que con algo excesiva profusión me hizo. De ellos podemos decir, como Johnson de la afectación, que merecen excusas por cuanto proceden del laudable deseo de agradar. Sus modales son, en verdad, muy finos, y elegantes sus movimientos y persona, y no tengo inconveniente para creer lo que he oído, de que en un salón de baile pocos hay que le aventajen.


De las demás personas presentes, sólo el coronel d'Albe y las señoras hablaron algunas palabras. Con dificultad, en mi empeño por ser política con todos, pude arrancar una que otra sílaba a los demás caballeros. Parecían temerosos de comprometerse. Déjelos, por fin, en su mutismo, y el Protector se adueñó luego exclusivamente de la palabra.


En suma, esta visita no me ha dejado una impresión muy favorable de San Martín. Sus miras son estrechas y aun, si no me equivoco, egoístas. Lo que él llama su filosofía y su religión, corren parejas: de ambas hace ostensiblemente uso como simples máscaras para engañar al mundo, máscaras, a la verdad, tan gastadas, que no logran engañar a nadie, sino a los que tuvieron la desgracia de estar bajo su férula.


No tiene genio, sin duda alguna, sino cierta dosis de talento, ninguna instrucción y sólo un ligero barniz de conocimientos generales, que luce con habilidad; nadie posee como él ese talento que llaman los franceses l'art de se faire valoir. Su bella figura, sus aires de superioridad y esa suavidad de modales a que debe principalmente la autoridad que durante tanto tiempo ha ejercido, le procuran muy positivas ventajas. Comprende el inglés y habla mediocremente el francés, y no conozco otra persona con quien pueda pasarse más agradablemente una media hora; pero su falta de corazón y de sinceridad, que se revelan aun en un rato de conversación, cierran las puertas a toda intimidad y mucho más a la amistad.


A las nueve se retiraron los visitantes, dejándome muy complacida de haber visto a uno de los hombres más notables de Sud-América, y creo haberlo conocido en esta ocasión tanto como es posible conocerlo. Aspira a la universalidad, como Napoleón, que, según he oído, tuvo algo de esa debilidad y de quien habla siempre como de su modelo o, mejor dicho, su rival 1.


Creo, asimismo, que se propuso manifestarse a mí en mi carácter de extranjera, o quizá Zenteno le sugirió que aun el pequeño aumento de fama que mis comunicaciones acerca de él pudieran darle, valía la pena de procurarlo. Sea como fuere, es un hecho que esta noche habló para hacer ostentación de sí mismo.


María Graham.



Tres meses pasó San Martín en Chile, físicamente quebrantado por una reagravación de sus dolencias, y casi siempre postrado en el lecho. A fines de enero de 1823, sintiéndose mejorado en su salud emprendió viaje a Mendoza por la Cordillera, con intención de pasar a Buenos Aires. En Mendoza tuvieron noticias de su viaje, y el joven oficial Manuel de Olazábal, su compañero de armas en San Lorenzo y en los Andes, se puso en camino para dar el primer abrazo al general.



Otra vez en los Andes


Apenas restablecido, pero sumamente débil, el general San Martín se puso en camino en dirección a Mendoza, para pasar a Buenos Aires, a mediados de enero de 1823.


Llegada a aquella ciudad la noticia de su viaje, su cadete de 1813 en los granaderos a caballo, que narra estas líneas y que se hallaba allí, se puso inmediatamente en marcha para el camino del Portillo, en los Andes, acompañado de dos peones y algunas provisiones a esperarlo sobre la cumbre de la Cordillera. Al día siguiente llegó a la Estancia de D. Juan Francisco Delgado, en el Totoral, donde pasó la noche, y de mañana siguió por el cajón del Manzano hasta llegar a la cumbre donde durmió.


El sol aparecía con todo su esplendor en el Oriente, cuando Olazábal, que estaba tomando mate, (pues a prevención había hecho llevar leña) vio a la distancia una pequeña caravana que lentamente se dirigía hacia la cumbre. Desde luego, sospechó que allí venía su coronel, y general. Efectivamente, era el Gran Capitán. El general San Martín iba acompañado de un capitán con dos asistentes, dos mucamos y cuatro arrieros, con tres cargueros de equipaje y comestibles. Cabalgaba una hermosa muía zaina con silla de las llamadas húngaras, y encima un pellón, y los estribos liados con paño azul por el frío del metal. Un riquísimo guarapón (sombrero de ala grande) de paja de Guayaquil cubría aquella hermosa cabeza en que había germinado la libertad de un mundo y que con atrevido vuelo había trazado sus inmortales campañas y victorias. El chamal (poncho) chileno, cubría aquel cuerpo de granito, endurecido en el vivac desde sus primeros años.


Vestía un chaquetón y pantalón de paño azul, zapatos y polainas, y guantes de ante amarillos. Su semblante decaído por demás, apenas daba fuerza a influenciar el brillo de aquellos ojos que nadie pudo definir.


Cuando se acercó, Olazábal se precipitó hacia él y lo abrazó por la cintura, deslizándose de sus ojos abundantes lágrimas. El general le tendió el brazo izquierdo sobre la cabeza, y, lleno de emoción, sólo pudo decirle: —¡Hijo!


Un momento después, invitado a descansar y a tomar un poco de té o café, aceptó, y ayudándolo yo a bajar de la muía, se sentó sobre una montura que le sirvió como los magníficos sofaes de los palacios que había conquistado.


Inter se cebaba un mate de café, que prefirió, y le preguntaba por la familia dijo: —¡Qué diablos! me ha fatigado esta subida. Después que tomó el café con un bizcochuelo, mirándolo exclamó: —¡Tiempo hace, hijo, que mi boca no saborea un manjar tan exquisito! Bueno será, quizá, que bajemos de esta eminencia desde donde en otro tiempo me contempló la América.


Nadie habría podido penetrar lo que pasaba en aquel corazón tan combatido por crueles desengaños. Quizá creyó que aun no debía estar en aquella eminencia, desde donde aparecía como los héroes de Plutarco.


Efectivamente, sosteniéndolo, montó en la muía y emprendieron el descenso de los Andes, en que se fatigó bastante por la posición inclinada hacia adelante de la cabalgadura. En el Manzano, pasaron la noche, en donde durmió bajo un pabellón de ponchos que se improvisó. Al siguiente día llegaron a la estancia de D. Juan Francisco Delgado, en el Totoral.


Pocas horas hacía que estaban allí cuando llegó un chasque de Chile, mandado por O'Higgins en que le adjuntaba como veinte comunicaciones llegadas de Lima. Después de ver los sobres, abrió y leyó una y exclamó: —¡Oh! si Al varado se ciñe al plan de campana que he dejado para las operaciones en Intermedios, saldrá victorioso; de lo contrario, le irá mal.


Luego, abrió otra y dijo: —Esta es del malvado más grande que hay en el Perú. Es de Riva Agüero, y después de leerla, demudándose su semblante, agregó: —¡Pícaro! ahora me llama para que vuelva, porque de no, se pierde el Perú. ¡Intrigante!


Continuando con otras y viendo la letra y sello de una, sin abrirla, manifestando desagrado, agregó: —Esta es de mi hermano Manuel, matucho, (así llamaba él a los españoles) que creyéndome aún de Dictador en el Perú, me escribe por primera vez desde que nos separamos en 1812, no habiéndome contestado a tantas cartas que le he escrito, llamándolo a mi lado. Sin más, rompiéndola sin leerla, la tiró. Las demás todas eran de las personas más notables, llamándolo al Perú.


En aquella estancia, estuvieron tres días más, en cuyo tiempo fue notable el restablecimiento de su salud.


El día 2 de Febrero se pusieron en camino para la ciudad de Mendoza, despachando antes de regreso al oficial chileno que venía en su compañía, y fueron a dormir en La Estacada. Allí se incorporó D. José Maria Correa de San, padre de los valientes oficiales mendocinos de Cazadores a caballo que quedaban en el ejército Libertador, D. Félix y D. Ignacio.


El 3, de madrugada, continuaron su marcha para la ciudad, e iban hablando indistintamente, cuando de pronto le dijo el general: —¿Usted recuerda qué día es hoy? —En este momento no, señor, le contestó. —Pues este día, en 1813, poco más o menos a estas horas, usted sabe que el Regimiento hacía su primer ensayo en San Lorenzo, que no habrán olvidado los matuchos, ni yo tampoco, por que me vi bien apurado...


El general, enemigo como siempre de manifestaciones públicas, burló la vigilancia del gobierno y pueblo que lo esperaba, y fue, sin ser sentido, a bajarse en la casa habitación de la distinguida señora doña Josefa Huidobro, donde fue constantemente cumplimentado y obsequiado por aquella digna ciudad. Dos meses después de estar allí, su salud había recuperado el nervio de veinte años atrás. Vestido con esmero, todo de negro, zapato, y media de seda, concurría y bailaba en todas las primeras tertulias.


Sus distracciones y modo de vivir, en nada demostraban recordar el gran teatro que acababa de abandonar.


Manuel de Olazábal.



En la Intimidad


Durante su permanencia en Mendoza, llegó allí tic Chile, y de transito para Buenos Aires, un señor Mosquera, colombiano, y D. Antonio Arcos, antiguo Jefe de Ingenieros en el ejército de los Andes.


Uno de los muchos días que comía con el general, lo halle en su dormitorio con una pequeña imprenta sobre la mesa y cuatro botellas de vino, timbrando unos papelitos como los que traen los licores.


En el momento que entré, me preguntó: —¿A que no adivina usted lo qué estoy haciendo? —No señor, le respondí.


—Pues vea usted: “Cuando invadimos a Chile en 1817, dejé en mi chacra unas cincuenta botellas de vino moscatel, de uno riquísimo que me había regalado D. José Godoy. Por supuesto que lo que menos recordaba era esto, pero ahora ha días, D. Pedro Alvíncula Moyano, que, como usted sabe, corre con la chacra, me trajo una docena de estas botellas (refiriéndose al depósito que su honradez le había conservado).


“Hoy tendré a la mesa a Mosquera, Arcos y a Vd., y a los postres pediré estas botellas y usted verá lo que somos los americanos, que en todo damos la preferencia al extranjero. A estas botellas de vino de Málaga, les he puesto de Mendoza, y a las de aquí, de Málaga”.


Efectivamente, después de la comida, San Martín pidió los vinos diciendo: “Vamos a ver si están Vds. conformes conmigo sobre la supremacía de mi Mendocino”. Se sirvió primero el de Málaga con el rótulo Mendoza. Los convidados, dijeron a lo más, que era un rico vino pero que le faltaba fragancia.


En seguida, se llenaron nuevas copas con el del letrero Málaga, pero que era de Mendoza. Al momento prorrumpieron los dos diciendo: —¡Oh! hay una inmensa diferencia, esto es exquisito, no hay punto de comparación.


El general soltó la risa, y les lanzó: —Ustedes son unos pillos que se alucinan con el timbre, y en seguida les contó la trampa que había hecho.


Parece que el señor Arcos, se preciaba de su inteligencia para despostar un ave. Con este motivo, otro día, en la mesa, le dijo: —Vamos señor Arcos, a ver que tal lo hace Vd. con ese pato.


En el acto, tomó Arcos el trinchante y principió la autopsia. Pero el pato, de propósito, no estaba bien asado, y la cuchilla desafilada. Arcos sudaba y todos reían de sus aparatos, con especialidad el general. Al fin, le fue preciso apelar a todo trance y cargar con la rechifla.


Todo el que hubiera visto al general sin conocer su epopeya, imposible que creyera que aquel hombre era el que simbolizaba las más grandes glorias de las Repúblicas Argentina, Chilena y Peruana.


Manuel de Olazábal.



De su alojamiento en casa de doña Josefa Huidobro, San Martín se trasladó a vivir en su chacra de Los Barriales, a pocas leguas de Mendoza, no considerando oportuno, todavía, pasar a Buenos Aires. En su retiro conoció la caída del gobierno de O'Higgins, en Chile, y su reemplazo por el general Ramón Freiré. Iba San Martín con frecuencia a la ciudad de Mendoza. Allí le conoció el inglés Roberto Proctor, en viaje a Chile y el Perú.



El chacarero de Mendoza


Bajo los auspicios liberales del general San Martín, y el cuidado científico del doctor Gillies, Mendoza es un ejemplo de progreso para las otras ciudades sudamericanas. Se estableció una escuela de Lancaster, cuando yo estaba allí, y se abrió una biblioteca pública y, por añadidura, se editaba un periódico por algunos jóvenes del lugar, que era canal para difundir los principios liberales en todo el continente. Las utilidades se destinaban para costear la escuela, a la que estaba anexo un teatro rústico donde los mismos jóvenes a veces representaban. Se había hecho mucha oposición a estas instituciones por personas fanáticas, en especial por el clero, pero el patrocinio del general San Martín fue suficiente para silenciar el clamor de estos retrógrados enemigos del progreso.


Como tenía cartas para este hombre célebre [San Martín], tuve oportunidad de verle mucho. Ciertamente nunca contemple facciones más animadas, particularmente cuando conversaba de acontecimientos del pasado; y aunque se felicitaba de su retiro en Mendoza, imaginé ver la inquietud del espíritu en su mirada, y que solamente esperaba oportunidad propicia para volver a salir con su acostumbrada energía. Llevaba vida muy tranquila, residiendo habitualmente en una propiedad suya a ocho leguas de la ciudad, que estaba mejorando rápidamente. Parecía muy apegado a Mendoza como los habitantes lo eran a él; y, sin duda como este lugar fue el punto donde comenzó su brillante carrera, érale el más querido. Por la tarde, con frecuencia venía a nuestras reuniones y nos divertía mucho con cantidad de anécdotas interesantes que tenía manera fácil de narrar, animada por su rostro fuertemente expresivo.


Roberto Proctor.



El retiro de San Martín en Mendoza, según el mismo lo explicó después, se debía al recelo demostrado por el gobierno provincial de Buenos Aires, que espiaba todos sus movimientos, con el propósito de hacerle pagar su desobediencia del año 19: “El gobierno que en aquella época mandaba en Buenos Aires, —escribió San Martín— no sólo me formó un bloqueo de espías, entre ellos uno de mis sirvientes, sino que me hizo una guerra poco noble en los papeles públicos de su devoción, tratando al mismo tiempo de hacerme sospechoso a los demás gobiernos de las provincias”.


Muy seria debió ser aquella situación, para que el general no resolviera su viaje, ni aun mediando la grave enfermedad de su esposa doña Remedios de Escalada, que falleció en Buenos Aires, el 3 de agosto de ese mismo año. El distanciamiento de San Martín con algunos hombres de Buenos Aires, y en especial los que ejercían el gobierno de la provincia, —Martín Rodríguez y Rivadavia— provenía, no solamente de su actitud en 1819, sino de acontecimientos más cercanos ocurridos en 1822 que callan por lo general los biógrafos del prócer. En 1822, cuando más difícil era su situación en el Perú, y antes de la entrevista de Guayaquil, San Martín había pedido a los gobernadores de las provincias argentinas, la invasión del Alto Perú, como vínico medio de aliviar la incómoda posición de los independientes en Lima. Y algunos gobernadores —Bustos y Estanislao López— respondieron al requerimiento con ejemplar patriotismo. Bustos escribió a López: “Ya habrá Usted recibido comunicaciones del Protector del Perú y por ellas sabrá el destino a que nuevamente nos llama la Patria. Yo no omito sacrificio por mi parte y el de esta provincia para llevar a cabo la empresa y... aportare mil hombres armados... contando con los que faciliten los pueblos de Santiago, Tucumán, Salta y los del Perú, mas para esta empresa faltan recursos que es indispensable recabar del gobierno de Buenos Aires...” Estanislao López contestó al comisionado de San Martín (Antonio Fernández de la Puente) que, si Buenos Aires franqueaba los recursos que hábil pedido, “podía tener seguro que doscientos o trescientos hombres de caballería escogida... tendrían el... honor de aumentar las filas de los defensores de la causa sagrada”. El gobierno de Buenos Aires, contestó a Bustos y López que la gestión no era oportuna, porque el gobierno de los Estados Unidos reconocería la independencia, que lo mismo se esperaba de la Gran Bretaña y que “los representantes de la Nación Española no se excusaban de patentizar que era necesario entrar por el partido de abrazar la paz”. Poco después, la Junta de Representantes autorizaba al P. E. “para negociar la cesación de la guerra del Perú, poniéndose previamente de acuerdo con los pueblos de la antigua unión y con los estados de Chile y Lima” y lo autorizaba (14 de agosto de 1822) “para gastar en esos objetos hasta la cantidad de $ 300.000 por ahora”. López declaró que aquella cantidad se había votado “para el logro de un objeto indecoroso” (así lo comunicó al enviado de San Martín). Y Bustos: “El gobierno [de Buenos Aires] se desentiende... para negociar con el enemigo y el periodista [del Argos, diario rivadaviano] ensangrienta su pluma contra mi honor e indirectamente contra el general San Martín”. Esto era en agosto de 1822. En julio de 1823, mientras San Martín estaba en Mendoza, el mismo gobierno proyectó la entrega de veinte millones de pesos, para ayudar al gobierno liberal de España, que, ya en 1.821, había declarado que no reconocería la independencia de los nuevos estados americanos. Recuérdese la declaración de San Martín sobre las conferencias de Punchauca: “Mi general San Martín, que conocía a fondo la política del gabinete de Madrid estaba bien persuadido que el no aprobaría este tratado...” Es de imaginar lo que pensaría en 1823, del fantástico proyecto de Rivadavia. Tales antecedentes —ligeramente expuestos— contribuyen a situar este episodio, narrado por Manuel de Olazábal:



Un mensaje de Santa Fe


Por el mes de octubre de 1825, el correista, capitán retirado don Manuel Guevara, que llegaba de Buenos Aires, puso en manos del general una comunicación del gobernador de Santa Fe, don Estanislao López, que le había sido entregada por un oficial santafecino bajo la más seria responsabilidad, en la Posta de la Candelaria.


Al día siguiente, cuando entró Olazábal a visitarlo, y se sentó, el general tomó un papel de sobre la mesa y dándoselo le dijo: —¡Lea usted!


Aun cuando su corazón se resistía a dar crédito al contenido de aquellas líneas, no obstante, se llenó de indignación.


López, después de las más significativas muestras de alta admiración y respeto hacia el general, le decía: —“Sé, de una manera positiva por mis agentes en Buenos Aires, que a la llegada de V. E. a aquella capital, será mandado juzgar por el gobierno en un Consejo de guerra de oficiales generales, por haber desobedecido sus órdenes en 1819 haciendo la gloriosa campaña a Chile, no invadir a Santa Fe, y la expedición libertadora del Perú”.


“Para evitar este escándalo inaudito, y en manifestación de mi gratitud y del pueblo que presido, por haberse negado V. E. tan patrióticamente en 1820 a concurrir a derramar sangre de hermanos, con los cuerpos del ejercito de los Andes que se hallaban en la provincia de Cuyo, siento el honor de asegurar a V. E. que, a su solo aviso, estaré con la provincia en masa a esperar a V. E. en el Desmochado, para llevarlo en triunfo hasta la plaza de la Victoria”.


“Si V. E. no aceptase esto, fácil me será hacerlo conducir con toda seguridad por Entre Ríos, hasta Montevideo, etc.”


Al devolverle la comunicación, Olazábal vio su rostro completamente demudado, y aquella voz de trueno que se oyó siempre victoriosa en los campos de batalla, desfallecida. En seguida, San Martín dijo: —“No puedo creer tal proceder en el gran pueblo de Buenos Aires. Iré, pero iré solo, como he cruzado el Pacífico, y estoy entre mis mendocinos”.


—“Pero, si la fatalidad así lo quiere, yo daré por respuesta, mi sable, la libertad de un mundo, el estandarte de Pizarro, y las banderas que flotan en la Catedral, conquistadas con aquellas armas que no quise teñir con sangre argentina. ¡No! Buenos Aires es la cuna de la Libertad”.


Pocos días después, despachó para Buenos Aires a D. Pedro Alvíncula Moyano, y la contestación para López, agradeciéndole su aviso y ofrecimiento, sin aceptarlo.


Manuel de Olazábal.



Pasado un mes, (20 de noviembre), San Martín se dirigió a Buenos Aires, donde no fue molestado por el gobierno, pero donde no quena, tampoco, fijar su residencia. Decidió partir para Europa y no alcanzó a permanecer tres meses en la ciudad. Se preparó a viajar con su hija pequeña para darle educación y tener una compañía en la soledad que le esperaba. Pocas noticias existen sobre esta última estancia de San Martín en Buenos Aires. En un comunicado de Monseñor Juan Muzi, primer delegado pontificio que vino a la América, española y que desembarcó en Buenos Aires para dirigirse a Chile, encontramos esta referencia: “Esta mañana (9 de enero de 1824) el general San Martín me ha favorecido con su visita, dándome las mayores muestras de cortesía. Marcha cuanto antes para Inglaterra e Italia, donde piensa detenerse cerca de dos años”.


El 10 de febrero, partió el general con su hija Mercedes. Desembarcó en el Havre, pero no le fue dado entrar en Francia. Después de una corta gira por Inglaterra —donde visitó a su amigo el Lord Pife— se instaló en Bruselas, a fines de 1824. Allí se consagró a la educación de su hija que internó en un pensionado. él vivía oscura y pobremente. “El general Miller —dice Vicuña Mackenna— que le visitó entonces y le trató con la intimidad que San Martín permitía sólo a sus camaradas, nos ha referido que la existencia de aquel ilustre americano no podía ser mas sencilla ni mas austera. Su hija estaba en una pensión y el mismo, que vivía en un lejano arrabal, se veía obligado a andar n pie todos los días más de una milla para comer n la mesa redonda de un café a que estaba abonado”.


La salud no le favorecía y soportaba crisis frecuentes. De América, llegáronle las noticias de las victorias de Junin y Ayacucho que pusieron fin a la dominación española. Llegábanle también diarios de Buenos Aires, en que se veía zaherido por la prensa. él no podía comprender que se atacara a un general “que por lo menos no ha hecho derramar lágrimas a su patria”. La soledad, y la injusticia de los hombres, poníanle, a veces, sombrío y acedo. “Si no fuera por los consuelos que me presta la compañía de Mercedes —escribe— mi vida sería insoportable”. En un día de 1821, (fines de ese año) estuvo en su casa de Bruselas el coronel peruano Juan Manuel Iturregui, que pasó a Bélgica desde Inglaterra “con el único objeto de saludarle y presentarle sus respetos”. Iturregui hizo, años más tarde, revelaciones históricas de interés sobre lo tratado en aquella visita.



El solitario de Bruselas


Hallándome de gobernador de una provincia en 1823, fui llamado por el finado general don José de la Riva Agüero, presidente entonces de la República, quien, a consecuencia de un descenso del ejército español sobre la capital y de fuertes contestaciones con el congreso, había pasado a esta ciudad de Trujillo, y el que procedió a nombrarme Enviado Extraordinario cerca del gobierno de Chile, y asimismo del general San Martín.


La primera parte de esta misión debía expedirse en corto tiempo, siendo sus objetos primordiales solicitar auxilios de fuerza de aquel gobierno y que se suspendiese la entrega de un millón de pesos que había ofrecido dar de empréstito al Perú, mientras desaparecía de este la anarquía que se había introducido y se restablecía la unidad administrativa. Nada me era practicable sobre esto último porque cuando ingrese a Santiago ya había tenido lugar casi totalmente la entrega de aquel empréstito. Más, habiendo sido recibido en mi carácter público por el gobierno de esa República, tuve la satisfacción de tratar a su presidente, el muy distinguido y muy caballero general Freiré, a quien manifesté, muy por extenso, los peligros que amenazaban la causa de la independencia en el Perú, y la necesidad de que Chile procediese sin demora a auxiliarle para acabar de destruir en América el poder peninsular. El general Freiré se manifestó muy penetrado de la exactitud de mis exposiciones, y, dejando ver el más vivo patriotismo, me aseguró que pondría cuantos medios estuviesen a su alcance para que en efecto se prestase al Perú el deseado auxilio.


La segunda parte de dicha misión tenía por objeto el regreso del general San Martín al Perú. El presidente Riva Agüero y el senado existente en Trujillo, me entregaron comunicaciones para dicho general y me dieron poderes para que negociase su vuelta al Perú, recomendándome con la más grande eficacia, que emplease todos los medios posibles para obtener este resultado. Procedí, por tanto, sin demora a atravesar los Andes con dirección a Mendoza, mas cuando ingresé a esta ciudad, tuve el sentimiento de instruirme que hacía algún tiempo que el general San Martín había marchado para Buenos Aires. Frustrado hasta allí mi viaje, me propuse continuarlo corriendo las pampas; pero cuando me hallaba haciendo los preparativos necesarios, fui atacado de una fiebre maligna que me invalidó en lo absoluto, más de un mes. Extenuado, en consecuencia, asegurándose en Mendoza que el general San Martín se había embarcado para Inglaterra, desistí de mí proyectada marcha, mas considerando que acaso podía ser inexacta la noticia del viaje a Europa de aquel general, le dirigí a Buenos Aires una extensa comunicación con inclusión de las que para él se me habían entregado, haciéndole una relación exacta de los últimos acontecimientos desgraciados, tanto políticos como militares, que habían tenido lugar en el Perú, e interesándolo, por lo más sagrado, para que volviese a asegurar la independencia que con tanta gloria había proclamado en el Perú, en circunstancias de hallarse amenazado. No recibí contestación ninguna del general San Martín, y la noticia de su marcha a Europa fue confirmada. Subsiguientemente, verifiqué mi regreso al Perú y a mediados de 1825 me embarque para Inglaterra. Allí me informé de que el general San Martín se había establecido en Bruselas, y, hallándome lleno de gratitud a este general, no sólo por los servicios que había prestado a mi país, sino también por las consideraciones y amistad que invariablemente me había dispensado, pasé a esa ciudad con el único objeto de saludarlo y presentarle mis respetos.


Hablándole sobre la misión que se me había dado para procurar su regreso al Perú, y sobre las comunicaciones que le habían dirigido desde Mendoza, me indicó haberlas recibido en Europa, y me manifestó una fuerte animosidad contra el señor Riva Agüero, a quien consideraba autor del movimiento tumultuario de la población de Lima para deponer al ministro Monteagudo, exponiéndome al mismo tiempo lo siguiente: "Que jamás había temido ni por un instante que hubiese podido fracasar la independencia del Perú, una vez proclamada y estando sostenida por la opinión pública y por un ejército, aparte de las innumerables partidas de guerrilla que el odio a los españoles había creado en todos los ángulos de su territorio; que no obstante, había creído justo y conveniente entrar en un acuerdo de unión y amistad con el general Bolívar, así por la identidad de la misión de ambos en Sud-América, como para que aquel general auxiliase al Perú con parte de su ejército y se pusiese un término más corto a la guerra con los españoles, del mismo modo que el Perú había auxiliado a Colombia en la batalla de Pichincha, con cuyo objeto había procurado la entrevista que tuvo lugar con dicho general Bolívar en Guayaquil; que desde luego había encontrado en este general las mejores disposiciones para unir sus fuerzas a las del Perú contra el enemigo común, pero que al mismo tiempo le había dejado ver muy claramente un plan ya formado y decidido de pasar personalmente al Perú y de intervenir en Jefe, tanto en la dirección de la guerra como en la de su política; que no permitiéndole su honor asentir a la realización de este plan, era visto que de su permanencia en el Perú, debía haber resultado un choque con el general Bolívar, (cuya capacidad militar y recursos para terminar pronto la guerra eran incontestables) y además el fraccionamiento en partidos, del Perú, como sucede siempre en casos semejantes, y conociendo las inmensas ventajas que todo esto debería dar a los españoles, se había decidido a separarse del teatro de los acontecimientos, dejando que el general Bolívar, sin contradicción ninguna, reuniese sus fuerzas a las del Perú y concluyese la guerra; que al tomar esta determinación había conocido muy bien que su separación del Perú le haría perder la gloria de concluir la obra que había, no sólo planteado, sino conducido, venciendo inmensas dificultades, hasta muy cerca de su término, exponiéndose al mismo tiempo a las glosas detractoras de la emulación y la maledicencia; pero que se penetró de que era un deber suyo hacer este nuevo, aunque grande sacrificio, ante las aras de la causa de América, a que había consagrado su vida.


Juan Manuel Iturregui.



Cuatro años duró esa vida de Bruselas, cotidiana y tediosa. En 182í, la República entró en guerra con el Brasil, corno consecuencia de aquella invasión al Uruguay que algunos habían creído tolerable y aun conveniente a los intereses de las Provincias Unidas. En 1827, renunció a la presidencia de la República, que ejercía desde el año anterior, don Bernardino Rivadavia. San Martín se dispuso a ofrecer sus servicios militares al nuevo gobierno argentino y emprendió viaje a su país. Sobre este viaje, dice el general Miller en sus memorias: “En noviembre de 1828, San Martín estuvo por tercera vez en Inglaterra, dejando en Bruselas a su hija al cuidado de una señora inglesa, sumamente respetable, establecida en aquella ciudad. Durante los pocos días que San Martín empleó en Londres para los preparativos de su largo viaje, hizo a su amigo Miller el obsequio de ir a Canterbury a visitar a su madre, donde permaneció una noche. San Martín dio la vela desde Falmouth, el 21 de noviembre en el paquete The Countess of Chichester, con el cual llegó a Río de Janeiro, de donde salió el 15 de enero de 1829 para Buenos Aires”. Para este viaje, San Martín sacó pasaporte bajo el nombre de José Matorras (su apellido materno) quizás con el objeto de evitar cualquier complicación en Río de Janeiro, donde conocerían su personalidad. En esta ciudad o en Montevideo, supo que se había firmado la paz entre el Imperio y la República Argentina. También tuvo noticias de que, jefes del ejercito, en connivencia con (1 partido unitario, habían derrocado al gobierno legal de Dorrego, y Lavalle había fusilado a este último por su orden. El hecho conmovió a San Martín, no sólo por su abominable significado moral, sino como obra cíe un partido que le venía hostilizando desde tiempo atrás. El 6 de febrero, estaba el general en la rada de Buenos Aires, sin desembarcar. A bordo del buque, le visitó su antiguo oficial de los Andes, Manuel de Olazábal.



San Martín en la rada de Buenos Aires 1829


La revolución del 1° de diciembre de 1828 encabezada por el general don Juan Lavalle con una parte del ejército nacional que se había cubierto de gloria en la guerra contra el Imperio del Brasil, la acción de Navarro, el 9 del mismo mes, mandada por Lavalle en que fue derrotado el gobernador coronel don Manuel Dorrego que había abandonado la capital y puéstose a la cabeza de las fuerzas que reunió el comandante general del sud don Juan Manuel de Rosas; y el fusilamiento de Dorrego el 13, en Navarro, decidieron al general San Martín a no desembarcar, irse a Montevideo y de allí regresar a Europa.


Al siguiente día, de mañana, Olazábal, que también había regresado de la campaña contra el Brasil, fue a bordo del paquete, con el Sargento Mayor D. Pedro Nolasco Alvarez de Condarco, llevándole un cajón de hermosos duraznos. El general lo recibió en la puerta de la escalera, donde se abrazaron con la mayor efusión. Su cabeza, que no estaba cubierta, había encanecido de una manera notable y vestía una levita de zaraza hasta cerca de los tobillos.


Preguntándole por su niña, le dijo “que la dejaba en el colegio”, y agregó con mucha gracia: — ¡Que diablos! La niñita voluntariosa, tuvo que ir arrestada lo más del viaje en su camarote... ¡Ya se ve! Criada y consentida por la abuela, estaba muy insubordinada.


Se interesó en saber de muchas personas, con especialidad del general D. Tomás Guido y el señor Gómez Orcajo. En seguida llegó el coronel Espora, que le entregó una carta del Ministro general del gobierno, Sr. Díaz Veloz, invitándolo a bajar a tierra etc. a lo que contestó agradeciendo, pero declarando su resolución de no hacerlo.


Pocos días estuvo en balizas y pasó a Montevideo para seguir viaje.


Estando allí, recibió una comunicación del general Lavalle desde el Saladillo, datada el 4 de Abril de 1829, por mano del coronel Trole y don Juan Andrés Gelly en que le instaba regresase a la Patria, donde el prestigio de su nombre al frente de los negocios públicos, podía allanar las dificultades porque atravesaba el país.


San Martín contestó a Lavalle por medio de un comisionado, excusándose, y en los últimos días de abril se puso en viaje para Inglaterra.


Manuel de Olazábal.



Como observa el coronel Olazábal, San Martín se negó a bajar y pasó a Montevideo dispuesto a reembarcarse para Europa. El día 15 de febrero, el diario El Pampero, de Buenos Aires, publicó el suelto que va a continuación.



Ambigüedades


“En esta clase reputamos el arribo inesperado a estas playas, del general San Martín, sobre lo que sólo diremos, a más de lo que ha escrito nuestro coescritor “El Tiempo”, que este general ha venido a su país a los cinco años, pero después de haber sabido que se han hecho las paces con el Emperador del Brasil”.


En el diario “El Tiempo” apareció, a la vez, una carta asaz anfibológica, escrita por “Unos Argentinos” y que dice así:



Carta de “Unos Argentinos” 1829


La llegada a nuestro puerto, pero no a nuestras playas, del general San Martín, su partida a Montevideo, y el modo como partió, nos inducen a dar publicación a la carta siguiente. No puede desconocer “El Tiempo” que el nombre de aquel general ocupará un lugar distinguido, no sólo en la historia de la República Argentina, y se complace en los recuerdos de sus importantes servicios y de los triunfos con que ilustró nuestras armas durante la guerra de la independencia; pero, en honor del país y del gobierno, tampoco puede consentirse que, en vista de la conducta que ha observado el general San Martín al llegar a Buenos Aires después de una larga ausencia, se pueda juzgar a la distancia de un modo desfavorable respecto de aquéllos; y es necesario que sepa que ni el gobierno ha podido tener dificultad alguna en que el general desembarque y viva entre nosotros, ni el país se encuentra en circunstancias tales que sea indigno de recibirlo y hospedarlo.



Señores Editores del “Tiempo”:


Tengan ustedes la bondad de dar lugar en sus columnas, a las cuatro palabras siguientes, dirigidas al señor general San Martín.


General compatriota: acaso sabréis que nuestra patria triunfante mientras ha durado vuestra larga ausencia, en la gloriosa lucha contra el Emperador del Brasil, celebró una paz honrosa; y que, por consecuencia de aquel memorable acontecimiento, pocos meses ha que las bocas del Río de la Plata, quedaron abiertas a la comunicación del mundo. Ahora queremos hacer notar que es un capricho singular de nuestra fortuna el que, después de aquel período histórico, seáis vos, general, tal vez el guerrero más ilustre de la República Argentina, uno de los primeros que hayan visitado las aguas de nuestro río. También es raro que, cuando estábamos por alcanzar la dicha de que permanecieseis entre nosotros, hayáis encontrado el país indigno de habitarlo, y regreséis sin vernos. ¿Cómo podremos haceros arrepentir, general, de la idea de burlar nuestra esperanza? ¿Qué podremos ofreceros, que os halague, si no queréis ser ni compañero nuestro, ni nuestra guía, ni nuestro consejo? Viviendo con nosotros, mil veces habríais tenido ocasión de darnos ejemplos útiles y palpables de moderación y de paciencia; habríais intervenido alguna vez como arbitro en las contiendas domesticas, o como consejero fiel en los conflictos comunes; en fin, habríais asistido, como todos nosotros y cada uno con su propia ofrenda, a los misterios indispensables y sagrados de la patria, ya fuesen que se quemaran en sus altares la aroma y el incienso, como en los días de júbilo, ya fuese que, cerrados sus templos, la discordia azotase las ciudades y los campos, sacudiendo sus teas incendiarias, como en los días de turbación.


Nos abandonáis sin embargo, general, pero, sin inquietarnos por los motivos que os induzcan a dar este paso, queremos manifestar que la gratitud nos obligará a dejaros dueño de vuestro destino, y que el cuidado de nuestra propia suerte nos impone la necesidad de armarnos del coraje sublime de habitar la patria... días en que el orden es sólido y la unión perfecta y sincera, que en aquellos en que jefes y partidos intratables manifestasen insaciables pasiones y principios que no debiesen dejarse triunfar; en una palabra, sentimos el deber de residir en nuestro suelo, ya entre los hijos díscolos de una misma familia, ya como hermanos reconciliados; colocados por la providencia en este punto del globo, seremos víctimas de la virtud y daremos ejemplo de ella a nuestros conciudadanos, o moriremos perseguidos por la indignación de ellos mismos, cuando nuestra conducta nos presente a sus ojos como buenos objetos de escarmiento para los temerarios y para los rebeldes.


Tal es nuestra suerte, general: y por otra parte, ¿adonde iríamos huyendo de nuestra patria, que la ignominia y el desdoro que publicásemos de ella no nos cortejasen también? ¿Cómo partir de las riberas del Río de la Plata, gritando a todo el mundo que no hay en sus márgenes un solo punto habitable? Confesamos que esta resolución es imposible para nosotros. En semejante conflicto, los que dejáis en el país, de cuyo estado parecéis asustado y temeroso, olvidándose de su propia flaqueza por acordarse solo de la dignidad de la patria, creed que, antes de imitar vuestro ejemplo, preferirán con orgullo perecer en la tormenta, por no defraudarla voluntariamente en uno solo de sus hijos, de cualquiera capacidad, cualquier talento, de que pudiese echar mano en las necesidades de su situación. Si hay alguno entre nosotros que, en este o en el otro hemisferio, se hubiese adquirido alguna estimación, temería perderla, imitando vuestro ejemplo, general: porque es una inconsecuencia pretender conservar una reputación cualquiera, menospreciando a los que nos ayudaron a alcanzarla, y al objeto mismo que la ilustró.


Adiós, general compatriota: no olvidéis, cuando os merezcamos el favor de un recuerdo, que a ningún hombre, por grande que su mérito sea, le es permitido divorciarse con la patria: y mucho más si, con presunción orgullosa, de lo que no os acusamos, general, pretende tener toda la razón de su parte, concediendo a su sola opinión todos los derechos de la verdad. Os saludan, general, con la mayor consideración.


Unos Argentinos.



Lavalle y su círculo, hicieron cuanto estaba a sus alcances para atraer al general San Martín y descargar sobre él aquella terrible situación que habían creado con el fusilamiento de Dorrego. San Martín, desde un principio, manifestó que no pondría su nombre ni su espada al servicio de una facción política: ¿”Será posible, —escribió— sea yo el escogido para ser el verdugo de mis conciudadanos”? y a O'Higgins, su viejo amigo, desterrado voluntario en el Perú: “Era absolutamente imposible reunir los partidos en cuestión, sin otro arbitrio que el exterminio de uno de ellos. Por otra parte, los autores del movimiento del 19 de diciembre, son Rivadavia y sus satélites, y a usted le constan los inmensos males que estos hombres han hecho, no sólo al país, sino al resto de América”. El ministro de Lavalle, Díaz Vélez, no admitía que hubiera otro partido que el que acababa de escalar el poder fusilando al gobernador de Buenos Aires: “Aquí no hay partidos —le escribió— si no se quiere ennoblecer con este nombre a la chusma y a las hordas salvajes”. Era el pensamiento de los que acusaban a San Martín “de pretender tener toda la razón de su parte, concediendo a su sola opinión todos los derechos de la verdad”.


En Montevideo, el general rechazó nuevas proposiciones de Lavalle. Pasó casi tres meses en la ciudad. Entre los muchos visitantes que concurrieron a su casa, figuró el coronel Manuel A. Pueyrredón, su antiguo compañero de armas:



San Martín en Montevideo 1829


Por ese tiempo se encontraba en Montevideo el general San Martín. Fui a visitarlo y me hizo un recibimiento lleno de halagos, presentándome a todos los que estaban en la mesa del hotel, diciendo: —Presento a ustedes a uno de mis muchachos. En seguida, empezó a hacerme preguntas sobre mis heridas, como para hacer saber que las había recibido en la guerra de la Independencia.


Después de esto, le veía cada vez que podía. El gobierno del Perú le llamaba; el estaba indeciso sobre el partido que tomaría; me invitó para acompañarle en el caso que se decidiese a aceptar y yo le prometí hacerlo.


El general San Martín desaprobaba la revolución del 19 de diciembre. Luego que se presentó en la rada de Buenos Aires, Lavalle le mandó una comisión llamándole y ofreciéndole ponerse a sus órdenes; el general se negó, y ni aún quiso desembarcar, regresando a Montevideo. “Yo no podía aceptar sus ofertas, me decía un día, porque José de San Martín, poco importa, pero el general San Martín, da mucho peso a la balanza y tú sabes que he sido enemigo de revoluciones, y que no podía ir a ponerme al servicio de una de ellas. Cuando Bolívar fue al Perú, yo tenía ocho mil hombres, podía sostenerme, arrojarle; pero era preciso dar el escándalo de una guerra civil entre dos hombres que trabajaban por la misma causa, y preferí resignar el mando. Al cabo, Bolívar quería lo mismo que yo”.


El general Rivera me dijo un día: —¿Sabe usted quién está en Montevideo? — ¿Quién, señor?— El general San Martín. ¿A quien mandaremos a saludarle? —A mí, le contesté— ¡Oh! a usted no, eso no puede ser, todos saben que usted ha sido mi agente para con los portugueses; la plaza todavía está ocupada por ellos; si le vieran a usted ir, no dejarían de pensar que iba mandado por mí a tratar algo; yo tengo que andar aquí con mucho tino porque estos tolos (zonzos), todavía creen que yo soy portugués.


—Pues señor, la dificultad va a cesar, confesándole que yo ya he estado en Montevideo y visto al general San Martín. Luego que supe por don Blas Despouy que se encontraba allí, corrí a saludarle.


—Pues entonces, repuso, no la hay en que usted vaya a saludarle en mi nombre, ofrecerle mis servicios y cuanto puedo valer y de camino lo hará también con los generales Balcarce, Martínez, coronel Iriarte y señor Aguirre.


Esta comisión fue desempeñada al día siguiente.


Manuel A. Pueyrredón.



A fines de abril de 1829, el general se embarcó otra vez para Europa, alejándose esta vez para siempre de su patria.